martes, 30 de junio de 2009

Angelos




Premio Internacional de Cuentos La Granja


Todavía hoy, cincuenta años después, me pregunto por qué Rafael Vila necesitaba un ayudante, cuando él solo se bastaba para llenar de ángeles las iglesias y capillas de todo el país. Ángeles de la guarda, ángeles de Yavhé, querubines, arcángeles, serafines... las tropas íntegras del Ejército celestial. También ángeles comunes, gente corriente que llamaba su atención: clientes, vecinos, parientes, amigos que perpetuaba en los numerosos frescos por encargo que pintó a lo largo de su vida, disfrazados de ángeles o demonios, según su juicio. Su arte era inagotable, incomprensible, y estaba sobre todos los criterios que regían nuestras vidas de posgue­rra.

Tratar de analizar el conjunto de su obra, hoy día, es imposible; muchas capillas de entonces, mayormente de colegios, se han trans­formado en otras cosas: teatros, aulas, salones de actos, patios de recreo. Muchos de sus frescos se han perdido para siempre sin que nadie les diera significación alguna. Eran recientes, provincianos, casi anónimos, carentes de valor para unas generaciones arrastradas por la modernidad. He estudiado su obra durante años, he hablado con personas que lo estimaron, familiares y amigos que lo olvidaron, tomado miles de notas y realizado muchos viajes, y he concluido al fin que Rafael Vila, el pintor de ángeles, era algo más que un genio. Ciertamente no necesitaba ayudantes. Quizás buscaba sólo un testigo de lo que ocurrió, de lo que él sabía desde el principio que iba a ocurrir, alguien que testimoniara ante el mundo la grandeza de lo inefable, la dulzura inverosímil de los milagros.

Rafael Vila Campoamor llegó al pueblo cuando yo era un niño, poco después de las hambrunas, con una maleta llena de pinceles y una chispa en los ojos que era como una luz en el fondo de un lago celeste. Yo apenas si sabía leer, pero aún recuerdo el letrero de su maleta, recostada en el zócalo de azulejos del colegio, junto al banco de madera donde se sentó con su ayudante: “Rafael Vila Campoa­mor, pintor de frescos”. Me miró de arriba abajo y me sonrió, y ya no volví a verlo hasta un mes después, subido en el andamio, pintando ángeles en el techo de la capilla, a gran altura, suspendido en el vacío, igual que un querubín, pero sin alas. Su ayudante, tam­bién en el andamio, perfilaba los dibujos. Por las tardes, como la capilla estaba abierta, la gente del pueblo acudía a ver las pinturas, y se maravillaba de que un hombre tan bajito pintara tan rápido y tan bien, como si la estatura tuviera algo que ver con el arte. “Hay que ver lo que es un artista” decían, “¡qué misterio!”. Y efectiva­mente, Rafael Vila era un misterio. Al caer la noche paseaba por el pueblo hablando con la gente, preguntando intimidades, esculcando en la vida de los muertos, explicando en las tabernas la técnica de pintar ángeles. Y era capaz de beber todo el vino que le echaran en el vaso.

Mi padre tenía entonces una taberna en el centro del pueblo, y yo escuchaba atentamente sus historias, pues Rafael Vila conocía al dedillo la vida privada y pública de todos los ángeles del mundo, y las contaba como quien cuenta la vida de un amigo íntimo, con cierto secretismo, confidencialmente. Me cautivaba en particular la historia del Ángel de Yavhé, que mi padre le hacía repetir todas las noches; un ángel que sólo hacía cosas buenas, pero que un día castigó a Israel con la peste por culpa de David, que se había empeñado en hacer un censo de todo el pueblo. Mi padre no entendía, ni yo tam­poco, la gravedad de aquel pecado, y un día se lo preguntó al cura, que era un cliente de confianza, y tampoco supo darle una explica­ción, pero nos confirmó la veracidad de la historia. Plenamente. Desde entonces mi padre y yo nos creíamos a pies juntillas los cuen­tos de ángeles de Rafael Vila Campoamor, quien pintó en la capilla del colegio al ángel de Yavhé pasando la mano por la cabeza de otro ángel que era mi padre, con una túnica azul y unas alas como de murciélago, igual que los ángeles del Tríptico Portinari, de Van der Goes. Mi padre con la cabeza gacha, sus arrugas en la frente y su piel rosada de borrachín pueblerino; un retrato, casi una caricatura, que ahora contemplo con la impotencia de saber que pronto desaparecerá.

