martes, 28 de julio de 2009

Los límites de la luz



Premio Nacional de Cuentos Mágicos Rafael Palomino. Aytto. de Jaén.


Hay historias secretas que permanecen ocultas
en las sombras de la memoria, son como organis­mos
vivos, les salen raíces, tentáculos, se llenan
de adherencias y parásitos y con el tiempo se
transforman en materia de pesadillas.
Isabel Allende. (Vida Intermina­ble)


El amanecer llamó con insistencia de loco al dormitorio de Gaspar Mengíbar, pero nadie le respondió; minutos antes había penetrado en la casa burlando la vigi­lancia de los arrayanes del patio y venciendo a la madru­gada en una batalla de claroscuros que sólo el silencio pudo presenciar, justo antes de que una tremolina de gorriones lo atacara por la retaguardia y lo pusiera en fuga. El sueño vacilan­te de Gaspar había barrunta­do tras la puerta la visita del alba y la ruptura violen­ta del silencio, pero prefirió las sába­nas percudidas de sudor y el calor del cerebro, que aún navegaba en al­cohol como un barco sin timonel, de modo que tuvo que oírse la campana de la iglesia para que al fin rompiera su alianza con Gaspar Mengí­bar, El Brujo, que se incorporó del camastro sobrecogi­do por aquel doblamiento que pregonaba con insis­tencia la llegada de la muerte al pue­blo. El asno azarreó en el co­rral, los go­rrio­nes calla­ron y él advirtió con absoluta nitidez la presencia abstrac­ta pero firme de los lances definitivos.

Comenzó a vestirse, zarandeado por la inquietud y la resaca, y volvió a descu­brir en su piel las mismas máculas cerúleas que asusta­ron a su madre cincuenta años atrás y que él utilizó durante toda la vida como un aval de sus presa­gios. Salió entonces al patio y las examinó a la luz del sol, y antes incluso de contar su número y analizar su disposición, diagnos­ticó con absoluta convicción que alguien muy próximo a él había muerto. Hundido en la zozobra se sorprendió en la calle y se dejó refrescar por la brisa de la maña­na. A lo lejos, moteado por las carrascas y el vuelo de los tordos, el horizonte se perfilaba liso y cruel como la espada de un verdugo. Mecánicamente se dirigió a la taberna, abarrotada de remolacheros y de palabras bruscas, y de nuevo la sombra de la muerte sobrevoló la campiña desolada de su interior. Se hizo el silencio. Al fondo, camuflado entre botellas de licor, el dueño del bar reclamó su atención. Gaspar Mengí­bar se acercó cautelosa­mente.

- Tu hermano ha muerto, Brujo -le dijo-, te acompaño en el sentimiento.

Gaspar contrajo el rostro, pidió vino y dejó que los rumores volvieran a extenderse por el recin­to, acurrucados en las volutas del tabaco y en la luz amari­llenta de la maña­na, que por fin penetraba en el bar para fajar con miseri­cordia los rostros cuarteados de los jorna­leros y el vidrio sin esmeril de los vasos. Apuró la bebida y pidió más, y así estuvo hasta mediodía, cuando el vino ata­bernado y agrio buscó acomodo en su cerebro y transformó la barra mugrienta en un muro de frustraciones insalvables y la estancia deso­lada en un micromundo de nostalgias. Enton­ces descubrió frente a él a Luis Mengí­bar, que había pe­netrado en el bar a lomos del sigilo, temiendo aún que la chusma lo descubriera en aquella taberna de filibusteros; lucía el traje gris marengo de las grandes ceremonias y el rostro de notario severo que despertó pasiones en su familia y en las mujeres de la comarca. Gaspar Mengíbar se inclinó sobre la mesa buscando la mirada de su hermano, que por alguna extra­ña razón parecía eludir el compromiso del en­cuentro.

- Parece mentira, Luis -le dijo-, que te hayas dignado venir a este sitio.

Luis Mengíbar levantó el rostro con aquella expresión de aristócrata convencido que se granjeó el rencor de medio pueblo y El Brujo descubrió en sus ojos grises un velo lacrimoso a punto de rasgarse, el mismo velo de sober­bia que el notario empleó siempre para marcar las fronteras socia­les, permi­tiendo el trasluz del prójimo pero impidiendo el roce con él.

