lunes, 25 de noviembre de 2013

UNA SONRISA EN LA MULTITUD




Premio de cuentos del Colegio Internacional Meres


A mi hijo José Antonio


La tarde se ensombreció de forma inesperada y el ejército de nubarrones que al amanecer había sitiado la ciudad se lanzó al asalto desprovisto de piedad, ocupando por sorpresa las azoteas de los rascacielos y amenazando con inundar las calles de una lluvia desleal y olvidada. La sequía había sido inclemente con los campos y nadie pensó nunca que un diluvio pudiera atacar la ciudad precisamente la noche de reyes. Florencio Palacios descorrió los visillos del dormitorio y desde la ventana empañada espió las calles del barrio, el revuelo de las hojas llevadas por el viento y la tonalidad grisácea del silencio que se recostaba en las esquinas con la persistencia de un mendigo. Se esforzó por ver a lo lejos la amplitud de la avenida y descubrió un río de automóviles fluyendo hacia el centro de la ciudad, el mismo río que todos los años a esa hora se mostraba caudaloso de niños y de coches envalentonados por la ilusión de los reyes, ansiosos por ver al tiempo hundido en su propia precipitación. El ritmo del mundo perseveraba en sus compases a pesar de la amenaza de lluvia. Florencio Palacios salió entonces del dormitorio, besó a su madre que seguía en la mesa camilla viendo el mundo a través del televisor y luego se detuvo en la puerta.


-Voy a salir -dijo.


La anciana levantó la cabeza, inspeccionó el pergeño de su hijo con una mirada experta y después se hundió en un gesto de desaliento.


-Estás loco -contestó-, ¿qué rey mago va a salir a la calle en medio de un diluvio?


Florencio Palacios cerró la puerta, bajó las escaleras pintarrajeadas por los niños y en el mismo bordillo de la acera se llenó de valor y se enfrentó al mundo. El aire era el mismo que el de Nochevieja, los naranjos continuaban inamovibles en los arriates de la calle y la ropa íntima de las vecinas seguía acudiendo a los tendederos con la lealtad de una novia inocente. Todo era igual en el mundo menos la imagen espantosa que él había concebido del universo en tan solo una noche, nada había cambiado salvo una hoja en el calendario y un número novedoso que se erguía sobre él como una puerta de incertidumbre ante una vida sembrada de miedos.


Se estremeció con la idea de que una simple cifra en el almanaque tuviera la potestad de cambiar una conducta y de instaurar la dictadura del terror en el reino del futuro; un futuro proteico que se diluía ante sus ojos atacado por la duda, que había perdido toda consistencia y amenazaba con desaparecer para siempre entre la multitud de parados que inundaba el barrio. No lo había celebrado. Había recibido la llegada del nuevo año en el comedor del piso, frente a su madre, asustado por la euforia ajena y por las preguntas veloces que acudían a su cerebro paralizado por el miedo al paro, un miedo que lo había recluido en el piso cinco días seguidos y que había ensombrecido el color de sus fiestas; pero ahora estaba en la calle, al fin, contagiado por el entusiasmo de los niños que intuía en la avenida. Por un segundo pensó volver, subir las escaleras y recluirse de nuevo en la habitación, con sus libros de maestro y sus sueños de poeta, pero un impulso ajeno a su voluntad lo obligó a caminar.


El centro de la ciudad quedaba lejos, enterrado en la robustez de los edificios y perdido en los entresijos de una historia milenaria ensanchada por la modernidad. Asustado por la distancia quiso subir al coche, que seguía estacionado bajo los álamos del aparcamiento como un perro fiel, observando las indecisiones del mundo con aquellos ojos de cristal espantados y redondos, pero pensó que el refugio del coche era parecido al de sus libros y que nada adelantaría volviendo a convivir con los miedos. Por eso siguió caminando bajo aquel cielo cada vez más plomizo y amenazador.