Era una costumbre, un rito más bien, que tenía Rafael Vila Campoamor, como una especie de recurso artístico. En todos sus frescos representaba los rostros de la gente más próxima. En la capi­lla, sobre el altar, está dibujado el cura párroco, con unas alas platea­das, detrás de mi padre, y ambos forman parte de un conjunto de figuras que representa la revelación del nacimiento de Juan Bautista a su padre Zacarías, en medio de un olivar, que es en realidad el olivar que en aquel tiempo crecía tras la tapia del colegio, con los carrizos del arroyo y los estorninos moteando el horizonte. También está el director del colegio, sin gafas, por supuesto, rodeado de queru­bines, y entre esos querubines estoy yo con una especie de breviario en una mano y una pluma en la otra, como dejando testimonio escrito de la anunciación.

En los frescos de la capilla, numerosísimos, hay otros muchos pasajes donde aparecen ángeles de rostros muy humanos. Son seguramente vecinos que escapan a mi recuerdo. Representan escenas variadas, ajenas a los pasajes bíblicos conocidos, y deben guardar alguna relación con el destino de este pueblo o quizás con la suerte de los protagonistas, pero desconozco las claves, el capricho de Rafael Vila Campoamor, las palabras que oyó en su día, lo que pudo leer en los ojos de aquellos ángeles cotidianos, mortales, que hoy revisten sus frescos de un realismo sobrecogedor. La capilla del colegio fue la última que Rafael Vila pintaría en su vida; es la más rica de todas las conocidas, y precisamente por ello puede entrañar revelaciones significativas, enigmas inexplicables de su propia vida, tal vez la clave de su misteriosa desaparición, pues él mismo aparece dibujado entre las nubes, en el mejor autorretrato que he visto de Campoamor.

Yo era un niño cuando se originó en el pueblo aquel revuelo, seis o siete años tan solo, de forma que no puedo recordar lo sucedido en los días precedentes a la desaparición de Rafael Vila, ni tampoco puedo determinar exactamente sus últimos dibujos, que sospecho son la clave para adivinar su paradero. Su ayudante, que murió en Barce­lona recientemente, sostuvo su primera versión de los hechos hasta el último día de su vida, es decir, que Rafael Vila nunca llegó al suelo al caer del andamio, que primero sintió un grito, luego lo vio precipi­tarse al vacío y un segundo después lo vio escapar volando por los ventanales de la capilla, hacia el sur, sin decir adiós ni volver el rostro. Así de contundente. Esa misma exposición la mantuvo en el colegio, en las calles del pueblo, en el cuartel de la Guardia Civil, frente a su propia familia y en el hospital donde estuvo recluido cinco años, esperando que los médicos de nervios volvieran a confiar en su estado mental, y así consta en los documentos de la Guardia Civil y en los expedientes médicos del sanatorio.

Nadie creyó jamás la histo­ria descabellada de aquel hombre sencillo, salvo yo. Todo el mundo imaginó lo más fácil, que Rafael Vila Campoamor decidió un día romper con el pasado, bruscamente, quizás por miedo a su familia, al entorno social o a los criterios morales de una época demasiado severa con las debilidades del amor, y se admitió desde el primer momento la hipótesis de una fuga con otra mujer, una desconocida a la que achacaron una desaparición, casi un secuestro, que nunca fue. Sin embargo, como sugiere el informe de la Guardia Civil, es anormal que la huida se produjera antes de cobrar un trabajo que ya tenía concluido. Pudo esperar un día más y escapar con dinero sufi­ciente para resistir varios meses en cualquier lugar del mundo. Este suceso, por sí solo, desmantela la hipótesis oficial, pero aun así se dio por válida.

