martes, 30 de junio de 2009

Angelos




Premio Internacional de Cuentos La Granja


Todavía hoy, cincuenta años después, me pregunto por qué Rafael Vila necesitaba un ayudante, cuando él solo se bastaba para llenar de ángeles las iglesias y capillas de todo el país. Ángeles de la guarda, ángeles de Yavhé, querubines, arcángeles, serafines... las tropas íntegras del Ejército celestial. También ángeles comunes, gente corriente que llamaba su atención: clientes, vecinos, parientes, amigos que perpetuaba en los numerosos frescos por encargo que pintó a lo largo de su vida, disfrazados de ángeles o demonios, según su juicio. Su arte era inagotable, incomprensible, y estaba sobre todos los criterios que regían nuestras vidas de posgue­rra.

Tratar de analizar el conjunto de su obra, hoy día, es imposible; muchas capillas de entonces, mayormente de colegios, se han trans­formado en otras cosas: teatros, aulas, salones de actos, patios de recreo. Muchos de sus frescos se han perdido para siempre sin que nadie les diera significación alguna. Eran recientes, provincianos, casi anónimos, carentes de valor para unas generaciones arrastradas por la modernidad. He estudiado su obra durante años, he hablado con personas que lo estimaron, familiares y amigos que lo olvidaron, tomado miles de notas y realizado muchos viajes, y he concluido al fin que Rafael Vila, el pintor de ángeles, era algo más que un genio. Ciertamente no necesitaba ayudantes. Quizás buscaba sólo un testigo de lo que ocurrió, de lo que él sabía desde el principio que iba a ocurrir, alguien que testimoniara ante el mundo la grandeza de lo inefable, la dulzura inverosímil de los milagros.

Rafael Vila Campoamor llegó al pueblo cuando yo era un niño, poco después de las hambrunas, con una maleta llena de pinceles y una chispa en los ojos que era como una luz en el fondo de un lago celeste. Yo apenas si sabía leer, pero aún recuerdo el letrero de su maleta, recostada en el zócalo de azulejos del colegio, junto al banco de madera donde se sentó con su ayudante: “Rafael Vila Campoa­mor, pintor de frescos”. Me miró de arriba abajo y me sonrió, y ya no volví a verlo hasta un mes después, subido en el andamio, pintando ángeles en el techo de la capilla, a gran altura, suspendido en el vacío, igual que un querubín, pero sin alas. Su ayudante, tam­bién en el andamio, perfilaba los dibujos. Por las tardes, como la capilla estaba abierta, la gente del pueblo acudía a ver las pinturas, y se maravillaba de que un hombre tan bajito pintara tan rápido y tan bien, como si la estatura tuviera algo que ver con el arte. “Hay que ver lo que es un artista” decían, “¡qué misterio!”. Y efectiva­mente, Rafael Vila era un misterio. Al caer la noche paseaba por el pueblo hablando con la gente, preguntando intimidades, esculcando en la vida de los muertos, explicando en las tabernas la técnica de pintar ángeles. Y era capaz de beber todo el vino que le echaran en el vaso.

Mi padre tenía entonces una taberna en el centro del pueblo, y yo escuchaba atentamente sus historias, pues Rafael Vila conocía al dedillo la vida privada y pública de todos los ángeles del mundo, y las contaba como quien cuenta la vida de un amigo íntimo, con cierto secretismo, confidencialmente. Me cautivaba en particular la historia del Ángel de Yavhé, que mi padre le hacía repetir todas las noches; un ángel que sólo hacía cosas buenas, pero que un día castigó a Israel con la peste por culpa de David, que se había empeñado en hacer un censo de todo el pueblo. Mi padre no entendía, ni yo tam­poco, la gravedad de aquel pecado, y un día se lo preguntó al cura, que era un cliente de confianza, y tampoco supo darle una explica­ción, pero nos confirmó la veracidad de la historia. Plenamente. Desde entonces mi padre y yo nos creíamos a pies juntillas los cuen­tos de ángeles de Rafael Vila Campoamor, quien pintó en la capilla del colegio al ángel de Yavhé pasando la mano por la cabeza de otro ángel que era mi padre, con una túnica azul y unas alas como de murciélago, igual que los ángeles del Tríptico Portinari, de Van der Goes. Mi padre con la cabeza gacha, sus arrugas en la frente y su piel rosada de borrachín pueblerino; un retrato, casi una caricatura, que ahora contemplo con la impotencia de saber que pronto desaparecerá.

Era una costumbre, un rito más bien, que tenía Rafael Vila Campoamor, como una especie de recurso artístico. En todos sus frescos representaba los rostros de la gente más próxima. En la capi­lla, sobre el altar, está dibujado el cura párroco, con unas alas platea­das, detrás de mi padre, y ambos forman parte de un conjunto de figuras que representa la revelación del nacimiento de Juan Bautista a su padre Zacarías, en medio de un olivar, que es en realidad el olivar que en aquel tiempo crecía tras la tapia del colegio, con los carrizos del arroyo y los estorninos moteando el horizonte. También está el director del colegio, sin gafas, por supuesto, rodeado de queru­bines, y entre esos querubines estoy yo con una especie de breviario en una mano y una pluma en la otra, como dejando testimonio escrito de la anunciación.

En los frescos de la capilla, numerosísimos, hay otros muchos pasajes donde aparecen ángeles de rostros muy humanos. Son seguramente vecinos que escapan a mi recuerdo. Representan escenas variadas, ajenas a los pasajes bíblicos conocidos, y deben guardar alguna relación con el destino de este pueblo o quizás con la suerte de los protagonistas, pero desconozco las claves, el capricho de Rafael Vila Campoamor, las palabras que oyó en su día, lo que pudo leer en los ojos de aquellos ángeles cotidianos, mortales, que hoy revisten sus frescos de un realismo sobrecogedor. La capilla del colegio fue la última que Rafael Vila pintaría en su vida; es la más rica de todas las conocidas, y precisamente por ello puede entrañar revelaciones significativas, enigmas inexplicables de su propia vida, tal vez la clave de su misteriosa desaparición, pues él mismo aparece dibujado entre las nubes, en el mejor autorretrato que he visto de Campoamor.

Yo era un niño cuando se originó en el pueblo aquel revuelo, seis o siete años tan solo, de forma que no puedo recordar lo sucedido en los días precedentes a la desaparición de Rafael Vila, ni tampoco puedo determinar exactamente sus últimos dibujos, que sospecho son la clave para adivinar su paradero. Su ayudante, que murió en Barce­lona recientemente, sostuvo su primera versión de los hechos hasta el último día de su vida, es decir, que Rafael Vila nunca llegó al suelo al caer del andamio, que primero sintió un grito, luego lo vio precipi­tarse al vacío y un segundo después lo vio escapar volando por los ventanales de la capilla, hacia el sur, sin decir adiós ni volver el rostro. Así de contundente. Esa misma exposición la mantuvo en el colegio, en las calles del pueblo, en el cuartel de la Guardia Civil, frente a su propia familia y en el hospital donde estuvo recluido cinco años, esperando que los médicos de nervios volvieran a confiar en su estado mental, y así consta en los documentos de la Guardia Civil y en los expedientes médicos del sanatorio.

Nadie creyó jamás la histo­ria descabellada de aquel hombre sencillo, salvo yo. Todo el mundo imaginó lo más fácil, que Rafael Vila Campoamor decidió un día romper con el pasado, bruscamente, quizás por miedo a su familia, al entorno social o a los criterios morales de una época demasiado severa con las debilidades del amor, y se admitió desde el primer momento la hipótesis de una fuga con otra mujer, una desconocida a la que achacaron una desaparición, casi un secuestro, que nunca fue. Sin embargo, como sugiere el informe de la Guardia Civil, es anormal que la huida se produjera antes de cobrar un trabajo que ya tenía concluido. Pudo esperar un día más y escapar con dinero sufi­ciente para resistir varios meses en cualquier lugar del mundo. Este suceso, por sí solo, desmantela la hipótesis oficial, pero aun así se dio por válida.

Hasta yo mismo, con el tiempo, llegué a creer en la fuga de Rafael Vila, y a punto estuve de olvidarlo para siempre, arrastrado por las prisas de la realidad y los mandatos de la propia vida. Y en la adolescencia, Campoamor, el pintor de ángeles, me pareció sola­mente una sombra de la memoria, una simple fantasía de la niñez, un espejismo famélico de mis quimeras infantiles. Un niño puede ver lo que no existe, creer cosas que nunca sucedieron, imaginar el mun­do a su capricho. Eso pensé en mi juventud, cuando estaba lejos del pueblo y el frío de la ciudad se cernía sobre mi presente, congelando los recuerdos.

