miércoles, 3 de junio de 2009

La pesadumbre del genio






Premio Teodosio Goñi



Mi padre no fue herrero ni sabía tañer el arpa sin leer música. A mí nunca me enviaron a Hainburg a instruirme en el arte de tocar los instrumentos, ningún von Reutter se prendó de mi voz, ni me vi obligado a componer partituras durante noches interminables. Sin embargo, aunque jamás recibiera clases del señor Porpora tengo, como Haydn, un ingénito y singular talento para la música. Es tan natural en mí como la debilidad que siento por la botánica, por los libros antiguos o por los grafitos de los urinarios públicos. La inspiración, la musa, nace en las lindes de mi espíritu como la barba en los poros de mi piel, se espesa a medida que la dejo crecer y, cuando se hace molesta, como si de un afeitado se tratara, me desprendo de ella, generosa y obligatoriamente, para dejarla impresa en unas cuartillas que luego reproduzco, o mejor dicho transformo mágicamente, en las ebúrneas teclas de este incomprendido piano que mi mujer odia, evidentemente, porque carece de la más mínima sensibilidad para la música.

A pesar de ello suelo tocar a menudo, mayormente los fines de semana, en el chalé de la sierra, cuando la paz inunda mi pensamiento y Matilde baja al pueblo con los niños. De lunes a viernes me conformo con oírla, con componerla y sobre todo, un poco a pesar mío, con enseñarla en el Instituto de Enseñanza Media Antonio Machado, siguiendo la reflexión de Benjamín Franklin, que decía que el hambre pasa por delante de la casa del hombre laborioso, pero no se detiene en ella; por eso me dedico a la música, para pagar con mi dinero el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Sin embargo, para lo que verdaderamente estoy dotado, y eso lo reconocen todos mis colegas, es para la buena literatura, y digo de ella lo que decía Jean Paul Richter del arte, que más que el pan, es el vino de la vida. Y a mí, dos o tres veces al día, me encanta emborracharme con el vino de las palabras, que yo fermento después de pisar sus uvas con el firme propósito de extraer pequeños recipientes de ambrosía, que como todo el mundo sabe es la bebida preferida de los dioses. Una ambrosía que procuro condensar en pequeñas balsameras, porque la mejor literatura debe buscarse en argumentos simplificados, en porciones de lectura reducidas, en páginas revestidas de azogue que reflejen la brevedad de la existencia humana, es decir, en cuentos.

Y eso mismo estaba diciéndole a Palomares en la cafetería del instituto la tarde que apareció el conserje voceando mi nombre. Me llamaban al teléfono. Era mi mujer. Se había fallado el II Certamen Literario "Villa de Sierra Verde", en Cuenca, y me habían concedido, muy merecidamente por cierto, el primer premio: veinticinco mil pesetas y placa. Era mi primer premio, el tan esperado galardón que encauzara mi talento hacia un destino superior. Inmediatamente recordé a ese magnífico poeta y crítico inglés que fue Matthew Arnold. Cuánta razón llevaba al afirmar que quienes no esperan ningún regalo de la casualidad tienen dominado su destino. Aquello no había sido un presente del azar, sino el cabal reconocimiento de una certidumbre interior. Después pensé en Palomares... Cómo se iba a poner... catedrático de Literatura sin un miserable reconocimiento... Media vida escribiendo cuentos y la otra media comiéndoselos con papas, y yo, profesor de música, un primer premio en Cuenca.

‑ Enhorabuena, Sebastián ‑me dijo contrayendo aquel rostro cetrino que nunca supo disimular la tristeza del bien ajeno‑ ojalá esto sea el comienzo de algo más serio.

De algo más serio... ¿Sería envidioso? Como si él hubiera hecho algo serio en su vida, que todo el mundo sabe cómo aprobó las oposiciones y cómo entró en el instituto... Y hasta se permitía el lujo de hacer correcciones en mis escritos. Al muy papanatas le costó el quinario reconocer que mi trabajo, "La pesadumbre del genio", era magnífico.