La arteria que conectaba el barrio con el corazón de la ciudad se le mostró tan excesiva y atolondrada que pensó en perderse por las callejuelas innumerables que conducían al centro, sumisas y débiles como vasallos del tiempo, y creyó que aquella decisión trivial nacía en el esqueleto agitado de sus miedos, que de nuevo volvía a sentirse indefenso ante el mundo, sobrecogido por las bocinas de los coches y el entusiasmo ajeno, pero se otorgó la licencia de habituarse a lo cotidiano con la paciencia del guerrero derrotado que regresa a sus dominios, por eso se internó en las calles desoladas por el viento, cabizbajo y roto, a solas con la fe depositada en su capacidad para vencer los espantos.


Sin pretenderlo se sorprendió pensando en la escuela, en aquellos niños de barrio que se asombraban al oír las leyendas rancias de la ciudad, muchos de los cuales aún creían en los reyes. Florencio Palacios amortiguaba con esas historias la morriña gris de las tardes invernales, cuando la pizarra se hastiaba de números y el sopor amenazaba con nublar la lucidez de los niños. Las hacía danzar en el misterio con palabras de poeta y las adornaba con metáforas imprevistas y cadencias de la voz que exaltaban el dramatismo del contenido o enternecían la figura de sus protagonistas, y los niños lo oían boquiabiertos, asombrados por el realismo de aquellas historias de hadas que una vez sucedieron en las calles que ellos pisaban o en el cerebro de aquel maestro al que ninguno se había atrevido a ponerle mote.


Así fue como conocieron los fantasmas que habitaban la imaginación de Florencio Palacios, y supieron de un rey al que le cantaban los huesos, de una cabeza de piedra empotrada en una pared, de trifulcas de bandidos a la luz de la luna, de caballeros embozados que se batían por amores imposibles y de reinas que paseaban por el parque en busca de amor, perseguidas de cerca por la sombra multicolor de los pavos reales. Eso era lo que los niños recordarían de aquel maestro avirrostro y enjuto que ya no volvería al colegio y que ahora caminaba por las calles asustado por un cese fulminante, buscando una cabalgata de reyes y el anonimato de una multitud que podía ayudarlo a reconciliarse con el mundo.


Florencio Palacios había temido siempre al fantasma del paro, cuyo rostro canceriforme paseaba por el barrio a media mañana y se difuminaba en las miradas de la gente que movía los pies en los bancos o tomaba el sol en las esquinas, conjeturando con la esperanza o simplemente con la supervivencia, y siempre había eludido su compañía, confiado en la estrecha amistad con el colegio y en aquella interinidad que parecía eterna; pero a veces se acercaba a él, cuando bajaba a comprar el periódico los domingos por la mañana, con la osadía morbosa de la víctima que se aproxima al verdugo por el puro placer de conocerlo o de saberse capaz de burlarlo, y entonces tenía la certidumbre de que algún día abriría sus fauces y lo devoraría.


Así era como se sentía mientras caminaba por las calles acompañando al viento, engullido por un monstruo intangible al que ni siquiera la máquina poderosa del Estado lograba vencer, anulado para siempre en su voluntad, muerta la ilusión y desterrada la esperanza. Recordó a Víctor Hugo, cuando afirmó que las ilusiones sostienen al alma como las alas a los pájaros, y se vio caer en el vacío, desde lo alto de aquel cielo turbio y provocador, como un ave abatida por los disparos del mundo. Pero siguió caminando. Era la tarde de reyes, y la ilusión en persona paseaba por la ciudad saludando a los niños de todas las edades, indiferente a las amenazas del cielo y de la tierra.


A medida que se acercaba al centro, la algarabía aumentaba en las calles y en las plazas, y vendedores ambulantes de todas las cosas paseaban con sus canastos al acecho de los pequeños. La maquinaria de la ilusión se había puesto en marcha aunque Florencio Palacios estuviera al margen de su influencia. Pensó por un momento en el número de gente que se había confabulado aquella tarde para mostrar a los niños realidades inefables, en el precio que pagan los mayores para que los pequeños mantengan lo que ellos han perdido, en el valor incalculable de la inocencia y en el dolor añejo y remoto que supone su pérdida. Vio a los niños con globos en las manos, caminando junto a sus padres con los rostros desencajados por la impaciencia, y recordó los momentos felices en que su madre lo llevaba a la cabalgata, aunque ya no creyera en los reyes, con la ilusión de coger caramelos y ver de cerca a los Magos de Oriente. Justificó la felicidad de aquellos tiempos por el desconocimiento absoluto de la realidad, por el muro resistente con que la inocencia protege a los niños de los rigores del mundo, y lamentó no ser niño o no poseer en aquellos momentos la voluntad necesaria para serlo.