Y pasaron años antes de volver a pensar en serio en Rafael Vila Campoamor. Volví a hacerlo poco después de mi matri­monio, justo en la luna de miel. De viaje por los pueblos perdidos de España, entré en una capilla pequeña, sin mérito alguno, y en los frescos de la pared me reconocí en un querubín vestido de blanco que anotaba algo en un libro. A su lado, un serafín purificaba los labios del profeta con un carbón encendido; tenía seis alas, como todos los serafines, pero su rostro era el de Rafael Vila Campoamor, bastante más joven que cuando lo vi por primera vez, treinta años antes, en el patio del colegio. Hice muchas preguntas, y efectivamente los frescos fueron obra de Campoamor, un lustro antes de mi nacimien­to.

Desde aquel día investigué su vida con delirio. Razonablemente acomodado, gasté fortunas viajando por todo el país. Localicé a sus hijos, a su mujer, a sus hermanas, a su ayudante, a varios parientes, a amigos de la infancia, a vecinos que lo trataron y a clientes a quie­nes pintó capillas y restauró iglesias. Logré hacerme con fotografías, artículos de prensa, cartas personales, bocetos de sus frescos e incluso con su maleta de trabajo, que dormía olvidada en casa de su nieta, como el cofre de un fantasma atormentado, como el recuerdo de alguien impronunciable, maldito, que un día mortificó sin razón a sus seres queridos. En el interior, nada significativo; en el exterior, la misma leyenda que llamó mi atención cuando era un niño. Durante un año estudié la información recopilada, que era mucha, y volví a recorrer España tras la estela de Rafael Vila, como un astrólogo tras un cometa, anotando los lugares de paso, las consecuencias de sus huellas, las posibles interpretaciones de sus frescos en relación con el entorno donde los pintó. Me hospedaba en los pueblos, preguntaba a la gente, fotografiaba el pasado, escuchaba crónicas y luego las analizaba junto a las pinturas, tratando de relacionarlas con la historia del lugar o con el destino de la gente que rodeó a Campoa­mor.

Eso hice durante una década, y desentrañé misterios que pon­drían la carne de gallina y darían para escribir un libro, e incluso, estoy convencido, para descifrar, si su obra permaneciera intacta, el futuro inmediato del mundo. En uno de los pueblos que visité, por ejemplo, aparecía pintado en un fresco el demonio Azazel, en medio de un terronal semejante al desierto, bajo un sol sanguinoso que achicharraba los olivos, todo en un entorno abstruso, como en algu­nas pinturas de El Bosco. El diablo Azazel, barbipungente, ojizaino, cabizmordido, como abrasado por la culpa, aparecía vestido de negro, con un descortezador en la mano y rodeado de inocentes muertos, un diablo asombrosamente real que resultó ser Sebastián Martínez Avilés, vecino del lugar, quien descortezaba alcornoques para hacer tapones de corcho, y quince años después asesinó a tres niñas con sus útiles de trabajo. Hallé fotografías del criminal en las hemerotecas de la ciudad, y es idéntico al del fresco de Rafael Vila Campoamor, con quien discutió acaloradamente en una taberna, dicen los testigos, por causas que nadie recuerda. El pintor de ángeles se había anticipado quince años a los hechos.

Estoy seguro de que en esa capilla hay más profecías escondidas, pues es casi una iglesia, y los frescos se multipli­can en los techos y paredes. Las tres jerarquías de ángeles, cada una con sus tres coros, están presentes allí: serafines, querubines, tronos, dominaciones, potestades, virtudes, principados, arcángeles y ángeles, se mueven libremente en escenas chocantes, parecidas a pasajes bíblicos, que no resistirían un serio estudio teológico porque guardan en realidad muy poca relación con las escrituras.

En el norte hallé otra capilla pintada por Rafael Vila Campoa­mor, también muy rica, pero en un deplorable estado de conservación tras el abandono del colegio por los salesianos, a quienes se debe el encargo de los frescos. En ella aparece pintada la única hija de Rafael Vila, en la misma posición y con idéntica ropa que la Inmaculada de Zurbarán, como si fuera efectivamente la Virgen, y tras ella se distingue claramente la figura de su primer marido, a quien pintó Campoamor como al demonio Asmoneo, que gozaba torturando a las mujeres, según afirma Tobías en su libro bíblico. Efectivamente, el yerno de Rafael Vila era un hombre cruel como pocos, enfermo de celos, despiadado, casi sádico. Clara Vila lo abandonó una tarde de otoño, por sorpresa, tras recibir una paliza de la que tardó semanas en curar. Años después, Clara Vila casó con otro hombre, que también aparece en el mismo fresco y a quien aguarda un destino feliz, según he concluido tras analizar las escenas que lo rodean.

Y así podría citar muchos ejemplos más, de ésta y de otras capillas que he estudiado con detenimiento. Pero la más inquietante de todas sus obras es la última, la que pintó en mi pueblo, a punto de transformarse ahora en salón de actos. En un salón de actos sobran los frescos. “Si fueran antiguos” dicen los responsables, “a lo mejor”, pero son modernos; cincuenta años no es nada en la historia del mundo, un simple pestañeo en los ojos infinitos de Dios. Unos ángeles con cincuenta años, tan simples, tan desnutridos de colores como los de Rafael Vila, no tienen valor alguno. Pero he sacado cientos de fotos, mi habitación está forrada con los ángeles de Campoamor. Rafael Vila, su ayudante, mi padre, el director del colegio, vecinos irreconocibles… Todos están allí, mirándome con sus ojos de papel, aguardando que un día pueda saberse exactamente el paradero de su creador.

Es increíble que un hombre pueda caer de un andamio y no llegar jamás al suelo. El misterio que envuelve su accidente es el mismo que envuelve sus profecías, llevo media vida pensando en ello y estoy seguro. He estudiado al detalle la apertura de la capilla por donde supuestamente escapó volando, y no tiene nada de particular, salvo la evidencia de su anchura, que permite salir a un hombre con los brazos abiertos. La abertura por donde huyó, la mayor de las siete que iluminan la estancia, está sobre el altar mayor, y es ciertamente la única que no presenta obstáculos desde ningún ángulo. He medido cuidadosamente los planos, he fabricado maquetas a escala y he concluido que Rafael Vila Campoamor, en su caída, sólo pudo esca­par por el sitio donde escapó, por ningún otro, y de la forma en que su ayudante dijo, es decir, describiendo una ligera curvatura en un ángulo de cuarenta y cinco grados hacia el sur, como una avioneta arrepentida de tomar tierra. Pero si efectivamente fue así, es extraño que nadie lo viera sobrevolando el pueblo. Recuerdo perfectamente aquella mañana. Los niños más pequeños jugaban en el patio, exacta­mente bajo la ventana por donde huyó, y ninguno lo vio hacerlo.

Por aquella época, durante el recreo, me encantaba entrar en la capilla, disimuladamente, y ocultarme tras las columnas para ver a Rafael Vila pintar los ángeles desde el andamio. Me parecía increí­ble que un hombre dibujara con tanta rapidez sin tener ninguna referencia, tan sólo bajo el dictado de su imaginación, y pasaba el tiempo del recreo hipnotizado por sus pinceles. La mañana del suceso también lo hice, para mi desgracia, y ya nunca pude olvidar a Cam­poamor, el pintor de ángeles, porque yo también lo vi volar, exacta­mente igual que una mariposa, pero entonces tan sólo era un niño, y nadie hubiera creído la historia de un niño que vio a un hombre volar como una mariposa. Yo mismo no imaginaba entonces que los hombres pudieran volar o que los ángeles se vistieran de personas, y durante muchos años preferí creer en las alucinaciones, sólo porque era más cómodo para mi razón. Pero el día que me reconocí pintado en los frescos de Rafael Vila, escribiendo cosas en un breviario, con pequeñas alas en la espalda, supe que Campoamor me había elegido como testigo de su hazaña, que conocía su destino y el mío desde hacía muchos años. A medida que envejezco pienso más en Rafael Vila, y lamento amargamente que su obra muera por carecer de valor artístico. Así son las cosas. También sueño con volar algún día como él lo hizo; al fin y al cabo, me dibujó con alas en la espalda mucho antes de mi nacimiento.

jueves, 25 de junio de 2009

Historia de un pez sin mar



Premios Ciudad de Huelva

Despertó empapado en sudor, con un sedimen­to dulzón en el paladar y con la dura impresión de ha­ber pasado la noche en una mazmorra del infierno. Se levan­tó y fue a la cocina; bebió un largo trago de agua, recor­dó sin saber por qué la conveniencia de aquello para el riñón y sólo cuando el líquido entró en su estómago con el ansia de un ejército en una plaza sitiada, supo que ha­bía dormi­do en su casa y no en la del Diablo. Convencido de ello, no necesitó consultar el reloj para saber que había amane­cido, pues cada mañana a la misma hora, desde hacía tres décadas, un extraño resorte ajeno a la influen­cia de las ánimas benditas lo ponía en marcha como a la sirena de una fábrica. Se dirigió entonces al baño, se afeitó, se vis­tió y media hora después estaba en el garaje, con su maleta de cuero bajo el brazo y los besos de su mujer y de su hijo menor vivos en la meji­lla con la misma entraña­ble fuerza de años atrás, como si los besos y él mismo fueran ajenos al desencanto, como si absolutamente nada hubiera cam­biado en la vida ni en la fábrica de juguetes.

