lunes, 23 de febrero de 2009



EL BUQUE FANTASMA



Tenía el don inefable de los deseos. Aparecía y desaparecía como el capricho de un niño, se adhería a los pliegues de la fantasía con la facilidad de una bruma, y durante dos años largos estuvo a punto de enloquecer a toda la tripulación del capitán John W. Hawker. Lo mismo se dejaba ver en los mares de la China que frente a las costas de Méjico, en el centro del mar Mediterráneo o en cualquier playa del Caribe, con un pabellón desconocido cuyos colores eran motivo de porfía, apuestas y pesadillas. Nunca lograron verlo más de dos hombres a la vez, lo cual acentuaba la discordia y elevaba el precio de las apuestas. A veces se acercaba tanto a El Bergante, que un marinero amaneció muerto de espanto y otro enmudeció fulminantemente sin que el botín, las mujeres o la nostalgia fueran capaces de restituirle la palabra.

El conflicto llegó a tal extremo que el capitán John W. Hawker, abochorna­do de su propia tripulación, prohibió tajantemente contar cuentos de terror a la luz de la luna, hablar de fantasmas en la intimidad de los pañoles y beber ron a partir de las once. A la hora del almuerzo sustituyó el vino por leche para avergonzar a sus hombres, y muchas noches paseaba por cubierta, entonando canciones de cuna, llamando a gritos al barco del Diablo, desafiándolo a un duelo mortal, mientras los más aguerridos piratas de todos los mares temblaban de miedo en la precariedad de los cois, y se orinaban en los pantalones de puro terror.

- ¿Dónde te escondes, Satanás? -gritaba el pirata Hawker, haciendo retumbar en cubierta su pierna de palo-, ven a tocar con tus cuernos los bigotes temblorosos de las doncellas que duermen en este barco.

Y reía a carcajadas.

- Pero ten cuidado -decía-, ven acompañado de Belcebú, Mefistófeles, Lucifer, Leviatán, Luzbel, Hermes, Belial y toda la camarilla de galopines cagones que tengas escondidos en la sentina de tu apestosa barcaza, hace falta mucha gentuza para bajar los pantalones del capitán John W. Hawker.

Y así una vez y otra, en medio de la oscuridad y del viento, hasta que sus hombres le suplicaban desde abajo que callase de una vez o los matara a sablazos. Luego bajaba a su camarote, bebía ron hasta hartarse y reía hasta el amanecer, contándole al loro Gordon chistes de niñas asustadizas. Pero una noche, frente a las costas de Madagascar, un marinero portugués llamó a la puerta bañado en sudor diciendo que el buque del Diablo quería abordar a El Bergante por el lado de estribor.

John W. Hawker apartó al marinero de un manotazo, subió por las escalas arrastrando su pierna de madera, y cuando llegó a cubierta el alma le dio un vuelco de satisfacción. Allí estaba el buque de la discordia, plantado frente a su barco, bambaleándose en las aguas de la noche como una pesadilla, con las tapas de las troneras levantadas en posición de combate. La vela mayor presentaba girones y agujeros de bala, y el juanete mayor apenas era un trapo sucio, descuidado y triste, como si la nave jamás hubiera tenido gavieros. El castillo de proa mugriento, los calzos de los botes podridos y las tablas del casco invadidas por algas y moluscos. La luna se perfilaba redonda tras el pabellón, y ciertamente hacía indefinibles los colores. A bordo, ni una sola luz. Entonces el capitán John W. Hawker llamó a gritos a sus hombres mientras el loro Gordon caía desmayado al suelo, exponiéndose a los pisotones y a los orines de toda la tripulación de El Bergante.

Pero el barco no atacó. Pudo hacerlo mientras los hombres de Hawker se preparaban para la lucha, en medio de temblores espantosos y lloriqueos de huérfanas. Cuando estuvo preparado, John W. Hawker, junto al palo mayor, tomó el megáfono y ordenó al barco contrario ponerse al pairo.

- Ahora mismo -gritó-, o colgaré por el rabo a tu piojosa cuadrilla de diablos perillanes que no saben ni maniobrar una bañera.

El barco se detuvo. Pero cuando John W. Hawker fue a dar la orden de abordaje, ni uno solo de sus hombres estaba en cubierta. Sólo el loro Gordon, en el suelo, se dejaba acariciar por el viento las plumas de colores. Entonces el capitán Hawker hizo centellear en la madrugada sus colmillos de oro, arrojó un cabo a la cubierta contraria y saltó a ella con el sable en la mano. “Más vale que vayas armado” pensó, mientras su pierna de madera taladraba la cubierta de aquel barco misterioso cuya tripulación parecía ocultarse en el fondo de la bodega. Durante dos horas estuvo registrando la nave en busca de vivos o de muertos, pero sólo halló a un hombre en el camarote del capitán, un hombre con una pierna de palo, un plano tatuado en el pecho y una mirada de añoranza en su único ojo. Mantuvo con él una charla que ni siquiera el loro Gordon llegó a conocer jamás, y luego regresó a El Bergante con un simple anillo de malaquita que lo acompañó hasta la muerte y un libro con las páginas en blanco donde años después escribiría, palabra por palabra, lo hablado en aquel barco.