Aquella misma noche, reclinado en el sofá cama de la salita, lo releí mil veces ante la indiferencia insultante de Matilde, que como cabía esperar le concedió una importancia relativamente escasa, no porque carezca de sensibilidad como dije antes, sino porque ella, muy lejos de acercarse a lo que yo hago, también escribe en los ratos libre, y me consta que a hurtadillas ha participado en algunos concursos de cuentos. Igual que Palomares tuvo que admitir, muy a regañadientes, que parecía mentira que aquello lo hubiera escrito yo. Yo, que había firmado con el lema: "Enderto Ruy", lo había creado, y aquel certamen literario, desgraciadamente muy poco difundido aún, había sabido valorarlo en su justa medida.

Durante una semana me asaltó el deseo de conocer a los miembros del jurado. Escribí cartas. Envié telegramas. Telefoneé. Nada. El Excelentísimo Ayuntamiento de Sierra Verde no había previsto ninguna entrega de trofeos ni ceremonia conmemorativa del acto, pero sí algo mucho más importante que todo eso: la edición del trabajo premiado en una revista que vería la luz con motivo de las fiestas patronales. Yo recibiría cincuenta ejemplares. Uno de ellos ya tenía dedicatoria: el de Palomares. Después, impulsado por un resorte extraño que no sabría identificar, me entregué con desatino febril a soñar ideas, a esculpirlas con el cincel de mi estilo. A escribirlas. Fue entonces cuando compré este ordenador que, lejos de simplificarme el trabajo, terminó absorbiendo mi tiempo hasta el extremo de alejarme definitivamente de la música; pero ni el estudio del programa, ni la creación de ficheros ni el formateo complicadísimo de los textos, consiguió apartarme siquiera un segundo del universo particular que estaba naciendo en mis venas, a caballo de una musa que no me abandonaba ni de día ni de noche. No obstante, decidido como estaba a difundir mis obras, me dediqué, con el mismo ardor que a escribirlas, a buscar el medio de difusión más adecuado, es decir, el certamen literario. De este modo indagué, solicité, coleccioné y, lo más importante, participé. Ahora sólo quedaba aguardar; y como un cazador en un acechadero, esperé. Entre tanto, como es lógico, seguí creando.

Por aquellos días recibí la dotación del premio y la placa de plata: “II Certamen literario "Villa de Sierra Verde". Primer Premio”. Y luego, coronado con filigranas de orfebrería fina, el título de mi relato y mi nombre: “La pesadumbre del genio. Sebastián Rodicio Romero”. La llevé al instituto. La enseñé al conserje, a mis compañeros, a mis alumnos. Después descolgué la marina que compramos el año anterior en aquella exposición de cuadros y colgué mi placa en el centro del comedor, junto al retrato de Haydn, cuya historia había sido la protagonista de mi trabajo. Matilde, lógicamente, guardó silencio. Quien no lo hizo fue Palomares, cuyo corazón, desde el mismo día del fallo, se lo noté, fue poseído por un sentimiento repugnante: la envidia. Por eso, una tarde, mientras tomábamos café, me soltó como quien no quiere la cosa:

‑ No he caído antes en comentártelo ‑dijo, pretendiendo restarle importancia a lo que iba a decir, como si en absoluto le preocuparan aquellas cosas, como si de algo intrascendente se tratara‑, hay un alumno en tercero que también escribe. A lo mejor lo conoces. Se llama Cid Briones, es un chico gordito que estaba el año pasado en el diurno. No le va mal para su edad... Tiene ya cinco premios.

El mundo se desplomó sobre mi cabeza. Un calor insoportable se alojó en mis extremidades superiores y terminó invadiendo y abotargando mis sentidos. “Pues menos tienes tú, que no tienes ninguno”, me dieron ganas de decirle. Pero había que tener una lengua prestada y al fin y al cabo comparte con Matilde el seminario de Literatura. Recogí la indirecta; mejor dicho, la encajé. Ahora había que localizar al tal Briones. Al día siguiente, en la puerta de tercero B, lo aceché con esa mala uva que gastan los hurones con los conejos. Iba dispuesto a desenmascararlo. Al final, el miedo lo haría hablar, estaba seguro.