Así era como a Luciano Ruza le gustaba salir de casa por las mañanas, con una esperanza al frente y una ilu­sión a la espalda, como un general cincuentón seguro de su vanguardia y de su retaguardia. Así fue como lo hizo durante años, influido descaradamente por la rutina, sometido a los hábitos cotidianos con una manse­dumbre exasperante y una satisfacción que levantaba envi­dias en la fábrica y en la vecindad. Se subía al coche, llegaba a la oficina, entraba en su despacho acristalado de jefe influyente, encajaba su cuerpo deprimido de pez globo en las almohadillas del sillón y exten­día sus brazos sobre la mesa como si fueran agallas, como si a través de ellos pudiera respirar el ambiente de la sección de dise­ños, el grado de inspiración de los empleados y los resor­tes escondidos de los nuevos juguetes que saldrían en la campaña de Navidad. Le gustaba contemplar aquella especie de paisaje marino a través del cristal, fecundar su imagi­nación con el abono de los trajines ajenos y adivinar en la mirada de los técnicos el tamaño y la forma de unos juguetes articulados tan sólo en la imaginación. Después de ordenar el trabajo, a media mañana, le gustaba correr las cortinas de la pecera y echarse a soñar como un niño en víspera de Reyes buscando la forma más parecida, el color más atrayente o el mecanismo más próximo a la reali­dad infantil. Así permanecía hasta que el teléfono sonaba con encargos de su jefe o reca­dos urgentes de la delega­ción central.

Era entonces cuando su espíritu de niño quedaba estaciona­do momentánea­men­te en el hangar a oscuras de cual­quier esta­ción de tren eléctrico y se ponía en marcha su carácter luchador de jefe de sección casado y con dos hijos; desco­rría con violencia las corti­nas, consultaba rápidamente a los técnicos e inspeccionaba las cinco plantas del edificio llevan­do a cabo la misión encomen­dada con la eficacia de un coronel de cuerpos especiales. Después, casi sin darse cuenta, sonaba la sirena de la fábrica, el personal se movilizaba buscan­do la salida y él quedaba desamparado en un batiburrillo de fronteras intentando diferenciar el país de la fanta­sía, el de la realidad, el del trabajo y el del hogar. Así fue la vida durante años para Luciano Ruza, como un cuadro abstracto donde los días y las horas se fundían con los sueños y los esfuerzos en el lienzo indefinible de un trabajo que sólo abandonaba para dormir, pues incluso por las tardes imaginaba juguetes en el salón de su casa, aparentando ver un partido de fútbol o simu­lando estar abstraído en las conversaciones del hogar.

Ahora, dos años después de que el mar cambiara de color dentro de su pecera, aún seguía soñando jugue­tes con la misma ilusión de antaño y despertándose al amanecer con la misma fuerza, pero aquel viento de trai­ciones que a media noche lo hacía evocar la fábrica y las mazmorras del infierno, azotaba su corazón con tanta violen­cia que todas sus cosechas de espe­ranzas habían terminado maltrechas y perdidas en el hori­zonte incon­creto de su futuro. Con cincuenta años sólo le preo­cupaba ahora una cosa: mantener en secre­to lo sucedido dos años atrás en su despacho de la fábrica de juguetes; se acos­taba y se levantaba con aquella idea, procuraba recor­darla a diario como si fuera una oración de niño y a veces sentía la tentación corrosiva de compartir­la con su espo­sa, aunque sólo fuera por liberar una con­ciencia vencida por el miedo que sólo hallaba alivio en el silencio.

Aquella era la causa principal de la angus­tia galopante que por las noches lo atenazaba entre las sábanas bañándolo en sudor y durante el día lo sumergía sin piedad en una lucha numantina, cada vez más irreme­dia­blemente perdida, contra el resto del mundo. Por eso se acostumbró, a caballo del miedo y en cierta forma habi­tuado a su máscara de zozobra, a ponderar las precaucio­nes en sus frecuentes trajines secre­tos, de forma que pulió las mentiras y las coartadas hasta el punto de convertir­las en arte. De ese modo convenció a su esposa para que rompiera en treinta días las reglas familiares de treinta años, haciéndole ver la convenien­cia de domiciliar en el banco aquella nómina puntual, ensobrada y exacta que ella acostumbraba a recoger en mano los primeros de mes y cuyos nuevos datos lo hubieran clavado sin piedad en esa encru­ci­ja­da que tan rotundamente se había propuesto eludir. Lógicamente, como su nueva situación lo había traicionado aliándose con la angustia, los prolongados silencios que ya no asombraban a nadie en la casa se multiplicaron hasta el punto de levantar sospechas, de tal manera que Luciano Ruza se vio obligado a calmarlas con el relato de nuevos inventos que nunca existirían, juguetes de alfeñi­que y viento que su imagi­nación improvisaba y su oratoria fan­tástica convertía en trenes inteligentes que conocían las estaciones por su nombre, en bebés de carne sintética que distinguían a la primera el tacto de su dueña o en maque­tas de aeroplanos capaces de realizar aterrizajes forzosos si agotaban las pilas en pleno vuelo. Incluso su hijo, el futuro ingeniero más sagaz de su promoción, abando­naba a veces los caminos y los puentes que entrete­jían el mapa de su cerebro y se enzarzaba con su padre en discusiones interminables sobre la evidente imposibilidad de construir cosas impensables; y nadie pudo descubrir en la naturaleza de sus abstracciones otra cosa que no fuera pura fantasía y dedicación al trabajo.

Por aquel tiempo, a un año del suceso acaecido en su despacho de la fábrica, afectado por el rotundo fracaso de sus negociaciones con la competencia, se sumergió sin piedad en una crisis depresiva que durante meses lo llevó por las calles de la ciudad como un perro sin rumbo obligándolo a recluirse en el salón familiar durante horas laborables. Las puntillosas y continuas preguntas de su esposa, así como el miedo insal­vable a ser descubierto, lo obligaron a improvisar otra descabe­llada mentira que empeoró aún más el nefasto estado de su con­ciencia. “Me han ascendido” dijo, “por eso dispongo de más tiempo para estar en casa”. Y aquella extraordi­naria noticia no asombró a nadie, ni siquiera a él mismo, porque durante años había luchado por ella como un revolu­cionario por una utopía, a pesar de haber sentido un extraño calor sanguíneo a la hora de inventar­la; el mismo ardor pesado y denso que de madrugada lo hacía sudar fuego, miedo y desilusión. Así, a caballo de su nuevo ascenso, pudo permitirse el lujo de regresar temprano si el día estaba lluvioso o incluso de no salir, fingiendo dar instrucciones por teléfono a subordi­nados cuyo nombre improvisaba.

Sólo al final de aquel año tuvo conciencia plena de estar perdiendo la carrera contrarreloj que con tanta fuerza había emprendido y que ahora lo encerraba sin piedad en una ratonera cuya única salida era confesar la verdad, pues las continuas visitas a los polígonos indus­triales habían supuesto un rotundo fracaso, y ya resulta­ban tan lejanas, tan absurdamente extrañas a la finalidad que las motivaron, que el tiempo y las cir­cuns­tancias las habían relegado a un discreto y misericor­dioso olvido. Ahora todo lo que poseía Luciano Ruza era un ascenso fingido, dos años consecutivos de mentiras preme­ditadas y un insalvable miedo al futuro inmediato; por ese motivo se sumergió en la tristeza y en el abandono, se dejó crecer la barba hasta el pecho y en pleno sueño emprendía una jerga diabólica de monosílabos perturba­dos que ni siquiera el demonio hubiera llegado a enten­der jamás. Y en ese estado de cosas comprendió una mañana cualquiera la nece­sidad urgente de rendirse ante la evidencia, de modo que durante varios meses conti­nuó fingiendo, pero ya no visi­taba empresas ni escribía cartas secretas a gerentes anónimos que nunca cono­ció, sino que perdía las mañanas enteras en las cafeterías del centro leyendo en el perió­dico declaraciones de minis­tros ajenos al mundo y buscando la manera más honrosa de capitular ante sí mismo y ante su familia, pero sólo lograba discurrir mentiras nuevas que de ningún modo retrasarían el vencimiento de unos plazos marcados por la inflexible ley de los bancos y de los políti­cos.