John W. Hawker tardó otras dos horas en hallar a su tripulación, que se había acuartelado en las cubiertas inferiores de El Bergante, armada hasta los dientes, en medio de letanías y conjuros, cruces y amuletos. Cuando abrió las puertas hubo hombres que cayeron desmayados al suelo. Pero el capitán Hawker caminó entre ellos lentamente, con el libro bajo el brazo. Luego subió a una mesa y los miró a todos uno por uno.

- No era el Diablo, caballeros -dijo con una de sus peores sonrisas-, tan sólo era un marinero sin sepultura y sin amigos. Ya pueden volver a beber vino en la comida, a contar cuentos de fantasmas y a tomar ron por la noche. Nunca más verán ustedes a ese barco ni me oirán faltarle al respeto.

Así fue.


ATARDECER EN GRENOBLE

Premio Internacional de Cuentos Barcarola


Justo en la puerta de la casa, aquella incertidumbre que durante años lo había perseguido con el encono y el acierto de un sabueso, se amparó en las volu­tas del ciga­rro, en las formas caprichosas que el humo bosque­jaba en la atmósfera y en el enorme sauce que som­breaba la fallada como un gigante triste y aburrido. Allí mismo la incertidumbre, llevada quizás por esa morbosidad que produce la suspensión del ánimo, se introdujo en el cora­zón de Grego­rio Granados y le impuso la obligación de volver a recor­dar las lejanísi­mas cartas de Veronique Verdier.

“Bourges es una hermosa ciudad en el corazón de Francia -le decía ella en aquel mensaje prime­ro, de gerundios dificultosos que embellecían la magia de lo inicial-, y se asienta a orillas del canal de Berry y del Yèbre, que es un afluente del Cher. Espero que algún día vengas a conocerla.”

Lógicamente, la mañana que Veronique Ver­dier dibujó con sumo cuidado aque­llas palabras en papel rosáceo, no podía suponer que el adoles­cente con quien se había propuesto mantener un intercambio cultural tarda­ría veinte años en pisar la ciudad que la vio nacer; la inten­ción de su primera carta, inocente y pueril, aún permane­cía estan­cada en la toma de contacto, en el único deseo de tener a un amigo en el país vecino que la ayudara a per­feccionar sus conocimientos de español.

“Verdaderamente me impresiona todo lo que cuentas -le decía en aquella segunda carta que él compren­dió mucho mejor, familiarizado ya con la caligra­fía-, pues desde una ciudad enterrada en el centro de Francia, imagi­nar los mares de tu tierra resulta tan difícil como fasci­nante. Sólo un ruego: no trates en tus descripciones de simplificar el vocabulario ni la construcción de las oraciones.”

Y el triste recuerdo de sus primeras torpe­zas gramaticales volvió a des­pertar en Gregorio la remota huella de inse­guri­dad que había dominado sus años de bachillerato, que había permanecido junto a él en la facultad de filolo­gía y que por fin había logrado dominar con el tiempo, aunque alguna vez, como ahora, la presin­tiera nadando en su sangre como un pez nervioso, como un animal bicéfalo dirigido por el miedo y la timi­dez. Ahora, frente a la puerta de aquella casa extraña que tantas veces imaginó en la penumbra de su habitación estudiantil, la incer­tidumbre se aliaba con la cobardía y atena­zaba su mano impidiéndole tocar un simple timbre que se le antoja­ba circular como la vida, negro como la duda y posiblemen­te estruendo­so como la derrota.

Cinco años atrás, con motivo de un viaje que realizó a Francia con sus alumnos de tercero, había expe­rimentado la misma sensación punzante y dolorosa que ahora presionaba los nervios de su brazo; pero el apoyo moral del Berry y del Yébre ocultos en las cartas que empuñaba, la solidez de los presen­timientos y el amparo de sus pupilos se aliaron contra su indecisión, a la que vencieron en aquella ciudad de Bourges cuya gloriosa tradi­ción de fundir cañones quedó empañada por el chirrido de un timbre clavado a un porche, por un sonido que duran­te años había imaginado románticamente nostálgi­co, como el tamborileo del agua en los cristales de aque­lla cafetería donde leía las cartas de Veronique tomando té con limón y oyendo a Charles Aznavour entonar can­ciones de despedida. En aquella ocasión una mujer rubia, madura, con un vestido de flores irrecono­cibles, abrió la puerta de la casa mientras el sonido de un extra­ño tambor nacía en su cora­zón, recorría sus arte­rias y atronaba su cere­bro.

- Por favor -inquirió en un francés casi perfecto-, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

- Lo siento -respondió la mujer-, mi sobrina Veronique vive en Nevers desde hace cinco años.

Y no fue necesario pedirle la dirección de aquella calle que media hora antes, tres años después, había buscado con la ilusión de un niño, con el miedo de un hombre obsesionado por una incertidumbre que durante décadas lo había torturado: el motivo por el cual Veroni­que Ver­dier había roto aquella correspondencia de una forma rotunda y cruel, justo cuando acababa de consagrar su adolescencia a un amor lejano y romántico, embellecido por la lejanía y engrandecido por la impotencia injusta de salvar las distancias.

