jueves, 26 de junio de 2014

ATARDECER EN GRENOBLE




Premio Internacional de Cuentos  Barcarola

Justo en la puerta de la casa, aquella incertidumbre que durante años lo había perseguido con el encono y el acierto de un sabueso, se amparó en las volu­tas del ciga­rro, en las formas caprichosas que el humo bosque­jaba en la atmósfera y en el enorme sauce que som­breaba la fallada como un gigante triste y aburrido. Allí mismo la incertidumbre, llevada quizás por esa morbosidad que produce la suspensión del ánimo, se introdujo en el cora­zón de Grego­rio Granados y le impuso la obligación de volver a recor­dar las lejanísi­mas cartas de Veronique Verdier.

“Bourges es una hermosa ciudad en el corazón de Francia -le decía ella en aquel mensaje prime­ro, de gerundios dificultosos que embellecían la magia de lo inicial-, y se asienta a orillas del canal de Berry y del Yèbre, que es un afluente del Cher. Espero que algún día vengas a conocerla.”

Lógicamente, la mañana que Veronique Ver­dier dibujó con sumo cuidado aque­llas palabras en papel rosáceo, no podía suponer que el adoles­cente con quien se había propuesto mantener un intercambio cultural tarda­ría veinte años en pisar la ciudad que la vio nacer; la inten­ción de su primera carta, inocente y pueril, aún permane­cía estan­cada en la toma de contacto, en el único deseo de tener a un amigo en el país vecino que la ayudara a per­feccionar sus conocimientos de español.

“Verdaderamente me impresiona todo lo que cuentas -le decía en aquella segunda carta que él compren­dió mucho mejor, familiarizado ya con la caligra­fía-, pues desde una ciudad enterrada en el centro de Francia, imagi­nar los mares de tu tierra resulta tan difícil como fasci­nante. Sólo un ruego: no trates en tus descripciones de simplificar el vocabulario ni la construcción de las oraciones.”

Y el triste recuerdo de sus primeras torpe­zas gramaticales volvió a des­pertar en Gregorio la remota huella de inse­guri­dad que había dominado sus años de bachillerato, que había permanecido junto a él en la facultad de Filolo­gía y que por fin había logrado dominar con el tiempo, aunque alguna vez, como ahora, la presin­tiera nadando en su sangre como un pez nervioso, como un animal bicéfalo dirigido por el miedo y la timi­dez. Ahora, frente a la puerta de aquella casa extraña que tantas veces imaginó en la penumbra de su habitación estudiantil, la incer­tidumbre se aliaba con la cobardía y atena­zaba su mano impidiéndole tocar un simple timbre que se le antoja­ba circular como la vida, negro como la duda y posiblemen­te estruendo­so como la derrota.

Cinco años atrás, con motivo de un viaje que realizó a Francia con sus alumnos de tercero, había expe­rimentado la misma sensación punzante y dolorosa que ahora presionaba los nervios de su brazo; pero el apoyo moral del Berry y del Yébre ocultos en las cartas que empuñaba, la solidez de los presen­timientos y el amparo de sus pupilos se aliaron contra su indecisión, a la que vencieron en aquella ciudad de Bourges cuya gloriosa tradi­ción de fundir cañones quedó empañada por el chirrido de un timbre clavado a un porche, por un sonido que duran­te años había imaginado románticamente nostálgi­co, como el tamborileo del agua en los cristales de aque­lla cafetería donde leía las cartas de Veronique tomando té con limón y oyendo a Charles Aznavour entonar can­ciones de despedida. En aquella ocasión una mujer rubia, madura, con un vestido de flores irrecono­cibles, abrió la puerta de la casa mientras el sonido de un extra­ño tambor nacía en su cora­zón, recorría sus arte­rias y atronaba su cere­bro.

- Por favor -inquirió en un francés casi perfecto-, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

- Lo siento -respondió la mujer-, mi sobrina Veronique vive en Nevers desde hace cinco años.

Y no fue necesario pedirle la dirección de aquella calle que media hora antes, tres años después, había buscado con la ilusión de un niño, con el miedo de un hombre obsesionado por una incertidumbre que durante décadas lo había torturado: el motivo por el cual Veroni­que Ver­dier había roto aquella correspondencia de una forma rotunda y cruel, justo cuando acababa de consagrar su adolescencia a un amor lejano y romántico, embellecido por la lejanía y engrandecido por la impotencia injusta de salvar las distancias.

“Este verano me tentó la idea de ir a verte -le dijo ella en una de sus últimas cartas, compri­mien­do distancias en el papel, otorgándose licencias que comulgaban con la esperanza-, pero un extraño impulso me retuvo aquí. He llegado a la conclusión de que no hay nada más poderoso ni más temible que la cobardía”.

