lunes, 5 de enero de 2015

UNA SONRISA EN LA MULTITUD




Premio Internacional de Cuentos Meres


A mi hijo José Antonio

La tarde se ensombreció de forma inesperada, y el ejército de nubarrones que al amanecer había sitiado la ciudad se lanzó al asalto desprovisto de piedad, ocupando por sorpresa las azoteas de los rascacielos y amenazando con inundar las calles de una lluvia desleal y olvidada. La sequía había sido inclemente con los campos y nadie pensó nunca que un diluvio pudiera atacar la ciudad precisamente la noche de Reyes. Florencio Palacios descorrió los visillos del dormitorio y desde la ventana empañada espió las calles del barrio, el revuelo de las hojas llevadas por el viento y la tonalidad grisácea del silencio que se recostaba en las esquinas con la persistencia de un mendigo. Se esforzó por ver a lo lejos la amplitud de la avenida y descubrió un río de automóviles fluyendo hacia el centro de la ciudad, el mismo río que todos los años a esa hora se mostraba caudaloso de niños y de coches envalentonados por la ilusión de los reyes, ansiosos por ver al tiempo hundido en su propia precipitación. El ritmo del mundo perseveraba en sus compases a pesar de la amenaza de lluvia. Florencio Palacios salió entonces del dormitorio, besó a su madre que seguía en la mesa camilla viendo el mundo a través del televisor y luego se detuvo en la puerta.

- Voy a salir -dijo.

La anciana levantó la cabeza, inspeccionó el pergeño de su hijo con una mirada experta y después se hundió en un gesto de desaliento.

- Estás loco -contestó-, ¿qué rey mago va a salir a la calle en medio de un diluvio?

Florencio Palacios cerró la puerta, bajó las escaleras pintarrajeadas por los niños y en el mismo bordillo de la acera se armó de valor y se enfrentó al mundo. El aire era el mismo que el de Nochevieja, los naranjos continuaban inamovibles en los arriates de la calle y la ropa íntima de las vecinas seguía acudiendo a los tendederos con la lealtad de una novia inocente. Todo era igual en el mundo menos la imagen espantosa que él había concebido del universo en tan solo una noche, nada había cambiado salvo una hoja en el calendario y un número novedoso que se erguía sobre él como una puerta incierta ante una vida sembrada de miedos.

Se estremeció con la idea de que una simple cifra en el almanaque tuviera la potestad de cambiar una conducta y de instaurar la dictadura del terror en el reino del futuro; un futuro protéico que se diluía ante sus ojos atacado por la duda, que había perdido toda consistencia y amenazaba con desaparecer para siempre entre la multitud de parados que inundaba el barrio. No lo había celebrado. Había recibido la llegada del nuevo año en el comedor del piso, frente a su madre, asustado por la euforia ajena y por las preguntas veloces que acudían a su cerebro paralizado por el miedo al paro, un miedo que lo había recluido en el piso cinco días seguidos y que había ensombrecido el color de sus fiestas; pero ahora estaba en la calle, al fin, contagiado por el entusiasmo de los niños que intuía en la avenida. Por un segundo pensó volver, subir las escaleras y recluirse de nuevo en la habitación, con sus libros de maestro y sus sueños de poeta, pero un impulso ajeno a su voluntad lo obligó a caminar.

El centro de la ciudad quedaba lejos, enterrado en la robustez de los edificios y perdido en los entresijos de una historia milenaria ensanchada por la modernidad. Asustado por la distancia quiso subir al coche, que seguía estacionado bajo los álamos del aparcamiento como un perro fiel, observando las indecisiones del mundo con aquellos ojos de cristal espantados y redondos, pero pensó que el refugio del coche era parecido al de sus libros y que nada adelantaría volviendo a convivir con los miedos. Por eso siguió caminando bajo aquel cielo cada vez más plomizo y amenazador.

La arteria que conectaba el barrio con el corazón de la ciudad se le mostró tan excesiva y atolondrada que pensó en perderse por las callejuelas innumerables que conducían al centro, sumisas y débiles como vasallos del tiempo, y creyó que aquella decisión trivial nacía en el esqueleto agitado de sus miedos, que de nuevo volvía a sentirse indefenso ante el mundo, sobrecogido por las bocinas de los coches y el entusiasmo ajeno, pero se otorgó la licencia de habituarse a lo cotidiano con la paciencia del guerrero derrotado que regresa a sus dominios, por eso se internó en las calles desoladas por el viento, cabizbajo y roto, a solas con la fe depositada en su capacidad para vencer los espantos.