“Este verano me tentó la idea de ir a verte -le dijo ella en una de sus últimas cartas, compri­mien­do distancias en el papel, otorgándose licencias que comulgaban con la esperanza-, pero un extraño impulso me retuvo aquí. He llegado a la conclusión de que no hay nada más poderoso ni más temible que la cobardía”.

Sólo ahora, en Nevers, frente a una puerta barnizada que tomaba tintes de soles apagados, a la sombra fría de un sauce que nunca imaginó en la puerta de Veroni­que, Gregorio Granados pudo asimilar plenamente la magni­tud de aque­llas palabras lejanas que acentuaban su dolor y su fuerza de vocablos rotundos con la evidencia de saberse conoci­dos, de revelarse vividos por Veronique mucho tiempo atrás, quizás mientras él aprovechaba las cadencias de Aznavour para soñar con una princesa encarcelada en Fran­cia, con una doncella que burlaba la vigilancia de los guardianes del torreón para enviarle palomas mensajeras y palabras bañadas en perfume de violetas.

Entonces recordó que el principal motivo de sus vacaciones en Francia era localizar a aquella joven de ojos verdes que nunca más respondió a sus cartas, pensando quizás que él podía conformarse con una fotogra­fía y un silencio amparado en la distancia, convencida probablemen­te de que todo el mundo podía dejar inconcluso algún capítulo de su vida con la misma facilidad que ella. Y sacudido por un remoto estímulo de violetas y de abandonos musicales mezclados con té, se sorprendió pulsando el timbre de la puerta, conteniendo un impulso de desertor que en el último segundo lo instó a una reti­rada sin condiciones. Mucho antes de lo previsto, en un fugaz segundo con perfume de primave­ras y de miedos estudianti­les, la puerta se abrió y los ojos negros de una mujer joven salvaron la fría lejanía de los idiomas formulando una pregunta que Grego­rio se apresuró a responder con otra.

- Por favor, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

La mujer, con una sonrisa apagada y sincera que pacificó la batalla de sus nervios, se atusó el cabe­llo en un gesto que preludió una negativa.

- Desde hace un año vive en Grenoble -respondió-, con su prima Yvette. Si desea la dirección puedo dársela.

Gregorio Granados asintió en silencio mientras calculaba los días y las distancias intentando dilatar unas vacaciones que acariciaban su final, mientras la tensión del momento lo retornaba al pasado recordándole que el tiempo es lo más implacable del mundo, que las ocasiones son puertas abiertas por él que pueden cerrarse para no abrirse nunca más. Y cuando la mujer volvió a salir tomó la esquela con un temblor en las manos que lo subió a caballo de la nostalgia haciéndolo galopar entre las besanas de letras escritas por Vero­nique.

“Las preguntas son como las amapolas, Gregorio, -le decía ella en aquella última carta que no pudo dejar en las estafetas francesas la tristeza de las respues­tas obligadas-, tienen su tiempo para florecer y su tiempo para morir, y cuando se han marchitado sólo queda de ellas el recuerdo. Ha pasado el tiempo de las palabras y de las cartas; tú y yo estamos tan lejos que las pregun­tas y las respuestas llega­rán siempre marchitas. No insis­tas, en el amor y en la vida hay misterios que nadie puede resolver.”

Con aquella despedida Veronique Verdier cerró definitivamente la puerta de una relación que Grego­rio había convertido con los años en un fantasma capricho­so y metamór­fico, en un espectro sentimental que había habitado sus voluntades disfra­zado de ilusión, de esperan­za, de obsesión y de desencan­to, pero sobre todo de resis­tencia, de oposi­ción feroz a una realidad a la que nunca permitió la entrada en la casa de su razón; por eso sus cartas se sucedieron de una manera intermitente pero continua, con una perseverancia venática que se fue espa­ciando con el tiempo pero que siempre conservó aquel matiz inmaduro y adolescente que él mismo reconocía impregnado de un romanticismo rayano con la locura, aunque algunas mañanas frente al espejo hubiera tenido la misericordia de definirlo como amor.

“Acabo de regresar con mis alumnos de un viaje por tu país -le escribió el verano que volvió de Francia, nada más llegar, sin haber abierto siquiera las maletas-, estuve en tu casa de Bourges, hablando con un familiar tuyo que me dio esta dirección. Me hubiera gusta­do verte en Nevers, pero me acompañaba gente y me fue imposi­ble; quizás vuelva en próximas vacaciones. Aunque no me contestes, se que recibes mis cartas. Hasta pronto. Te quiero.”

Aquel mismo día se prometió volver para terminar de escribir una página de su pasado que siempre consideró inconclusa porque nunca le reconoció al olvido una facultad racional. Por eso estaba ahora en Nevers, tres años después, burlado de nuevo por un destino dis­puesto a no valorar su incertidumbre, a volver a reírse posiblemente de su loca carrera hacia el hotel, hacia la esta­ción de trenes de aquella antigua capital de Niver­nais, a la que dejó atrás despreciando su hermosa catedral y los nueve siglos de su iglesia de San Esteban.

