jueves, 26 de junio de 2014

ATARDECER EN GRENOBLE




Premio Internacional de Cuentos  Barcarola

Justo en la puerta de la casa, aquella incertidumbre que durante años lo había perseguido con el encono y el acierto de un sabueso, se amparó en las volu­tas del ciga­rro, en las formas caprichosas que el humo bosque­jaba en la atmósfera y en el enorme sauce que som­breaba la fallada como un gigante triste y aburrido. Allí mismo la incertidumbre, llevada quizás por esa morbosidad que produce la suspensión del ánimo, se introdujo en el cora­zón de Grego­rio Granados y le impuso la obligación de volver a recor­dar las lejanísi­mas cartas de Veronique Verdier.

“Bourges es una hermosa ciudad en el corazón de Francia -le decía ella en aquel mensaje prime­ro, de gerundios dificultosos que embellecían la magia de lo inicial-, y se asienta a orillas del canal de Berry y del Yèbre, que es un afluente del Cher. Espero que algún día vengas a conocerla.”

Lógicamente, la mañana que Veronique Ver­dier dibujó con sumo cuidado aque­llas palabras en papel rosáceo, no podía suponer que el adoles­cente con quien se había propuesto mantener un intercambio cultural tarda­ría veinte años en pisar la ciudad que la vio nacer; la inten­ción de su primera carta, inocente y pueril, aún permane­cía estan­cada en la toma de contacto, en el único deseo de tener a un amigo en el país vecino que la ayudara a per­feccionar sus conocimientos de español.

“Verdaderamente me impresiona todo lo que cuentas -le decía en aquella segunda carta que él compren­dió mucho mejor, familiarizado ya con la caligra­fía-, pues desde una ciudad enterrada en el centro de Francia, imagi­nar los mares de tu tierra resulta tan difícil como fasci­nante. Sólo un ruego: no trates en tus descripciones de simplificar el vocabulario ni la construcción de las oraciones.”

Y el triste recuerdo de sus primeras torpe­zas gramaticales volvió a des­pertar en Gregorio la remota huella de inse­guri­dad que había dominado sus años de bachillerato, que había permanecido junto a él en la facultad de Filolo­gía y que por fin había logrado dominar con el tiempo, aunque alguna vez, como ahora, la presin­tiera nadando en su sangre como un pez nervioso, como un animal bicéfalo dirigido por el miedo y la timi­dez. Ahora, frente a la puerta de aquella casa extraña que tantas veces imaginó en la penumbra de su habitación estudiantil, la incer­tidumbre se aliaba con la cobardía y atena­zaba su mano impidiéndole tocar un simple timbre que se le antoja­ba circular como la vida, negro como la duda y posiblemen­te estruendo­so como la derrota.

Cinco años atrás, con motivo de un viaje que realizó a Francia con sus alumnos de tercero, había expe­rimentado la misma sensación punzante y dolorosa que ahora presionaba los nervios de su brazo; pero el apoyo moral del Berry y del Yébre ocultos en las cartas que empuñaba, la solidez de los presen­timientos y el amparo de sus pupilos se aliaron contra su indecisión, a la que vencieron en aquella ciudad de Bourges cuya gloriosa tradi­ción de fundir cañones quedó empañada por el chirrido de un timbre clavado a un porche, por un sonido que duran­te años había imaginado románticamente nostálgi­co, como el tamborileo del agua en los cristales de aque­lla cafetería donde leía las cartas de Veronique tomando té con limón y oyendo a Charles Aznavour entonar can­ciones de despedida. En aquella ocasión una mujer rubia, madura, con un vestido de flores irrecono­cibles, abrió la puerta de la casa mientras el sonido de un extra­ño tambor nacía en su cora­zón, recorría sus arte­rias y atronaba su cere­bro.

- Por favor -inquirió en un francés casi perfecto-, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

- Lo siento -respondió la mujer-, mi sobrina Veronique vive en Nevers desde hace cinco años.

Y no fue necesario pedirle la dirección de aquella calle que media hora antes, tres años después, había buscado con la ilusión de un niño, con el miedo de un hombre obsesionado por una incertidumbre que durante décadas lo había torturado: el motivo por el cual Veroni­que Ver­dier había roto aquella correspondencia de una forma rotunda y cruel, justo cuando acababa de consagrar su adolescencia a un amor lejano y romántico, embellecido por la lejanía y engrandecido por la impotencia injusta de salvar las distancias.

“Este verano me tentó la idea de ir a verte -le dijo ella en una de sus últimas cartas, compri­mien­do distancias en el papel, otorgándose licencias que comulgaban con la esperanza-, pero un extraño impulso me retuvo aquí. He llegado a la conclusión de que no hay nada más poderoso ni más temible que la cobardía”.

Sólo ahora, en Nevers, frente a una puerta barnizada que tomaba tintes de soles apagados, a la sombra fría de un sauce que nunca imaginó en la puerta de Veroni­que, Gregorio Granados pudo asimilar plenamente la magni­tud de aque­llas palabras lejanas que acentuaban su dolor y su fuerza de vocablos rotundos con la evidencia de saberse conoci­dos, de revelarse vividos por Veronique mucho tiempo atrás, quizás mientras él aprovechaba las cadencias de Aznavour para soñar con una princesa encarcelada en Fran­cia, con una doncella que burlaba la vigilancia de los guardianes del torreón para enviarle palomas mensajeras y palabras bañadas en perfume de violetas.

Entonces recordó que el principal motivo de sus vacaciones en Francia era localizar a aquella joven de ojos verdes que nunca más respondió a sus cartas, pensando quizás que él podía conformarse con una fotogra­fía y un silencio amparado en la distancia, convencida probablemen­te de que todo el mundo podía dejar inconcluso algún capítulo de su vida con la misma facilidad que ella. Y sacudido por un remoto estímulo de violetas y de abandonos musicales mezclados con té, se sorprendió pulsando el timbre de la puerta, conteniendo un impulso de desertor que en el último segundo lo instó a una reti­rada sin condiciones. Mucho antes de lo previsto, en un fugaz segundo con perfume de primave­ras y de miedos estudianti­les, la puerta se abrió y los ojos negros de una mujer joven salvaron la fría lejanía de los idiomas formulando una pregunta que Grego­rio se apresuró a responder con otra.