Recordó la amenaza de lluvia y miró el cielo. Seguía encapotado y amenazante, pero indeciso ante el ataque final, y llevado otra vez por su reciente miedo al mundo se sentó en un banco, frente a una fuente resequida y nostálgica. Allí volvió a pensar en los niños y en su condición de maestro parado, pero de repente se asustó. Cruzando la plazuela descubrió a un alumno de preescolar. Venía sobre los hombros del padre, como un fardo de esperanza, con un globo en una mano y una bolsa para los caramelos en la otra. Trató de ocultarse pero no pudo. Era demasiado tarde. El padre lo había reconocido y se acercaba al banco lentamente, con una sonrisa campechana que le infundió terror. Florencio Palacios deseó morir antes que enfrentarse a la realidad, pero el hombre se detuvo ante él y se vio obligado a disimular. Se dirigió al niño.


-Hombre, Pablo -le dijo-, ¿dónde vas con ese globo?


El niño lo miró sonriente, sin el menor asomo de afectación, y ni siquiera calculó la respuesta.


-Voy a ver al rey negro -respondió.


Siguieron hablando de los reyes y se marcharon. Florencio Palacios descubrió entonces la ausencia de la risa, y cayó en la cuenta de que llevaba días sin sonreír, que la pesadumbre había herido mortalmente su ternura. Se levantó del banco y siguió caminando. La avenida se había convertido en un hormiguero impaciente, la gente caminaba con prisa hacia la multitud agolpada en la glorieta y lentamente se extendía por las aceras buscando posiciones ventajosas que probablemente no hallaría. Florencio Palacios se dejó arrastrar por la corriente de aquel río tumultuoso donde la algarada impedía oír a los vendedores de globos y a los mercaderes de toda suerte. El humo inconfundible de las castañas asadas se mezclaba con las amenazas del cielo cuando las primeras carrozas se intuyeron en la plaza. El maestro apretó el paso mientras el corazón le brincaba en el pecho de forma inusitada, como en la infancia, cuando su razón de niño le impedía conocer el alcance de la burocracia y el significado del fracaso.


Cuando llegó a la cola de la multitud se tropezó con la dulzura de aquella hermosa mentira: Melchor, Gaspar y Baltasar de nuevo ante él, como treinta años atrás, con los zurrones cargados de ilusión y los camellos agotados por el largo viaje desde oriente; presentes de esperanza para los niños del mundo: oro, incienso y mirra para el Hijo de Dios. Pensó en el significado de aquellos regalos, en el oro, que distingue al Sol por encima de los demás astros, en el incienso, cauce y esencia de la oración, referencia incuestionable de Dios con los hombres, y en la mirra, sustancia de resurrección, símbolo profético de lo que sería el Hijo del Hombre. Florencio Palacios pensaba aquello mientras se abría camino a empujones entre la multitud de la glorieta, con el paraguas prendido del brazo como un hermano menor, con la vista puesta en la infan¬cia y en la estela de luz dejada por la ilusión perdida.


Cuando llegó a las primeras filas, perseguido por las reconvenciones de la gente, algunas carrozas entraban ya en la avenida, en medio de una algarabía descontrolada y libre de prejuicios. Los caramelos surcaban el cielo como cometas multicolores, buscando el corazón de los niños, con deseos impresos en sus alas de papel, siguiendo trayectorias imprevisibles arbitradas por el azar. Pensó en las manos que los arrojaban y en las manos que los recibían, y no halló diferencia en ellas salvo el afán de desprendimiento y el deseo de posesión.