- Quiero que vayas a mi entierro -respondió-, no hay nada imperdonable ni en este mundo ni en el otro.

Gaspar Mengíbar volvió a echar vino en el vaso, se abrió camino en la turbiedad del alcohol y cruzó la linde del tiempo, evitando el brezo de los rencores, elu­diendo con cuidado los zarzales del odio, y vio a su hermano Luis jugando en la acequia, observado por los lagar­tos verdes del arroyo y por los ojos escrupulosos de los cerní­calos. Luis Mengíbar había encontrado dos reales en el fondo de la zanja. “Compraré caramelos para todo el año”, dijo. Gaspar trató de imaginarse el tesoro de azúcar. “¿Me da­rás?” le preguntó. “Los niños con carde­nales en la piel no pueden comerlos”, respondió Luis. Fue el día que Gaspar Mengíbar comprendió que jamás recibiría nada de su hermano. Aquella noche soñó con una carroza arrastrada por cuatro caballos negros, Luis Mengíbar iba dentro, comiendo carame­los y arrojando papelillos por la ventana. Al día siguien­te amaneció de nuevo con manchas en la piel y un escalo­frío recorrió sus vértebras mientras despedía a su hermano Luis, subido en un auto negro, camino de un internado para niños estudiosos; intuyó que las manchas tenían mucho que ver con los sueños y que hay separaciones que son definitivas aunque no lo parez­can.

Gaspar Mengíbar recordaba casi todo de aque­lla despe­dida: la brisa de la mañana amolando las aristas de los riscos, el canto de las cogujadas junto al camino, un revo­leo otoñal de hojas muertas al pie de los álamos. El tiempo era para él una sustancia maleable, extraordina­ria­mente tangible, donde los recuer­dos se cristalizaban en vivencias irrefutables; a veces también los sueños y las realidades. Luis Mengíbar, acodado aún en la mesa del bar, creyó oportuno despertarlo del pasado.

- Ve, Gaspar -le dijo-, hazlo, aunque sea por mamá.

El Brujo volvió a instalarse en el presen­te; echó más vino al vaso y buscó el rostro de su hermano. La mirada de Luis seguía anclada en el ocaso, pero su piel mostraba una tonalidad reverencial y opalescente donde la sustancia de la muerte embellecía los ecos de la luz.

- Iré -respondió-, aunque sea borracho.

Entonces miró hacia la ventana y se diluyó en el blancor de las casas y en el encaracolado de los balco­nes, donde los ramos de gitani­llas bailaban una danza parti­cular meci­dos por la brisa. Se levantó y salió a la calle. Las campa­nas dobla­ron de nuevo y lo proyectaron al entierro de la madre, muchos años atrás. Su hermano Luis era ya un notario respe­table y él seguía siendo un borra­cho con man­chas en la piel, una sombra cargada de nostal­gias y de sueños, de barruntos inexplicables atribuidos al alcohol. “Vergüenza debía darte Gaspar”, le dijo Luis Mengíbar, “presentarte borracho en el entierro de tu madre”. Y ya no volvieron a dirigirse la palabra, aunque la madre aprovecha­ra las borracheras del Brujo y las ásperas noches de invier­no para acunarle las soledades y preve­nirlo sobre los males del resen­ti­miento, algo que también intentó con Luis, curada de espan­tos en el otro mundo, decidida a mediar entre dos vidas irreconciliables, pero acabó derrota­da por la solidez de las fronteras y por las veleidades nocturnas del notario; de modo que durante años siguió insistiendo en Gaspar, aprove­chando su clari­videncia incom­prendida y la robustez de sus mundos parale­los. “Cuando uno se muere ya no cuentan las intencio­nes”, le decía en la mesa del bar, en la puerta del dormitorio o en las noches de verano bajo la luna llena y el canto de los grillos, “olvi­da los desprecios, Gas­par, y se valiente”. Gaspar Mengíbar alegaba que su hermano lo humillaba en público, que sus sobrinas lo negaban ante el pueblo y que su cuñada soportaba su presencia como una mancha oprobiosa en su ajuar de seda, como una vergüenza familiar que desvirtuaba el brillo de sus alhajas y sus anda­res pomposos de marquesa pueblerina, investidos de gloria por el apellido de su esposo. Pero las pérdidas no contaban para la madre de los Mengíbar en el reino de la muerte, donde la esperanza se mantenía firme como los si­glos, por eso aprovechó el entierro de su hijo el notario para insistir con cabezonería de fantasma indisci­plinado en la voluntad de Gaspar, a quien localizó en plena calle bajo la sombra de los olmos.