En el tren lo asaltó el impulso de anunciar su llegada con un telegrama, impaciente por la proximidad verdosa de unos ojos que tras el velo de la adolescencia seguía reconociendo melancólicos y dulces, sensibilizado por un paisaje que embelleció su fantasía hasta el punto de barajar seriamente la posibilidad de hospedarse incluso en casa de Veronique; pero los chirridos del tren en las estaciones lo fueron convenciendo progresivamente de que la impaciencia puede perturbar la realidad con la inten­ción premeditada de conducir al error. Por eso al llegar a Grenoble el cielo plomizo del atardecer envolvió su capa­cidad de soñar en una sábana de nubarrones grises, en una coraza de objetividad indestructible que le hizo envidiar el plumaje de unos gorriones que picoteaban el suelo, que llevaban impregnada en la negrura de sus ojos el melancó­lico tinte de libertad de las letras de Aznavour. Y de nuevo lo asaltaron los sillones pardos de aquella cafete­ría de bachilleres alocados y melodías dulzonas... "ante mi soledad, en el atardecer, tu lejano recuerdo me viene a buscar..."

Con aquella canción en el cerebro y una esperanza en la mano descubrió tras la ventanilla del taxi el ajetreo adormecido de una ciudad que se disponía ya a fundirse con la madrugada. Y justo cuando quiso evocar de nuevo la última carta que recibió de Veronique, el automó­vil se detuvo frente a la puerta de una vivienda blan­ca, de tejas rojas y visillos bordados; y mientras el taxista bajaba las maletas se vio frente a aquel espejo que a veces parecía tomar la facultad del habla para recriminar­le el enorme absurdo de una persistencia que ya no tenía sentido, pero de nuevo volvió a convencerlo de las grande­zas del amor.

Ya en la puerta de la casa, Gregorio se detuvo a pensar si verdaderamente sus preguntas llegarían ahora marchitas como las amapolas sin primavera, si Vero­nique tendría ahora valor suficiente para decirle cara a cara que todo tiene un tiempo para florecer y un tiempo para morir, que en el amor y en la vida hay misterios que nadie puede resolver. Y esta vez sin llegar a la duda, tocó el timbre. Al abrir­se la puerta, el rostro de una mujer joven y extraña apuntilló su inconsciente impulsán­dolo a formu­lar una pregunta que le supo a rancia.

- Por favor, ¿Vive aquí Veronique Verdier?

La mujer, sin alterar lo más mínimo la expresión de un rostro duro, ojizarco y varonil, sin tomarse la molestia de responder a un hombre sudoroso que parecía haber recorrido medio mundo para llegar hasta allí, volvió la cabeza y sin retirarse del portal pronun­ció un nombre tan familiar para Gregorio que el sonido de sus sílabas retumbó en su pasado como un trueno que prelu­diara una tormenta de confusión y de conclusiones. Y antes de que el miedo tuviera tiempo de hacer temblar sus manos, la mirada verde de Veronique Verdier lo crucificó en el tiempo con clavos de incertidumbre. Y como si toda la vida lo hubiera tenido junto a ella, con la sere­nidad con que se formulan las preguntas a los viejos amantes, Vero­nique lo interrogó en un castellano perfecto

- ¿Qué quieres ahora, Gregorio?

Gregorio Granados, desconcertado ante la presencia de una mujer que había imaginado más baja, más débil, más femenina, se armó de valor y respondió con otra pregunta.

- ¿Por qué no volviste a escribirme?

Veronique Verdier se acercó entonces a él como si buscara en la proximidad física un acercamiento de las mentes y de los espíritus, como si la distancia tuvie­ra en realidad una potestad sobre la lógica, sabiendo positiva­mente que Gregorio Granados nunca comprendería lo que iba a decirle porque ni ella misma había conseguido leer con claridad en el libro indescifrado de sus instin­tos.

- Porque mi prima Yvette me lo prohibió -le respondió mien­tras tomaba a la mujer de la cintura, con la sereni­dad inquebrantable de quien ha aposta­do en el juego del amor todas sus cartas.

Levemente, sin desaires ni violencias, Veronique cerró la puerta sin decir una palabra más, sin pararse a ver cómo Gregorio giraba sobre sí mismo como la bola del mundo sobre su eje ficticio, sin imaginar siquie­ra que el plumaje grisáceo de los gorriones y la caída de la tarde aún conseguían despertar en él una lejana evoca­ción romántica, una extraña nostalgia de gerundios france­ses en tardes de instituto que le hicieron recordar con tristeza una cafetería a mucha distancia de allí, una lluvia imperti­nente tamborileando en los cristales y las estrofas de una canción de Aznavour que insólitamente comen­zaba a sonar a olvido: "... qué callada quietud, qué tris­teza sin fin..."


EL HOMBRE QUE FELICITÓ AL PRESIDENTE


Premio Internacional de cuentos La Felguera.

