jueves, 25 de junio de 2009

Historia de un pez sin mar



Premios Ciudad de Huelva

Despertó empapado en sudor, con un sedimen­to dulzón en el paladar y con la dura impresión de ha­ber pasado la noche en una mazmorra del infierno. Se levan­tó y fue a la cocina; bebió un largo trago de agua, recor­dó sin saber por qué la conveniencia de aquello para el riñón y sólo cuando el líquido entró en su estómago con el ansia de un ejército en una plaza sitiada, supo que ha­bía dormi­do en su casa y no en la del Diablo. Convencido de ello, no necesitó consultar el reloj para saber que había amane­cido, pues cada mañana a la misma hora, desde hacía tres décadas, un extraño resorte ajeno a la influen­cia de las ánimas benditas lo ponía en marcha como a la sirena de una fábrica. Se dirigió entonces al baño, se afeitó, se vis­tió y media hora después estaba en el garaje, con su maleta de cuero bajo el brazo y los besos de su mujer y de su hijo menor vivos en la meji­lla con la misma entraña­ble fuerza de años atrás, como si los besos y él mismo fueran ajenos al desencanto, como si absolutamente nada hubiera cam­biado en la vida ni en la fábrica de juguetes.

Así era como a Luciano Ruza le gustaba salir de casa por las mañanas, con una esperanza al frente y una ilu­sión a la espalda, como un general cincuentón seguro de su vanguardia y de su retaguardia. Así fue como lo hizo durante años, influido descaradamente por la rutina, sometido a los hábitos cotidianos con una manse­dumbre exasperante y una satisfacción que levantaba envi­dias en la fábrica y en la vecindad. Se subía al coche, llegaba a la oficina, entraba en su despacho acristalado de jefe influyente, encajaba su cuerpo deprimido de pez globo en las almohadillas del sillón y exten­día sus brazos sobre la mesa como si fueran agallas, como si a través de ellos pudiera respirar el ambiente de la sección de dise­ños, el grado de inspiración de los empleados y los resor­tes escondidos de los nuevos juguetes que saldrían en la campaña de Navidad. Le gustaba contemplar aquella especie de paisaje marino a través del cristal, fecundar su imagi­nación con el abono de los trajines ajenos y adivinar en la mirada de los técnicos el tamaño y la forma de unos juguetes articulados tan sólo en la imaginación. Después de ordenar el trabajo, a media mañana, le gustaba correr las cortinas de la pecera y echarse a soñar como un niño en víspera de Reyes buscando la forma más parecida, el color más atrayente o el mecanismo más próximo a la reali­dad infantil. Así permanecía hasta que el teléfono sonaba con encargos de su jefe o reca­dos urgentes de la delega­ción central.

Era entonces cuando su espíritu de niño quedaba estaciona­do momentánea­men­te en el hangar a oscuras de cual­quier esta­ción de tren eléctrico y se ponía en marcha su carácter luchador de jefe de sección casado y con dos hijos; desco­rría con violencia las corti­nas, consultaba rápidamente a los técnicos e inspeccionaba las cinco plantas del edificio llevan­do a cabo la misión encomen­dada con la eficacia de un coronel de cuerpos especiales. Después, casi sin darse cuenta, sonaba la sirena de la fábrica, el personal se movilizaba buscan­do la salida y él quedaba desamparado en un batiburrillo de fronteras intentando diferenciar el país de la fanta­sía, el de la realidad, el del trabajo y el del hogar. Así fue la vida durante años para Luciano Ruza, como un cuadro abstracto donde los días y las horas se fundían con los sueños y los esfuerzos en el lienzo indefinible de un trabajo que sólo abandonaba para dormir, pues incluso por las tardes imaginaba juguetes en el salón de su casa, aparentando ver un partido de fútbol o simu­lando estar abstraído en las conversaciones del hogar.