Sin pretenderlo se sorprendió pensando en la escuela, en aquellos niños de barrio que se asombraban al oír las leyendas rancias de la ciudad, muchos de los cuales aún creían en los Reyes. Florencio Palacios amortiguaba con esas historias la morriña gris de las tardes invernales, cuando la pizarra se hastiaba de números y el sopor amenazaba con nublar la lucidez de los niños. Las hacía danzar en el misterio con palabras de poeta y las adornaba con metáforas imprevistas y cadencias de la voz que exaltaban el dramatismo del contenido o enternecían la figura de sus protagonistas, y los niños lo oían boquiabiertos, asombrados por el realismo de aquellas historias de hadas que una vez sucedieron en las calles que ellos pisaban o en el cerebro de aquel maestro al que ninguno se había atrevido a ponerle mote.

Así fue como conocieron los fantasmas que habitaban la imaginación de Florencio Palacios, y supieron de un rey al que le cantaban los huesos, de una cabeza de piedra empotrada en una pared, de trifulcas de bandidos a la luz de la luna, de caballeros embozados que se batían por amores imposibles y de reinas que paseaban por el parque en busca de amor, perseguidas de cerca por la sombra multicolor de los pavos reales. Eso era lo que los niños recordarían de aquel maestro avirrostro y enjuto que ya no volvería al colegio y que ahora caminaba por las calles asustado por un cese fulminante, buscando una cabalgata de reyes y el anonimato de una multitud que podía ayudarlo a reconciliarse con el mundo.

Florencio Palacios había temido siempre al fantasma del paro, cuyo rostro canceriforme paseaba por el barrio a media mañana y se difuminaba en las miradas de la gente que movía los pies en los bancos o tomaba el sol en las esquinas, conjeturando con la esperanza o simplemente con la supervivencia, y siempre había eludido su compañía, confiado en la estrecha amistad con el colegio y en aquella interinidad que parecía eterna; pero a veces se acercaba a él, cuando bajaba a comprar el periódico los domingos por la mañana, con la osadía morbosa de la víctima que se aproxima al verdugo por el puro placer de conocerlo o de saberse capaz de burlarlo, y entonces tenía la certidumbre de que algún día abriría sus fauces y lo devoraría.

Así era como se sentía mientras caminaba por las calles acompañando al viento, engullido por un monstruo intangible al que ni siquiera la máquina poderosa del Estado lograba vencer, anulado para siempre en su voluntad, muerta la ilusión y desterrada la esperanza. Recordó a Víctor Hugo, cuando afirmó que las ilusiones sostienen al alma como las alas a los pájaros, y se vio caer en el vacío, desde lo alto de aquel cielo turbio y provocador, como un ave abatida por los disparos del mundo. Pero siguió caminando. Era la tarde de Reyes y la ilusión en persona paseaba por la ciudad saludando a los niños de todas las edades, indiferente a las amenazas del cielo y de la tierra.

A medida que se acercaba al centro la algarabía aumentaba en las calles y en las plazas, y vendedores ambulantes de todas las cosas paseaban con sus canastos al acecho de los pequeños. La maquinaria de la ilusión se había puesto en marcha aunque Florencio Palacios estuviera al margen de su influencia. Pensó por un momento en el número de gente que se había confabulado aquella tarde para mostrar a los niños realidades inefables, en el precio que pagan los mayores para que los pequeños mantengan lo que ellos han perdido, en el valor incalculable de la inocencia y en el dolor añejo y remoto que supone su pérdida. Vio a los niños con globos en las manos, caminando junto a sus padres con los rostros desencajados por la impaciencia, y recordó los momentos felices en que su madre lo llevaba a la cabalgata, aunque ya no creyera en los reyes, con la ilusión de coger caramelos y ver de cerca a los Magos de Oriente. Justificó la felicidad de aquellos tiempos por el desconocimiento absoluto de la realidad, por el muro resistente con que la inocencia protege a los niños de los rigores del mundo, y lamentó no ser niño o no poseer en aquellos momentos la voluntad necesaria para serlo.