Hasta yo mismo, con el tiempo, llegué a creer en la fuga de Rafael Vila, y a punto estuve de olvidarlo para siempre, arrastrado por las prisas de la realidad y los mandatos de la propia vida. Y en la adolescencia, Campoamor, el pintor de ángeles, me pareció sola­mente una sombra de la memoria, una simple fantasía de la niñez, un espejismo famélico de mis quimeras infantiles. Un niño puede ver lo que no existe, creer cosas que nunca sucedieron, imaginar el mun­do a su capricho. Eso pensé en mi juventud, cuando estaba lejos del pueblo y el frío de la ciudad se cernía sobre mi presente, congelando los recuerdos.

Y pasaron años antes de volver a pensar en serio en Rafael Vila Campoamor. Volví a hacerlo poco después de mi matri­monio, justo en la luna de miel. De viaje por los pueblos perdidos de España, entré en una capilla pequeña, sin mérito alguno, y en los frescos de la pared me reconocí en un querubín vestido de blanco que anotaba algo en un libro. A su lado, un serafín purificaba los labios del profeta con un carbón encendido; tenía seis alas, como todos los serafines, pero su rostro era el de Rafael Vila Campoamor, bastante más joven que cuando lo vi por primera vez, treinta años antes, en el patio del colegio. Hice muchas preguntas, y efectivamente los frescos fueron obra de Campoamor, un lustro antes de mi nacimien­to.

Desde aquel día investigué su vida con delirio. Razonablemente acomodado, gasté fortunas viajando por todo el país. Localicé a sus hijos, a su mujer, a sus hermanas, a su ayudante, a varios parientes, a amigos de la infancia, a vecinos que lo trataron y a clientes a quie­nes pintó capillas y restauró iglesias. Logré hacerme con fotografías, artículos de prensa, cartas personales, bocetos de sus frescos e incluso con su maleta de trabajo, que dormía olvidada en casa de su nieta, como el cofre de un fantasma atormentado, como el recuerdo de alguien impronunciable, maldito, que un día mortificó sin razón a sus seres queridos. En el interior, nada significativo; en el exterior, la misma leyenda que llamó mi atención cuando era un niño. Durante un año estudié la información recopilada, que era mucha, y volví a recorrer España tras la estela de Rafael Vila, como un astrólogo tras un cometa, anotando los lugares de paso, las consecuencias de sus huellas, las posibles interpretaciones de sus frescos en relación con el entorno donde los pintó. Me hospedaba en los pueblos, preguntaba a la gente, fotografiaba el pasado, escuchaba crónicas y luego las analizaba junto a las pinturas, tratando de relacionarlas con la historia del lugar o con el destino de la gente que rodeó a Campoa­mor.

Eso hice durante una década, y desentrañé misterios que pon­drían la carne de gallina y darían para escribir un libro, e incluso, estoy convencido, para descifrar, si su obra permaneciera intacta, el futuro inmediato del mundo. En uno de los pueblos que visité, por ejemplo, aparecía pintado en un fresco el demonio Azazel, en medio de un terronal semejante al desierto, bajo un sol sanguinoso que achicharraba los olivos, todo en un entorno abstruso, como en algu­nas pinturas de El Bosco. El diablo Azazel, barbipungente, ojizaino, cabizmordido, como abrasado por la culpa, aparecía vestido de negro, con un descortezador en la mano y rodeado de inocentes muertos, un diablo asombrosamente real que resultó ser Sebastián Martínez Avilés, vecino del lugar, quien descortezaba alcornoques para hacer tapones de corcho, y quince años después asesinó a tres niñas con sus útiles de trabajo. Hallé fotografías del criminal en las hemerotecas de la ciudad, y es idéntico al del fresco de Rafael Vila Campoamor, con quien discutió acaloradamente en una taberna, dicen los testigos, por causas que nadie recuerda. El pintor de ángeles se había anticipado quince años a los hechos.