Por eso aquella mañana, desayunando como siem­pre frente a la fábrica de juguetes, el familiar calor acomo­dado en sus entrañas tiempo atrás cobró dimen­siones apocalíp­ticas abrasándole la garganta con un nudo de amargura que ya no pudo sopor­tar. Arrojó el perió­di­co a la papelera y abandonó la cafete­ría sin despe­dirse de nadie, se subió al automóvil y emprendió el camino de regreso de una forma mecánica y amarga, intuyen­do lo que iba a hacer, calibrando las consecuen­cias de su rendición, padeciendo el dolor de la derrota y la vergüen­za de su confesión, pero rotundamente convencido de hacer­la, si era necesario por escrito, porque los plazos ven­cían y la esclavitud de las fechas caía sobre él sin conocer la miseri­cordia.

A pesar de todo aparcó el coche y entró en su casa con la cabeza alta, con la gabardina sobre los hombros y la maleta bajo el brazo, derecho a la cocina donde el trajín delataba la presencia de la esposa. En la puerta se detuvo con la dignidad de un general romano, se atusó el cabello y esbozó una mueca de recelo que ella no advirtió, enredada como estaba en las tripas de los jure­les que pensaba freír en el almuerzo. Tuvo que acercar­se infi­nitamente, tomarla del brazo y buscarle la mirada para que pudiera presentir en el ambiente la aureola densa del mie­do. Entonces sintió un hormigueo despiadado que le car­comió las sienes, le recordó al oído la posición social de los derrotados y lo hizo tambalearse como a un hombre de cartón; pero dijo lo que tenía que decir, y lo hizo con tanta contundencia que el mundo pareció reventar en su boca.

- Hace dos años que estoy parado -dijo-, me echaron de la empresa como al perro del almacén y muy pronto se acaba el desempleo...

Su esposa bajó entonces la mirada con aque­lla serenidad ancestral que había despertado la pasión juvenil de Luciano Ruza, y continuó con el pescado como si en ello le fuera la vida, pero el diseñador de juguetes se derrumbó en una silla como un niño apalea­do y sólo tuvo fuerzas para seguir pensando en los políticos, en sus cincuenta años de vida anónima y en la maqueta de un aeroplano que realizara aterrizajes de emergencia si por casualidad agotaba las pilas en pleno vuelo.

jueves, 18 de junio de 2009

La noche del perdedor





Premio de cuentos Villa de Grazalema




El calor se hizo tan insoportable y pegajoso al detenerse el autobús, que Damián González volvió a experimen­tar aquella sensación sofocante que de pequeño le hacía temer el infierno y que ya creía borrada de su memoria, tan deste­rrada del presente como el lugar que pisaba, pertene­ciente a un mundo que la nostalgia había trans­formado con los años en un paraíso utópico y lejano, en una especie de quimera inal­canzable donde sólo los sueños tenían el privilegio de ordenar las cosas. Descendió del autobús y el implacable sol de julio, disfrazado de intuición, le dijo en la piel y en el corazón que aquel lugar de la sierra del que nunca debió salir había cambiado bien poco; y en una mortal fracción de segundo intuyó la rapidez del envejecimiento, la debilidad del hombre ante el tiempo y su insuperable indefen­sión frente a los recuerdos. Agarró con fuerza la maleta, como queriendo a toda costa retener al presente y echó a andar por el pueblo, seguro de no perderse por aquellas calles que lo vieron nacer y correr, reír y llorar, enamorarse para toda la vida y despe­dirse para siempre.

Soportando la tortura del sol se acercó con timidez al mirador, dejó la maleta en el suelo y comprobó con injustificada sorpresa que los riscos y los cerros, las peñas, los tajos y el mismísimo horizonte guardaban exactamente el mismo orden que hacía cincuenta y seis años. Les volvió la espalda asustado y tembloroso, con vértigo hacia la lejanía y hacia el tiempo y justo en la puerta de la biblioteca muni­cipal se dejó caer abatido en un banco de piedra, junto a un árbol del amor cuyas flores rosa púrpura dejaron en el paladar de su memoria un cierto regusto a impotencia y a miedo.

Sin pretenderlo recordó el día del levantamien­to, tan caluroso como aquél, el nerviosismo incontrolado del corazón bombeando sus arterias y la mañana que llegó al pueblo la gente de Ronda y Montejaque, una tropa colecticia de paisa­nos y carabineros que en la calle Nueva y en la iglesia de la Aurora lanzaron proclamas en favor de una república que sin él saberlo tenía ya los días contados. Los vio reunirse en la plaza con el ánimo exaltado, incitar a la población y dirigir­se presurosos al cuartel de la Guardia Civil. Se refugió en su casa como un niño acobardado, intimidado por los gritos de la gente, presintiendo la sangre como ahora presentía la fugaci­dad de la vida, sabiendo que habría de tomar partido por aquella república que nunca le dio otra cosa que trabajo pero que siempre intuyó benefac­tora y justa, contradictoriamente próxima a las ácratas teorías que aprendió de don José Sánchez Rosa en La Voz del Campesi­no y El Abogado del Obrero.

El recuerdo de la guerra le acercó la mirada de Carmen Escobar, a quien descubrió recostada en los caños de la Pontezuela, amparada en la penumbra tenue de una luna vera­niega, oliendo a jazmines y a damas de noche, acompasando el murmu­llo de sus palabras con el sonido del agua y el canto de los grillos. Y como si Carmen Escobar lo hubiera tomado de la mano, se incorporó, cogió de nuevo la maleta y caminó por las calles como los perros vagabundos, pegado a unas paredes que parecían haber desterrado a su sombra, como los fantasmas. Entonces evocó lejanas palabras de amor al pie de una venta­na cuajada de gitanillas, disfrutó el perfume de unos jazmi­nes fantasmales que transmigraron hasta su alma de viejo y volvió a experimentar el incontrolable romanticismo de una juventud al pie de la guerra, el desafuero de unas palabras que el frente estancado en la sierra hacía parecer eternas aunque fueran tan huidizas como el vuelo de aquel avión que los moros mandaban al pueblo para ablandar la resistencia.

En la calle Nueva, el sol, como el aeroplano del enemigo que bombardeaba su recuerdo, logró hacer blanco y lo obligó a cobijarse bajo la sombra de los rosales. Allí contem­pló de nuevo los ojos negros de Carmen Escobar, que lo obser­vaban escapados del pasado, con la in­quietud vivaracha de una novia dispuesta a dar la vida, pero no el amor, por dete­ner la guerra; y en voz alta se sorpren­dió, con la misma delicadeza que cincuenta y seis años atrás, recitándole versos de Sánchez Rosa: “Busca siempre la verdad aunque la sombra la ocul­te”; y de una forma instintiva y animal volvió a jurarle que sobre­viviría a la guerra, que siempre la llevaría en el corazón y que los moros no entrarían jamás en Grazalema, pero el compás de aquellas palabras que circularon por medio mundo guardadas en su corazón lo asustaron tanto y le pare­cieron tan extrañas en aquel lugar, que inmediatamen­te abandonó el refugio insufi­ciente de los rosales y siguió reco­rriendo el trazado serpen­teante del pueblo.

Casi sin darse cuenta desembocó en la calle Agua, entró en un bar de techos bajos y paredes gruesas y sin decir buenas tardes pidió café. Una vez dentro cayó en la cuenta de que aquella familiaridad suya rayaba con la impru­dencia y la descortesía, pues aunque aquel lugar pareciera haber igno­rado al tiempo, era evidente que éste había pasado; y cuando estaba removiendo el azúcar en el fondo de la taza, una fotocopia del Diario de Cádiz sujeta a la pared tomó las riendas de su corazón y lo hizo galopar desbocado por la pradera de sus re­cuerdos: "Homenaje popular a un líder anar­quista". Nervioso, abandonó la taza y se acercó a ella. Era él, seguro. Buscó la fecha del artículo: "Domingo 5 de julio". Respiró aliviado; había llegado a tiempo. Era verdad entonces lo que había leído en la prensa ácrata de París. Recogió el café de la barra y se entregó a la lectura de aquel recor­te que le recordó a los pasquines de la guerra. A su espalda, una voz de viejo lo sobresaltó.

- Qué poco hemos cambiado en medio siglo, ¿eh, Damián?

Damián Sánchez giró bruscamente sobre su eje en un acto que sus reflejos cansados no pudieron identificar como un gesto puramente defensivo. Frente a él, el rostro arrugado de un hombre lo miraba sonriente; y como si ambos hubieran planeado burlarse del tiempo, como si hubiera sido ayer cuando se despidieron en la ribera de Gaidovar divididos por la guerra, los dos se acer­caron a la barra y se reclina­ron en ella. Damián Sánchez sacó un pañuelo y enjugó el sudor de su frente.

- Sí que hemos cambiado poco -respondió-, o mejor, no hemos cambiado nada.

Y como solían hacer medio siglo atrás frente a una taza de café, se entregaron desenfrenados a la tertulia; el hombre del rostro arrugado contó que salvo las personas, todo se había transformado un poco: las casas, los barrios, las fiestas... dijo también que ahora sólo había un "toro de cuer­da", que los jóvenes seguían corriendo delante de él pero que habían cambiado los merengues por la cerveza y los cuba­tas.