Recordó la amenaza de lluvia y miró el cielo. Seguía encapotado y amenazante, pero indeciso ante el ataque final, y llevado otra vez por su reciente miedo al mundo se sentó en un banco, frente a una fuente resequida y nostálgica. Allí volvió a pensar en los niños y en su condición de maestro parado, pero de repente se asustó. Cruzando la plazuela descubrió a un alumno de preescolar. Venía sobre los hombros del padre, como un fardo de esperanza, con un globo en una mano y una bolsa para los caramelos en la otra. Trató de ocultarse pero no pudo. Era demasiado tarde. El padre lo había reconocido y se acercaba al banco lentamente, con una sonrisa campechana que le infundió terror. Florencio Palacios deseó morir antes que enfrentarse a la realidad, pero el hombre se detuvo ante él y se vio obligado a disimular. Se dirigió al niño.

-Hombre, Pablo -le dijo-, ¿dónde vas con ese globo?

El niño lo miró sonriente, sin el menor asomo de afectación, y ni siquiera calculó la respuesta.

-Voy a ver al rey negro -respondió.

Siguieron hablando de los reyes y se marcharon. Florencio Palacios descubrió entonces la ausencia de la risa, y cayó en la cuenta de que llevaba días sin sonreír, que la pesadumbre había herido mortalmente su ternura. Se levantó del banco y siguió caminando. La avenida se había convertido en un hormiguero impaciente, la gente caminaba con prisa hacia la multitud agolpada en la glorieta y lentamente se extendía por las aceras buscando posiciones ventajosas que probablemente no hallaría. Florencio Palacios se dejó arrastrar por la corriente de aquel río tumultuoso donde la algarada impedía oír a los vendedores de globos y a los mercaderes de toda suerte. El humo inconfundible de las castañas asadas se mezclaba con las amenazas del cielo cuando las primeras carrozas se intuyeron en la plaza. El maestro apretó el paso mientras el corazón le brincaba en el pecho de forma inusitada, como en la infancia, cuando su razón de niño le impedía conocer el alcance de la burocracia y el significado del fracaso.

Cuando llegó a la cola de la multitud se tropezó con la dulzura de aquella hermosa mentira: Melchor, Gaspar y Baltasar de nuevo ante él, como treinta años atrás, con los zurrones cargados de ilusión y los camellos agotados por el largo viaje desde oriente; presentes de esperanza para los niños del mundo: oro, incienso y mirra para el Hijo de Dios. Pensó en el significado de aquellos regalos, en el oro, que distingue al Sol por encima de los demás astros, en el incienso, cauce y esencia de la oración, referencia incuestionable de Dios con los hombres, y en la mirra, sustancia de resurrección, símbolo profético de lo que sería el Hijo del Hombre. Florencio Palacios pensaba aquello mientras se abría camino a empujones entre la multitud de la glorieta, con el paraguas prendido del brazo como un hermano menor, con la vista puesta en la infancia y en la estela de luz dejada por la ilusión perdida.

Cuando llegó a las primeras filas, perseguido por las reconvenciones de la gente, algunas carrozas entraban ya en la avenida, en medio de una algarabía descontrolada y libre de prejuicios. Los caramelos surcaban el cielo como cometas multicolores, buscando el corazón de los niños, con deseos impresos en sus alas de papel, siguiendo trayectorias imprevisibles arbitradas por el azar. Pensó en las manos que los arrojaban y en las manos que los recibían, y no halló diferencia en ellas salvo el afán de desprendimiento y el deseo de posesión.

Fue entonces cuando el maestro vislumbró a lo lejos al primer rey, que apenas se distinguía en la multitud, enloquecido por el tumulto, borracho de pasiones. A medida que se acercaba lo vio agitar los brazos y regalar caramelos con el desenfreno de un niño, mientras eludía dificultosamente los que le arrojaban al rostro algunos gamberros. Volvió a pensar en la pérdida de la ilusión, en el apego que el salvajismo siente por el alma cuando la intuye vacía de inocencia, y sintió miedo por él mismo, miedo de caer en el desafecto y en la indigencia moral, y trató de usurpar por un momento el papel de aquel rey, pero llevaba el corazón infectado de tristeza y ni siquiera fue capaz de imaginarse subido en la carroza.