Cid Briones era inconfundible. Al salir del aula se me pareció al muñeco de la cerveza, al de los michelines. Puse la mano en su hombro y le conté lo de Palomares. Se le descompuso la cara. Después, viendo que no decía esta boca es mía, le lancé la caballería. Le dije que había cosas que no se podían hacer. Que no se podía engañar a un profesor con mentiras disparatadas para que a uno lo aprobaran. Que debía decir la verdad. Que era más honrado. Que si no lo hacía él, yo mismo me iba a encargar de hacerlo. Cid Briones me miró con aquel rostro de cordero degollado que inspiraba todas las lástimas del mundo, y confesó; pero su confesión fue aplastante. Era totalmente cierto lo de los premios. Me dio referencias inequívocas: dotaciones, fechas, lugares... reseñas en la prensa. Yo no había salido en la prensa. Nadie conocía mi nombre excepto el orfebre que grabó la placa, por cierto, magníficamente. El mundo se desplomó ante mi vista. Ahora iba a resultar que aquel mequetrefe orondo, repugnantemente orondo, era un talento. Imposible. “Si lo fuera no trabajaría de interino en Hacienda ni estudiaría el bachillerato por las noches” pensé, “estaría en la cúspide, donde están los talentos”. El Diablo me trajo a la memoria a Haidn; él pasó años dando clases particulares. Briones ni siquiera era maestro. Relajé mi tono y lo llevé al bar, como a un amigo. Tenía que cantarlo todo. Aquel pollo sabía más de lo que decía. Le conté cosas de mi vida privada que improvisé sobre la marcha; le hablé del chalé de la sierra, del ordenador, de Matilde, de los niños. Le di más cerveza... Confiado en aquella sonrisa que me salió no sé de dónde, confesó. Resultó humillante. Briones no escribía narraciones, Briones era un poeta, Briones era una especie de bellaco que sólo escribió un poema en su vida y le estaba sacando dinero de la forma más sucia. Estaba lucrándose con un engendro sin personalidad, con un esclavo que transformaba a su antojo, que había vendido sin sentir el más mínimo afecto hacia él. El mecanismo era muy fácil: Cid Briones se enteraba de un certamen por la prensa; al día siguiente, con dinero público, telefoneaba al pueblo desde el ministerio y averiguaba el nombre de la patrona del lugar; después, en el ordenador, se limitaba a sustituir el título del poema y el nombre de la patrona antigua, que caía en el olvido para siempre, despojada de su honor, privada de unos elogios hipócritas. El premio era casi seguro. Sobre la marcha llegué a una conclusión: aquel energúmeno era un estafador.

‑Bien, muchacho ‑le dije como si fuera un amigo de toda la vida‑, así se hace, al arte hay que sacarle todo el rendimiento que se pueda.

Y me fui a casa. Aquella fue la noche que Matilde me dio una alegría después de muchos años de convivencia. El correo había traído un paquete por la mañana. Eran los cincuenta ejemplares de mi obra. Nervioso, lo abrí. En primera página, un incomprensible titular: “Sierra Verde”. Nada más. Después, la fotografía de un edificio en ruinas; a sus pies, en negrilla, una leyenda: “Obras en la nueva casa de la cultura de Sierra Verde”. Y absolutamente nada de Sebastián Rodicio Romero. Pasé la primera página... y la segunda... y la tercera... en las centrales, mi relato, cuajado de erratas, sin una miserable ilustración que lo acompañara, indefenso y maltratado. A sus pies, como una lágrima que se hubiese escurrido entre los renglones, mi nombre, cómo no, también descuartizado: S. Rodisio (con s) Romero. Sinvergüenzas. Valiente canallada habían hecho conmigo. Palomares podía partirse de risa cuando lo viera. Aquella misma noche llamé a Sierra Verde. Como es lógico, nadie respondió al teléfono. Por la mañana volví a llamar al ayuntamiento y pregunté por el delegado de cultura. No estaba. Por el secretario. Tampoco. Por el alcalde. Ni pensarlo, durante las fiestas el "señor" alcalde era ilocalizable. Le dije mi nombre a la recepcionista pretendiendo impresionarla. Ni me conocía. Le hablé del certamen y entonces cayó en la cuenta. Protesté. Grité. Insulté. Le dije que no tenían clase, que no conocían la cultura, que aquel pueblo era una reserva de indios, que escribiría a la prensa local para ponerlos a parir. Chiquimaques... Pelafustanes... Chiquilicuatros... Me colgó.