- Por favor, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

La mujer, con una sonrisa apagada y sincera que pacificó la batalla de sus nervios, se atusó el cabe­llo en un gesto que preludió una negativa.

- Desde hace un año vive en Grenoble -respondió-, con su prima Yvette. Si desea la dirección puedo dársela.

Gregorio Granados asintió en silencio mientras calculaba los días y las distancias intentando dilatar unas vacaciones que acariciaban su final, mientras la tensión del momento lo retornaba al pasado recordándole que el tiempo es lo más implacable del mundo, que las ocasiones son puertas abiertas por él que pueden cerrarse para no abrirse nunca más. Y cuando la mujer volvió a salir tomó la esquela con un temblor en las manos que lo subió a caballo de la nostalgia haciéndolo galopar entre las besanas de letras escritas por Vero­nique.

“Las preguntas son como las amapolas, Gregorio, -le decía ella en aquella última carta que no pudo dejar en las estafetas francesas la tristeza de las respues­tas obligadas-, tienen su tiempo para florecer y su tiempo para morir, y cuando se han marchitado sólo queda de ellas el recuerdo. Ha pasado el tiempo de las palabras y de las cartas; tú y yo estamos tan lejos que las pregun­tas y las respuestas llega­rán siempre marchitas. No insis­tas, en el amor y en la vida hay misterios que nadie puede resolver.”

Con aquella despedida Veronique Verdier cerró definitivamente la puerta de una relación que Grego­rio había convertido con los años en un fantasma capricho­so y metamór­fico, en un espectro sentimental que había habitado sus voluntades disfra­zado de ilusión, de esperan­za, de obsesión y de desencan­to, pero sobre todo de resis­tencia, de oposi­ción feroz a una realidad a la que nunca permitió la entrada en la casa de su razón; por eso sus cartas se sucedieron de una manera intermitente pero continua, con una perseverancia venática que se fue espa­ciando con el tiempo pero que siempre conservó aquel matiz inmaduro y adolescente que él mismo reconocía impregnado de un romanticismo rayano con la locura, aunque algunas mañanas frente al espejo hubiera tenido la misericordia de definirlo como amor.

“Acabo de regresar con mis alumnos de un viaje por tu país -le escribió el verano que volvió de Francia, nada más llegar, sin haber abierto siquiera las maletas-, estuve en tu casa de Bourges, hablando con un familiar tuyo que me dio esta dirección. Me hubiera gusta­do verte en Nevers, pero me acompañaba gente y me fue imposi­ble; quizás vuelva en próximas vacaciones. Aunque no me contestes, se que recibes mis cartas. Hasta pronto. Te quiero.”

Aquel mismo día se prometió volver para terminar de escribir una página de su pasado que siempre consideró inconclusa porque nunca le reconoció al olvido una facultad racional. Por eso estaba ahora en Nevers, tres años después, burlado de nuevo por un destino dis­puesto a no valorar su incertidumbre, a volver a reírse posiblemente de su loca carrera hacia el hotel, hacia la esta­ción de trenes de aquella antigua capital de Niver­nais, a la que dejó atrás despreciando su hermosa catedral y los nueve siglos de su iglesia de San Esteban.

En el tren lo asaltó el impulso de anunciar su llegada con un telegrama, impaciente por la proximidad verdosa de unos ojos que tras el velo de la adolescencia seguía reconociendo melancólicos y dulces, sensibilizado por un paisaje que embelleció su fantasía hasta el punto de barajar seriamente la posibilidad de hospedarse incluso en casa de Veronique; pero los chirridos del tren en las estaciones lo fueron convenciendo progresivamente de que la impaciencia puede perturbar la realidad con la inten­ción premeditada de conducir al error. Por eso al llegar a Grenoble el cielo plomizo del atardecer envolvió su capa­cidad de soñar en una sábana de nubarrones grises, en una coraza de objetividad indestructible que le hizo envidiar el plumaje de unos gorriones que picoteaban el suelo, que llevaban impregnada en la negrura de sus ojos el melancó­lico tinte de libertad de las letras de Aznavour. Y de nuevo lo asaltaron los sillones pardos de aquella cafete­ría de bachilleres alocados y melodías dulzonas... "ante mi soledad, en el atardecer, tu lejano recuerdo me viene a buscar..."

Con aquella canción en el cerebro y una esperanza en la mano descubrió tras la ventanilla del taxi el ajetreo adormecido de una ciudad que se disponía ya a fundirse con la madrugada. Y justo cuando quiso evocar de nuevo la última carta que recibió de Veronique, el automó­vil se detuvo frente a la puerta de una vivienda blan­ca, de tejas rojas y visillos bordados; y mientras el taxista bajaba las maletas se vio frente a aquel espejo que a veces parecía tomar la facultad del habla para recriminar­le el enorme absurdo de una persistencia que ya no tenía sentido, pero de nuevo volvió a convencerlo de las grande­zas del amor.

Ya en la puerta de la casa, Gregorio se detuvo a pensar si verdaderamente sus preguntas llegarían ahora marchitas como las amapolas sin primavera, si Vero­nique tendría ahora valor suficiente para decirle cara a cara que todo tiene un tiempo para florecer y un tiempo para morir, que en el amor y en la vida hay misterios que nadie puede resolver. Y esta vez sin llegar a la duda, tocó el timbre. Al abrir­se la puerta, el rostro de una mujer joven y extraña apuntilló su inconsciente impulsán­dolo a formu­lar una pregunta que le supo a rancia.