- Las cosas de la juventud -agregó.

Damián Sánchez, como temiendo a las preguntas, se anticipó a ellas. Quiso saber de su juventud, de los paisa­nos dejados atrás, de los que aún vivían y de los que se llevó la muerte; por eso preguntó por Ramijo, El General, Milhom­bres, El Galápago, Cagarratas, Pichalantes...

- Pichalantes está en Castellón -dijo el hombre-, en un pueblo que se llama Nures...

Y luego, verdaderamente engañado por el tiempo, como si tuviera medio siglo menos, agregó: "Pero está ya muy viejo”.

Rieron y siguieron charlando, y así supo Damián Sánchez que Juan Dianez Pozo estuvo mucho tiempo encarcelado, que a pesar de sus ochenta y cuatro años tenía la memoria de un elefante y que había grabado una cinta con todos los motes del pueblo. Volvieron a reír como si fueran adolescentes, a recordar a los zagales haciendo canillas en los telares, a disfrutar con el sabor de los meren­gues, las fiestas del Carmen y las carreras delan­te del toro. Y justo cuando Damián iba a contar que ni en Francia ni en Inglaterra había conocido a nadie capaz de ponerse delante de un toro, el hombre del rostro arrugado disparó a bocajarro sobre su corazón, sin querer, pero con la precisión y la crueldad de un Mauser: “Carmen Escobar todavía vive” dijo, “ha enviudado y tiene tres hijos y ocho nietos”.

Damián Sánchez, desconcertado por la sorpresa del comentario, se refugió en la figura de Sánchez Rosa como años atrás lo hizo en sus teorías anarquistas, como recien­temente lo había hecho en París y ante sí mismo, llevado por el impulso irrefrenable del regreso, amparado por fin en una excusa poderosa que pudiera justificar su presencia.

- He venido por el homenaje de don José -dijo aparentando una indiferencia tan mal disimulada que hizo caer al hombre del rostro arrugado en la cuenta de su imprudencia-, y no sé si irme o quedarme, porque no tengo a nadie ni aquí ni en Fran­cia.

Luego miró las lajas de la calle con aire distraído mientras el hombre imprimía un giro brusco a la con­ver­sación y empezaba a contar cosas de la democracia y de los polí­ti­cos, del paro, de la exposición universal de Sevilla y de las pagas de los pensionistas. Cuando el otro terminó de hablar, él seguía mirando aún el destello del sol en las paredes enjalbegadas.

- ¿Qué piensas, Damián? -le preguntó.

Damián Sánchez, llevado por ese reflejo incon­trolable y a veces delator de la inconsciencia, respondió: “En la maldita guerra”.

Y en ella seguía pensando cinco horas después, cuando el sol amenazó con abrazarse a la sierra, cuando salió a la calle tras haber dejado la maleta en la fonda de Jacinto. Entonces tuvo el valor de reconocer que aquella obsesión por la guerra estaba cimentada en la presen­cia incorpórea de Carmen Escobar, en la magia de aquella mirada que lo acompañó a Francia, a los campos de concentración nazis, a Italia y a Inglaterra, en el hechizo de una novia a quien ahora no podía imagi­nar con el rostro cuar­teado por los años, sin aquella vivaracha expresión en los ojos y vencida por el reuma.

Injustificadamente supuso que Carmen viviría aún en casa de su padre, y allí se dirigió casi con la misma ilusión de su juventud, confiando en poderla ver tras el encaracolado de la ventana, conchabado otra vez con la oscuri­dad de una noche veraniega que no se decidía a caer sobre el pueblo. Sin saber cómo desembocó en la calle Postiguillo y apenas se atrevió a levantar la cabeza para ver el rótulo temiendo que algún vecino lo reconociera, pues el intenso bombardeo del sol había cesado y la gente comenzaba a salir de los refugios. A pocos pasos se tropezó con la enorme palmera de una plazuela flanqueada de gitanillas y de rosales y allí se sentó confiado en la reconditez del lugar. Entonces sí alzó la mirada confiado: “Plaza de Andalucía”. Se arrellanó en el banco de piedra y se dejó llevar por la sugestión de aquel nombre. Volvió a recordar a don José Sánchez Rosa, primer diri­gente de la CNT en Andalucía y comprobó con asombro que aún recordaba frases e incluso párrafos enteros de "La Gramá­tica del Obrero" y "La Aritmética del Obrero"; pensó, no sin un dejo de orgullo, que muy pocos anarquistas quedarían ya de aquella época, que la guerra, las calamidades y el tiempo los habrían eliminado y que probablemente se viera solo frente al busto de don José, como un fantasma del pasado, como el testi­monio mudo de un pensamiento que seguía vivo a pesar de los años y de los cambios.

Entonces recordó el talante humanitario de Rosa y la consideración y el respeto que toda una época le había consagrado, y lo comparó con quien la gente lo comparaba entonces, con aquel alcal­de de Cádiz que rechazó un indulto real para luego fugar­se del Peñón de la Gomera, el fundador de El Socialista y el traductor de Kropotkin: Fermín Salvochea. Y queriendo recordar algunos párrafos de "Cada mochuelo a su olivo", lo sorprendió la risa nerviosa de un niño que caminaba de la mano de una anciana... Era ella, Carmen Escobar, la única mujer a quien hubiera reconocido entre un millón de ancianas.

La sorpresa del encuentro lo privó del arma del disimulo, pero los arriates de la plazoleta y las sombras de la tarde tuvieron la misericordia de ocultar el temblor de sus manos y el rostro contraído de un hombre que había perdido en una tarde el norte de la vejez, que había comprendido en un segundo la parodia de viajar al pasado para homenajear a un maestro. La realidad, disfrazada de fiscal en su cora­zón, lo señaló con el dedo y lo acusó de mentiroso, de cobarde y de ampararse en un muerto para encontrarse con un vivo. No pudo ni quiso evitarlo: la siguió, y justo al salir de la plaza, el mismo impulso incontrolable que lo obligó a disparar tiros en la guerra, lo tomó de la mano y sin la menor consideración la depositó en el hombro de la anciana.

-Carmen Escobar -dijo-, ¿ya no me conoces?

La mujer se volvió con una lentitud que a Damián Sánchez le resultó sospechosa. En un segundo intuyó que estaba al tanto de su llegada.

-Ha pasado mucho tiempo desde el 13 de septiembre del 36 -respondió-, tanto, que ya no me acuerdo de usted. Lo siento.

Damián Sánchez vio entonces de cerca su rostro, y no pudo por menos que darle la razón; había cambiado tanto que también a ella costaba trabajo reconocerla. No obstante siguió hablando con el convencimiento del que ha recorrido medio mundo para hablar.

- Si me permite acompañarla -dijo-, podré explicarle el motivo de mi regreso.

Carmen Escobar asintió con la cabeza y echó a andar, y antes de que él pudiera reponerse de sus primeras palabras, se detuvo y lo miró a los ojos: “Usted ha venido al pueblo para el homenaje que piensan hacerle a don José Sánchez Rosa. Nada más.”

Damián Sánchez pensó decirle que había regresa­do para ver otra vez a la única mujer que amó en su vida, para compro­bar si eran verdad los sueños y las pesadillas que tuvo en el extranjero; pero mirando su rostro comprendió que hay cosas que el tiempo no perdona, que aunque el corazón siga siendo el mismo, la vida puede transformar las circunstancias del hombre hasta el punto de crear muros insalvables. Supo también que la guerra había terminado hacía cincuenta y seis años, y que el 13 de septiembre del 36 había logrado burlar a los moros, pero que éstos habían levantado una muralla entre la esperanza y la realidad, una muralla que ahora se erguía frente a él demostrando que la verdad, como el paso del tiempo, sólo tiene un camino. Quiso decirle que los años no habían pasado por él, pero la magnitud de su mentira lo asustó; quiso hablarle de la crueldad de la guerra, que al que no mata lo deja herido de muerte, pero supuso que ya lo sabía; y por fin quiso decirle que nunca es tarde para empezar de nuevo, pero la osadía del pensamiento y el rostro anciano de Carmen Escobar lo obligaron a agachar la cabeza y a seguir caminando junto a ella. El niño había dejado de reír y el canto de los grillos se dejaba oír como cincuenta y seis años atrás. Al pasar por la Pontezuela no pudo evitar tomarla del brazo y como antaño recitarle versos de Sánchez Rosa:

"No quisiera oír más música
que la del ave y la alberca.
¡Vivir !... y morir después
en los brazos de mi tierra."


miércoles, 3 de junio de 2009

La pesadumbre del genio






Premio Teodosio Goñi



Mi padre no fue herrero ni sabía tañer el arpa sin leer música. A mí nunca me enviaron a Hainburg a instruirme en el arte de tocar los instrumentos, ningún von Reutter se prendó de mi voz, ni me vi obligado a componer partituras durante noches interminables. Sin embargo, aunque jamás recibiera clases del señor Porpora tengo, como Haydn, un ingénito y singular talento para la música. Es tan natural en mí como la debilidad que siento por la botánica, por los libros antiguos o por los grafitos de los urinarios públicos. La inspiración, la musa, nace en las lindes de mi espíritu como la barba en los poros de mi piel, se espesa a medida que la dejo crecer y, cuando se hace molesta, como si de un afeitado se tratara, me desprendo de ella, generosa y obligatoriamente, para dejarla impresa en unas cuartillas que luego reproduzco, o mejor dicho transformo mágicamente, en las ebúrneas teclas de este incomprendido piano que mi mujer odia, evidentemente, porque carece de la más mínima sensibilidad para la música.