Ahora, dos años después de que el mar cambiara de color dentro de su pecera, aún seguía soñando jugue­tes con la misma ilusión de antaño y despertándose al amanecer con la misma fuerza, pero aquel viento de trai­ciones que a media noche lo hacía evocar la fábrica y las mazmorras del infierno, azotaba su corazón con tanta violen­cia que todas sus cosechas de espe­ranzas habían terminado maltrechas y perdidas en el hori­zonte incon­creto de su futuro. Con cincuenta años sólo le preo­cupaba ahora una cosa: mantener en secre­to lo sucedido dos años atrás en su despacho de la fábrica de juguetes; se acos­taba y se levantaba con aquella idea, procuraba recor­darla a diario como si fuera una oración de niño y a veces sentía la tentación corrosiva de compartir­la con su espo­sa, aunque sólo fuera por liberar una con­ciencia vencida por el miedo que sólo hallaba alivio en el silencio.

Aquella era la causa principal de la angus­tia galopante que por las noches lo atenazaba entre las sábanas bañándolo en sudor y durante el día lo sumergía sin piedad en una lucha numantina, cada vez más irreme­dia­blemente perdida, contra el resto del mundo. Por eso se acostumbró, a caballo del miedo y en cierta forma habi­tuado a su máscara de zozobra, a ponderar las precaucio­nes en sus frecuentes trajines secre­tos, de forma que pulió las mentiras y las coartadas hasta el punto de convertir­las en arte. De ese modo convenció a su esposa para que rompiera en treinta días las reglas familiares de treinta años, haciéndole ver la convenien­cia de domiciliar en el banco aquella nómina puntual, ensobrada y exacta que ella acostumbraba a recoger en mano los primeros de mes y cuyos nuevos datos lo hubieran clavado sin piedad en esa encru­ci­ja­da que tan rotundamente se había propuesto eludir. Lógicamente, como su nueva situación lo había traicionado aliándose con la angustia, los prolongados silencios que ya no asombraban a nadie en la casa se multiplicaron hasta el punto de levantar sospechas, de tal manera que Luciano Ruza se vio obligado a calmarlas con el relato de nuevos inventos que nunca existirían, juguetes de alfeñi­que y viento que su imagi­nación improvisaba y su oratoria fan­tástica convertía en trenes inteligentes que conocían las estaciones por su nombre, en bebés de carne sintética que distinguían a la primera el tacto de su dueña o en maque­tas de aeroplanos capaces de realizar aterrizajes forzosos si agotaban las pilas en pleno vuelo. Incluso su hijo, el futuro ingeniero más sagaz de su promoción, abando­naba a veces los caminos y los puentes que entrete­jían el mapa de su cerebro y se enzarzaba con su padre en discusiones interminables sobre la evidente imposibilidad de construir cosas impensables; y nadie pudo descubrir en la naturaleza de sus abstracciones otra cosa que no fuera pura fantasía y dedicación al trabajo.

Por aquel tiempo, a un año del suceso acaecido en su despacho de la fábrica, afectado por el rotundo fracaso de sus negociaciones con la competencia, se sumergió sin piedad en una crisis depresiva que durante meses lo llevó por las calles de la ciudad como un perro sin rumbo obligándolo a recluirse en el salón familiar durante horas laborables. Las puntillosas y continuas preguntas de su esposa, así como el miedo insal­vable a ser descubierto, lo obligaron a improvisar otra descabe­llada mentira que empeoró aún más el nefasto estado de su con­ciencia. “Me han ascendido” dijo, “por eso dispongo de más tiempo para estar en casa”. Y aquella extraordi­naria noticia no asombró a nadie, ni siquiera a él mismo, porque durante años había luchado por ella como un revolu­cionario por una utopía, a pesar de haber sentido un extraño calor sanguíneo a la hora de inventar­la; el mismo ardor pesado y denso que de madrugada lo hacía sudar fuego, miedo y desilusión. Así, a caballo de su nuevo ascenso, pudo permitirse el lujo de regresar temprano si el día estaba lluvioso o incluso de no salir, fingiendo dar instrucciones por teléfono a subordi­nados cuyo nombre improvisaba.