Al día siguiente, en el servicio del instituto, me asaltó de nuevo la obsesión de los grafitos. La musa de mi maldad estaba otra vez inspirada. “Palomares, agárratela, que no sabes”, escribí, y debajo, también disimulando la letra: “Briones: aquí no queremos maricones”. Después de la cena me sentí mejor. No obstante, un pájaro de alas negras rondaba mi pensamiento y más tarde o más temprano iría a posarse sobre algún árbol. Para colmo me asaltó una terrible duda sobre los nuevos certámenes donde participé. ¿Se habían fallado o aún permanecía la incógnita oscureciendo la decisión de los jurados? Habían pasado tres meses desde que vencieron los plazos de presentación y la interrogante se me hizo obsesiva hasta el punto de no pensar en otra cosa. Además, por si fuera poco, invadido por el desánimo, había dejado de escribir, de componer y hasta de tocar. Los arrayanes del chalé empezaron a ironizar sobre mi destino: lenta, disimuladamente, se marchitaban. Sólo una actividad motivaba mi pensamiento y denigraba mi pluma: la de los grafitos.

Creo que me dejé seducir por ese incomparable atractivo que tiene la maldad cuando se mezcla con la traición y el miedo, cuando se refleja en las aguas sucias de la hipocresía; el caso es que me llegó a entusiasmar tanto aquel peligroso juego de tirar la piedra y esconder la mano, que orinaba hasta cinco veces en la tarde sólo por ir al servicio, mirar la pared, recrearme en lo que había escrito, comprobar si habían respondido a mis insultos y dejar sembrados, como en un campo de minas en una guerra muda, otros nuevos, mucho más graves que los anteriores. Mis víctimas preferidas eran Palomares y Briones, y en alguna que otra ocasión, también mi mujer.

Un día, en la cafetería, un periódico cayó en mis manos: se había fallado el último premio. Nada decía de Sebastián Rodicio Romero. Era evidente que los jurados no habían entendido mi obra. Y a renglón seguido llegué a una conclusión: "La pesadumbre del genio" no era el mejor de mis trabajos; era, paradójicamente, el peor, el único que se hallaba al nivel de aquellas carcomidas mentes que fallaban los certámenes. El relato sería para el resto de mi obra un barco rompehielos. No podía consentir, de ninguna manera, que se pudriera para siempre en el olvido lejano e ignorante de aquel ingrato pueblo de Sierra Verde, en Cuenca... Tan lejos. Algo tenía que hacer.

Y lo hice. Mi plan no podía fallar; no en balde me había costado mes y medio de minuciosa preparación, de sacrificadas horas dedicadas al estudio de las probabilidades. Tenía muchas. Las barajé todas. Llegué a una conclusión irrevocable: enviaría mi cuento "La pesadumbre del genio" al certamen nacional "Unicornio de Oro", dos millones de pesetas, reproducción en oro del animal y, lo más importante, una edición en condiciones, la edición que mi relato merecía. Por fortuna sólo mi mujer conocía la revista de Sierra Verde; en cuanto al premio, tuvo desgraciadamente tan poca difusión que aquel jurado de Madrid, estaba seguro, ni se había enterado. Podía saltarme por tanto el punto cuarto de la convocatoria, el que decía que los trabajos debían ser “rigurosamente inéditos”, y aclaraba: “Entendiéndose por tales aquéllos que no hayan sido difundidos por medio alguno, ya sea el mismo, de expresión o de comunicación”. Teniendo aquella baraja sobre la mesa podía y debía jugar al farol. Por si acaso la mala suerte me acompañaba en la empresa, guardaba dos cartas en la manga. Primera: un mermado recorte de prensa anunciando una convocatoria que sólo hablaba de trabajos “originales e inéditos”, nada de no premiados, ni de no difundidos ni de todas esas paparruchas. Segunda: mi cuento se titulaba ahora "La aflicción del artista", lema: "El acechante sigiloso". En el momento de llevarlo a correos, leve, muy lejanamente, recordé a Briones. Comprendí la satisfacción que sentía aquel gusano sentándose de vez en cuando en el trono de Damocles. Y para insuflarme ánimos, rememoré a George Patton cuando afirmó: “Corramos riesgos calculados, lo cual es diferente de mostrarnos temerarios”.