Estoy seguro de que en esa capilla hay más profecías escondidas, pues es casi una iglesia, y los frescos se multipli­can en los techos y paredes. Las tres jerarquías de ángeles, cada una con sus tres coros, están presentes allí: serafines, querubines, tronos, dominaciones, potestades, virtudes, principados, arcángeles y ángeles, se mueven libremente en escenas chocantes, parecidas a pasajes bíblicos, que no resistirían un serio estudio teológico porque guardan en realidad muy poca relación con las escrituras.

En el norte hallé otra capilla pintada por Rafael Vila Campoa­mor, también muy rica, pero en un deplorable estado de conservación tras el abandono del colegio por los salesianos, a quienes se debe el encargo de los frescos. En ella aparece pintada la única hija de Rafael Vila, en la misma posición y con idéntica ropa que la Inmaculada de Zurbarán, como si fuera efectivamente la Virgen, y tras ella se distingue claramente la figura de su primer marido, a quien pintó Campoamor como al demonio Asmoneo, que gozaba torturando a las mujeres, según afirma Tobías en su libro bíblico. Efectivamente, el yerno de Rafael Vila era un hombre cruel como pocos, enfermo de celos, despiadado, casi sádico. Clara Vila lo abandonó una tarde de otoño, por sorpresa, tras recibir una paliza de la que tardó semanas en curar. Años después, Clara Vila casó con otro hombre, que también aparece en el mismo fresco y a quien aguarda un destino feliz, según he concluido tras analizar las escenas que lo rodean.

Y así podría citar muchos ejemplos más, de ésta y de otras capillas que he estudiado con detenimiento. Pero la más inquietante de todas sus obras es la última, la que pintó en mi pueblo, a punto de transformarse ahora en salón de actos. En un salón de actos sobran los frescos. “Si fueran antiguos” dicen los responsables, “a lo mejor”, pero son modernos; cincuenta años no es nada en la historia del mundo, un simple pestañeo en los ojos infinitos de Dios. Unos ángeles con cincuenta años, tan simples, tan desnutridos de colores como los de Rafael Vila, no tienen valor alguno. Pero he sacado cientos de fotos, mi habitación está forrada con los ángeles de Campoamor. Rafael Vila, su ayudante, mi padre, el director del colegio, vecinos irreconocibles… Todos están allí, mirándome con sus ojos de papel, aguardando que un día pueda saberse exactamente el paradero de su creador.

Es increíble que un hombre pueda caer de un andamio y no llegar jamás al suelo. El misterio que envuelve su accidente es el mismo que envuelve sus profecías, llevo media vida pensando en ello y estoy seguro. He estudiado al detalle la apertura de la capilla por donde supuestamente escapó volando, y no tiene nada de particular, salvo la evidencia de su anchura, que permite salir a un hombre con los brazos abiertos. La abertura por donde huyó, la mayor de las siete que iluminan la estancia, está sobre el altar mayor, y es ciertamente la única que no presenta obstáculos desde ningún ángulo. He medido cuidadosamente los planos, he fabricado maquetas a escala y he concluido que Rafael Vila Campoamor, en su caída, sólo pudo esca­par por el sitio donde escapó, por ningún otro, y de la forma en que su ayudante dijo, es decir, describiendo una ligera curvatura en un ángulo de cuarenta y cinco grados hacia el sur, como una avioneta arrepentida de tomar tierra. Pero si efectivamente fue así, es extraño que nadie lo viera sobrevolando el pueblo. Recuerdo perfectamente aquella mañana. Los niños más pequeños jugaban en el patio, exacta­mente bajo la ventana por donde huyó, y ninguno lo vio hacerlo.