- ¿Hablaste con tu hermano, Gaspar? -le preguntó.

Gaspar Mengíbar se sorprendió al pronto y se dejó caer en un banco tratando de amortiguar los efec­tos del vino. La madre se sentó junto a él.

- Hablé con él, mamá -respondió-, iré a su entierro.

La madre acarició entonces su cabello con la misma ternura que empleaba antaño para tratarle las manchas de la piel con rizomas de consuelda.

- Hay mucha gente en la casa -le dijo-, ármate de valor.

Gaspar Mengíbar se levantó entonces, reco­no­ció el lugar donde se hallaba, se orientó por la sombra de las esquinas y se dirigió hacia la casa del notario. Las calles le parecían algodonosas y luminis­cen­tes, trému­las y diluidas en la precariedad de un presente vaporo­so abofado en vino. Transcurrido un siglo divisó la casa, majestuosa y firme, perfilada en un cielo azulenco domina­do por el vuelo de los pájaros. Había estado en ella mucho tiempo atrás, cuando el bautizo de su sobrina Inés; la madre seguía viva, la fortuna iluminaba la casa, pero Luis Mengí­bar había tramado ya el destierro familiar de todos los borrachos desaliñados que llevaran su apellido, como él mismo justifi­có después, por cuestiones de imagen y de negocios. “Aquí se viene con corbata o no se viene, Gas­par” le dijo, “así que tú verás”. “Lo siento, hermano” respondió El Brujo, “pero las corbatas me aprietan el cuello”.

Y ya no volvió a pisar la casa de su hermano Luis, por eso trataba de recor­darla ahora tal como la vio veinte años atrás, esplén­dida, reciente y solemne como las casas de los ricos, con un jardín octogonal sembrado de tuyas y de hierbas lombrigue­ras, olorosas en la tarde primaveral de un bautizo de prin­cesas. Por fuera seguía siendo la misma, blanca y colonial, impregnada de poderío. El Brujo se apoyó en la esquina, barruntó de nuevo la presencia de su madre, pero no la vio. Una furgoneta se detuvo en la puerta y un grupo de hombres comenzó a des­cargar sillas para el velato­rio. Entonces supo que su hermano sería enterrado al día siguiente, a pesar de que medio pueblo se agolpaba ya en la puerta para expresar su condolencia a la familia. Por un instante la incertidum­bre se agarró a su garganta y aguardó el final del trasiego, pero cuando hubo pasado, aún permane­ció en la esquina, de forma que Luis Mengíbar tuvo que salir de la casa para convencerlo, cruzando entre los vecinos con su aire de faraón triste sin que nadie lo saludara.

- Anda, Gaspar -le dijo-, no importa que no lleves corbata.

Entonces Gaspar Mengíbar se dirigió a la casa. Algunas mujeres cruzaban el umbral mientras un grupo de hombres charlaba del tiempo en las escalinatas. Al verlo le interrumpieron el paso.

- Siento mucho lo de tu hermano, Brujo, así es la vida.

Pero él no respondió. Subió los escalones y penetró en el salón principal, desandrajado y triste, inade­cuado y secular como un príncipe de la nostalgia. Alguien se acercó a darle el pésame justo cuando la viuda de Luis Mengíbar lo asaltaba por la espalda, enlutada de rencor y seda. Su ataque fue demole­dor.

- Vete, degenerado -dijo-, tú has muerto con tu hermano.