- Por favor, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

La mujer, sin alterar lo más mínimo la expresión de un rostro duro, ojizarco y varonil, sin tomarse la molestia de responder a un hombre sudoroso que parecía haber recorrido medio mundo para llegar hasta allí, volvió la cabeza y sin retirarse del portal pronun­ció un nombre tan familiar para Gregorio que el sonido de sus sílabas retumbó en su pasado como un trueno que prelu­diara una tormenta de confusión y de conclusiones. Y antes de que el miedo tuviera tiempo de hacer temblar sus manos, la mirada verde de Veronique Verdier lo crucificó en el tiempo con clavos de incertidumbre. Y como si toda la vida lo hubiera tenido junto a ella, con la sere­nidad con que se formulan las preguntas a los viejos amantes, Vero­nique lo interrogó en un castellano perfecto

- ¿Qué quieres ahora, Gregorio?

Gregorio Granados, desconcertado ante la presencia de una mujer que había imaginado más baja, más débil, más femenina, se armó de valor y respondió con otra pregunta.

- ¿Por qué no volviste a escribirme?

Veronique Verdier se acercó entonces a él como si buscara en la proximidad física un acercamiento de las mentes y de los espíritus, como si la distancia tuvie­ra en realidad una potestad sobre la lógica, sabiendo positiva­mente que Gregorio Granados nunca comprendería lo que iba a decirle porque ni ella misma había conseguido leer con claridad en el libro indescifrado de sus instin­tos.

- Porque mi prima Yvette me lo prohibió -le respondió mien­tras tomaba a la mujer de la cintura, con la sereni­dad inquebrantable de quien ha aposta­do en el juego del amor todas sus cartas.

Levemente, sin desaires ni violencias, Veronique cerró la puerta sin decir una palabra más, sin pararse a ver cómo Gregorio giraba sobre sí mismo como la bola del mundo sobre su eje ficticio, sin imaginar siquie­ra que el plumaje grisáceo de los gorriones y la caída de la tarde aún conseguían despertar en él una lejana evoca­ción romántica, una extraña nostalgia de gerundios france­ses en tardes de instituto que le hicieron recordar con tristeza una cafetería a mucha distancia de allí, una lluvia imperti­nente tamborileando en los cristales y las estrofas de una canción de Aznavour que insólitamente comen­zaba a sonar a olvido: "... qué callada quietud, qué tris­teza sin fin..."

domingo, 20 de abril de 2014

LA ÚLTIMA BATALLA







Premio de Cuentos Ciudad de Villajoyosa

Cuando dijeron por la radio que el Semíra­mis había zarpado del puerto de Odessa con doscientos cua­renta y ocho supervivientes de la aniquilada División Azul, el sargento Marcial Medina pensó que todo era una manio­bra del régimen para avivar el fuego del espíritu patrio; pero cuando oyó en directo los diálogos de los liberados con sus fami­liares de la península, cayó en la cuenta de que no eran artistas profesiona­les pagados por el ministe­rio, sino muertos que habían resucitado de verdad por obra y gracia de la Cruz Roja francesa. Aque­llos fan­tas­mas del pasado lloraban, reían y fingían como cual­quier actor, pero al hablar del regreso impregnaban las ondas radiofó­nicas del miedo insalvable que todos los resu­citados tienen a encontrar­se con la vida, de modo que durante una larga semana estuvo recordando el pánico acidógeno que horadó su corazón en el viaje que lo devol­vió de Cuba, como un paquete certificado, manco del brazo iz­quierdo y podri­do de dolencias tropicales. Era un miedo febril, distinto a todos los miedos que había padecido, rotundo y solitario, como el que había intuido en las palabras entrecortadas de aquellos liberados que por un milagro de la ciencia contaban desde el mar la blancura alambrada y mortal de Borovichi y Jarkov.

Pensando en los campos de concentración soviéticos se despertó el viernes 2 de abril, con las primeras luces del alba y la duda inquietante de haber estado en realidad dormido. Se levan­tó del suelo, que era donde se acostaba siempre, abrió la puerta del ático y se asomó a la azotea para ver la ciu­dad, todavía somnolienta, acu­rrucada en el amanecer y en la soledad. Después volvió a entrar, conectó la radio, echó de comer al canario holan­dés que vivía en el salón comedor y se sentó en la mecedo­ra a escuchar las noticias del Semíramis. Cuando supo que el barco entraría en la bocana del puerto a las cinco de la tarde, pensó en salir a la calle para coger un buen sitio en el muelle. Se dirigió entonces al cuarto de baño, sin desayunar, porque desde que volvió de Cuba sólo hacía una comida al día, y se dispuso para el aseo. Fue entonces cuando el destino lo traicionó y volvió a quedar­se dormido, brutal e inexplica­blemente.

El despertar fue doloroso, lejano y fami­liar como los colores del pasado. Tuvo conciencia inmedia­ta del accidente y de la pérdida tempo­ral del sentido, pero no pudo saber si recobró la concien­cia de forma natural o a causa de la impertinencia habi­tual del solda­do Valdivia, que había venido corriendo desde la otra punta del mundo y del tiempo para mirarlo desde el lavabo, parapetado tras su bigote canoso de general en la reserva. Al prin­cipio lo vio difuminado entre las gotas de vapor que impregnaban el espejo, y después en­vuelto en una nebulosa de telarañas viscosas que se fue disipando con lentitud irritante hasta mos­trarlo embutido en su uni­for­me de rayadillo, con las esparteñas embarradas y el sombrero de palma y ala ancha cubriéndole las tiñas. En una mano llevaba la cara­bina Re­mington y en la otra soste­nía su machete reglamen­tario.

- ¿Qué hace usted ahí parado como un pasmarote, Valdi­via? -le increpó.