Poco antes de que el sol iluminara el barrio como un as de oro, Valentín Palacios inició la subida del puente por la rampa de los inválidos, ignorando delibera­damente los peldaños alqui­tranados de espanto, el rugido de las motos mastodónticas que surcaban la autovía camino del circuito de velocidad y la sensación de desam­paro que atormentaba su alma desde el amane­cer, cuando por fin tomó la decisión irrevo­cable y terrible de acudir a la cita. Desde hacía dos días, aque­lla autovía de hoja de guadaña que cercenaba el barrio, resque­brajaba las casas bajas y los pisos del patro­nato con truenos bíblicos que por la mañana sobresal­taban a las mujeres en las cocinas y por la noche entorpe­cían sin misericordia el sueño de los niños, surcada sin piedad ni descanso por héroes de pelí­cula americana, a lomos de máquinas galácti­cas de deste­llos acerados y humos plomi­zos. Valentín Palacios las vio aquella mañana apoyado en el barandal del puente, y le parecieron artilugios atómi­cos inventados por el diablo con el único propósito de enloquecer a la gente. Llevaba la tristeza pegada a la piel y tuvo la impresión de perte­necer a un mundo donde la simple contemplación de las cosas había sustituido para siempre al derecho de pose­sión, a pesar de haber superado mucho tiempo atrás la etapa pueril de confun­dir el triunfo con el número de cosas poseídas. El párroco del barrio había logrado con­vencerlo en sus sermones dominicales de que la felicidad es una situa­ción transitoria más cercana al sosiego produ­cido por el con­formismo que al estado de ansie­dad que carac­teri­za al afán, pero a pesar de ello volvió a sentir­se infeliz y fraca­sado, notando en su pantalón la mano diminuta de aquel niño vestido con ropa de la herman­dad, que observaba el desfile motorizado con la mirada escan­dalizada por el asombro.

Miró a su alrededor y vio el puente de­sierto y lúgubre, descascarillado y metálico, como un reflejo fiel del lugar donde se hallaba, y al fondo, recos­tados en los quitamie­dos que flanqueaban la autovía, intuyó los rostros boquiabier­tos de los vecinos comentan­do los avances de la ciencia y los progresos de la mecáni­ca, el vértigo disimulado de los motoris­tas que volaban sobre ruedas con un pañuelo al cuello y el insom­nio de las dos noches de tormento y desenfreno competiti­vo. Se detuvo un momento a pensar en aquel río de motos que se había des­bordado cuarenta y ocho horas antes en busca de un circui­to donde un puñado de dioses de diseño competiría por una gloria efímera en medio de un mar de máquinas, y tuvo la impre­sión de que su inteligencia se había estancado en el pasado, en el taller de bolsos de su abuelo, en un lejano pueblo de sierra del que sólo guarda­ba leves salpicaduras de nostalgia.

Intentó descubrir en los rostros de los vecinos que se hacinaban al pie del puente la expresión bobalicona y huidiza del hombre que aguardaba, pero sólo encontró el movi­miento bamboleante de las cabezas que se movían como boyas en el mar intentando adivinar la marca de las máquinas y la cilin­drada de sus motores. El hombre parecía haber olvidado la cita. Valentín Palacios calibró por un momento las consecuencias del desastre que supon­dría su ausencia, y volvió a sentir terror de aquella vida marginal y anodina a la que estaba condenado y que había sobrepasado ya la frontera del respeto, escupiéndole a veces salivazos de desprecio y reconvenciones humillantes. Por un momento su maltratado orgullo se irguió ante él como una sombra fantasmal y penetró en su sistema nervio­so. Hizo inten­ción de irse. Palpó el objeto que guardaba en el bolsillo de la cazadora, y un calor de dignidad le abrasó el pecho, pero antes de marcharse acarició incons­cientemente la cabeza de su hijo, y otro calor de realidad lo obligó a quedarse. No había más remedio que enfrentarse al presente.

Trató de recordar entonces la noche que su padre llegó a la capital, el ronroneo adormecido de los pasaje­ros de la estación y la bofetada de invierno que recibió al enfrentar­se a una calle pigmentada de neones multico­lores, habitada por autobuses gigantescos cuyos cristales empañados de soledad permanecieron para siempre en su memoria de niño pueblerino. Quiso recordar aquel momen­to porque tuvo la necesidad de con­tarle a su hijo el cambio brutal que había experimentado el mundo, aquella ciudad partida por el río y aquel barrio al que lo trajo su padre prendido del pantalón como un llavero pasado de moda, pero no pudo hacerlo porque las formas del recuerdo se confundían en su memoria con las frustraciones del presen­te, de modo que tomó al niño en brazos y le señaló con el dedo un punto inconcreto en la amalgama de azoteas que conformaban la orilla izquierda de la autovía.

- Allí era donde estaba el taller -le dijo-, y estuvimos co­miendo de él hasta poco antes de que tú nacieras.