Fue entonces cuando el maestro vislumbró a lo lejos al primer rey, que apenas se distinguía en la multitud, enloquecido por el tumulto, borracho de pasiones. A medida que se acercaba lo vio agitar los brazos y regalar caramelos con el desenfreno de un niño, mientras eludía dificultosamente los que le arrojaban al rostro algunos gamberros. Volvió a pensar en la pérdida de la ilusión, en el apego que el salvajismo siente por el alma cuando la intuye vacía de inocencia, y sintió miedo por él mismo, miedo de caer en el desafecto y en la indigencia moral, y trató de usurpar por un momento el papel de aquel rey, pero llevaba el corazón infectado de tristeza y ni siquiera fue capaz de imaginarse subido en la carroza.


Cuando llegó a su altura, el rey se detuvo, y Florencio Palacios pudo observarlo de cerca, con sus ropas bíblicas y su brillo mesiánico en los ojos, el mismo brillo de los niños que lo miraban boquiabiertos sobre los hombros de sus padres, sin dar crédito a la fantasía de hallarse frente a un mago de oriente en persona. De repente la algarabía subió de tono. El rey esparcía caramelos de nuevo, pero esta vez encima mismo de Florencio Palacios, que a punto estuvo de caer al suelo empujado por la chiquillería. El maestro, contagiado de repente por la alegría colectiva, sintió el impulso leve de agacharse y recoger alguno, pero ni siquiera lo intentó. Fue entonces cuando aquel niño que nunca olvidaría se acercó a él con un caramelo en la mano.


-Tome usted, -dijo.


Florencio Palacios lo cogió, quiso darle las gracias, pero el niño ya no estaba, o al menos no lo vio, en medio de aquella multitud enfebrecida por la ilusión. Quiso calibrar el gesto, pero antes de hacerlo sintió en su rostro una sonrisa espontánea, un principio de aquella alegría que ya sospechaba desterrada para siempre del corazón, y en una fracción de segundo volvió a fascinarse con las imprevisiones de la vida, que ahora le mostraba la ilusión envuelta en papel de colores. Comprendió entonces que aquella palabra mágica seguía caminando por las aceras del mundo aunque fuera difícil reconciliarse con ella, que solo era cuestión que querer descubrirla en los gestos o en las miradas y ella sola hallaría el lugar que el corazón le reserva, a pesar del tiempo y de los miedos, del paro y las frustraciones.


Y en aquel momento Florencio Palacios se sintió feliz, extrañamente feliz en medio de una cabalgata de reyes magos que sembraba la ciudad de inocencia, y creyó ser el mismo niño que treinta años atrás enloquecía en aquella noche y en aquella plaza. Se despojó de años y prejuicios mientras la ilusión cabrioleaba en su pecho como un caballo asustado y tuvo fuerzas para desprenderse de los miedos que había incubado el último día de trabajo. Vio al rey mago, ya de espaldas, despedirse de la glorieta, y la siguiente carroza caminando tras él, y antes de que la lluvia de caramelos agitara de nuevo a la multitud, abrió su paraguas destartalado de maestro feliz y lo colocó boca arriba, avaricioso y radiante, para emborracharse de ilusión como un niño más; y no le importó hacer trampas, ni tampoco que la gente lo mirara de soslayo, porque había comprendido que el mayor acierto del hombre es sembrar la vida de trampas para que la inocencia caiga en ellas como un regalo en las manos de un niño.



miércoles, 6 de noviembre de 2013



EL BUCANERO ERRANTE


El capitán John W. Hawker era tuerto del ojo izquierdo, una ganancia sin precio a la hora de tirar con el pistolete y mirar por el catalejo; tenía un loro políglota y perpetuo en su hombro derecho que lo animaba en francés en los momentos de angustia y lo prevenía de los ataques por la espalda, y un tesoro escondido en una isla de caníbales que no figuraba en las cartas de navegación.

Se cubría la cabeza con un pañuelo de lunares blancos, llevaba tatuados en los brazos los nombres inventados de las mujeres que nunca lo amaron, y en el pecho el plano invertido de su tesoro que sólo podía leerse ante un espejo por si algún día perdía la razón a causa de la soledad. Su barco pirata era temido en los mares más renombrados, y sus gestas cantadas en siete idiomas por las tabernas de los puertos y las calles empedradas de los pueblos costeros. El pabellón de su bajel sembraba el terror en los barcos mercantes y en los buques de la armada, que apenas lo avistaban cambiaban el rumbo, buscando la seguridad de las baterías costeras.