Pero el soldado Valdivia no respondió. Se acercó un poco más a él, con los ojos desorbitados y el rostro desvaído. Entonces el sargento Medina pudo distin­guir la cinta negra de su sombrero y la escarapela con los colores de la bandera. También apreció, espantosa­mente nítido, el agujero de bala americana que atravesaba su guerrera y que le arrancó la vida cincuenta y seis años atrás.

- Déjese de coñas y ayúdeme, hombre -le dijo,- ¿No ve que no me puedo menear?

El soldado Valdivia tampoco contestó, y la misma nube de telarañas inoportunas que lo trajo a su presencia apare­ció de nuevo en el espejo, lo envol­vió fría­mente como una mortaja de desaliento y se lo llevó sin decir adiós, probable­mente por la misma puerta invisi­ble que lo había traído. Muy a lo lejos, el canario holan­dés había empezado a canturrear en la soledad del salón y la voz de un locu­tor frenético comenzó a caminar por el pasillo, como el bisbiseo nocturno de un enemigo, hasta detenerse junto a su oído. Aguantó entonces la respira­ción, como hacía en las trincheras de Santiago durante la guerra, intentando iden­tificar el ruido, y comprendió aterrado que el Semíramis había entra­do ya en el puerto, que los resu­citados de Rusia habían dado el pésame a sus dolientes y que llevaba más de ocho horas sin poderse mover del lugar donde había caído.

Hasta que llegó la noche estuvo batallando en la trampa enemiga que lo tenía apresado, intentando zafarse del cepo mortal que paralizaba su cadera, pero el dolor insufrible y la parálisis del brazo izquierdo lo devolvían una y otra vez a la posición original. La cabeza le ardía como un nido de tábanos y un regimiento de caba­llería enemigo parecía cargar al machete en los recovecos más antiguos de su cerebro.

Intentó muchas veces alcanzar el bastón que había dejado a la entrada del baño, pero su único brazo útil lo necesitaba para mantener el equili­brio, de modo que al poco tiempo abandonó la idea y volvió a ocuparse del dolor de la cadera. De madru­gada lo rindie­ron el suplicio y el cansancio y procu­ró acomodar­se en la trampa lo mejor que pudo, pero antes de cerrar los ojos pudo ver, apoyada en el quicio como en el decorado de un daguerrotipo, la figura azul grisácea de un oficial de caballería, con el cuello bajo vuelto, el pantalón recto y siete botones dorados abrochándole la guerrera.

Hizo un esfuerzo por reconocerlo, pero el golpe recibido en la cabeza entorpecía su visión, de modo que agitó el brazo llamando la atención del visitante. El oficial se acercó pausadamente, se quitó el sombrero y tomó asiento en la tapa del retrete.

- Hay que ver lo viejos que estamos, Medina -le dijo-, parece que fue ayer lo de Ojo de Aguja y míralo, a ti no hay quien te conozca y a mí no hay quien me vea.

Marcial Medina reconoció en el acto al capitán Cárdenas, no sólo por las espuelas de plata que su mujer le regaló el día de San José y que todavía lucía en sus botas cortas, sino también por el machetazo que le dieron en la frente los mambises de Maceo durante el combate de Ojo de Aguja, cuando él acababa de llegar a la isla y aún le impresionaba la sangre y le afligía la muerte.

- Estoy herido, mi capitán -le dijo patéticamente-, haga el favor de ayudarme porque no puedo moverme.

El capitán Cárdenas volvió a colocarse el sombrero de paja, se ajustó el cordón de pelo del revólver y se llevó las manos a la espalda.

- Lo siento -dijo-, yo tampoco.

Y durante toda la noche permaneció de pie junto a él, unas veces con los brazos en cruz y otras jugueteando con las divisas doradas de su bocamanga. Cuando le pareció se volvió a colocar el sombrero y desa­pareció tan misteriosamente como había llegado. Estaba amaneciendo, la radio empezaba a emitir un boletín infor­mativo y el cana­rio de plumas rizadas se aclaraba la garganta con agua fresca para alegrar el ático con su concierto diario. Miró a su alrededor y volvió a ver el bastón, justo donde la noche antes estuvo apoyado el capi­tán Cárde­nas, pero ni siquiera intentó cogerlo porque ahora se encontraba más agotado que el día anterior, más vencido, más resignado.

Durante todo el día estuvo pensando en la forma de salir de aquella trampa, poniendo en marcha los mecanismos más sofisticados de su ingenio. Analizó su desesperada situación como lo hubiera hecho un estratega veterano, con frialdad y aplomo, estudiando a fondo los inconvenientes y buscando la manera de salvarlos, pero al final llegó a la misma conclusión de la que había partido: que no podía moverse. Comenzó entonces a gritar, albergan­do la esperanza de que alguna vecina subiera a la azotea por casualidad y oyera los gritos, pero a mediodía, con las cuerdas vocales ardiendo, cayó en la cuenta de que las mujeres de todo el barrio tendían la ropa en las terrazas y de que no había visto a nadie por allí en toda la prima­vera. A pesar del convencimiento siguió gritando, cada vez con menos vigor y más desánimo, y por la noche, cuando el canario holandés dejó de cantar, ya ni siquiera tenía fuerzas para quejarse. Entonces rompió a llorar, no tanto por la situación en que se hallaba, sino por el gravísimo error táctico que había cometido, pues pensó que hubiera sido mejor gritar de madrugada, cuando la ciudad duerme y el silencio se deja romper con facilidad; de modo que cuando el sargento Palacios vino a verlo todavía lloraba como un niño desconsolado.

- Parece mentira, Marcial -le dijo-, tú llorando como un recluta.

Marcial Medina volvió la cabeza y lo encon­tró recostado contra la pared, fumando con aire de­senten­dido, como lo hacía en las trincheras de Santiago de Cuba, y por primera vez en dos días fue capaz de sonreír.

- ¿Te acuerdas, Palacios, la que le dimos a los volunta­rios de Roosevelt? -preguntó en voz tan baja que el otro tuvo que acercar la cabeza para oírlo- Todavía andarán corrien­do como cagados.