Hecho aquello, aguardé. Tenía medio año por delante para ir paladeando la victoria. Me dediqué fundamentalmente a escribir relatos y a componer música. Como la fogosidad efímera de una tormenta de verano, la fiebre de los grafitos abandonó, una vez más, mi vida. No obstante, estaba seguro de que más tarde o más temprano regresaría. Y regresó. Fue la mañana que bajé a buscar la prensa y encontré en el buzón una carta del "Unicornio de Oro". Mi cuento había quedado entre los veinte finalistas. El fallo: dentro de treinta días. Me acaloré. Me mareé. Me senté en el primer peldaño de la escalera. Estaba a punto de conseguirlo. Aspiré hondo, muy hondo, hasta diez veces, como hacen los orientales para relajarse. Después, todavía tambaleándome, salí a la calle y compré el periódico.

Desayunando en el bar abrí las páginas culturales. Las leí. A la hora de pagar, como de costumbre, ojeé la agenda por si recogía algún certamen nuevo y entonces fue cuando lo vi: “José Antonio Illanes, de Montellano, gana la tercera edición del prestigioso premio `Villa de Sierra Verde´ (...) asimismo, el autor galardonado, que trabaja de interino en la Administración pública, afirmó a esta redacción haber quedado finalista en el `Unicornio de Oro´”. Estaba claro: aquel canalla pretendía influir al jurado del Unicornio haciendo mención de un reciente fallo a su favor. “Otro Briones”, pensé, “otro interino de mierda que no vale un duro como no sea jugando sucio”. Por la tarde, en el instituto, poseído por los nervios, fui al servicio. Oriné de verdad. Escribí: “Illanes: tienes los cojones como dos flanes”. Inmediatamente me sentí mejor. Después arremetí en mi fuero interno contra el Ayuntamiento de Sierra Verde. Valiente pandilla de gamberros incultos, sacar en el periódico a ese tío y a mí ni nombrarme. Ya se acordarían... La historia los enterraría en el descrédito.

Aquellos treinta días fueron los más tensos, creo, de toda mi vida. Adelgacé seis kilos, noté que perdía cabello con mayor rapidez, me volví más irascible que nunca y me sentí como un corredor de fórmula 1 en la parrilla de salida. Para colmo me asaltó el miedo; el certamen de Sierra Verde había tomado un auge imprevisto. Podían enterarse. Quince días antes del fallo, el miedo dio paso al terror; era muy probable que Illanes hubiera leído ya "La pesadumbre del genio" en la revista del año anterior; tan probable como que, al contarse entre los finalistas, leería también el relato premiado en el "Unicornio de Oro", y si el premiado era yo, que lo sería, el escándalo estaría servido en bandeja de plata. Por si todo esto fuera poco, me llegó otra carta del certamen. Eran dos invitaciones para asistir a la cena que se daría en Madrid con motivo del fallo. Inmediatamente comprendí el riesgo. Vi al presidente del jurado, a los postres, mencionando mi nombre... a Matilde, ruborizada, fingiendo unos aplausos efusivos. Me vi a mí mismo, desde lo alto de una impresionante lámpara de araña, dando lectura a "La aflicción del artista". Luego vi a los periodistas... a las cámaras... a Illanes. Temblé de pies a cabeza. Me pondría enfermo. Sí. Enviaría un telegrama el mismo día de la ceremonia fingiendo un cólico nefrítico. Si era necesario me cortaría una mano. Tenía que escabullirme de aquella cena como quiera que fuese. Fue imposible; lo comprendí tres días antes, cuando Matilde entró en el dormitorio con la bolsa de unos grandes almacenes: era un traje de terciopelo negro hasta los tobillos tachonado con lentejuelas plateadas... era uno de esos trajes que las mujeres compran una vez en la vida. Todo estaba decidido.

