Premio de Cuentos Ciudad de Villajoyosa
Cuando dijeron por la radio que el Semíramis había zarpado del puerto de Odessa con doscientos cuarenta y ocho supervivientes de la aniquilada División Azul, el sargento Marcial Medina pensó que todo era una maniobra del régimen para avivar el fuego del espíritu patrio; pero cuando oyó en directo los diálogos de los liberados con sus familiares de la península, cayó en la cuenta de que no eran artistas profesionales pagados por el ministerio, sino muertos que habían resucitado de verdad por obra y gracia de la Cruz Roja francesa. Aquellos fantasmas del pasado lloraban, reían y fingían como cualquier actor, pero al hablar del regreso impregnaban las ondas radiofónicas del miedo insalvable que todos los resucitados tienen a encontrarse con la vida, de modo que durante una larga semana estuvo recordando el pánico acidógeno que horadó su corazón en el viaje que lo devolvió de Cuba, como un paquete certificado, manco del brazo izquierdo y podrido de dolencias tropicales. Era un miedo febril, distinto a todos los miedos que había padecido, rotundo y solitario, como el que había intuido en las palabras entrecortadas de aquellos liberados que por un milagro de la ciencia contaban desde el mar la blancura alambrada y mortal de Borovichi y Jarkov.
Pensando
en los campos de concentración soviéticos se despertó el viernes 2 de abril, con
las primeras luces del alba y la duda inquietante de haber estado en realidad
dormido. Se levantó del suelo, que era donde se acostaba siempre, abrió la
puerta del ático y se asomó a la azotea para ver la ciudad, todavía
somnolienta, acurrucada en el amanecer y en la soledad. Después volvió a
entrar, conectó la radio, echó de comer al canario holandés que vivía en el
salón comedor y se sentó en la mecedora a escuchar las noticias del Semíramis.
Cuando supo que el barco entraría en la bocana del puerto a las cinco de la
tarde, pensó en salir a la calle para coger un buen sitio en el muelle. Se
dirigió entonces al cuarto de baño, sin desayunar, porque desde que volvió de
Cuba sólo hacía una comida al día, y se dispuso para el aseo. Fue entonces cuando
el destino lo traicionó y volvió a quedarse dormido, brutal e inexplicablemente.
El
despertar fue doloroso, lejano y familiar como los colores del pasado. Tuvo
conciencia inmediata del accidente y de la pérdida temporal del sentido, pero
no pudo saber si recobró la conciencia de forma natural o a causa de la
impertinencia habitual del soldado Valdivia, que había venido corriendo desde
la otra punta del mundo y del tiempo para mirarlo desde el lavabo, parapetado
tras su bigote canoso de general en la reserva. Al principio lo vio difuminado
entre las gotas de vapor que impregnaban el espejo, y después envuelto en una
nebulosa de telarañas viscosas que se fue disipando con lentitud irritante
hasta mostrarlo embutido en su uniforme de rayadillo, con las esparteñas
embarradas y el sombrero de palma y ala ancha cubriéndole las tiñas. En una
mano llevaba la carabina Remington y en la otra sostenía su machete reglamentario.
-
¿Qué hace usted ahí parado como un pasmarote, Valdivia? -le increpó.
Pero
el soldado Valdivia no respondió. Se acercó un poco más a él, con los ojos
desorbitados y el rostro desvaído. Entonces el sargento Medina pudo distinguir
la cinta negra de su sombrero y la escarapela con los colores de la bandera.
También apreció, espantosamente nítido, el agujero de bala americana que
atravesaba su guerrera y que le arrancó la vida cincuenta y seis años atrás.
-
Déjese de coñas y ayúdeme, hombre -le dijo,- ¿No ve que no me puedo menear?