El sargento Palacios sacudió la ceniza del cigarro y las tobas parecieron de verdad al caer al suelo.

- Ya lo creo -respondió-, pero el doble nos dieron luego. Los hombres y la vida siempre pasan factura.

Entonces Marcial Medina reparó en su cha­queta gris marengo y en su camisa blanca ensangrentada. Le extrañó ver de paisano a su antiguo compañero de armas y fue a preguntarle, pero el otro leyó su pensamiento y se anticipó.

- Ya lo ves -dijo-, me escapé de los mambises y de los yanquis y vinieron a mi casa a darme un tiro. Y no fueron los rojos ni los nacionales, fue la envidia. Pero aquello pasó en otra guerra.

Marcial Medina le habló entonces del barco que venía de Rusia cargado de muertos vivientes y de lo malo que es quedarse solo en la vida. Le contó que llevaba dos días en la misma postura, sin comer ni beber, y que estaba perdiendo las esperanzas de salir vivo, pero Pala­cios ya no pudo oírlo porque la luz del día había difumi­nado en la pared del baño su triste figura de muerto civil. De modo que el sargento Medina se entre­gó de nuevo a la tarea infructuosa de escapar de la tram­pa, pero cada vez le costaba más trabajo pensar, interrumpido constante­mente por los fuertes dolores de cabeza y el escozor insoporta­ble de la cadera, por eso empezó a llorar de nuevo, pero ahora con desconsuelo y resignación.

Durante todo el día estuvo recordando la tarde que regresó de cuba, el calor sanguíneo que se apode­ró de su cuerpo al divisar el puerto, el rumor del gentío y aquel revuelo de sombreros que parecían palomas, y de nuevo se sintió desamparado, sin nadie que lo espera­ra en los muelles para regalarle un beso o una palabra de bien­venida; solos él, su maleta y su brazo inútil. También el miedo a la vida, a saber que el mundo era el mismo aunque ya no lo fuera. A lo lejos, en la radio que seguía conec­tada a pesar de las horas y de los llantos, alguien habla­ba todavía del Semíramis y de los liberados y pronun­ciaba extrañas palabras de encuentros y de emociones, pero él ya no tenía fuerzas para recordar ni para maldecir a la soledad. El canario había dejado de cantar en el comedor, atemorizado por la presencia de la noche, y él, en un momento de fatal lucidez, había tocado la rotura de su cadera y la bañera blanca donde cayó, como un pecado en el infierno, el día que un barco cargado de muertos llegó a un puerto. Entonces dejó de llorar y se echó a dormir. Había perdido también la última batalla y casi no le importaba.

domingo, 5 de enero de 2014

DON JUAN









DON JUAN

 (Premio de cuentos Ateneo de Sanlúcar)
 
Oigo ruidos en la calle y abro los ojos a desgana. Nunca como ahora he odiado la consciencia, la certidumbre de la vida y la proximidad de lo tangible. He soñado contigo. Te he visto adornar los escaparates de la tienda con tres reyes magos de nieve artificial, con inapro­piado y cierto retraso. Los tres subían un cerro blanque­cino que apenas se aguantaba en el cristal, siguiendo una estrella con el rumbo cambiado, dirigida hacia el estante de los zapatos de señora, allí donde te gusta ponerte, junto al mostrador. Así te he visto en mi sueño, tal como esta mañana, cuando te saludé desde la cafetería, a duras penas, mientras servía el desayuno a dos clientes con prisas de fugitivos, y la gente cruzaba, y yo te buscaba entre las cabezas para ver si sonreías o seguías tan seria como la semana pasada. Me siento en la cama, y la humedad penetra por los poros de mi piel y me atenaza los huesos sin piedad. Pero me vestiré y saldré. Hoy es noche de reyes, y la magia vagabun­dea por las calles, subida en el viento, remansada en las palabras y en las miradas.

Ahora creo que debí decírtelo. Dejar en el mostrador a los dos clientes, cruzar la calle, entrar en la zapatería y acercarme a ti, aunque tu jefe vea con desagra­do las visitas personales. Debí invitarte a cenar, disfrazar mis intenciones de inocencia, aprovechando que todo es inocente esta noche; decirte que sale la cabalgata y que daría media vida, o mi puesto de camarero, que es lo mismo, por llevarte esta noche del brazo, entre la multitud, para que toda la ciudad pudiera vernos. Debí decirte que fuéramos a coger caramelos, como dos niños. Pero no te lo dije. También he soñado con eso, y ahora, al despertarme, pienso en el poder tenebroso y absoluto de la cobardía. “No hay nada” me repito, “nada que perder”, pero todo es inútil, me lo he dicho esta mañana, como otras veces, pero sigo agallinán­dome al verte. Es como cuando mi jefe me señala la calle, atestada de veladores, y yo estoy solo para servirlos todos. Tiemblo al pensar en ello, como al pensar en ti. Ya ves, no es malo que una persona quiera a otra, y nadie puede enfadarse por algo así, pero yo prefiero servir todos los veladores de la acera, llenos de alemanes, antes que invitarte a cenar, o a ver los reyes.

Hace frío en este piso, pero es porque está medio vacío. Me visto a la carrera, me enjuago el rostro y me asomo a la ventana. El viento azota la calle y las hojas vuelan como golondrinas buscando las azoteas. En invierno me gusta verlas remontarse, planear como los aviones de los niños, y luego caer en picado, o simplemente bambalearse despacio, en esa extraña cortesía que a veces tiene el viento con las cosas que maltrata, como hace con tu pelo castaño, cuando lo acaricia al salir de la tienda. Estas remontaciones alocadas de las hojas son como la vida. Todas quieren llegar a las azoteas, pero pocas lo consiguen, y al fin y a la postre todas terminan en la acera, las que cayeron al principio y las que caerán mañana, de modo que el esfuerzo y la suerte están de sobra; la única diferencia es que unas ven el mundo desde lo alto y otras no. Pienso que yo sería de las segundas, porque además de tosco y pesado soy cobarde, y nada más sentir al viento me quedaría donde estaba, acurrucado junto a una piedra, esperando que vinieran los gorriones a picotearme. Es lo que me pasa contigo.