El capitán John W. Hawker jamás hizo prisioneros ni tuvo piedad con los venci­dos, a quienes hacía caminar por un trampolín con los ojos vendados a la hora de almorzar los tiburones, que ya conocían de lejos la cubierta de El Bergante y se alineaban junto a él en el momento de los abordajes. A los traidores los colgaba por los pulgares de la Botavara y allí los dejaba secarse al sol hasta que empezaban a oler.

Así era el capitán Hawker, pero a veces lo asaltaba la nostalgia en la litera incómoda de su camarote, y entonces sacaba del arca una botella de ron, subía las escaleras torpemente, arrastrando su pierna de palo, y se tumbaba en la cubierta del Bergante a ver las estrellas. Las llamaba por nombres inventados, como a las prostitutas de los puertos, y les contaba batallas marineras, abordajes memorables que hicieron historia en mares remotos y lances de amor que sólo existieron en su imaginación. Luego bebía hasta emborracharse y cantaba hasta ver el sol perfilado en el horizonte, desoyendo los consejos del loro, al que insultaba en nueve lenguas y amenazaba con el sable.

Una noche el capitán Hawker bajó en exceso la guardia y se dejó vencer por la nostalgia. Recordó los ojos verdes de una bailarina en la taberna de un puerto lejano, su pelo de azabache y sus labios de princesa, las notas de un violín, la lumbre de una chimenea y el tacto de una caricia gratuita en su mejilla de perro herido. Y al amanecer escandalizó el puente a gritos y puso rumbo hacia aquel puerto que las acechanzas de la memoria clavaron en su corazón.

Por el camino hundió dos galeones y un buque de guerra, saqueó dos fortines ingleses pasando a cuchillo a las guarniciones y secó él sólo dos cajas de ron irlandés y un barril de vino español que halló escondido en la bodega de un fuerte. Y un amanecer, mientras Gordon, el loro, lo prevenía en francés de los trances del amor, atisbó al fin el puerto que buscaba y lanzó al viento una carcajada inmoderada y profunda que espantó a las gaviotas y levantó vítores en la tripulación.

Trató entonces de recordar la configuración de las callejuelas, reconoció en la memoria el camino de la taberna, y al anochecer barnizó su pierna de madera, se embadurnó con perfumes orientales, se colocó un bicornio de paño con una calavera en el centro y una pluma de faisán en el extremo, se armó con dos pistolas, dos puñales y el sable, y salió a buscar la taberna El Bucanero Errante, apoyado en un escopetón camuflado de muleta.

A media noche los reverberos proyectaban su sombra distorsionada en las lanchas de piedra, y Gordon entonaba en su hombro una canción de filibusteros que hablaba de amor y de olvido. En la puerta de El Bucanero Errante el viento hacía chirriar un cartel de madera con una sirena desnuda y una jarra de cerveza. Del interior llegaban los versos de una canción entonada por una mujer, donde las hazañas del pirata Hawker eran coreadas por las voces de los marineros, en medio de violines y risas.

Pero cuando lo vieron en el umbral, con las manos en los cuadriles y el loro en el hombro, haciendo centellear sus dientes de oro con una sonrisa nostálgica, el mundo se paró de repente en el interior de la taberna y sólo el loro Gordon, desde el hombro del capitán John W. Hawker, se atrevió a decir en holandés: "Sigan bebiendo". Después el capitán caminó lentamente hasta la mesa donde la bailarina detuvo su danza, mientras dos soldados huían disimuladamente por la puerta trasera y un marinero con el rostro marcado se ocultaba tras el mostrador evitando las miradas del loro.