Entonces el taller de bolsos acudió a la memoria de Valentín Palacios con la bravura de una juven­tud henchida de esperanza, percibió el perfume severo y rudo de las pieles y se embriagó durante un segundo con el olor del pegamento y la mirada de su padre, perdida en recuerdos del pueblo y en aquel reloj de oro con leontina que contaba sus horas de trabajo como antes contó las de su padre y las de su abuelo. Recordó la tranquilidad irreverente y sencilla con que su padre recibía y trataba a las señoras empeletadas que acudían al taller a encargar bolsos de capricho y cinturones diseñados por ellas mis­mas. Fueron los tiempos de esplendor que mantuvieron vivo el orgullo del taller, cuando las mujeres de los ricos se acorda­ban de él y llamaban a su puerta con pieles de serpientes exóticas bajo el brazo rogando un lugar prefe­rente en la lista de clientes. Valentín Palacios recorda­ría siempre sus coches lujosos aparcados en la puerta, relucientes como joyas enterra­das en el fango de la calle, y conviviría durante el resto de su vida con la impresión de haber sido simplemente un criado de moda, no el artista singular, destinado a encontrar el éxito y la fama en la ciudad, que su padre evocaba en las tardes de invierno entre los chirridos de la máquina rebajadora y la sinfonía del invierno tras la ventana.

- Todo en la vida es mentira -dijo al oído del niño que seguía mirando las motos agarrado a los barrotes- Hasta los sueños son mentira.

El rugido bíblico de una máquina que desta­caba por su tamaño y su furia terminó de transportarlo al presente. Valentín Palacios volvió a mirar a su alrededor, pero el hombre que lo había citado en el puente seguía siendo tan sólo una espe­ranza, y se alegró con la idea de que nunca ven­dría, de modo que terminó refugiándose de nuevo en el pasado, donde halló la lejana y fría mañana que entró en el taller y se vio desampara­do frente a la enorme mesa, sin aquel viejo canoso que duran­te años había sido su padre y su maestro. Después paseó largamente por los tiempos de la decadencia, con pesadum­bre de román­tico fracasado, y recordó las dilatadas tardes de silen­cios telefó­nicos, cuando el mundo de los ricos empezó a desde­ñar su arte y a preferir los almacenes de moda antes que su trabajo arte­sanal, y volvió a padecer aquella impresión de criado menospreciado que sentía entonces frente al reloj de su padre, viejo y solitario como la frustración, rotundamente esférico y cerrado como la vida. Fueron los tiempos de los cinturones por lotes y de los monederos en serie, cuando la misericordia olvi­daba la generosidad y el respeto al llamar a su taller. Valentín Pala­cios recordaba aquella época de conti­nua fuga del fracaso como un labe­rin­to vertiginoso y oscuro donde la rendición parecía ser el guardián protector de la única salida ventajosa. A pesar de ello se resistió a cerrar el taller, poseído por el miedo al desempleo, que se pavonea­ba por la ciudad y por el barrio con aires de caudillo pudien­te, como una peste feudal, indes­tructible y odiada. Se afanó en la búsqueda de clientes y en la persecución implacable de encargos en los grandes almacenes, pero sólo consiguió matizar aún más el color grisáceo de la frustra­ción. Fue por aquella época cuando conoció al presidente. El estaba en la puerta del ta­ller, con los ojos en la calle y los oídos en el teléfono, como solía hacer en las tardes de primavera, cuando el sol calentaba con miseri­cordia el acerado de la plazuela. Entonces distinguió a una muche­dumbre sonriente y a un hombre que estrechaba la mano a los vecinos con aires de victoria electoral. Pensó enton­ces en la proximidad de las elecciones, en aquel rumor absurdo de que el presidente era del barrio y en la gente que aseguraba haberlo invitado a café en sus tiempos de estudiante, y antes de que pudiera reaccionar lo tuvo frente a él, con los brazos abiertos y el rostro iluminado por una sonrisa de paisa­no feliz. Se abrazaron. “Me alegro presidente”, dijo Valentín Palacios por decir algo. Entonces el presidente siguió visitan­do los comer­cios de la plazuela, y él entró en su taller con un ufano y fugaz sentimiento de alegría que nunca más volvió a expe­rimen­tar. Sobre la mesa de trabajo, el reloj de leon­tina contaba las horas implacablemente mientras la soledad se reman­saba en el polvo de las herramientas.

- Yo conocí al presidente -volvió a decirle al niño, que había empezado a aplaudir imitando a los curiosos de la autovía-, pero él no quiso conocerme a mí, estoy seguro.

El niño ni siquiera lo oyó, extasiado en la contemplación del espectáculo galáctico, sujeto a las rejas por el resorte del asombro, pero Valentín Palacios siguió mascu­llando pensamientos como si su hijo formara parte de ellos, de manera que se tropezó en una esquina cualquiera del recuerdo con el día que su mujer lo sentó en la mesa de la cocina y lo convenció definitivamente de que el taller sólo daba telarañas y de que era mejor cerrarlo antes de que los gastos apuraran los últimos ahorros de la casa. Aquel mismo día cogió el viejo reloj de leontina, el aparato de radio, el retrato del abuelo y cerró el taller para siempre, horrorizado ante la idea de verse junto a los parados diarios de la plaza, aguar­dando el momento de la desecación final tomando el sol como los lagartos. Con el tiempo terminó vendiendo la maquinaria para sobrevivir y bus­cando ropa en la parroquia para vestir al niño. Eso era todo. Ahí se detenían brusca­mente todos sus recuerdos más próxi­mos, porque el resto hasta ese día había sido rutina y frustra­ción, amargura y miedo en las miradas propias y ajenas. De nuevo tomó al niño en brazos y volvió a señalar el hori­zonte de tejados.