Al fondo del salón, reflejado en el cristal de las cornucopias, Luis Mengíbar principió un gimoteo de fantasmas bisoños, y por primera vez agachó con humildad su orgullosa cabeza de emperador derro­tado. El Brujo entonces dio media vuelta y se marchó sin decir adiós con el propósi­to de caminar por las calles del pueblo en busca de un rincón propicio para sus desahogos. El alcohol atenazaba sus sentidos y distorsionaba el aspecto culebri­no de las calles, entorpeciendo su orientación y forzando su ingenio, pero a pesar de todo logró hallar la fachada del bar, descascari­llada y sucia, orinada de perros vaga­bundos, maltratada por cien años de indigencia. En el interior se encontró mejor. Tomó asiento junto a un venta­nal, pidió vino y calló, dispuesto a acechar al atardecer, resentido con el tiempo y con su forma imper­donable de contar los días, atormentado por la irrogación feroz y rotunda de la vida. Sin percibirlo apenas volvió a violar la frontera del tiempo y vivió los progresos de su hermano Luis, el es­plendor de una existencia marcada por el triun­fo y obsta­culizada por la presencia cancerígena de un hermano so­brante.

Así fue como se sintió siempre, como un apéndice corrupto sumergido en alcohol, expuesto a la ver­güenza pública en un frasco de laboratorio, como un moni­gote de papel zarandeado a capricho por los vientos de la razón y de la locura, siempre al borde del precipicio cristalino de un vaso vacío, siempre hablando con los muertos más que con los vivos, siempre buscando respuestas en los cardenales de sus piernas temblonas. Así era como lo sorprendían siempre los inquilinos de las tinieblas, y así fue como lo halló su hermano Luis cuando la tarde se ocultó tras los cerros y la noche amenazó con extenderse por el pueblo como una epidemia de secretos.

-Siempre serás un cobarde, Gaspar -le dijo-, no debiste salir de mi casa, yo te di permiso para quedarte.

Gaspar Mengíbar se volvió hacia él poseído por la ira, arrastrando la silla y haciendo rodar la botella de vino. Los clientes del bar interrumpieron su charla, el silencio se extendió por la estancia y El Brujo contuvo sus gritos en el mismo filo de los dientes.

-No iré a tu entierro -dijo en voz baja-, te van a tener que enterrar sin mí.

De madrugada despertó en su casa, tendido en la cama con la ropa puesta y un agujero de volcán en el estómago cuyo calor tropical le abrasaba el pecho y la garganta. El dormitorio giraba en torno a él como un carru­sel de feria desierto de niños y de luces. Se incor­poró con lentitud de saurio, y llamado por la sed se dirigió a la cocina tropezando en la oscuridad con mil objetos entregados al abandono. Encendió la luz y vio a su madre sentada en la mesa, esponjando galletas en un tazón de café con leche, como hacía en los tiempos remotos de su juventud, cuando sus niños guardaban aún la inquietud por los lagartos y por los nidos de perdices. Gaspar Mengíbar, como de costumbre, apenas le prestó aten­ción, pero ella le salió al paso.

-Hazlo por mí, hijo -le susurró al oído-, qué clase de hombre serías si no fueras al entierro de tu único herma­no.

El Brujo tomó en sus manos la botella de vino blanco y de un trago apagó la sed y la vergüenza. Miró a su madre con infinita ternura.

-Lo intentaré, madre -respondió.

En eso cantaron los gallos y Gaspar com­pren­dió que la noche había sobrevolado su cielo con la rapidez de una estrella fugaz. Se dirigió al dormitorio, abrió el ropero y sacó el traje de los entierros, perfuma­do de ranci­dez, zaha­reño y huidizo a causa del abandono. Después se lavó con agua fría buscando una alianza con la plenitud, una medicina que apartara de su cerebro los efluvios soporíferos del al­cohol; luego se vistió, se calzó unos zapatos argenta­dos de los tiempos de su abuelo y se colocó en la puerta de la casa, aguardando el duelo de las campanas y el aspaviento de las cigüeñas. Pensó un momento en los muertos y en los vivos, en la lucidez y en la locura, y de nuevo volvió a sentirse un ser nebuloso y marginado, indeciso y adverso, pero a pesar de todo se armó de valor, cerró la puerta de la casa y se dirigió a la iglesia dispuesto a sostenerse firme ante el desprecio, a demostrar con su presencia que el honor habita­ba en el centro de sus huesos, a pesar del vino y de las manchas, por encima del tiempo y de la voluntad ajena.