El capitán Hawker se acercó entonces a la mujer, se quitó el bicornio y la besó en la mano con un respeto reverencial. Quiso describirle el brillo de las estrellas en el firmamento, la grandeza de un ocaso en el mar y la redondez opalescente de la luna marina; quiso contarle sus sueños y sus proezas, sus soledades y sus nostalgias, sus ambiciones y sus secretos, y quiso proponerle un pacto de amores justo cuando la mujer bajaba de la mesa, pero sólo se atrevió a arrodillarse a sus pies, tomarle la mano y besarla de nuevo. Ella tuvo la misericordia de volver a acariciarlo un segundo antes de verlo marchar, dejando tras de sí un rastro de silencio. Al cerrar la puerta lloraba por su único ojo, mientras Gordon le reprochaba su sensiblería de poeta y los marineros holandeses retomaban los cánticos, pensando ya en componer estrofas sobre el día increíble en que el capitán John W. Hawker se arrodilló cautivado ante una prostituta de la taberna El Bucanero Errante.







miércoles, 30 de octubre de 2013

LA MIRADA DEL DIABLO











LA MIRADA DEL DIABLO
 (Premio de Narración Breve "De Buena Fuente") 




La tarde se fue reclinando con humildad en las aguas del río y muy pronto acabó confesando su inten­ción. El cielo se volvió plomizo y nuclear, irrespetuosa­mente anubarrado, impenetrable y triste como los adioses. Poco a poco el puente fue quedando desierto, abandonado a su soledad de piedra por transeúntes temerosos de la lluvia. Durante un buen rato contemplé las aguas del Ebro tratando de hallar en su fondo alguna de las respuestas fugitivas que durante años me habían eludido, pero el agua y mi soledad enturbiaban sus formas y pronto comprendí que aquel día también transcurriría vacío, despoblado, anodino y seco como todos los demás. Pensé entonces en la poética simbología de los puentes, en la incuestionable realidad de dos orillas unidas artificialmente por la piedra o el hierro. “Los puentes son el símbolo de la amistad”, decían las voces de mis maestros en aquel lejano orfana­to de postguerra, “unen lo distanciado” decían, “re­conci­lian lo opuesto”. Entonces lo creí. Después no. El cora­zón del amor no puede ser duro como la piedra, aunque a veces esta se re­blandezca con la lluvia y se estremezca con la tormen­ta. Eso pensaba entonces y lo pensé aquel día, mientras la tarde cerraba filas frente a la ciudad amena­zando con saquearla, pero aquello fue antes de cono­cerla, cuando el mundo aún giraba sobre su eje.


De lejos me pareció al pronto una bandera gris aban­donada en la huída, un pendón deshonrado agitán­dose al viento, pero luego la sensualidad salvaje de su cuerpo moldeado por la tormenta y los plie­gues talares de su vestido, sacudieron la base de mis instintos con la fuerza seductora de lo desconocido, y a medida que me aproximaba a ella sentía derrumbarse el castillo de mis principios, piedra a piedra, momento a momento. Al llegar a su altura giró la cabeza, me regaló una mirada gris como el arrebol de nubes que enturbiaba el río, me sonrió y comprendí entonces el secreto de las canciones de Azna­vour, la ternura infinita que puede producir la lluvia bañando el pasamano de un puente y el irreparable y colo­sal error que había sido mi vida entera. Por un instante eterno pensé volverme, apoyarme a su lado y empaparme junto a ella, pero ese resorte de la ética que tanto he odiado con el tiempo me lo impidió. Entonces seguí pasean­do abati­do, como un general sin historia camino de una ciudad cerrada, dejando atrás el segundo más valioso de mi vida, un tesoro sin precio enredado en los bucles de un pelo bruno injustamente azotado por el viento. Al llegar a la orilla volví el rostro y aún seguía allí, asomada al puente de piedra como un ángel desterrado, soportando impertérrita una lluvia incómoda que quedaría grabada para siempre en mi pensamiento, misteriosa y solitaria, ajena por completo al efecto devastador que su mirada había causado en mi destino.