- Allí estaba el taller -dijo-, pero nunca más volveremos a tenerlo.

En la autovía seguía rugiendo, sin conside­ración alguna, el mundo veloz y rico del progreso, camino de una carrera de locos a mucha distancia de allí, osten­tando con vanidad su poderío motorizado, indiferente a las miradas y a los paisajes. Valentín Palacios prefirió volver a recordar el rostro de su padre y los tiempos bondadosos del taller, pero justo cuando iba a hacerlo la mano de un hombre lo interrumpió. Era la persona que aguardaba. Hizo un esfuerzo por sonreírle, rechazó su invitación a café y antes de que el orgullo pudiera acon­sejarle una retirada, introdujo la mano en su bolsillo y sacó una pequeña cajita de madera. El hombre la abrió y tomó el reloj familiar por la leontina de oro. Durante un largo minuto el reloj estuvo girando como un péndulo, sometido sin piedad a la mirada escrupulosa del tasador. Después volvió a guardarlo en su cofrecito de madera.

- Siento mucho que estés parado, Valentín -le dijo.

Y le alargó un sobre con dinero que Valen­tín Palacios guardó sin contar. Por un momento tuvo la tentación de relatar la historia peregrina de aquel reloj que guardaba en sus manecillas el resorte de la dignidad y la magia de vencer al tiempo. Fue un amago frustrado de engrandecer los recuerdos, de barnizar aquel presente humillante con el tinte dorado de sus raíces familiares, impregnadas en los chavetines, en los sacabocados y en las láminas de cinc junto a aquel recuerdo último que su hijo no podría heredar, pero el orgullo lo avisó a tiempo de que la explica­ción podía confundirse con un intento de regateo vulgar, de modo que tomó al niño en brazos y bajó el puente por la rampa de los inválidos mientras la gente poster­gada del barrio seguía asombrándose con el vuelo paranoico de las motos y los trajes de cuero de sus due­ños, exponentes de una sociedad donde el bienestar galo­paba por el campo de la ética como un jinete del Apocalip­sis. Al llegar al pie de la autovía, Valentín Palacios volvió a recordar la esferi­dad perfecta del reloj fami­liar, la presencia ances­tral del pueblo, difuminada en sombras que olían a romero y a tomillo, y la noche triste y mágica que bajó del autobús junto a su padre, persegui­dor implacable de sueños y de triunfos. Evocó los sermones dominicales del cura, la ropa añeja de la bolsa de caridad y la visita triunfal del presidente a su barrio natal, y de nuevo padeció el calva­rio de los olvidados mientras el miedo mordía su piel como un parási­to sin misericordia.

- Yo le dije que me alegraba, -susurró en el oído del niño- pero no creo que él me oyera.


LA SIRENA


El día anterior, cerca de Madagascar, habían abordado y saqueado un indiamen cargado de oro y gemas. El barco, según confesó luego su capitán, pensaba cargar porcelana, seda y especias en Surat. John W. Hawker logró la rendición del buque sólo con enarbolar su bandera, por eso luego fue clemente con los prisione­ros y sólo ejecutó a un oficial que, asustado por el ataque, subió a los flechastes colgados de la jarcia y mató de un tiro al cocinero de El Bergante, que miraba las aguas azules del Índico apoyado en la serviola del barco, recordando los prados inalcanzables de Holanda.


Después El Bergante puso rumbo a la isla de Santa María, donde la tripulación pensó repartir el botín, sepultar al cocinero y amar a las mujeres negras de la isla. Al atardecer, un grupo de marineros que recogía leña para pasar la noche, vio a una mujer rubia bañándose en la playa. Pensaron que era un fantasma o que había perdido la razón. Sigilosamente, entraron en el agua y la rodearon, y comprendieron estupefactos que no era una demente ni un espectro, sino un monstruo hermosísimo con torso de mujer y piernas de pescado.


Llevados por la emoción la arrastraron hasta el centro del campamento, donde el capitán John W. Hawker miraba embelesado una caja de rapé con incrustaciones de brillantes que le había tocado en el reparto. Atraído por las risas se acercó al grupo de hombres, que manoseaba los pechos de la presa sin pudor alguno. Al verla esbozó una sonrisa familiar.


- Apártense de ella -gritó con el sable en la mano-, maltratar a una leyenda es como escupir en la memoria.


Y se acercó, se quitó el bicornio como si estuviera ante una reina y le besó la mano.


- Quédese tranquila, señorita -le dijo-, si alguno de mis hombres la ofende, yo mismo lo abriré en canal.


Muchos marineros la miraron con horror, pues nunca habían visto ni oído un prodigio semejante. Otros prefirieron emborracharse y la mayoría se mantuvo alejado de ella, a prudente distancia, por si decidía atacar o arrastrar a alguien a las profundidades marinas. Sólo John W. Hawker permaneció a su lado toda la noche, observando el misterio de sus ojos verdes y la belleza de sus senos arregazados. Al amanecer despertó a sus hombres a patadas y los hizo formar frente a ella de cuatro en fondo.