A pesar de ello suelo tocar a menudo, mayormente los fines de semana, en el chalé de la sierra, cuando la paz inunda mi pensamiento y Matilde baja al pueblo con los niños. De lunes a viernes me conformo con oírla, con componerla y sobre todo, un poco a pesar mío, con enseñarla en el Instituto de Enseñanza Media Antonio Machado, siguiendo la reflexión de Benjamín Franklin, que decía que el hambre pasa por delante de la casa del hombre laborioso, pero no se detiene en ella; por eso me dedico a la música, para pagar con mi dinero el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Sin embargo, para lo que verdaderamente estoy dotado, y eso lo reconocen todos mis colegas, es para la buena literatura, y digo de ella lo que decía Jean Paul Richter del arte, que más que el pan, es el vino de la vida. Y a mí, dos o tres veces al día, me encanta emborracharme con el vino de las palabras, que yo fermento después de pisar sus uvas con el firme propósito de extraer pequeños recipientes de ambrosía, que como todo el mundo sabe es la bebida preferida de los dioses. Una ambrosía que procuro condensar en pequeñas balsameras, porque la mejor literatura debe buscarse en argumentos simplificados, en porciones de lectura reducidas, en páginas revestidas de azogue que reflejen la brevedad de la existencia humana, es decir, en cuentos.

Y eso mismo estaba diciéndole a Palomares en la cafetería del instituto la tarde que apareció el conserje voceando mi nombre. Me llamaban al teléfono. Era mi mujer. Se había fallado el II Certamen Literario "Villa de Sierra Verde", en Cuenca, y me habían concedido, muy merecidamente por cierto, el primer premio: veinticinco mil pesetas y placa. Era mi primer premio, el tan esperado galardón que encauzara mi talento hacia un destino superior. Inmediatamente recordé a ese magnífico poeta y crítico inglés que fue Matthew Arnold. Cuánta razón llevaba al afirmar que quienes no esperan ningún regalo de la casualidad tienen dominado su destino. Aquello no había sido un presente del azar, sino el cabal reconocimiento de una certidumbre interior. Después pensé en Palomares... Cómo se iba a poner... catedrático de Literatura sin un miserable reconocimiento... Media vida escribiendo cuentos y la otra media comiéndoselos con papas, y yo, profesor de música, un primer premio en Cuenca.

‑ Enhorabuena, Sebastián ‑me dijo contrayendo aquel rostro cetrino que nunca supo disimular la tristeza del bien ajeno‑ ojalá esto sea el comienzo de algo más serio.

De algo más serio... ¿Sería envidioso? Como si él hubiera hecho algo serio en su vida, que todo el mundo sabe cómo aprobó las oposiciones y cómo entró en el instituto... Y hasta se permitía el lujo de hacer correcciones en mis escritos. Al muy papanatas le costó el quinario reconocer que mi trabajo, "La pesadumbre del genio", era magnífico.

Aquella misma noche, reclinado en el sofá cama de la salita, lo releí mil veces ante la indiferencia insultante de Matilde, que como cabía esperar le concedió una importancia relativamente escasa, no porque carezca de sensibilidad como dije antes, sino porque ella, muy lejos de acercarse a lo que yo hago, también escribe en los ratos libre, y me consta que a hurtadillas ha participado en algunos concursos de cuentos. Igual que Palomares tuvo que admitir, muy a regañadientes, que parecía mentira que aquello lo hubiera escrito yo. Yo, que había firmado con el lema: "Enderto Ruy", lo había creado, y aquel certamen literario, desgraciadamente muy poco difundido aún, había sabido valorarlo en su justa medida.

Durante una semana me asaltó el deseo de conocer a los miembros del jurado. Escribí cartas. Envié telegramas. Telefoneé. Nada. El Excelentísimo Ayuntamiento de Sierra Verde no había previsto ninguna entrega de trofeos ni ceremonia conmemorativa del acto, pero sí algo mucho más importante que todo eso: la edición del trabajo premiado en una revista que vería la luz con motivo de las fiestas patronales. Yo recibiría cincuenta ejemplares. Uno de ellos ya tenía dedicatoria: el de Palomares. Después, impulsado por un resorte extraño que no sabría identificar, me entregué con desatino febril a soñar ideas, a esculpirlas con el cincel de mi estilo. A escribirlas. Fue entonces cuando compré este ordenador que, lejos de simplificarme el trabajo, terminó absorbiendo mi tiempo hasta el extremo de alejarme definitivamente de la música; pero ni el estudio del programa, ni la creación de ficheros ni el formateo complicadísimo de los textos, consiguió apartarme siquiera un segundo del universo particular que estaba naciendo en mis venas, a caballo de una musa que no me abandonaba ni de día ni de noche. No obstante, decidido como estaba a difundir mis obras, me dediqué, con el mismo ardor que a escribirlas, a buscar el medio de difusión más adecuado, es decir, el certamen literario. De este modo indagué, solicité, coleccioné y, lo más importante, participé. Ahora sólo quedaba aguardar; y como un cazador en un acechadero, esperé. Entre tanto, como es lógico, seguí creando.

Por aquellos días recibí la dotación del premio y la placa de plata: “II Certamen literario "Villa de Sierra Verde". Primer Premio”. Y luego, coronado con filigranas de orfebrería fina, el título de mi relato y mi nombre: “La pesadumbre del genio. Sebastián Rodicio Romero”. La llevé al instituto. La enseñé al conserje, a mis compañeros, a mis alumnos. Después descolgué la marina que compramos el año anterior en aquella exposición de cuadros y colgué mi placa en el centro del comedor, junto al retrato de Haydn, cuya historia había sido la protagonista de mi trabajo. Matilde, lógicamente, guardó silencio. Quien no lo hizo fue Palomares, cuyo corazón, desde el mismo día del fallo, se lo noté, fue poseído por un sentimiento repugnante: la envidia. Por eso, una tarde, mientras tomábamos café, me soltó como quien no quiere la cosa:

‑ No he caído antes en comentártelo ‑dijo, pretendiendo restarle importancia a lo que iba a decir, como si en absoluto le preocuparan aquellas cosas, como si de algo intrascendente se tratara‑, hay un alumno en tercero que también escribe. A lo mejor lo conoces. Se llama Cid Briones, es un chico gordito que estaba el año pasado en el diurno. No le va mal para su edad... Tiene ya cinco premios.

El mundo se desplomó sobre mi cabeza. Un calor insoportable se alojó en mis extremidades superiores y terminó invadiendo y abotargando mis sentidos. “Pues menos tienes tú, que no tienes ninguno”, me dieron ganas de decirle. Pero había que tener una lengua prestada y al fin y al cabo comparte con Matilde el seminario de Literatura. Recogí la indirecta; mejor dicho, la encajé. Ahora había que localizar al tal Briones. Al día siguiente, en la puerta de tercero B, lo aceché con esa mala uva que gastan los hurones con los conejos. Iba dispuesto a desenmascararlo. Al final, el miedo lo haría hablar, estaba seguro.