El
soldado Valdivia tampoco contestó, y la misma nube de telarañas inoportunas que
lo trajo a su presencia apareció de nuevo en el espejo, lo envolvió fríamente
como una mortaja de desaliento y se lo llevó sin decir adiós, probablemente
por la misma puerta invisible que lo había traído. Muy a lo lejos, el canario
holandés había empezado a canturrear en la soledad del salón y la voz de un
locutor frenético comenzó a caminar por el pasillo, como el bisbiseo nocturno
de un enemigo, hasta detenerse junto a su oído. Aguantó entonces la respiración,
como hacía en las trincheras de Santiago durante la guerra, intentando identificar
el ruido, y comprendió aterrado que el Semíramis había entrado ya en el
puerto, que los resucitados de Rusia habían dado el pésame a sus dolientes y
que llevaba más de ocho horas sin poderse mover del lugar donde había caído.
Hasta
que llegó la noche estuvo batallando en la trampa enemiga que lo tenía
apresado, intentando zafarse del cepo mortal que paralizaba su cadera, pero el
dolor insufrible y la parálisis del brazo izquierdo lo devolvían una y otra vez
a la posición original. La cabeza le ardía como un nido de tábanos y un
regimiento de caballería enemigo parecía cargar al machete en los recovecos
más antiguos de su cerebro.
Intentó
muchas veces alcanzar el bastón que había dejado a la entrada del baño, pero su
único brazo útil lo necesitaba para mantener el equilibrio, de modo que al
poco tiempo abandonó la idea y volvió a ocuparse del dolor de la cadera. De
madrugada lo rindieron el suplicio y el cansancio y procuró acomodarse en
la trampa lo mejor que pudo, pero antes de cerrar los ojos pudo ver, apoyada en
el quicio como en el decorado de un daguerrotipo, la figura azul grisácea de un
oficial de caballería, con el cuello bajo vuelto, el pantalón recto y siete
botones dorados abrochándole la guerrera.
Hizo
un esfuerzo por reconocerlo, pero el golpe recibido en la cabeza entorpecía su
visión, de modo que agitó el brazo llamando la atención del visitante. El
oficial se acercó pausadamente, se quitó el sombrero y tomó asiento en la tapa
del retrete.
-
Hay que ver lo viejos que estamos, Medina -le dijo-, parece que fue ayer lo de
Ojo de Aguja y míralo, a ti no hay quien te conozca y a mí no hay quien me vea.
Marcial
Medina reconoció en el acto al capitán Cárdenas, no sólo por las espuelas de
plata que su mujer le regaló el día de San José y que todavía lucía en sus
botas cortas, sino también por el machetazo que le dieron en la frente los
mambises de Maceo durante el combate de Ojo de Aguja, cuando él acababa de llegar
a la isla y aún le impresionaba la sangre y le afligía la muerte.
-
Estoy herido, mi capitán -le dijo patéticamente-, haga el favor de ayudarme
porque no puedo moverme.
El
capitán Cárdenas volvió a colocarse el sombrero de paja, se ajustó el cordón de
pelo del revólver y se llevó las manos a la espalda.
-
Lo siento -dijo-, yo tampoco.
Y
durante toda la noche permaneció de pie junto a él, unas veces con los brazos
en cruz y otras jugueteando con las divisas doradas de su bocamanga. Cuando le
pareció se volvió a colocar el sombrero y desapareció tan misteriosamente como
había llegado. Estaba amaneciendo, la radio empezaba a emitir un boletín informativo
y el canario de plumas rizadas se aclaraba la garganta con agua fresca para
alegrar el ático con su concierto diario. Miró a su alrededor y volvió a ver el
bastón, justo donde la noche antes estuvo apoyado el capitán Cárdenas, pero
ni siquiera intentó cogerlo porque ahora se encontraba más agotado que el día
anterior, más vencido, más resignado.