Sólo ahora, en Nevers, frente a una puerta barnizada que tomaba tintes de soles apagados, a la sombra fría de un sauce que nunca imaginó en la puerta de Veroni­que, Gregorio Granados pudo asimilar plenamente la magni­tud de aque­llas palabras lejanas que acentuaban su dolor y su fuerza de vocablos rotundos con la evidencia de saberse conoci­dos, de revelarse vividos por Veronique mucho tiempo atrás, quizás mientras él aprovechaba las cadencias de Aznavour para soñar con una princesa encarcelada en Fran­cia, con una doncella que burlaba la vigilancia de los guardianes del torreón para enviarle palomas mensajeras y palabras bañadas en perfume de violetas.

Entonces recordó que el principal motivo de sus vacaciones en Francia era localizar a aquella joven de ojos verdes que nunca más respondió a sus cartas, pensando quizás que él podía conformarse con una fotogra­fía y un silencio amparado en la distancia, convencida probablemen­te de que todo el mundo podía dejar inconcluso algún capítulo de su vida con la misma facilidad que ella. Y sacudido por un remoto estímulo de violetas y de abandonos musicales mezclados con té, se sorprendió pulsando el timbre de la puerta, conteniendo un impulso de desertor que en el último segundo lo instó a una reti­rada sin condiciones. Mucho antes de lo previsto, en un fugaz segundo con perfume de primave­ras y de miedos estudianti­les, la puerta se abrió y los ojos negros de una mujer joven salvaron la fría lejanía de los idiomas formulando una pregunta que Grego­rio se apresuró a responder con otra.

- Por favor, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

La mujer, con una sonrisa apagada y sincera que pacificó la batalla de sus nervios, se atusó el cabe­llo en un gesto que preludió una negativa.

- Desde hace un año vive en Grenoble -respondió-, con su prima Yvette. Si desea la dirección puedo dársela.

Gregorio Granados asintió en silencio mientras calculaba los días y las distancias intentando dilatar unas vacaciones que acariciaban su final, mientras la tensión del momento lo retornaba al pasado recordándole que el tiempo es lo más implacable del mundo, que las ocasiones son puertas abiertas por él que pueden cerrarse para no abrirse nunca más. Y cuando la mujer volvió a salir tomó la esquela con un temblor en las manos que lo subió a caballo de la nostalgia haciéndolo galopar entre las besanas de letras escritas por Vero­nique.

“Las preguntas son como las amapolas, Gregorio, -le decía ella en aquella última carta que no pudo dejar en las estafetas francesas la tristeza de las respues­tas obligadas-, tienen su tiempo para florecer y su tiempo para morir, y cuando se han marchitado sólo queda de ellas el recuerdo. Ha pasado el tiempo de las palabras y de las cartas; tú y yo estamos tan lejos que las pregun­tas y las respuestas llega­rán siempre marchitas. No insis­tas, en el amor y en la vida hay misterios que nadie puede resolver.”

Con aquella despedida Veronique Verdier cerró definitivamente la puerta de una relación que Grego­rio había convertido con los años en un fantasma capricho­so y metamór­fico, en un espectro sentimental que había habitado sus voluntades disfra­zado de ilusión, de esperan­za, de obsesión y de desencan­to, pero sobre todo de resis­tencia, de oposi­ción feroz a una realidad a la que nunca permitió la entrada en la casa de su razón; por eso sus cartas se sucedieron de una manera intermitente pero continua, con una perseverancia venática que se fue espa­ciando con el tiempo pero que siempre conservó aquel matiz inmaduro y adolescente que él mismo reconocía impregnado de un romanticismo rayano con la locura, aunque algunas mañanas frente al espejo hubiera tenido la misericordia de definirlo como amor.

“Acabo de regresar con mis alumnos de un viaje por tu país -le escribió el verano que volvió de Francia, nada más llegar, sin haber abierto siquiera las maletas-, estuve en tu casa de Bourges, hablando con un familiar tuyo que me dio esta dirección. Me hubiera gusta­do verte en Nevers, pero me acompañaba gente y me fue imposi­ble; quizás vuelva en próximas vacaciones. Aunque no me contestes, se que recibes mis cartas. Hasta pronto. Te quiero.”

Aquel mismo día se prometió volver para terminar de escribir una página de su pasado que siempre consideró inconclusa porque nunca le reconoció al olvido una facultad racional. Por eso estaba ahora en Nevers, tres años después, burlado de nuevo por un destino dis­puesto a no valorar su incertidumbre, a volver a reírse posiblemente de su loca carrera hacia el hotel, hacia la esta­ción de trenes de aquella antigua capital de Niver­nais, a la que dejó atrás despreciando su hermosa catedral y los nueve siglos de su iglesia de San Esteban.