Cid Briones era inconfundible. Al salir del aula se me pareció al muñeco de la cerveza, al de los michelines. Puse la mano en su hombro y le conté lo de Palomares. Se le descompuso la cara. Después, viendo que no decía esta boca es mía, le lancé la caballería. Le dije que había cosas que no se podían hacer. Que no se podía engañar a un profesor con mentiras disparatadas para que a uno lo aprobaran. Que debía decir la verdad. Que era más honrado. Que si no lo hacía él, yo mismo me iba a encargar de hacerlo. Cid Briones me miró con aquel rostro de cordero degollado que inspiraba todas las lástimas del mundo, y confesó; pero su confesión fue aplastante. Era totalmente cierto lo de los premios. Me dio referencias inequívocas: dotaciones, fechas, lugares... reseñas en la prensa. Yo no había salido en la prensa. Nadie conocía mi nombre excepto el orfebre que grabó la placa, por cierto, magníficamente. El mundo se desplomó ante mi vista. Ahora iba a resultar que aquel mequetrefe orondo, repugnantemente orondo, era un talento. Imposible. “Si lo fuera no trabajaría de interino en Hacienda ni estudiaría el bachillerato por las noches” pensé, “estaría en la cúspide, donde están los talentos”. El Diablo me trajo a la memoria a Haidn; él pasó años dando clases particulares. Briones ni siquiera era maestro. Relajé mi tono y lo llevé al bar, como a un amigo. Tenía que cantarlo todo. Aquel pollo sabía más de lo que decía. Le conté cosas de mi vida privada que improvisé sobre la marcha; le hablé del chalé de la sierra, del ordenador, de Matilde, de los niños. Le di más cerveza... Confiado en aquella sonrisa que me salió no sé de dónde, confesó. Resultó humillante. Briones no escribía narraciones, Briones era un poeta, Briones era una especie de bellaco que sólo escribió un poema en su vida y le estaba sacando dinero de la forma más sucia. Estaba lucrándose con un engendro sin personalidad, con un esclavo que transformaba a su antojo, que había vendido sin sentir el más mínimo afecto hacia él. El mecanismo era muy fácil: Cid Briones se enteraba de un certamen por la prensa; al día siguiente, con dinero público, telefoneaba al pueblo desde el ministerio y averiguaba el nombre de la patrona del lugar; después, en el ordenador, se limitaba a sustituir el título del poema y el nombre de la patrona antigua, que caía en el olvido para siempre, despojada de su honor, privada de unos elogios hipócritas. El premio era casi seguro. Sobre la marcha llegué a una conclusión: aquel energúmeno era un estafador.

‑Bien, muchacho ‑le dije como si fuera un amigo de toda la vida‑, así se hace, al arte hay que sacarle todo el rendimiento que se pueda.

Y me fui a casa. Aquella fue la noche que Matilde me dio una alegría después de muchos años de convivencia. El correo había traído un paquete por la mañana. Eran los cincuenta ejemplares de mi obra. Nervioso, lo abrí. En primera página, un incomprensible titular: “Sierra Verde”. Nada más. Después, la fotografía de un edificio en ruinas; a sus pies, en negrilla, una leyenda: “Obras en la nueva casa de la cultura de Sierra Verde”. Y absolutamente nada de Sebastián Rodicio Romero. Pasé la primera página... y la segunda... y la tercera... en las centrales, mi relato, cuajado de erratas, sin una miserable ilustración que lo acompañara, indefenso y maltratado. A sus pies, como una lágrima que se hubiese escurrido entre los renglones, mi nombre, cómo no, también descuartizado: S. Rodisio (con s) Romero. Sinvergüenzas. Valiente canallada habían hecho conmigo. Palomares podía partirse de risa cuando lo viera. Aquella misma noche llamé a Sierra Verde. Como es lógico, nadie respondió al teléfono. Por la mañana volví a llamar al ayuntamiento y pregunté por el delegado de cultura. No estaba. Por el secretario. Tampoco. Por el alcalde. Ni pensarlo, durante las fiestas el "señor" alcalde era ilocalizable. Le dije mi nombre a la recepcionista pretendiendo impresionarla. Ni me conocía. Le hablé del certamen y entonces cayó en la cuenta. Protesté. Grité. Insulté. Le dije que no tenían clase, que no conocían la cultura, que aquel pueblo era una reserva de indios, que escribiría a la prensa local para ponerlos a parir. Chiquimaques... Pelafustanes... Chiquilicuatros... Me colgó.

Al día siguiente, en el servicio del instituto, me asaltó de nuevo la obsesión de los grafitos. La musa de mi maldad estaba otra vez inspirada. “Palomares, agárratela, que no sabes”, escribí, y debajo, también disimulando la letra: “Briones: aquí no queremos maricones”. Después de la cena me sentí mejor. No obstante, un pájaro de alas negras rondaba mi pensamiento y más tarde o más temprano iría a posarse sobre algún árbol. Para colmo me asaltó una terrible duda sobre los nuevos certámenes donde participé. ¿Se habían fallado o aún permanecía la incógnita oscureciendo la decisión de los jurados? Habían pasado tres meses desde que vencieron los plazos de presentación y la interrogante se me hizo obsesiva hasta el punto de no pensar en otra cosa. Además, por si fuera poco, invadido por el desánimo, había dejado de escribir, de componer y hasta de tocar. Los arrayanes del chalé empezaron a ironizar sobre mi destino: lenta, disimuladamente, se marchitaban. Sólo una actividad motivaba mi pensamiento y denigraba mi pluma: la de los grafitos.

Creo que me dejé seducir por ese incomparable atractivo que tiene la maldad cuando se mezcla con la traición y el miedo, cuando se refleja en las aguas sucias de la hipocresía; el caso es que me llegó a entusiasmar tanto aquel peligroso juego de tirar la piedra y esconder la mano, que orinaba hasta cinco veces en la tarde sólo por ir al servicio, mirar la pared, recrearme en lo que había escrito, comprobar si habían respondido a mis insultos y dejar sembrados, como en un campo de minas en una guerra muda, otros nuevos, mucho más graves que los anteriores. Mis víctimas preferidas eran Palomares y Briones, y en alguna que otra ocasión, también mi mujer.

Un día, en la cafetería, un periódico cayó en mis manos: se había fallado el último premio. Nada decía de Sebastián Rodicio Romero. Era evidente que los jurados no habían entendido mi obra. Y a renglón seguido llegué a una conclusión: "La pesadumbre del genio" no era el mejor de mis trabajos; era, paradójicamente, el peor, el único que se hallaba al nivel de aquellas carcomidas mentes que fallaban los certámenes. El relato sería para el resto de mi obra un barco rompehielos. No podía consentir, de ninguna manera, que se pudriera para siempre en el olvido lejano e ignorante de aquel ingrato pueblo de Sierra Verde, en Cuenca... Tan lejos. Algo tenía que hacer.

Y lo hice. Mi plan no podía fallar; no en balde me había costado mes y medio de minuciosa preparación, de sacrificadas horas dedicadas al estudio de las probabilidades. Tenía muchas. Las barajé todas. Llegué a una conclusión irrevocable: enviaría mi cuento "La pesadumbre del genio" al certamen nacional "Unicornio de Oro", dos millones de pesetas, reproducción en oro del animal y, lo más importante, una edición en condiciones, la edición que mi relato merecía. Por fortuna sólo mi mujer conocía la revista de Sierra Verde; en cuanto al premio, tuvo desgraciadamente tan poca difusión que aquel jurado de Madrid, estaba seguro, ni se había enterado. Podía saltarme por tanto el punto cuarto de la convocatoria, el que decía que los trabajos debían ser “rigurosamente inéditos”, y aclaraba: “Entendiéndose por tales aquéllos que no hayan sido difundidos por medio alguno, ya sea el mismo, de expresión o de comunicación”. Teniendo aquella baraja sobre la mesa podía y debía jugar al farol. Por si acaso la mala suerte me acompañaba en la empresa, guardaba dos cartas en la manga. Primera: un mermado recorte de prensa anunciando una convocatoria que sólo hablaba de trabajos “originales e inéditos”, nada de no premiados, ni de no difundidos ni de todas esas paparruchas. Segunda: mi cuento se titulaba ahora "La aflicción del artista", lema: "El acechante sigiloso". En el momento de llevarlo a correos, leve, muy lejanamente, recordé a Briones. Comprendí la satisfacción que sentía aquel gusano sentándose de vez en cuando en el trono de Damocles. Y para insuflarme ánimos, rememoré a George Patton cuando afirmó: “Corramos riesgos calculados, lo cual es diferente de mostrarnos temerarios”.

Hecho aquello, aguardé. Tenía medio año por delante para ir paladeando la victoria. Me dediqué fundamentalmente a escribir relatos y a componer música. Como la fogosidad efímera de una tormenta de verano, la fiebre de los grafitos abandonó, una vez más, mi vida. No obstante, estaba seguro de que más tarde o más temprano regresaría. Y regresó. Fue la mañana que bajé a buscar la prensa y encontré en el buzón una carta del "Unicornio de Oro". Mi cuento había quedado entre los veinte finalistas. El fallo: dentro de treinta días. Me acaloré. Me mareé. Me senté en el primer peldaño de la escalera. Estaba a punto de conseguirlo. Aspiré hondo, muy hondo, hasta diez veces, como hacen los orientales para relajarse. Después, todavía tambaleándome, salí a la calle y compré el periódico.