Cuando llegó a su altura el rey se detuvo y Florencio Palacios pudo observarlo de cerca, con sus ropas bíblicas y su brillo mesiánico en los ojos, el mismo brillo de los niños que lo miraban boquiabiertos sobre los hombros de sus padres, sin dar crédito a la fantasía de hallarse frente a un mago de oriente en persona. De repente la algarabía subió de tono. El rey esparcía caramelos de nuevo, pero esta vez encima mismo de Florencio Palacios, que a punto estuvo de caer al suelo empujado por la chiquillería. El maestro, contagiado de repente por la alegría colectiva, sintió el impulso leve de agacharse y recoger alguno, pero ni siquiera lo intentó. Fue entonces cuando aquel niño que nunca olvidaría se acercó a él con un caramelo en la mano.

-Tome usted, -dijo.

Florencio Palacios lo cogió, quiso darle las gracias, pero el niño ya no estaba, o al menos no lo vio, en medio de aquella multitud enfebrecida por la ilusión. Quiso calibrar el gesto, pero antes de hacerlo sintió en su rostro una sonrisa espontánea, un principio de aquella alegría que ya sospechaba desterrada para siempre del corazón, y en una fracción de segundo volvió a fascinarse con las imprevisiones de la vida, que ahora le mostraba la ilusión envuelta en papel de colores. Comprendió entonces que aquella palabra mágica seguía caminando por las aceras del mundo aunque fuera difícil reconciliarse con ella, que solo era cuestión que querer descubrirla en los gestos o en las miradas y ella sola hallaría el lugar que el corazón le reserva, a pesar del tiempo y de los miedos, del paro y las frustraciones.

Y en aquel momento Florencio Palacios se sintió feliz, extrañamente feliz en medio de una cabalgata de reyes magos que sembraba la ciudad de inocencia, y creyó ser el mismo niño que treinta años atrás enloquecía en aquella noche y en aquella plaza. Se despojó de años y prejuicios mientras la ilusión cabrioleaba en su pecho como un caballo asustado y tuvo fuerzas para desprenderse de los miedos que había incubado el último día de trabajo. Vio al rey mago, ya de espaldas, despedirse de la glorieta, y la siguiente carroza caminando tras él, y antes de que la lluvia de caramelos agitara de nuevo a la multitud, abrió su paraguas destartalado de maestro feliz y lo colocó boca arriba, avaricioso y radiante, para emborracharse de ilusión como un niño más; y no le importó hacer trampas, ni tampoco que la gente lo mirara de soslayo, porque había comprendido que el mayor acierto del hombre es sembrar la vida de trampas para que la inocencia caiga en ellas como un regalo en las manos de un niño.



jueves, 26 de junio de 2014

ATARDECER EN GRENOBLE




Premio Internacional de Cuentos  Barcarola

Justo en la puerta de la casa, aquella incertidumbre que durante años lo había perseguido con el encono y el acierto de un sabueso, se amparó en las volu­tas del ciga­rro, en las formas caprichosas que el humo bosque­jaba en la atmósfera y en el enorme sauce que som­breaba la fallada como un gigante triste y aburrido. Allí mismo la incertidumbre, llevada quizás por esa morbosidad que produce la suspensión del ánimo, se introdujo en el cora­zón de Grego­rio Granados y le impuso la obligación de volver a recor­dar las lejanísi­mas cartas de Veronique Verdier.

“Bourges es una hermosa ciudad en el corazón de Francia -le decía ella en aquel mensaje prime­ro, de gerundios dificultosos que embellecían la magia de lo inicial-, y se asienta a orillas del canal de Berry y del Yèbre, que es un afluente del Cher. Espero que algún día vengas a conocerla.”

Lógicamente, la mañana que Veronique Ver­dier dibujó con sumo cuidado aque­llas palabras en papel rosáceo, no podía suponer que el adoles­cente con quien se había propuesto mantener un intercambio cultural tarda­ría veinte años en pisar la ciudad que la vio nacer; la inten­ción de su primera carta, inocente y pueril, aún permane­cía estan­cada en la toma de contacto, en el único deseo de tener a un amigo en el país vecino que la ayudara a per­feccionar sus conocimientos de español.