En la puerta de la iglesia trató de evocar el entierro de la madre, los momentos cruciales de aquel día neblinoso y lejano, pero sólo recordó palabras aisla­das, sentimientos de fuego que marcaron su corazón por los siglos de los siglos y que el alcohol no pudo borrar nunca. “Un hombre que viene borracho a despedir a su madre” le dijo su hermano Luis, “ni es un hombre ni es nada”. Apenas eso recordaba de aquel día: palabras reman­sadas en los cipreses de la iglesia y en el entablamiento de la fachada, soledad ebria y turbia, resignación y miedo. Algo parecido a la mezcolanza de sentimientos que ahora desbordaba sus venas. Pensó en los comentarios del pueblo, en que todas las bocas habrían pronunciado ya en las esquinas las palabras de su cuñada, en los compromisos débiles pero insalvables que lo unían a su hermano. Pensó en marcharse antes de que fuera demasiado tarde, pero la gente empezaba a concurrir en la plaza y el ruido sibilino de un coche fúnebre estremeció el cora­zón de los pájaros y lo clavó al presente con la firmeza de una sentencia.

En el interior del templo, oloroso a in­cienso y a pasado, la gente se sentó en las bancas y él se colocó en su lugar correspondiente, junto a los familiares.

-Nunca creí que fueras capaz de esto -le dijo su cuñada en voz baja-, esta vergüenza no te la perdonaré nunca.

Pero Gaspar Mengíbar no respondió. El sacer­dote empezaba la misa y él prefirió refugiarse de nuevo en el pasado, donde el perjuicio tiene un límite y el dolor apenas se siente, y cuando hubo terminado de repasar su vida vio a su hermano Luis sentado en el fére­tro, con la barbi­lla apoyada en el dorso de la mano, circunspecto y orgulloso de ver en su entierro a tanta gente importante que se levan­taba de su asiento y agachaba la cabeza ante los dolientes de don Luis Mengíbar, el notario, el hijo de un campesino que fue el orgullo de su familia. Y antes de que sacaran el ataúd del templo, el difunto se acercó a su hermano Gaspar, se puso ante él y agachó con reverencia su transparente cabeza de fantasma.

-Te acompaño en el sentimiento -le dijo-, eres el único que de verdad ha sentido mi muerte.

Gaspar asintió con un gesto y el notario regresó al ataúd, pero a mitad de camino se detuvo, dudó y volvió sobre sus pasos.

-En el testamento te he dejado mucho dinero, hermano -le dijo-, reclámalo porque no tienen intención de dártelo.

Gaspar Mengíbar, El Brujo, levantó la manga de su traje intemporal y descubrió en su piel manchas extra­ñas cuyo significado interpretó sin dificultad. Miró a su hermano y calló. Era la primera vez que un muerto le hablaba y él no respondía.

jueves, 16 de julio de 2009

La última batalla


Premio de Cuentos Ciudad de Villajoyosa


Cuando dijeron por la radio que el Semíra­mis había zarpado del puerto de Odessa con doscientos cua­renta y ocho supervivientes de la aniquilada División Azul, el sargento Marcial Medina pensó que todo era una manio­bra del régimen para avivar el fuego del espíritu patrio; pero cuando oyó en directo los diálogos de los liberados con sus fami­liares de la península, cayó en la cuenta de que no eran artistas profesiona­les pagados por el ministe­rio, sino muertos que habían resucitado de verdad por obra y gracia de la Cruz Roja francesa. Aque­llos fan­tas­mas del pasado lloraban, reían y fingían como cual­quier actor, pero al hablar del regreso impregnaban las ondas radiofó­nicas del miedo insalvable que todos los resu­citados tienen a encontrar­se con la vida, de modo que durante una larga semana estuvo recordando el pánico acidógeno que horadó su corazón en el viaje que lo devol­vió de Cuba, como un paquete certificado, manco del brazo iz­quierdo y podri­do de dolencias tropicales. Era un miedo febril, distinto a todos los miedos que había padecido, rotundo y solitario, como el que había intuido en las palabras entrecortadas de aquellos liberados que por un milagro de la ciencia contaban desde el mar la blancura alambrada y mortal de Borovichi y Jarkov.