Por aquella época, durante el recreo, me encantaba entrar en la capilla, disimuladamente, y ocultarme tras las columnas para ver a Rafael Vila pintar los ángeles desde el andamio. Me parecía increí­ble que un hombre dibujara con tanta rapidez sin tener ninguna referencia, tan sólo bajo el dictado de su imaginación, y pasaba el tiempo del recreo hipnotizado por sus pinceles. La mañana del suceso también lo hice, para mi desgracia, y ya nunca pude olvidar a Cam­poamor, el pintor de ángeles, porque yo también lo vi volar, exacta­mente igual que una mariposa, pero entonces tan sólo era un niño, y nadie hubiera creído la historia de un niño que vio a un hombre volar como una mariposa. Yo mismo no imaginaba entonces que los hombres pudieran volar o que los ángeles se vistieran de personas, y durante muchos años preferí creer en las alucinaciones, sólo porque era más cómodo para mi razón. Pero el día que me reconocí pintado en los frescos de Rafael Vila, escribiendo cosas en un breviario, con pequeñas alas en la espalda, supe que Campoamor me había elegido como testigo de su hazaña, que conocía su destino y el mío desde hacía muchos años. A medida que envejezco pienso más en Rafael Vila, y lamento amargamente que su obra muera por carecer de valor artístico. Así son las cosas. También sueño con volar algún día como él lo hizo; al fin y al cabo, me dibujó con alas en la espalda mucho antes de mi nacimiento.

10 comentarios:

  1. ¿Sabes? creo que tus relatos son profetas...¿recuerdas tus cinco hadas? ellas eligierón a un Ángel, los Ángeles y las hadas vuelan juntos...Mientras alguien los pinte,alguien escriba sobre ellas da igual los años que trascurran,siempre existiran...y tus relatos siempre seran lo que son, Tesoros para descubrir en el tiempo...

    Un beso,GRACIAS!!!!

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  3. Cesar, simplemente maravilloso, ese ritmo que al leer va creciendo,que te lleva de la mano, que te hace suspenderte en el aire,que luego te hace poner los pies en la tierra de sopeton, esa es la màgia de la literatura que tù y todos los grandes han poseido, esa que conquista el alma del lector y hace amar a su escritor, esa es la màgia y tù eres un mago (ya sabes que no soy pelotas).
    Realmente exquisito!!
    Enhorabuna por el cambio de luk, que bello y delicado esas dos mariposas.
    Sincero abrazo

    30 de junio de 2009 20:03

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  4. Quise decir enhorabuena, estoy en el despacho casi a oscuras y a esta hora con ojos soñolientos.

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  5. Magnífico cambio de plantilla del blog. Se hace muy agradable el fondo de lectura.
    Y el relato, magnífico también.

    ¡Saludos!

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  6. Excelente como transportas al lector por sobre las alas sobre el lienzo azul del cielo y del sentimiento...
    Sabes? Yo creo en los Ángeles
    mil besitos de agua César
    merchy

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  7. buuuuuuuuuuueno, venía a decirte que me llevaba tu escrito a mi bus y me encuentro con este cambio de look; es genial César, precioso.
    Un besazo, ya te diré aunque de seguro que me volverás a enganchar con tus letras.

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  8. Estuve allí, lo vi pintar y te vi escribir. Sentí la magia y el misterio, y de sus alas quedé prendada hasta que el soberbio punto final me trajo nuevamente a la tierra.

    Pero ha quedado una estela de infinito rozando mi camino, porque de los pinceles nacieron los ángeles de Campoamor y de las Letras nació el ángel de tu cuento.

    Vine para quedarme en tu compañía, que es la compañía de la exquisita lectura.

    Muchos besos.

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  9. ¿ Y no soñaba también con RAFFAELLO ?...

    De todas las direcciones estilísticas, de
    todas las actitudes formales, de todos los
    problemas que concurren a crear la más alta
    y cumplida civilización de todos los tiempos,
    Rafael supo filtrar la esencia más profunda,
    supo extraer la imagen más pura, sin caer
    nunca en el eclecticismo, antes bien
    permaneciendo siempre milagrosamente fiel a
    sí mismo.
    E.Cardin-Raffaello,1951-

    Su arte era inagotable...El tuyo inagotable,
    claro,penetrable,comprensible...MAGNÍFICO!

    ¿ Y de quién será ese Tríptico...tan parecido
    al Tríptico Portinari...de Hugo Van der Goes?

    Un beso,

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  10. Una vez mas te lo digo Cesar, me encantan tus cuentos, son de una calidad rara y unica. Seria un honor para mi que se diera una vueltita por mi sitio, maestro.
    Un abrazo W.G.G
    http://waltergreulach.blogspot.com/

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