Por fin salgo a la calle, bien abrigado por eso del reuma, y la familiaridad del barrio, que parece un pueblo, me invita a permanecer en los bares de la plaza y a rehuir el bullicio del centro. Es demasiado temprano para ver la cabalgata, pero echo a andar apresuradamente, antes de que me puedan las tentaciones, y también este año me sorprenda la noche sentado en un velador, contándole a un borracho los padecimientos del miedo, la imposibili­dad de los deseos y ese donaire caprichoso y admirable que tienes al poner los zapatos en el estante, según los colores, las hormas, las tallas o la simple casualidad. “Tú eres tonto muchacho” me dijo, “yo trabajo enfrente de una cosa así y no se me escapa por nada del mundo”. Qué listo. Si ése trabajara en un bar se bebía las ganancias. Eso me pasa por emborracharme con quien no debo, y además por irme de la lengua. Por eso este año no me pierdo los reyes, a ver si me distraigo y burlo al coñac, que mientras más lo bebo más melancólico me pone.

La parada del autobús está imposible. La cola de gente dobla la esquina, y eso que es temprano, pero los niños desconocen la paciencia, y debe ser así, ya tendrán tiempo de echarla. La paciencia es buena, pero bien dosifica­da; si uno se acostumbra demasiado a ella puede pasarle como a mí, que aplazo las decisiones según la conveniencia, el miedo o el barrunto raro que tenga ese día. No tomaré el autobús. La gente se apelmaza, uno pisa a los chiquillos sin querer y ya tiene la noche hecha. Iré andando.

A veces te escribo poemas, y no son malos. Claro que a nadie le parece feo lo que hace, y menos hablando de poesía, pero te gustarían si algún día los leyeras. Hablan de tus ojos, que cuando miran atraviesan como dagas y cuando no lo hacen hieren como injurias. Son enigmáticos tus ojos. A veces me observas a través del escaparate, siento tus pupilas en la nuca y me vuelvo rápida­mente; tú agachas la cabeza al instante, y en esa ínfima fracción de segundo tu mirada me acuchilla. El corazón me da un vuelco, las manos me tiemblan y ya no atino a poner los desayunos. “Niño, el café”, “niño, el Tulipán”, “niño con el cua­jo...”. Es que algunos son groseros. Pero tiene gracia que te llamen niño a los cuarenta años. Yo me crié sin madre, y sin reyes, por eso la palabra no me molesta. Pero te hablaba de las poesías. Si las leyeras... Las escribo en un cuaderno de cuadros que tengo guardado en la mesita de noche. No siempre escribo de noche, a veces también lo hago en el bar, según la inspira­ción, y entonces anoto los versos en una servilleta de papel, luego la doblo, la escondo en la camisa, y por la noche la paso a limpio mientras pienso en ti.

Los pensamientos son fugaces como la felicidad, pero tienen la ventaja de poder guardarse en papeles para recordarlos cuando uno está triste. Yo cuando estoy triste o me siento solo en casa, voy al dormitorio, abro el cuaderno y leo las poesías tumbado en la cama. Escribo de tu pelo castaño, que a veces sorprende a las mañanas recogido en la nuca; de tu figura exube­rante, que se perfila en la muchedumbre de la calle y destaca como la luna entre los luceros; de tus andares de reina, tranquilos, derechos, pausados; de tu ropa, que yo alargaría un poco para fastidiar a mi jefe, y de todo lo que supone tu presencia tras los cristales. Pareces una sirena encarcelada en una pecera. Se supone que yo debo ser el príncipe que vaya a rescatarte de la zapatería, pero de príncipe no tengo nada, y una mirada de tu jefe, con esas cejas anchas y apretadas, ya me pone en fuga. “Anda que vaya porvenir que tienes” me dice cuando viene a desayunar, el muy tirano, “toda tu vida en una barra, y no le coges el punto al café”. Y es que me descom­pone el tío. Me dan ganas de echarle veneno en la leche.

Voy camino del centro y la ciudad parece otra cosa esta tarde. Es así como me gusta verla, bulliciosa, palpitante, envuelta en esa felicidad general que parece nacer en el río, como una bruma invisible, y extenderse luego por las calles, atemperando las tristezas y los desengaños. La gente se mezcla en las aceras y yo las distingo por su ropa. Puedo adivinar los barrios donde viven solo con ver los andares, la forma de hablar y las prendas que visten. Se mezclan todos en la misma dirección y por una noche son iguales. El mundo debía estar unido por la ilusión, porque al fin y al cabo toda la gente la tiene, y es lo último que se va y lo primero que nos llega. Yo tengo muchas ilusiones, y la mayor de todas era llevarte hoy a ver los reyes. Otro año será. Parece mentira que los coches sean capaces de formar un río. Es una corriente de colores que desembocará en el mar del centro. Se mueve lentamente, como si no llevara impulso, dejando en la carretera sedimentos de impaciencia y esperanza.

A lo lejos, en la acera, distingo una pequeña columna de humo y extrañamente vuelvo a sentirme niño. Es un vendedor de castañas. Aligero el paso, como si fueran a terminarse, y compro un cartuchito. Me gustan las castañas asadas, llevan la dulzura de la niñez impregnada en la cáscara, una dulzura que ennegrece los dedos y tiempla el paladar. El hombre que las vende tiene la piel tostada y el rostro lleno de arrugas. Hay que andar realmente mal para vender castañas en una tarde tan fría, con la corriente de aire que azota la avenida y la felicidad que se proyecta en la gente. Las cosas de la vida. “Un euro” le digo, y el hombre las envuelve en papel de periódico. Ahora es cuando de verdad te echo de menos, y la añoranza se anuda a mi garganta como un lazo. Continúo el camino, la tarde se reclina en el parque y tu recuerdo me acompaña como la sombra. Distingo un bar entre estos árboles gigantes y voy a tomar una copa de coñac. No puedo evitarlo, hace frío y a uno le entra el cuerpo en caja.