Sólo al final de aquel año tuvo conciencia plena de estar perdiendo la carrera contrarreloj que con tanta fuerza había emprendido y que ahora lo encerraba sin piedad en una ratonera cuya única salida era confesar la verdad, pues las continuas visitas a los polígonos indus­triales habían supuesto un rotundo fracaso, y ya resulta­ban tan lejanas, tan absurdamente extrañas a la finalidad que las motivaron, que el tiempo y las cir­cuns­tancias las habían relegado a un discreto y misericor­dioso olvido. Ahora todo lo que poseía Luciano Ruza era un ascenso fingido, dos años consecutivos de mentiras preme­ditadas y un insalvable miedo al futuro inmediato; por ese motivo se sumergió en la tristeza y en el abandono, se dejó crecer la barba hasta el pecho y en pleno sueño emprendía una jerga diabólica de monosílabos perturba­dos que ni siquiera el demonio hubiera llegado a enten­der jamás. Y en ese estado de cosas comprendió una mañana cualquiera la nece­sidad urgente de rendirse ante la evidencia, de modo que durante varios meses conti­nuó fingiendo, pero ya no visi­taba empresas ni escribía cartas secretas a gerentes anónimos que nunca cono­ció, sino que perdía las mañanas enteras en las cafeterías del centro leyendo en el perió­dico declaraciones de minis­tros ajenos al mundo y buscando la manera más honrosa de capitular ante sí mismo y ante su familia, pero sólo lograba discurrir mentiras nuevas que de ningún modo retrasarían el vencimiento de unos plazos marcados por la inflexible ley de los bancos y de los políti­cos.

Por eso aquella mañana, desayunando como siem­pre frente a la fábrica de juguetes, el familiar calor acomo­dado en sus entrañas tiempo atrás cobró dimen­siones apocalíp­ticas abrasándole la garganta con un nudo de amargura que ya no pudo sopor­tar. Arrojó el perió­di­co a la papelera y abandonó la cafete­ría sin despe­dirse de nadie, se subió al automóvil y emprendió el camino de regreso de una forma mecánica y amarga, intuyen­do lo que iba a hacer, calibrando las consecuen­cias de su rendición, padeciendo el dolor de la derrota y la vergüen­za de su confesión, pero rotundamente convencido de hacer­la, si era necesario por escrito, porque los plazos ven­cían y la esclavitud de las fechas caía sobre él sin conocer la miseri­cordia.

A pesar de todo aparcó el coche y entró en su casa con la cabeza alta, con la gabardina sobre los hombros y la maleta bajo el brazo, derecho a la cocina donde el trajín delataba la presencia de la esposa. En la puerta se detuvo con la dignidad de un general romano, se atusó el cabello y esbozó una mueca de recelo que ella no advirtió, enredada como estaba en las tripas de los jure­les que pensaba freír en el almuerzo. Tuvo que acercar­se infi­nitamente, tomarla del brazo y buscarle la mirada para que pudiera presentir en el ambiente la aureola densa del mie­do. Entonces sintió un hormigueo despiadado que le car­comió las sienes, le recordó al oído la posición social de los derrotados y lo hizo tambalearse como a un hombre de cartón; pero dijo lo que tenía que decir, y lo hizo con tanta contundencia que el mundo pareció reventar en su boca.

- Hace dos años que estoy parado -dijo-, me echaron de la empresa como al perro del almacén y muy pronto se acaba el desempleo...

Su esposa bajó entonces la mirada con aque­lla serenidad ancestral que había despertado la pasión juvenil de Luciano Ruza, y continuó con el pescado como si en ello le fuera la vida, pero el diseñador de juguetes se derrumbó en una silla como un niño apalea­do y sólo tuvo fuerzas para seguir pensando en los políticos, en sus cincuenta años de vida anónima y en la maqueta de un aeroplano que realizara aterrizajes de emergencia si por casualidad agotaba las pilas en pleno vuelo.