Desayunando en el bar abrí las páginas culturales. Las leí. A la hora de pagar, como de costumbre, ojeé la agenda por si recogía algún certamen nuevo y entonces fue cuando lo vi: “José Antonio Illanes, de Montellano, gana la tercera edición del prestigioso premio `Villa de Sierra Verde´ (...) asimismo, el autor galardonado, que trabaja de interino en la Administración pública, afirmó a esta redacción haber quedado finalista en el `Unicornio de Oro´”. Estaba claro: aquel canalla pretendía influir al jurado del Unicornio haciendo mención de un reciente fallo a su favor. “Otro Briones”, pensé, “otro interino de mierda que no vale un duro como no sea jugando sucio”. Por la tarde, en el instituto, poseído por los nervios, fui al servicio. Oriné de verdad. Escribí: “Illanes: tienes los cojones como dos flanes”. Inmediatamente me sentí mejor. Después arremetí en mi fuero interno contra el Ayuntamiento de Sierra Verde. Valiente pandilla de gamberros incultos, sacar en el periódico a ese tío y a mí ni nombrarme. Ya se acordarían... La historia los enterraría en el descrédito.

Aquellos treinta días fueron los más tensos, creo, de toda mi vida. Adelgacé seis kilos, noté que perdía cabello con mayor rapidez, me volví más irascible que nunca y me sentí como un corredor de fórmula 1 en la parrilla de salida. Para colmo me asaltó el miedo; el certamen de Sierra Verde había tomado un auge imprevisto. Podían enterarse. Quince días antes del fallo, el miedo dio paso al terror; era muy probable que Illanes hubiera leído ya "La pesadumbre del genio" en la revista del año anterior; tan probable como que, al contarse entre los finalistas, leería también el relato premiado en el "Unicornio de Oro", y si el premiado era yo, que lo sería, el escándalo estaría servido en bandeja de plata. Por si todo esto fuera poco, me llegó otra carta del certamen. Eran dos invitaciones para asistir a la cena que se daría en Madrid con motivo del fallo. Inmediatamente comprendí el riesgo. Vi al presidente del jurado, a los postres, mencionando mi nombre... a Matilde, ruborizada, fingiendo unos aplausos efusivos. Me vi a mí mismo, desde lo alto de una impresionante lámpara de araña, dando lectura a "La aflicción del artista". Luego vi a los periodistas... a las cámaras... a Illanes. Temblé de pies a cabeza. Me pondría enfermo. Sí. Enviaría un telegrama el mismo día de la ceremonia fingiendo un cólico nefrítico. Si era necesario me cortaría una mano. Tenía que escabullirme de aquella cena como quiera que fuese. Fue imposible; lo comprendí tres días antes, cuando Matilde entró en el dormitorio con la bolsa de unos grandes almacenes: era un traje de terciopelo negro hasta los tobillos tachonado con lentejuelas plateadas... era uno de esos trajes que las mujeres compran una vez en la vida. Todo estaba decidido.

Recuerdo que la mañana del gran día me desperté con un regusto putrefacto en el paladar, y me pareció haber traspasado, durante el sueño, la barrera entre la vida y la muerte. Desgraciadamente seguía vivo. Por la noche, a la espera del fallo en el restaurante del hotel, no estaba tan seguro de que así fuera. Al sentarnos a la mesa, una tarjeta, a mi derecha, estuvo a punto de llevarme la infarto: “Sr. Illanes y señora”. Lo tenía al lado. Los organizadores me habían colocado al miserable interino como a un perro guardián; estaba tan cerca que incluso podría agredirme. Sumido aún en ese desagradable pensamiento, alguien retiró el sillón: era él. No podía negarlo... El entrecejo corrido, el cuerpo achaparrado, la mirada tosca... era un pueblerino inconfundible. Inmediatamente entabló conversación conmigo. La típica conversación del provinciano sin mundo alguno. Que si Madrid era muy grande. Que si en su pueblo no había semáforos. Que si se había perdido en el metro... Matilde, inoportuna como de costumbre, simpatizó con él. Yo, cada vez más nervioso, encendí un cigarro y terminé quemándome el traje. Para colmo de males, Matilde sacó la conversación de los premios. Fue inevitable. Illanes recordó mi nombre. Su último premio aún estaba demasiado reciente.

‑ Rodisio... Rodisio... ¡Ah, hombre! ‑exclamó levantando aquellas repugnantes cejas de búho‑ usted ganó el año pasado el premio de Sierra Verde.

Sonreí. Interiormente ardía de odio.

‑ Un magnífico trabajo el suyo, sí señor. ¿Cómo se titulaba? ¡Ah, sí! "La tristeza del genio".

La tristeza... ¿Sería vulgar?

‑ La pesadumbre ‑aclaré‑, usted disculpe, voy al servicio.

Y me fui. Estaba perdido. Illanes había leído el cuento y lo recordaba. Maldita la hora que se me ocurrió ir a Madrid. Mi cerebro comenzó a funcionar entonces de una forma alocada, galopante, endina. Podía fingir un desmayo, o mejor un infarto. ¿Sería motivo suficiente para sabotear el acto? No. El banco había invertido mucho dinero en aquello, y ya podía morirme en directo que no se inmutarían. Un incendio... Podía prender fuego al hotel. ¿Pero cómo? ¿Con aquel Clipper blanco que apenas tenía gas? Imposible. Una bomba, sí... Una bomba terrorista... Los terroristas odian los bancos, todo el mundo lo sabe. Si el miedo no los hacía salir, no los haría salir nada. Abandoné el servicio. Ni siquiera pude insultar a Illanes porque el aseo estaba alicatado hasta el techo. Me dirigí a los teléfonos. Desde allí podía ver el salón. La cena estaba comenzando. Afortunadamente llevaba monedas sueltas. Quise marcar. No pude. El número. ¿Cuál era el número de aquel maldito hotel? Salí. Me dirigí a recepción. Aquello estaba resultando demasiado arriesgado. Sudaba como un condenado a muerte, como un terrorista a punto de atentar. El recepcionista trajinaba en el mostrador con los paquetes de los trofeos y pensé que uno de ellos era el mío, el tan deseado "Unicornio de Oro". Por si fuera poco había dos policías junto a él. Si me cogían me caía cárcel seguro o, quién sabe, a lo mejor me mataban a tiros en el mismo teléfono. Anotado el número, regresé, lo marqué y acerqué el rostro al aparato todo lo que pude. De reojo vi a un botones, también sudoroso, descolgar el auricular.

‑ ¿Dígame?

‑ Mire... Oiga ‑había empezado mal, maldita sea; debí decir "oiga", simplemente, o mejor aún, ir directamente al grano; ya no había remedio- Continué: soy un terrorista, no tiene tiempo que perder. Hay una bomba oculta en el hotel. O suspenden la ceremonia o vuelan todos por los aires.

‑ Sí, hombre ‑dijo, y me colgó.

No me había creído. La suerte estaba echada. No había más remedio que afrontar la vergüenza pública. Al colgar el teléfono pude ver a los policías reírse a carcajadas. Al fondo, en el salón, Matilde me hacía señas, impaciente por verme cenando a su lado... Y ya está; no recuerdo más porque me envolvió una nube de tensión que a punto estuvo de matarme. No sé si comí o ayuné, si hablé o guardé silencio; sólo sé que a los postres alguien llamó la atención de la concurrencia con ademanes de espantar moscas. Iba a conocerse la identidad del ganador... el nombre de Sebastián Rodicio Romero... un nombre para el escarnio. El jurado había acordado otorgar dos accésits. El silencio fue de ultratumba, pero el presidente habló.

‑ Don Alfonso Estudillo Calderón, de San Fernando, Cádiz ‑ gritó.

Los aplausos estallaron como ráfagas de ametralladora. Un maldito cuarentón con la barba entrecana se levantó al fondo, saludó al presidente, recogió un sobre y una estatuilla y regresó a su sitio, envuelto de nuevo en aplausos, con el aire del que ha cogido muchos premios. Ahora venía el siguiente... y luego yo.

‑ Don Antonio Luis Vera Velasco, del Aljarafe, Sevilla.

Un hombre se levantó justo enfrente de mí, como a medio metro. Tan cerca lo tuve que me asusté y lancé un gruñido de miedo, de odio o de súplica, que afortunadamente fue amortiguado por la lluvia de aplausos. Su mujer palmoteaba fervorosamente... Aquel calvo enclenque se conformaba con un accésit... Ahora iba yo. Sudaba. Temblaba.

‑ El jurado calificador ha otorgado la presente edición del "Unicornio de Oro", dotada con dos millones de pesetas y reproducción en oro del animal a don...

Hice ademán de levantarme...

‑ ...José Antonio Illanes Fernández, de Montellano, Sevilla.

Y aquella vez las ráfagas de ametralladora vinieron a darme justo en el corazón. Mientras fingía arrimarme a la mesa, el cochino interino recogió el premio, y al sentarse tuvo el cinismo de tenderme la mano. Se la di. Nos abrazamos. Fue como si Briones en persona me hubiera pegado el tiro de gracia. Una semana después, en los retretes del instituto, lo sorprendí con el revólver. Yo entraba y él salía. En la pared del urinario una ordinaria y humillante leyenda: “Rodicio: aprende a orinarte dentro del servicio”. Agaché la cabeza y oriné.