Pensando en los campos de concentración soviéticos se despertó el viernes 2 de abril, con las primeras luces del alba y la duda inquietante de haber estado en realidad dormido. Se levan­tó del suelo, que era donde se acostaba siempre, abrió la puerta del ático y se asomó a la azotea para ver la ciu­dad, todavía somnolienta, acu­rrucada en el amanecer y en la soledad. Después volvió a entrar, conectó la radio, echó de comer al canario holan­dés que vivía en el salón comedor y se sentó en la mecedo­ra a escuchar las noticias del Semíramis. Cuando supo que el barco entraría en la bocana del puerto a las cinco de la tarde, pensó en salir a la calle para coger un buen sitio en el muelle. Se dirigió entonces al cuarto de baño, sin desayunar, porque desde que volvió de Cuba sólo hacía una comida al día, y se dispuso para el aseo. Fue entonces cuando el destino lo traicionó y volvió a quedar­se dormido, brutal e inexplica­blemente.

El despertar fue doloroso, lejano y fami­liar como los colores del pasado. Tuvo conciencia inmedia­ta del accidente y de la pérdida tempo­ral del sentido, pero no pudo saber si recobró la concien­cia de forma natural o a causa de la impertinencia habi­tual del solda­do Valdivia, que había venido corriendo desde la otra punta del mundo y del tiempo para mirarlo desde el lavabo, parapetado tras su bigote canoso de general en la reserva. Al prin­cipio lo vio difuminado entre las gotas de vapor que impregnaban el espejo, y después en­vuelto en una nebulosa de telarañas viscosas que se fue disipando con lentitud irritante hasta mos­trarlo embutido en su uni­for­me de rayadillo, con las esparteñas embarradas y el sombrero de palma y ala ancha cubriéndole las tiñas. En una mano llevaba la cara­bina Re­mington y en la otra soste­nía su machete reglamen­tario.

- ¿Qué hace usted ahí parado como un pasmarote, Valdi­via? -le increpó.

Pero el soldado Valdivia no respondió. Se acercó un poco más a él, con los ojos desorbitados y el rostro desvaído. Entonces el sargento Medina pudo distin­guir la cinta negra de su sombrero y la escarapela con los colores de la bandera. También apreció, espantosa­mente nítido, el agujero de bala americana que atravesaba su guerrera y que le arrancó la vida cincuenta y seis años atrás.

- Déjese de coñas y ayúdeme, hombre -le dijo,- ¿No ve que no me puedo menear?

El soldado Valdivia tampoco contestó, y la misma nube de telarañas inoportunas que lo trajo a su presencia apare­ció de nuevo en el espejo, lo envol­vió fría­mente como una mortaja de desaliento y se lo llevó sin decir adiós, probable­mente por la misma puerta invisi­ble que lo había traído. Muy a lo lejos, el canario holan­dés había empezado a canturrear en la soledad del salón y la voz de un locu­tor frenético comenzó a caminar por el pasillo, como el bisbiseo nocturno de un enemigo, hasta detenerse junto a su oído. Aguantó entonces la respira­ción, como hacía en las trincheras de Santiago durante la guerra, intentando iden­tificar el ruido, y comprendió aterrado que el Semíramis había entra­do ya en el puerto, que los resu­citados de Rusia habían dado el pésame a sus dolientes y que llevaba más de ocho horas sin poderse mover del lugar donde había caído.