Durante mucho tiempo no volví a verla salvo en sueños. Por la noche me asaltaba sin piedad en la habi­tación, me susurraba palabras de amor al oído y me llevaba de la mano al balcón, donde los ojos de piedra del puente me observaban desde lejos, inamovibles, fríos, reprochán­dome aquel sentimiento doloroso y extraño que había queda­do defi­nitivamente prendido en mi alma con alfileres de fuego. En cambio durante el día era yo quien la buscaba desesperado en torno al puente, de forma que todos mis caminos convergían en él como todos mis pensamientos lo hacían en ella. A veces pasaba las horas apoyado en la barandilla, dejándome llevar por las aguas del río, ator­mentado por el recuerdo candente de aquellos ojos rasgados de félido sin nombre, temiendo que volvieran a mirarme, rogando a Dios que lo hicieran de nuevo. Después regresaba a casa sumido en la contradicción, odiando al destino por privarme de aquella mirada capaz de despertar en mi alma una indeseada propensión al deseo. De eso se trató siempre en el fondo, por mucho que me resistiera a creerlo, de una apetencia vesánica de aquel cuerpo azotado por el viento, de una hambruna medieval que dormía en mi instinto sin yo saberlo y que sus ojos de panterina en celo, humedecidos por la ventisca en la lejana tarde del puente, se encarga­ban ahora de extender por cada poro de mi piel como un castigo bíblico, como una prueba irrefutable de la exis­tencia del Diablo.

En él pensé durante mucho tiempo, y solo a su influencia pude atribuir aquella mística inape­tencia de la vida, aquel desprecio injustificado hacia los actos cotidianos y el afán por aferrarme a todo lo incon­creto, a todo lo que tuviera un carácter insustancial y efímero, a los sueños, a los deseos, a las frustraciones. El mundo entero había empezado a girar en torno a ella, a una mujer desconocida cuyo nombre ignoraba, a un ángel demoníaco de gesto equilibrado y mirada turbadora al que indudablemente amaba, ya no cabía duda después de tantas noches asomado al balcón, observando la figura romántica de aquel puente de piedra recortado en el río, decorado con el neón de una ciudad que se bañaba en sus aguas junto a la luna, una luna resplandeciente y cruel, hueca, inha­bitada, sin ella. Lo que sentía mi corazón era un matiz del amor totalmente distinto al que me habían ense­ñado, algo sobrenatural, contradictorio, diabólicamente cercano a Dios.


De ese modo sobreviví al invierno, cediendo terre­no al deseo y al miedo, perdiendo poco a poco la batalla en­tabla­da contra mi destino. Cuando llegó la primavera el puente de piedra seguía siendo el mismo, pero yo no. Había enflaquecido hasta el punto de preocupar seriamente a mis amigos, había entregado mis labores a la mano arbitraria del capricho injustificado y había vendido mis ojos a las lentes frías de un anteojo de campaña comprado en la calle del Mercado, frente al que pasaba las horas muertas es­piando el paisaje humano del puente, sostenido tan solo por la precaria esperanza de reconocerla en el anonimato de los rostros. Así fue como la primavera irrumpió en el descon­cierto de mi sangre, disimulada por la urgencia cotidiana de mis afanes imposibles, y hubiera conseguido pasar desapercibida si aquel domingo por la mañana, al salir de misa, yo hubiera ido como siempre a visi­tar a mis enfermos en lugar de pasear por el parque espe­rando que el destino me la trajera de la mano, envuelta en aquel vesti­do de encajes que resaltaba su belleza, esplendorosa como el sol de abril, absolutamente inaccesible para un hombre como yo. Recordé la tarde cenicienta del puente, llamé su atención con un gesto nervioso que no pude con­trolar y ella volvió a mirarme como aquel día, a partirme el alma en dos y a descubrirme que la belleza de sus ojos había duplicado aquel efecto dulcemente maléfico que aún me hacía temblar de noche y soñar de día.


La seguí. Anduve tras ella como un perro hambriento de cariño, husmeando su perfume de violetas, lamiendo desesperadamente aquel rastro suyo que me hizo sufrir el dolor de las tentaciones bíbli­cas y envidiar la entereza de Ruiz Díaz de Gaona. La seguí como un embruja­do, como un poseso, igno­rando el paisaje urbano, fija la mirada en el contoneo de sus formas provocadoras y perfec­tas, aturdido por el rugido paquidérmico de los autobu­ses. Solo cuando entró en el puente de piedra, aquella extraña pasión que impul­saba mi cuerpo se transformó en miedo. Si volvía a dete­nerse frente al río como en la lejana tarde de la lluvia, yo no sería capaz de ignorarla y tendría que asumir definitivamente la evi­dencia de una derrota que ya se había producido meses atrás. Pero no lo hizo, siguió caminando hasta entrar en un portal tan cerca­no al mío que las piernas me tembla­ron y el paladar se me secó, como en los domin­gos grises del orfana­to, cuando la esperanza en la liber­tad quedaba frustrada por la realidad, reducida a la miseri­cordia de las cari­cias y al consuelo de las monjas.