Recuerdo que la mañana del gran día me desperté con un regusto putrefacto en el paladar, y me pareció haber traspasado, durante el sueño, la barrera entre la vida y la muerte. Desgraciadamente seguía vivo. Por la noche, a la espera del fallo en el restaurante del hotel, no estaba tan seguro de que así fuera. Al sentarnos a la mesa, una tarjeta, a mi derecha, estuvo a punto de llevarme la infarto: “Sr. Illanes y señora”. Lo tenía al lado. Los organizadores me habían colocado al miserable interino como a un perro guardián; estaba tan cerca que incluso podría agredirme. Sumido aún en ese desagradable pensamiento, alguien retiró el sillón: era él. No podía negarlo... El entrecejo corrido, el cuerpo achaparrado, la mirada tosca... era un pueblerino inconfundible. Inmediatamente entabló conversación conmigo. La típica conversación del provinciano sin mundo alguno. Que si Madrid era muy grande. Que si en su pueblo no había semáforos. Que si se había perdido en el metro... Matilde, inoportuna como de costumbre, simpatizó con él. Yo, cada vez más nervioso, encendí un cigarro y terminé quemándome el traje. Para colmo de males, Matilde sacó la conversación de los premios. Fue inevitable. Illanes recordó mi nombre. Su último premio aún estaba demasiado reciente.

‑ Rodisio... Rodisio... ¡Ah, hombre! ‑exclamó levantando aquellas repugnantes cejas de búho‑ usted ganó el año pasado el premio de Sierra Verde.

Sonreí. Interiormente ardía de odio.

‑ Un magnífico trabajo el suyo, sí señor. ¿Cómo se titulaba? ¡Ah, sí! "La tristeza del genio".

La tristeza... ¿Sería vulgar?

‑ La pesadumbre ‑aclaré‑, usted disculpe, voy al servicio.

Y me fui. Estaba perdido. Illanes había leído el cuento y lo recordaba. Maldita la hora que se me ocurrió ir a Madrid. Mi cerebro comenzó a funcionar entonces de una forma alocada, galopante, endina. Podía fingir un desmayo, o mejor un infarto. ¿Sería motivo suficiente para sabotear el acto? No. El banco había invertido mucho dinero en aquello, y ya podía morirme en directo que no se inmutarían. Un incendio... Podía prender fuego al hotel. ¿Pero cómo? ¿Con aquel Clipper blanco que apenas tenía gas? Imposible. Una bomba, sí... Una bomba terrorista... Los terroristas odian los bancos, todo el mundo lo sabe. Si el miedo no los hacía salir, no los haría salir nada. Abandoné el servicio. Ni siquiera pude insultar a Illanes porque el aseo estaba alicatado hasta el techo. Me dirigí a los teléfonos. Desde allí podía ver el salón. La cena estaba comenzando. Afortunadamente llevaba monedas sueltas. Quise marcar. No pude. El número. ¿Cuál era el número de aquel maldito hotel? Salí. Me dirigí a recepción. Aquello estaba resultando demasiado arriesgado. Sudaba como un condenado a muerte, como un terrorista a punto de atentar. El recepcionista trajinaba en el mostrador con los paquetes de los trofeos y pensé que uno de ellos era el mío, el tan deseado "Unicornio de Oro". Por si fuera poco había dos policías junto a él. Si me cogían me caía cárcel seguro o, quién sabe, a lo mejor me mataban a tiros en el mismo teléfono. Anotado el número, regresé, lo marqué y acerqué el rostro al aparato todo lo que pude. De reojo vi a un botones, también sudoroso, descolgar el auricular.

‑ ¿Dígame?

‑ Mire... Oiga ‑había empezado mal, maldita sea; debí decir "oiga", simplemente, o mejor aún, ir directamente al grano; ya no había remedio- Continué: soy un terrorista, no tiene tiempo que perder. Hay una bomba oculta en el hotel. O suspenden la ceremonia o vuelan todos por los aires.

‑ Sí, hombre ‑dijo, y me colgó.