Es imposible que viva tanta gente en esta ciudad; algunos, o muchos, vendrán de fuera a ver los reyes. Faltan dos horas para el desfile y el mundo entero parece concentrarse aquí. Me siento en un velador, junto a los ventanales, para ver otra vez los remolinos de hojas y maldecir a la cobardía. No es igual beber solo que acompañado. Uno, por su oficio, conoce a los que beben para matar la soledad o para acompañarla. Se les nota en el rostro, en la dirección de las miradas y en el tiempo que les dura la copa.

Si estuvieras junto a mí te lo podría contar. Te describiría el mundo interior de los clientes y te asustaría la precisión con que puedo hacerlo. Los camareros somos como los curas, y hasta terminamos confesando a la gente en la barra. En esta ciudad pasa eso por la noche. La gente se embriaga de nostalgia al pasear por las calles y termina en un bar cualquiera buscando el consuelo del camarero. Muchos que conoces se beben los vientos por ti. “Hay que ver la niña de la zapatería…”, “si uno estuviera soltero...”, “qué martirio, todo el día enfrente...”, y así. Cuando los escucho me arde el corazón y hasta creo que se me nota. Luego te veo salir a la calle, con alguna señora que te señala el escaparate, y el mundo entero parece morir en la mudez de los cristales. Estos que te digo vuelven entonces la cabeza y empiezan a decir disparates. Todo sería distinto si tú me quisieras, o estuviéramos casados, o fuéramos novios, o algo por el estilo.

Ya me está haciendo efecto el coñac, no puedo probarlo. Me levanto, pago la copa y me voy un rato a pasear por el casco antiguo. La riada humana viene en dirección contraria, a ocupar posiciones para la hora del desfile. Todavía es temprano. Hace frío, pero me siento en el banco polvoriento de un parque a mirar los gorrio­nes. El viento me trae tu nombre y, por más que trato de pensar en otra cosa, te apareces en mi pensamiento como un fantasma vagabundo y rondas por las esquinas de mi memoria como lo hubiera hecho don Juan Tenorio. Si te hubiera conocido...

Me lo imagino embozado, con un tahalí tachonado en plata, la mirada oscura trepanando la penumbra de los reverberos, la cazoleta de la espada refulgiendo en la madrugada. Viene a rondarte, con toda seguridad, como hacen los del bar, pero con otro estilo. Me ha visto sentado aquí, sí, con este pergeño mediocre de universitario fracasado, las manos en los bolsillos, el cuello de la cazadora cubriéndome los aladares. Sabe que en cuestión de conquistas estoy perdido, como en muchas otras cosas. Una bruma lo envuelve, parece salido del infierno. Le sonrío, por demostrarle que aquí hay redaños para todo, y entonces parece confiarse. Se sienta junto a mí. “Buena noche, la de reyes, para rondar a una dama” dice. “Para ti es buena cualquier noche” le contes­to. “Pero no es buena cualquier dama”, responde mesándose el bigote, con un rictus de crueldad en los labios.

Te viene buscando, ahora estoy seguro. Me habla de sus lances con don Luis Mejía, de las partidas de cartas, de las apuestas vergonzan­tes, del precio de la valentía, que es incalculable, por lo que trae de bueno a los hombres. “Yo soy un cobarde” le digo, por ver si se marcha, “ni siquiera me atrevía a copiar en los exámenes”. Entonces él se levanta, se lleva las manos a los cuadriles, se exhibe ante mí como los pavos reales del parque y luego se detiene para describirme las estrategias básicas de una conquista: la buena presencia, la osadía, el don de palabra, la dosificación del afecto, la confianza... “la mentira, si es preciso” dice, “todo menos la rendición o la deshonra”.

Me hace agachar la cabeza. No volveré a probar el coñac. “Se hace lo que se puede” murmuro, y entonces él, sorpresivo y veloz como las traicio­nes, desen­vaina la espada y acerca el filo a mi garganta. Los ojos dilatados, las cejas arqueadas. “Falso, tabernero” grita, “la noche de reyes es para vivirla, para soñarla, para engrande­cer los engaños con la magia de la ilusión, para dejarse morder por el dulce acero de la esperanza, no para morir de soledad en un banco cualquiera, lamentando las cobardías cometidas”. Entonces me levanto, le vuelvo la espalda y huyo. En el parque, en medio de los zapotes, vuelvo la cabeza y lo distingo entre la gente, todavía envuelto en la bruma, embozado, siguiéndome como una sospe­cha.

Los Reyes de Oriente deberían ser magos de verdad, poseer el don de transformar la materia de los hombres, concederle a uno el privilegio de ser don Juan por una noche. ¿Pero de qué valdría? Al día siguiente volvería a verte perfilada en los cristales de la zapatería, mirándo­me de soslayo, y las venas temblarían en mi cuerpo y mi lengua quedaría paralizada por el miedo. Voy a entrar en otro bar. La compañía de la gente me gratifica y leo en sus rostros mensajes de ilusión. Pido otro coñac, sabiendo que será peor, y miro a los niños. Llevan globos de colores, comen avella­nas, juegan y ríen, y seguramente esta noche no dormirán, los nervios los atenazarán en la cama, y mañana, al alba, se levantarán con el estruendo de los cohetes. No hay nada más envidiable que ser niño, nada tan grandioso como creerlo todo. Si los hombres creyeran en las hadas, en las brujas, en los duendes o en sí mismos, el mundo luciría otro color. En el extremo de la barra una pareja de novios se mira fijamente, cogidos de la mano, sin decir nada. Irán a ver a los reyes, y a lo mejor les han pedido un piso, o un trabajo, o simplemente más amor. Me alegro por ellos. A su lado, con una sonrisa suspicaz, vuelvo a ver a don Juan, que me observa atento, estudiando mis movimientos. Pago y me marcho. Ahora sí me dirijo al mismísimo centro de la ciudad; pronto pasarán por allí los reyes, arrojando caramelos de colores, y quizás alguno de ellos endulce mi paladar y me haga olvidarte por un instante.