Hasta que llegó la noche estuvo batallando en la trampa enemiga que lo tenía apresado, intentando zafarse del cepo mortal que paralizaba su cadera, pero el dolor insufrible y la parálisis del brazo izquierdo lo devolvían una y otra vez a la posición original. La cabeza le ardía como un nido de tábanos y un regimiento de caba­llería enemigo parecía cargar al machete en los recovecos más antiguos de su cerebro. Intentó muchas veces alcanzar el bastón que había dejado a la entrada del baño, pero su único brazo útil lo necesitaba para mantener el equili­brio, de modo que al poco tiempo abandonó la idea y volvió a ocuparse del dolor de la cadera. De madru­gada lo rindie­ron el suplicio y el cansancio y procu­ró acomodar­se en la trampa lo mejor que pudo, pero antes de cerrar los ojos pudo ver, apoyada en el quicio como en el decorado de un daguerrotipo, la figura azul grisácea de un oficial de caballería, con el cuello bajo vuelto, el pantalón recto y siete botones dorados abrochándole la guerrera. Hizo un esfuerzo por reconocerlo, pero el golpe recibido en la cabeza entorpecía su visión, de modo que agitó el brazo llamando la atención del visitante. El oficial se acercó pausadamente, se quitó el sombrero y tomó asiento en la tapa del retrete.

- Hay que ver lo viejos que estamos, Medina -le dijo-, parece que fue ayer lo de Ojo de Aguja y míralo, a ti no hay quien te conozca y a mí no hay quien me vea.

Marcial Medina reconoció en el acto al capitán Cárdenas, no sólo por las espuelas de plata que su mujer le regaló el día de San José y que todavía lucía en sus botas cortas, sino también por el machetazo que le dieron en la frente los mambises de Maceo durante el combate de Ojo de Aguja, cuando él acababa de llegar a la isla y aún le impresionaba la sangre y le afligía la muerte.

- Estoy herido, mi capitán -le dijo patéticamente-, haga el favor de ayudarme porque no puedo moverme.

El capitán Cárdenas volvió a colocarse el sombrero de paja, se ajustó el cordón de pelo del revólver y se llevó las manos a la espalda.

- Lo siento -dijo-, yo tampoco.

Y durante toda la noche permaneció de pie junto a él, unas veces con los brazos en cruz y otras jugueteando con las divisas doradas de su bocamanga. Cuando le pareció se volvió a colocar el sombrero y desa­pareció tan misteriosamente como había llegado. Estaba amaneciendo, la radio empezaba a emitir un boletín infor­mativo y el cana­rio de plumas rizadas se aclaraba la garganta con agua fresca para alegrar el ático con su concierto diario. Miró a su alrededor y volvió a ver el bastón, justo donde la noche antes estuvo apoyado el capi­tán Cárde­nas, pero ni siquiera intentó cogerlo porque ahora se encontraba más agotado que el día anterior, más vencido, más resignado.

Durante todo el día estuvo pensando en la forma de salir de aquella trampa, poniendo en marcha los mecanismos más sofisticados de su ingenio. Analizó su desesperada situación como lo hubiera hecho un estratega veterano, con frialdad y aplomo, estudiando a fondo los inconvenientes y buscando la manera de salvarlos, pero al final llegó a la misma conclusión de la que había partido: que no podía moverse. Comenzó entonces a gritar, albergan­do la esperanza de que alguna vecina subiera a la azotea por casualidad y oyera los gritos, pero a mediodía, con las cuerdas vocales ardiendo, cayó en la cuenta de que las mujeres de todo el barrio tendían la ropa en las terrazas y de que no había visto a nadie por allí en toda la prima­vera. A pesar del convencimiento siguió gritando, cada vez con menos vigor y más desánimo, y por la noche, cuando el canario holandés dejó de cantar, ya ni siquiera tenía fuerzas para quejarse. Entonces rompió a llorar, no tanto por la situación en que se hallaba, sino por el gravísimo error táctico que había cometido, pues pensó que hubiera sido mejor gritar de madrugada, cuando la ciudad duerme y el silencio se deja romper con facilidad; de modo que cuando el sargento Palacios vino a verlo todavía lloraba como un niño desconsolado.

- Parece mentira, Marcial -le dijo-, tú llorando como un recluta.