En el tren lo asaltó el impulso de anunciar su llegada con un telegrama, impaciente por la proximidad verdosa de unos ojos que tras el velo de la adolescencia seguía reconociendo melancólicos y dulces, sensibilizado por un paisaje que embelleció su fantasía hasta el punto de barajar seriamente la posibilidad de hospedarse incluso en casa de Veronique; pero los chirridos del tren en las estaciones lo fueron convenciendo progresivamente de que la impaciencia puede perturbar la realidad con la inten­ción premeditada de conducir al error. Por eso al llegar a Grenoble el cielo plomizo del atardecer envolvió su capa­cidad de soñar en una sábana de nubarrones grises, en una coraza de objetividad indestructible que le hizo envidiar el plumaje de unos gorriones que picoteaban el suelo, que llevaban impregnada en la negrura de sus ojos el melancó­lico tinte de libertad de las letras de Aznavour. Y de nuevo lo asaltaron los sillones pardos de aquella cafete­ría de bachilleres alocados y melodías dulzonas... "ante mi soledad, en el atardecer, tu lejano recuerdo me viene a buscar..."

Con aquella canción en el cerebro y una esperanza en la mano descubrió tras la ventanilla del taxi el ajetreo adormecido de una ciudad que se disponía ya a fundirse con la madrugada. Y justo cuando quiso evocar de nuevo la última carta que recibió de Veronique, el automó­vil se detuvo frente a la puerta de una vivienda blan­ca, de tejas rojas y visillos bordados; y mientras el taxista bajaba las maletas se vio frente a aquel espejo que a veces parecía tomar la facultad del habla para recriminar­le el enorme absurdo de una persistencia que ya no tenía sentido, pero de nuevo volvió a convencerlo de las grande­zas del amor.

Ya en la puerta de la casa, Gregorio se detuvo a pensar si verdaderamente sus preguntas llegarían ahora marchitas como las amapolas sin primavera, si Vero­nique tendría ahora valor suficiente para decirle cara a cara que todo tiene un tiempo para florecer y un tiempo para morir, que en el amor y en la vida hay misterios que nadie puede resolver. Y esta vez sin llegar a la duda, tocó el timbre. Al abrir­se la puerta, el rostro de una mujer joven y extraña apuntilló su inconsciente impulsán­dolo a formu­lar una pregunta que le supo a rancia.

- Por favor, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

La mujer, sin alterar lo más mínimo la expresión de un rostro duro, ojizarco y varonil, sin tomarse la molestia de responder a un hombre sudoroso que parecía haber recorrido medio mundo para llegar hasta allí, volvió la cabeza y sin retirarse del portal pronun­ció un nombre tan familiar para Gregorio que el sonido de sus sílabas retumbó en su pasado como un trueno que prelu­diara una tormenta de confusión y de conclusiones. Y antes de que el miedo tuviera tiempo de hacer temblar sus manos, la mirada verde de Veronique Verdier lo crucificó en el tiempo con clavos de incertidumbre. Y como si toda la vida lo hubiera tenido junto a ella, con la sere­nidad con que se formulan las preguntas a los viejos amantes, Vero­nique lo interrogó en un castellano perfecto

- ¿Qué quieres ahora, Gregorio?

Gregorio Granados, desconcertado ante la presencia de una mujer que había imaginado más baja, más débil, más femenina, se armó de valor y respondió con otra pregunta.

- ¿Por qué no volviste a escribirme?

Veronique Verdier se acercó entonces a él como si buscara en la proximidad física un acercamiento de las mentes y de los espíritus, como si la distancia tuvie­ra en realidad una potestad sobre la lógica, sabiendo positiva­mente que Gregorio Granados nunca comprendería lo que iba a decirle porque ni ella misma había conseguido leer con claridad en el libro indescifrado de sus instin­tos.

- Porque mi prima Yvette me lo prohibió -le respondió mien­tras tomaba a la mujer de la cintura, con la sereni­dad inquebrantable de quien ha aposta­do en el juego del amor todas sus cartas.

Levemente, sin desaires ni violencias, Veronique cerró la puerta sin decir una palabra más, sin pararse a ver cómo Gregorio giraba sobre sí mismo como la bola del mundo sobre su eje ficticio, sin imaginar siquie­ra que el plumaje grisáceo de los gorriones y la caída de la tarde aún conseguían despertar en él una lejana evoca­ción romántica, una extraña nostalgia de gerundios france­ses en tardes de instituto que le hicieron recordar con tristeza una cafetería a mucha distancia de allí, una lluvia imperti­nente tamborileando en los cristales y las estrofas de una canción de Aznavour que insólitamente comen­zaba a sonar a olvido: "... qué callada quietud, qué tris­teza sin fin..."

1 comentario:

  1. La vida te da sorpresas,sorpresas te da la vida y a veces muy injustas, me ha gustado volver a leer este relato.

    Un abrazo..¡¡¡¡

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