No me había creído. La suerte estaba echada. No había más remedio que afrontar la vergüenza pública. Al colgar el teléfono pude ver a los policías reírse a carcajadas. Al fondo, en el salón, Matilde me hacía señas, impaciente por verme cenando a su lado... Y ya está; no recuerdo más porque me envolvió una nube de tensión que a punto estuvo de matarme. No sé si comí o ayuné, si hablé o guardé silencio; sólo sé que a los postres alguien llamó la atención de la concurrencia con ademanes de espantar moscas. Iba a conocerse la identidad del ganador... el nombre de Sebastián Rodicio Romero... un nombre para el escarnio. El jurado había acordado otorgar dos accésits. El silencio fue de ultratumba, pero el presidente habló.

‑ Don Alfonso Estudillo Calderón, de San Fernando, Cádiz ‑ gritó.

Los aplausos estallaron como ráfagas de ametralladora. Un maldito cuarentón con la barba entrecana se levantó al fondo, saludó al presidente, recogió un sobre y una estatuilla y regresó a su sitio, envuelto de nuevo en aplausos, con el aire del que ha cogido muchos premios. Ahora venía el siguiente... y luego yo.

‑ Don Antonio Luis Vera Velasco, del Aljarafe, Sevilla.

Un hombre se levantó justo enfrente de mí, como a medio metro. Tan cerca lo tuve que me asusté y lancé un gruñido de miedo, de odio o de súplica, que afortunadamente fue amortiguado por la lluvia de aplausos. Su mujer palmoteaba fervorosamente... Aquel calvo enclenque se conformaba con un accésit... Ahora iba yo. Sudaba. Temblaba.

‑ El jurado calificador ha otorgado la presente edición del "Unicornio de Oro", dotada con dos millones de pesetas y reproducción en oro del animal a don...

Hice ademán de levantarme...

‑ ...José Antonio Illanes Fernández, de Montellano, Sevilla.

Y aquella vez las ráfagas de ametralladora vinieron a darme justo en el corazón. Mientras fingía arrimarme a la mesa, el cochino interino recogió el premio, y al sentarse tuvo el cinismo de tenderme la mano. Se la di. Nos abrazamos. Fue como si Briones en persona me hubiera pegado el tiro de gracia. Una semana después, en los retretes del instituto, lo sorprendí con el revólver. Yo entraba y él salía. En la pared del urinario una ordinaria y humillante leyenda: “Rodicio: aprende a orinarte dentro del servicio”. Agaché la cabeza y oriné.


6 comentarios:

  1. Tremendos nervios jajaja
    Relato genial, que puedo decir si me tienes ganada como lectora.
    Que eres buenisimo, que me gusta tu estilo, tu forma, que me identifico y me es facil su lectura, no me cansa.
    Un fuerte abrazo para Jose Antonio

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  2. AHY CESAR...NO SE SI REIR O LLORAR, SI APLAUDIR O SALI CORRIENDO, SOLO SE QUE ERES UN GENIO !!!!

    "CESAR:EN EL SERVICIO HAY ESCOBILLA,Y TU CON TU PLUMA HACES MARAVILLAS"

    UN BESAZO CON ACHUCHON!!!!!

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  3. Ay, Cesar qué envidia me das, tus letras son magníficas. Como siempre me imprimí el relato y en el último asiento de bus me perdí.
    Un besazo y buen finde

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  4. ¡Una maravilla César, una verdadera maravilla! Una vez más, un estupendo relato.
    Magistral la forma de describir el mundillo que nos rodea y la "feria de vanidades" entretejida alrededor.
    Sin comentarios, porque huelgan, sobre el premio obtenido por "Illanes".
    Mi más absoluto reconocimiento y que continúen, que no lo dudo, tu seguidilla de éxitos.
    Un beso inmenso mi querido amigo, estoy muy cerca tuyo.

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  5. Estaba escuchando "Vencedor o vencido" de
    EL CONSORCIO...¿Será que estoy "vencida" para
    dejar este comentario ahora?...

    ¡Está magnífico!

    Un abrazo.

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  6. Al conocer los nombres de los candidatos al estupento premio del "unicornio", no me cabía la menor duda de que el maestro de pluma humilde y primorosa se lo iba a embolsar. Canalla, eres fantástico. Un abrazo

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