“Verdaderamente me impresiona todo lo que cuentas -le decía en aquella segunda carta que él compren­dió mucho mejor, familiarizado ya con la caligra­fía-, pues desde una ciudad enterrada en el centro de Francia, imagi­nar los mares de tu tierra resulta tan difícil como fasci­nante. Sólo un ruego: no trates en tus descripciones de simplificar el vocabulario ni la construcción de las oraciones.”

Y el triste recuerdo de sus primeras torpe­zas gramaticales volvió a des­pertar en Gregorio la remota huella de inse­guri­dad que había dominado sus años de bachillerato, que había permanecido junto a él en la facultad de Filolo­gía y que por fin había logrado dominar con el tiempo, aunque alguna vez, como ahora, la presin­tiera nadando en su sangre como un pez nervioso, como un animal bicéfalo dirigido por el miedo y la timi­dez. Ahora, frente a la puerta de aquella casa extraña que tantas veces imaginó en la penumbra de su habitación estudiantil, la incer­tidumbre se aliaba con la cobardía y atena­zaba su mano impidiéndole tocar un simple timbre que se le antoja­ba circular como la vida, negro como la duda y posiblemen­te estruendo­so como la derrota.

Cinco años atrás, con motivo de un viaje que realizó a Francia con sus alumnos de tercero, había expe­rimentado la misma sensación punzante y dolorosa que ahora presionaba los nervios de su brazo; pero el apoyo moral del Berry y del Yébre ocultos en las cartas que empuñaba, la solidez de los presen­timientos y el amparo de sus pupilos se aliaron contra su indecisión, a la que vencieron en aquella ciudad de Bourges cuya gloriosa tradi­ción de fundir cañones quedó empañada por el chirrido de un timbre clavado a un porche, por un sonido que duran­te años había imaginado románticamente nostálgi­co, como el tamborileo del agua en los cristales de aque­lla cafetería donde leía las cartas de Veronique tomando té con limón y oyendo a Charles Aznavour entonar can­ciones de despedida. En aquella ocasión una mujer rubia, madura, con un vestido de flores irrecono­cibles, abrió la puerta de la casa mientras el sonido de un extra­ño tambor nacía en su cora­zón, recorría sus arte­rias y atronaba su cere­bro.

- Por favor -inquirió en un francés casi perfecto-, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

- Lo siento -respondió la mujer-, mi sobrina Veronique vive en Nevers desde hace cinco años.

Y no fue necesario pedirle la dirección de aquella calle que media hora antes, tres años después, había buscado con la ilusión de un niño, con el miedo de un hombre obsesionado por una incertidumbre que durante décadas lo había torturado: el motivo por el cual Veroni­que Ver­dier había roto aquella correspondencia de una forma rotunda y cruel, justo cuando acababa de consagrar su adolescencia a un amor lejano y romántico, embellecido por la lejanía y engrandecido por la impotencia injusta de salvar las distancias.

“Este verano me tentó la idea de ir a verte -le dijo ella en una de sus últimas cartas, compri­mien­do distancias en el papel, otorgándose licencias que comulgaban con la esperanza-, pero un extraño impulso me retuvo aquí. He llegado a la conclusión de que no hay nada más poderoso ni más temible que la cobardía”.

Sólo ahora, en Nevers, frente a una puerta barnizada que tomaba tintes de soles apagados, a la sombra fría de un sauce que nunca imaginó en la puerta de Veroni­que, Gregorio Granados pudo asimilar plenamente la magni­tud de aque­llas palabras lejanas que acentuaban su dolor y su fuerza de vocablos rotundos con la evidencia de saberse conoci­dos, de revelarse vividos por Veronique mucho tiempo atrás, quizás mientras él aprovechaba las cadencias de Aznavour para soñar con una princesa encarcelada en Fran­cia, con una doncella que burlaba la vigilancia de los guardianes del torreón para enviarle palomas mensajeras y palabras bañadas en perfume de violetas.