Aquella noche me debatí en la cama, ator­mentado por la proximidad de su mirada y de su casa, reprochándome los momentos perdidos, las estrategias erróneas y las torpezas cometidas. Lloré de impotencia por las limitacio­nes que me impedían poseerla y de envidia por el valor que siempre desee tener y que nunca tuve. Al amanecer me aposté en el puente con los gemelos, como un cazador en un acechadero, y allí permanecí hasta verla salir de su casa para volver a seguirla, para respirar de nuevo su incon­fundible perfu­me de violetas y para conti­nuar muriendo poco a poco, marti­rizado por el tormento dulzón del amor imposi­ble.

Durante toda la primavera estuve sumergido sin piedad en aquella guerra de escaramuzas y espionajes que me fue consumiendo como un vicio destructivo, hasta que una mañana de domingo la vi entrar en la iglesia, con su porte de vestal orgullosa y su cadencia nostálgica de musa sin poeta. El corazón me dio un vuelco. Todo el camino estaba recorrido ya sin yo saberlo, y el final de aquel tormento, fuera el que fuera, se adivinaba en el repique de las campanas heridas por el badajo, en el revuelo de palomas que retozaban a la entrada y en el olor untuoso del incienso que me atacó al entrar, emboscado tras las columnas, tratando de vencer inútilmente al perfume embriagador de su pelo. La sangre hirvió en mis venas alborotadas y mi corazón galopó por la iglesia destrozando el equilibrio del retablo y la paz de las oraciones. Era la festividad de san Bernabé, el tolerante compañero de san Pablo que abrió su corazón a los paganos; si él no amparaba mi sentimiento bajo el manto de su día, nadie en la tierra ni en el cielo podría hacerlo, porque el diablo mismo había hecho un milagro en la casa de Dios, un prodigio indeseado y gran­dioso que proba­blemen­te se daba cada domingo sin yo saberlo, y que ahora me mostraba a la mujer del puente reclinada en el confesiona­rio, aguardando la llegada de alguien que tuvie­ra la mise­ricor­dia de oír la voz de su conciencia.


Entré entonces en la sacristía, me preparé para la misa llevado de un nerviosismo inusual y salvaje, mi sotana de sacerdote me resultó tan onerosa como a Cristo la cruz y urgentemente irrumpí en el confesionario aturdido por el apre­mio del corazón. Fue entonces cuando oí su voz angelical y cadenciosa contando cosas de su esposo y de sus hijos, de su madre enferma y de su escasa propen­sión al sacri­ficio; vivencias tan vulgares y coti­dianas, tan imaginables pero tan íntimas, que al oírlas me sentí traidor. Y lo hizo de una forma tan natural que su perfume de viole­tas se interpuso entre nosotros como un insalvable muro de respe­to, rotundo y definitivo, que marcó en mi corazón la frontera entre la verdad y la mentira, entre la ficción alentada por el deseo y la realidad, invariable y doloro­sa, sustentada en los pilares de la vida. Comprendí enton­ces que el diablo disfrazado de confusión en­cuen­tra el terreno abonado en los corazones solita­rios, que nadie puede corregir los escritos de Dios aunque sean contrarios al corazón y que lo único lícito de algunos sueños es tan solo la belleza que entrañan.


Con el tiempo todo pareció volver a la norma­lidad, pero a veces, cuando el cielo se cierra sobre la ciudad y el agua del Señor se ayunta en el Ebro con la de los hombres, descorro los visillos de mi balcón y mis ojos se encuentran en el río con los del puente de piedra, y sobre él trato de concretar los perfiles de un sueño inalcanzable, de una mirada con la virtud de turbar la conciencia y de una noche lejana y mágica cuyo dueño no sabría decir aún si fue Dios o el Diablo.