Marcial Medina volvió la cabeza y lo encon­tró recostado contra la pared, fumando con aire de­senten­dido, como lo hacía en las trincheras de Santiago de Cuba, y por primera vez en dos días fue capaz de sonreír.

- ¿Te acuerdas, Palacios, la que le dimos a los volunta­rios de Roosevelt? -preguntó en voz tan baja que el otro tuvo que acercar la cabeza para oírlo- Todavía andarán corrien­do como cagados.

El sargento Palacios sacudió la ceniza del cigarro y las tobas parecieron de verdad al caer al suelo.

- Ya lo creo -respondió-, pero el doble nos dieron luego. Los hombres y la vida siempre pasan factura.

Entonces Marcial Medina reparó en su cha­queta gris marengo y en su camisa blanca ensangrentada. Le extrañó ver de paisano a su antiguo compañero de armas y fue a preguntarle, pero el otro leyó su pensamiento y se anticipó.

- Ya lo ves -dijo-, me escapé de los mambises y de los yanquis y vinieron a mi casa a darme un tiro. Y no fueron los rojos ni los nacionales, fue la envidia. Pero aquello pasó en otra guerra.

Marcial Medina le habló entonces del barco que venía de Rusia cargado de muertos vivientes y de lo malo que es quedarse solo en la vida. Le contó que llevaba dos días en la misma postura, sin comer ni beber, y que estaba perdiendo las esperanzas de salir vivo, pero Pala­cios ya no pudo oírlo porque la luz del día había difumi­nado en la pared del baño su triste figura de muerto civil. De modo que el sargento Medina se entre­gó de nuevo a la tarea infructuosa de escapar de la tram­pa, pero cada vez le costaba más trabajo pensar, interrumpido constante­mente por los fuertes dolores de cabeza y el escozor insoporta­ble de la cadera, por eso empezó a llorar de nuevo, pero ahora con desconsuelo y resignación.

Durante todo el día estuvo recordando la tarde que regresó de cuba, el calor sanguíneo que se apode­ró de su cuerpo al divisar el puerto, el rumor del gentío y aquel revuelo de sombreros que parecían palomas, y de nuevo se sintió desamparado, sin nadie que lo espera­ra en los muelles para regalarle un beso o una palabra de bien­venida; solos él, su maleta y su brazo inútil. También el miedo a la vida, a saber que el mundo era el mismo aunque ya no lo fuera. A lo lejos, en la radio que seguía conec­tada a pesar de las horas y de los llantos, alguien habla­ba todavía del Semíramis y de los liberados y pronun­ciaba extrañas palabras de encuentros y de emociones, pero él ya no tenía fuerzas para recordar ni para maldecir a la soledad. El canario había dejado de cantar en el comedor, atemorizado por la presencia de la noche, y él, en un momento de fatal lucidez, había tocado la rotura de su cadera y la bañera blanca donde cayó, como un pecado en el infierno, el día que un barco cargado de muertos llegó a un puerto. Entonces dejó de llorar y se echó a dormir. Había perdido también la última batalla y casi no le importaba.

jueves, 9 de julio de 2009

Del sendero



Premio de poesía José María de los Santos



DEL SENDERO


Del sendero
el caminante, la flor,
el polvo y la sed.

De la flor
el aroma leve
de la mañana.

Del polvo
un oro falso
que confunda el alma.

De la sed
el ansia,
el ansia de agua,
de luz,
de paz o de palabras.

Del caminante
la mirada,
el árbol solitario,
el llano despojado,
el filo del horizonte
cortando el alba...

Y de la mirada
la urgencia ínsita
de endulzar las llagas,
la ambición de ayuntar
en el recuerdo
la dimensión y el alma
como se funden
el límite de la tierra
y el cejo de la mañana.

Sí, del sendero
el caminante, la flor,
el polvo y la sed,
pero nunca la seducción
de desandar lo andado.

Valga sólo el recuerdo
y el afán de hallar
otro árbol solitario,
otro llano despojado,
otro horizonte
ciertamente nuevo,
quizás, tras el alba.

Todo del sendero
salvo el retorno
y la nostalgia.

Puede que incluso eso,
pero nunca el reposo
ineludible, temido,
de la llegada.