Entonces recordó que el principal motivo de sus vacaciones en Francia era localizar a aquella joven de ojos verdes que nunca más respondió a sus cartas, pensando quizás que él podía conformarse con una fotogra­fía y un silencio amparado en la distancia, convencida probablemen­te de que todo el mundo podía dejar inconcluso algún capítulo de su vida con la misma facilidad que ella. Y sacudido por un remoto estímulo de violetas y de abandonos musicales mezclados con té, se sorprendió pulsando el timbre de la puerta, conteniendo un impulso de desertor que en el último segundo lo instó a una reti­rada sin condiciones. Mucho antes de lo previsto, en un fugaz segundo con perfume de primave­ras y de miedos estudianti­les, la puerta se abrió y los ojos negros de una mujer joven salvaron la fría lejanía de los idiomas formulando una pregunta que Grego­rio se apresuró a responder con otra.

- Por favor, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

La mujer, con una sonrisa apagada y sincera que pacificó la batalla de sus nervios, se atusó el cabe­llo en un gesto que preludió una negativa.

- Desde hace un año vive en Grenoble -respondió-, con su prima Yvette. Si desea la dirección puedo dársela.

Gregorio Granados asintió en silencio mientras calculaba los días y las distancias intentando dilatar unas vacaciones que acariciaban su final, mientras la tensión del momento lo retornaba al pasado recordándole que el tiempo es lo más implacable del mundo, que las ocasiones son puertas abiertas por él que pueden cerrarse para no abrirse nunca más. Y cuando la mujer volvió a salir tomó la esquela con un temblor en las manos que lo subió a caballo de la nostalgia haciéndolo galopar entre las besanas de letras escritas por Vero­nique.

“Las preguntas son como las amapolas, Gregorio, -le decía ella en aquella última carta que no pudo dejar en las estafetas francesas la tristeza de las respues­tas obligadas-, tienen su tiempo para florecer y su tiempo para morir, y cuando se han marchitado sólo queda de ellas el recuerdo. Ha pasado el tiempo de las palabras y de las cartas; tú y yo estamos tan lejos que las pregun­tas y las respuestas llega­rán siempre marchitas. No insis­tas, en el amor y en la vida hay misterios que nadie puede resolver.”

Con aquella despedida Veronique Verdier cerró definitivamente la puerta de una relación que Grego­rio había convertido con los años en un fantasma capricho­so y metamór­fico, en un espectro sentimental que había habitado sus voluntades disfra­zado de ilusión, de esperan­za, de obsesión y de desencan­to, pero sobre todo de resis­tencia, de oposi­ción feroz a una realidad a la que nunca permitió la entrada en la casa de su razón; por eso sus cartas se sucedieron de una manera intermitente pero continua, con una perseverancia venática que se fue espa­ciando con el tiempo pero que siempre conservó aquel matiz inmaduro y adolescente que él mismo reconocía impregnado de un romanticismo rayano con la locura, aunque algunas mañanas frente al espejo hubiera tenido la misericordia de definirlo como amor.

“Acabo de regresar con mis alumnos de un viaje por tu país -le escribió el verano que volvió de Francia, nada más llegar, sin haber abierto siquiera las maletas-, estuve en tu casa de Bourges, hablando con un familiar tuyo que me dio esta dirección. Me hubiera gusta­do verte en Nevers, pero me acompañaba gente y me fue imposi­ble; quizás vuelva en próximas vacaciones. Aunque no me contestes, se que recibes mis cartas. Hasta pronto. Te quiero.”

Aquel mismo día se prometió volver para terminar de escribir una página de su pasado que siempre consideró inconclusa porque nunca le reconoció al olvido una facultad racional. Por eso estaba ahora en Nevers, tres años después, burlado de nuevo por un destino dis­puesto a no valorar su incertidumbre, a volver a reírse posiblemente de su loca carrera hacia el hotel, hacia la esta­ción de trenes de aquella antigua capital de Niver­nais, a la que dejó atrás despreciando su hermosa catedral y los nueve siglos de su iglesia de San Esteban.