8 comentarios:

  1. Cesar, final poco feliz, se puedee llegar a intuir el desenlace, hay algunos signos que adelantan un retroceso en la vida laboral de Luciano Ruza.
    Otros relatos me han provocado mas emocion.
    Un placer leerte
    Un fuerte abrazo, seguimos esperandote en la hosteria

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  2. El perfecto relato para los tiempos que corren...Luciano tiene a una buena mujer a su lado,si existiera una segunda parte seguro que conseguiria su propia fabrica de juguetes,"LUCIANO & HIJO".

    Cesar,¿tu te despiertas con las ánimas benditas?
    yo sí...

    Un besazo,gracias por tu tiempo!!!!

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  3. Tu narrativa engancha, y la historia es delicada con esos toques de nostalgia que llegan.

    Me ha gustado mucho. Un placer leerte.

    Un besitoooo.

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  4. Exquisito. Debería estar acostumbrada a la inmaculada prestancia de tus palabras, pero me es imposible. Y me es imposible porque justamente un buen escritor es aquél que jamás se encasilla ni en un tema, ni en un estilo.

    Pude "ver" cada escena, pude sentir todo el desasosiego, la angustia, la impotencia y la derrota del personaje. Y si, yo lectora, puedo sentir tus letras es porque tu magia me llega y me rebasa.

    Tu sensibilidad a flor de piel se transmite. ¿Hay algo más prometedor para un escritor? No creo, lo que sí creo es que merecés saberlo. Esto es lo que creo y lo que siento, y esto es lo que te dedico.

    Un beso grande y mi cariño incondicional.


    (Si el cuento fue estupendo, el remate es sensacional)

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  5. ... no he podido esperar a llegar el lunes al autobus y amaneciendo me he bebido tu relato; no sé, éste tiene un ángel especial, además de actual por su tema... PRECIOSO UNA VEZ MÁS y qué gozada responder a quién es uno de tus escritores favoritos y yo diré sin pestañear Cesar lamara

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  6. Quería leer más...

    "...cobró dimensiones apocalípticas abrasándole
    la garganta..."
    Aunque tenía dudas, no imaginaba así el final.

    "Si como pez en el agua me muevo
    sorteando los obstáculos
    que más incómodos me resultan...

    Y desconsolado me contesto
    qué sentido tiene la lucha
    si hasta el terremoto menos violento
    se afana en arrasar con su estruendo
    la paz silenciosa de las piedras
    que tan invulnerables parecen."
    (Luis Pérez)

    Dices que "...las historias más arrebatadoras
    han tenido como protagonista, o de trasfondo,
    al amor.Son las historias que más me gusta
    escribir."

    Creo que cualquier día ,tendrás que pensar en
    contarnos un cuento de amor...que aún más
    todavía...nos haga emocionar,vibrar...
    conmover...

    Un beso.

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  7. Atrapante el relato, aunque creo que el personaje principal necesitaba algo más de su mujer, que bien pudo, verlo a los ojos y decirle ¡ya lo sabia pero te apoyaré siempre en lo que decidas (no se que piensan los hombres que esperan sus mujeres de ellos)!

    Creo que este señor puede hacer su propia empresa comenzando desde abajo con el apoyo de los suyos, pero al parecer cree que él es quien tiene que hacer todo sin ellos para ellos.

    Sea lo que sea, es buen relato, ojalá lo continuaras.

    Gracias por seguir uno de mis blogs.

    Un gusto leerte

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  8. Esto es una tremenda realidad como la copa de un pino,un descalabro que sucede de tanto en tanto en la vida de alguna persona.Por eso es tan importante saber que un trabajo sólo es eso,un trabajo y ubicar lo como tal,pasé por casualidad a través de otro blog.

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