Durante
todo el día estuvo pensando en la forma de salir de aquella trampa, poniendo en
marcha los mecanismos más sofisticados de su ingenio. Analizó su desesperada
situación como lo hubiera hecho un estratega veterano, con frialdad y aplomo,
estudiando a fondo los inconvenientes y buscando la manera de salvarlos, pero
al final llegó a la misma conclusión de la que había partido: que no podía
moverse. Comenzó entonces a gritar, albergando la esperanza de que alguna
vecina subiera a la azotea por casualidad y oyera los gritos, pero a mediodía,
con las cuerdas vocales ardiendo, cayó en la cuenta de que las mujeres de todo
el barrio tendían la ropa en las terrazas y de que no había visto a nadie por
allí en toda la primavera. A pesar del convencimiento siguió gritando, cada
vez con menos vigor y más desánimo, y por la noche, cuando el canario holandés
dejó de cantar, ya ni siquiera tenía fuerzas para quejarse. Entonces rompió a
llorar, no tanto por la situación en que se hallaba, sino por el gravísimo
error táctico que había cometido, pues pensó que hubiera sido mejor gritar de
madrugada, cuando la ciudad duerme y el silencio se deja romper con facilidad;
de modo que cuando el sargento Palacios vino a verlo todavía lloraba como un
niño desconsolado.
-
Parece mentira, Marcial -le dijo-, tú llorando como un recluta.
Marcial
Medina volvió la cabeza y lo encontró recostado contra la pared, fumando con
aire desentendido, como lo hacía en las trincheras de Santiago de Cuba, y por
primera vez en dos días fue capaz de sonreír.
-
¿Te acuerdas, Palacios, la que le dimos a los voluntarios de Roosevelt?
-preguntó en voz tan baja que el otro tuvo que acercar la cabeza para oírlo-
Todavía andarán corriendo como cagados.
El
sargento Palacios sacudió la ceniza del cigarro y las tobas parecieron de
verdad al caer al suelo.
-
Ya lo creo -respondió-, pero el doble nos dieron luego. Los hombres y la vida
siempre pasan factura.
Entonces
Marcial Medina reparó en su chaqueta gris marengo y en su camisa blanca
ensangrentada. Le extrañó ver de paisano a su antiguo compañero de armas y fue
a preguntarle, pero el otro leyó su pensamiento y se anticipó.
-
Ya lo ves -dijo-, me escapé de los mambises y de los yanquis y vinieron a mi
casa a darme un tiro. Y no fueron los rojos ni los nacionales, fue la envidia.
Pero aquello pasó en otra guerra.
Marcial
Medina le habló entonces del barco que venía de Rusia cargado de muertos
vivientes y de lo malo que es quedarse solo en la vida. Le contó que llevaba
dos días en la misma postura, sin comer ni beber, y que estaba perdiendo las
esperanzas de salir vivo, pero Palacios ya no pudo oírlo porque la luz del día
había difuminado en la pared del baño su triste figura de muerto civil. De
modo que el sargento Medina se entregó de nuevo a la tarea infructuosa de
escapar de la trampa, pero cada vez le costaba más trabajo pensar,
interrumpido constantemente por los fuertes dolores de cabeza y el escozor
insoportable de la cadera, por eso empezó a llorar de nuevo, pero ahora con
desconsuelo y resignación.
Durante
todo el día estuvo recordando la tarde que regresó de cuba, el calor sanguíneo
que se apoderó de su cuerpo al divisar el puerto, el rumor del gentío y aquel
revuelo de sombreros que parecían palomas, y de nuevo se sintió desamparado, sin
nadie que lo esperara en los muelles para regalarle un beso o una palabra de
bienvenida; solos él, su maleta y su brazo inútil. También el miedo a la vida,
a saber que el mundo era el mismo aunque ya no lo fuera. A lo lejos, en la
radio que seguía conectada a pesar de las horas y de los llantos, alguien
hablaba todavía del Semíramis y de los liberados y pronunciaba extrañas
palabras de encuentros y de emociones, pero él ya no tenía fuerzas para
recordar ni para maldecir a la soledad. El canario había dejado de cantar en el
comedor, atemorizado por la presencia de la noche, y él, en un momento de fatal
lucidez, había tocado la rotura de su cadera y la bañera blanca donde cayó,
como un pecado en el infierno, el día que un barco cargado de muertos llegó a
un puerto. Entonces dejó de llorar y se echó a dormir. Había perdido también la
última batalla y casi no le importaba.
Precioso, posees una narrativa deliciosa...
ResponderEliminarpretty nice blog, following :)
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