Voy deprisa. Si te hubiera invitado a salir iríamos despacio, charlando del pasado, de lo que desconoce­mos, de esos secretos que primero asombran a las parejas y luego las unen. Daría media vida mía por conocer media tuya. El nombre de tus padres, el de tus hermanos, el número de la casa donde vives, los libros que has leído o los poemas que has escrito. Y en medio de la cabalgata, cuando la algarabía de los niños amortiguara el eco de las palabras y las miradas se volvieran hacia los magos, a lo mejor me atrevía a apretarte la mano o dejaba caer mi brazo sobre tu hombro. Quizás un beso. Pero nada, toda la culpa la tiene el coñac, que me ha entrecogido en los callejones, estrechando las paredes, atosigándo­me con las prisas de la gente, instándome a la locura. En el próximo banco me siento, despejo la mente y sigo caminando.

Los jardines están bulliciosos esta noche. Mal día para las parejas fugitivas. El gentío parece llevar prisa. Me levanto y avanzo a grandes pasos; la cabalgata parece entrar en la glorieta, y quisiera ser niño por una noche, aunque haya perdido el don de la credulidad y renuncie a las cartas y a los deseos. Creo que será imposible acercarse hoy a los magos. Una muchedumbre me corta el acceso, pero lo intentaré. Disimuladamente me abro camino. “Por favor” digo, “gracias”, “un segundo”, “si es tan amable...”, “así, gracias”. Me miran, me dejan pasar a duras penas y al final el camino se cierra definitivamente. Los veré de lejos, qué remedio. Entre la multitud el frío parece atemperarse, como si las risas y los aplausos despren­dieran calor. Tu sonrisa desprende calor en mis poemas. A diario lo escribo en el cuaderno. Si tuviera valor para dártelo. Don Juan lo haría, sin duda. Tiene un olfato especial para esto de los amores. Ahí está, a dos metros de mí, con las manos en los cuadriles, luciendo una sonrisa esplendorosa. Se acerca el primer rey en su carroza­ y el gentío lo vitorea y los niños abren los ojos, incrédulos, asombrados, temerosos. Es la leyenda hecha realidad. Vienen de Oriente y en sus sacos llevan el oro que simboliza al Sol, el incienso que evoca el camino de la oración y la mirra, emblema de la resurrección. Arrojan caramelos, los niños se paralizan y los mayores los recogen; abren manos, abrigos, paraguas. Es el afán secreto por conseguir los deseos, por volver a casa con la prueba de las esperanzas tangibles. La alegría me nace en las yemas de los dedos, sube por mis brazos con un hormi­gueo afable y se agarra a mi corazón, que trota ahora como un potro salvaje por las praderas del deseo.

Es imposible pero es cierto, ahí estás tú, junto a don Juan Tenorio, a dos metros de mí, sola, como yo, en esta ciudad inmensa donde hallar a alguien conocido, un día como hoy, es un milagro. Debí invitarte a salir. No me has visto. Tienes los ojos puestos en la carroza del segundo rey, que ya entra en la glorieta, saludando. Vuelvo a sentir miedo. Me tiemblan las manos y las piernas. Don Juan vuelve el rostro y sonríe. “Se hace lo que se puede” dice, y suelta una carcajada tabernera, provoca­dora, desafiante. El burlador parece retarme con su ironía. El orgullo me abrasa el pecho y ahí sigues tú, de espaldas, con el pelo recogido en la nuca, como una princesa olvidada del mundo, resplande­ciente. Entonces me acerco y don Juan me abre paso con una reverencia inmoderada, como si entendiera los resortes de mi cobardía. El mago se detiene en el centro de la glorieta y el clamor del gentío se hace insufrible. Ahora o nunca. Miro al rey por un segundo, buscando una fuga que no puedo permi­tirme, y lanzo un deseo al viento que ni siquiera llego a pronunciar.

Entonces te pongo la mano en el hombro, te vuelves. La sorpresa se dibuja en la transpa­rencia de tu rostro y pronuncias palabras que no puedo oír. La gente grita, la ciudad resplandece y yo intuyo el milagro en el horizonte estrellado de esta noche mágica. Hablamos. Aplaudimos. Cuando llega el tercer rey el corazón se me agiganta y me agrieta el pecho. Aún no puedo creer que seas tú, que me haya atrevido a hablarte, a tocarte, a invitarte a cenar cuando acabe la cabalgata. Es la primera vez que el coñac hace algo bueno por mí. Me siento a la altura de don Juan, que ahora me mira con los brazos cruzados y una infinita expresión de tristeza en sus pupilas. Nada tiene que hacer, él pertenece a la leyenda y nosotros al mundo. Todo ha terminado en la glorieta, o quizás todo haya comenzado. Te aprieto la mano para no perderte, instintiva­mente, y tú consientes con el gesto. Ya no la soltaré. Iremos a cenar, te hablaré de mis poemas, de las miradas a través de los cristales, de los años de espera y cobardía, y te miraré a los ojos fijamente. Y mañana, que libro, te llevaré a desayunar al bar, frente a la zapatería, para creerme del todo este regalo de los magos. Ahora caminamos despacio, de la mano, en un silencio que preconiza tertulias intermina­bles. Entretanto los reyes llevarán juguetes a los niños desterra­dos del afecto, y nosotros, ciudadanos comunes, empezaremos a ser príncipes, porque ni en esta ciudad ni en esta noche somos nadie, pero también lo somos todo.