En el tren lo asaltó el impulso de anunciar su llegada con un telegrama, impaciente por la proximidad verdosa de unos ojos que tras el velo de la adolescencia seguía reconociendo melancólicos y dulces, sensibilizado por un paisaje que embelleció su fantasía hasta el punto de barajar seriamente la posibilidad de hospedarse incluso en casa de Veronique; pero los chirridos del tren en las estaciones lo fueron convenciendo progresivamente de que la impaciencia puede perturbar la realidad con la inten­ción premeditada de conducir al error. Por eso al llegar a Grenoble el cielo plomizo del atardecer envolvió su capa­cidad de soñar en una sábana de nubarrones grises, en una coraza de objetividad indestructible que le hizo envidiar el plumaje de unos gorriones que picoteaban el suelo, que llevaban impregnada en la negrura de sus ojos el melancó­lico tinte de libertad de las letras de Aznavour. Y de nuevo lo asaltaron los sillones pardos de aquella cafete­ría de bachilleres alocados y melodías dulzonas... "ante mi soledad, en el atardecer, tu lejano recuerdo me viene a buscar..."

Con aquella canción en el cerebro y una esperanza en la mano descubrió tras la ventanilla del taxi el ajetreo adormecido de una ciudad que se disponía ya a fundirse con la madrugada. Y justo cuando quiso evocar de nuevo la última carta que recibió de Veronique, el automó­vil se detuvo frente a la puerta de una vivienda blan­ca, de tejas rojas y visillos bordados; y mientras el taxista bajaba las maletas se vio frente a aquel espejo que a veces parecía tomar la facultad del habla para recriminar­le el enorme absurdo de una persistencia que ya no tenía sentido, pero de nuevo volvió a convencerlo de las grande­zas del amor.

Ya en la puerta de la casa, Gregorio se detuvo a pensar si verdaderamente sus preguntas llegarían ahora marchitas como las amapolas sin primavera, si Vero­nique tendría ahora valor suficiente para decirle cara a cara que todo tiene un tiempo para florecer y un tiempo para morir, que en el amor y en la vida hay misterios que nadie puede resolver. Y esta vez sin llegar a la duda, tocó el timbre. Al abrir­se la puerta, el rostro de una mujer joven y extraña apuntilló su inconsciente impulsán­dolo a formu­lar una pregunta que le supo a rancia.

- Por favor, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

La mujer, sin alterar lo más mínimo la expresión de un rostro duro, ojizarco y varonil, sin tomarse la molestia de responder a un hombre sudoroso que parecía haber recorrido medio mundo para llegar hasta allí, volvió la cabeza y sin retirarse del portal pronun­ció un nombre tan familiar para Gregorio que el sonido de sus sílabas retumbó en su pasado como un trueno que prelu­diara una tormenta de confusión y de conclusiones. Y antes de que el miedo tuviera tiempo de hacer temblar sus manos, la mirada verde de Veronique Verdier lo crucificó en el tiempo con clavos de incertidumbre. Y como si toda la vida lo hubiera tenido junto a ella, con la sere­nidad con que se formulan las preguntas a los viejos amantes, Vero­nique lo interrogó en un castellano perfecto

- ¿Qué quieres ahora, Gregorio?

Gregorio Granados, desconcertado ante la presencia de una mujer que había imaginado más baja, más débil, más femenina, se armó de valor y respondió con otra pregunta.

- ¿Por qué no volviste a escribirme?

Veronique Verdier se acercó entonces a él como si buscara en la proximidad física un acercamiento de las mentes y de los espíritus, como si la distancia tuvie­ra en realidad una potestad sobre la lógica, sabiendo positiva­mente que Gregorio Granados nunca comprendería lo que iba a decirle porque ni ella misma había conseguido leer con claridad en el libro indescifrado de sus instin­tos.

- Porque mi prima Yvette me lo prohibió -le respondió mien­tras tomaba a la mujer de la cintura, con la sereni­dad inquebrantable de quien ha aposta­do en el juego del amor todas sus cartas.

Levemente, sin desaires ni violencias, Veronique cerró la puerta sin decir una palabra más, sin pararse a ver cómo Gregorio giraba sobre sí mismo como la bola del mundo sobre su eje ficticio, sin imaginar siquie­ra que el plumaje grisáceo de los gorriones y la caída de la tarde aún conseguían despertar en él una lejana evoca­ción romántica, una extraña nostalgia de gerundios france­ses en tardes de instituto que le hicieron recordar con tristeza una cafetería a mucha distancia de allí, una lluvia imperti­nente tamborileando en los cristales y las estrofas de una canción de Aznavour que insólitamente comen­zaba a sonar a olvido: "... qué callada quietud, qué tris­teza sin fin..."