-Esto que ven aquí es una ninfa marina que se llama sirena -dijo-, si alguna vez la oyen cantar, tápense los oídos porque nunca podrán regresar a casa.


Después la subieron al barco y durante días trataron de comunicarse con ella, pero la sirena parecía no entender ningún idioma. Incluso el loro Gordon, que presumía de hablar correctamente todas las lenguas del orbe, tuvo que darse por vencido ante la obstinación de la ninfa.


- Es imposible que no me entienda -dijo-, debe ser sorda.


Pero no lo era. Miraba atentamente a cualquiera que llamara su atención, temblaba con el ruido de las espadas y sonreía con las canciones marineras, especialmente cuando John W. Hawker tocaba el acordeón para ella y la adornaba con las joyas de los botines. Era sin duda un ser agradecido, y un día, mientras el capitán Hawker humedecía su cola de pescado con agua del mar, le tendió los brazos y lo besó en los labios, tan tiernamente que el pirata más temido de todos los mares estuvo a punto de enloquecer. Se encerró en el camarote durante días enteros, componiendo canciones con el acordeón, extasiado en la contemplación del mar, que se agigantaba tras los cristales de su cabina mecido por la melancolía. Allí le llevaban la comida, un barreño de agua para lavarse y las cartas de navegación. Dejó escapar premeditadamente a barcos mercantes y a buques de guerra, a naves cargadas de esclavos negros y a barcazas de bucaneros. Eludió los puertos y las rutas conocidas y sólo se detenía en las islas más apartadas el tiempo justo para repostar. Se dejó crecer la barba, gastó botes de tinta y rollos de papel y se sumió en un mutismo preocupante que asustó a sus hombres y entristeció al loro Gordon.


Un buen día empezó a desvariar. Tan pronto afirmaba ser un lord inglés como un teniente de navío. Lo mismo decía llamarse Lucifer que Hawker y hablaba de la vida y de la muerte con la misma propiedad. Tuvo fiebres espantosas que sus hombres le curaron con algas, sueños placenteros que lo hacían sonreír como a un niño y pesadillas pavorosas que lo sacudían en la cama como a un poseso. Y una noche abandonó su cabina y se fue a cubierta con la sirena, a contar las estrellas y charlar con ella en un idioma que ni siquiera el loro Gordon conocía. Al amanecer puso rumbo a la isla de Santa María con tal desazón en el alma que sus hombres lo oyeron llorar desde la cubierta.


Cuando llegó a la isla tomó a la sirena de la mano, la subió en una falúa y la acercó personalmente hasta la playa. Allí la vieron besarla de nuevo, antes de que la sirena se hundiera en el mar como un mal sueño. Al subir de nuevo al barco el capitán Hawker se dirigió a sus hombres.


-Jamás se les ocurra besar a una sirena -dijo-, corren el riesgo de enamorarse de un pescado con los ojos de un dios.


Y desde entonces, cada vez que El Bergante atracaba en las costas de Madagascar, al acecho de los barcos mercantes que comerciaban con la India, John W. Hawker subía al alcázar y miraba el horizonte con el catalejo. Nunca más volvió a ver a la sirena. Pero a veces, en la lejanía del viento marino, sus hombres oían una misteriosa canción cuya procedencia nunca pudieron esclarecer. Recordaban a la ninfa y se escondían en los pañoles. Sin embargo, John W. Hawker tomaba el acordeón y ponía música a unas palabras de mujer que sólo él entendía, mientras la nubes se arrebolaban en el horizonte y el océano Índico soñaba con engullir a los hombres.

jueves, 19 de febrero de 2009



EL DIABLO EN LA BATALLA


Premio Internacional Gabriel Miró


Cuando aquella tormenta caprichosa y brutal se detuvo sobre el tejado de la hacienda Alamo Grande, la tarde tomó un tinte escandalosamente paranormal, los caballos sobresaltaron sus barruntos en las cuadras y el mayoral Diego Escalante, que desde mediodía permaneció sentado al pie de la escalera intentando asimilar lo ocurrido en la alcoba del señor, se incorporó, se dirigió a la puerta del cortijo y decidió ir al pueblo a consultar con una copa de aguardiente dulce qué motivo habría impul­sado a don Bartolomé Abrahim a comportarse de aquella forma con su esposa, muerta desde hacía horas en la cama torneada que el duque trajo de Francia junto al sitial donde mataba su insomnio leyendo libros de caza, anotando antigüedades en el cartapacio o simplemente charlando con la noche, al pie del único ventanal que fue testigo impar­cial, durante más de treinta años, de una guerra sin cuartel, de un armisticio deseado y nunca firmado, de una confabulación de intransigencias orgullosas que nadie conoció jamás.


A esa hora de la tarde los lugareños iban al casino a tomar café y aguardiente, a buscar el seis doble con el ansia pobre del que busca un tesoro falso, del que halla una luz en ese laberinto de infelicidad donde se pierde el azar cuando se hace tedioso. Diego Escalante, todavía impresionado por lo sucedido en la casa del duque, se dejó caer en la barra del bar y endulzó el paladar de sus dudas hasta que el alcohol derribó el muro de aquella prudencia que lo hizo famoso en el cortijo Alamo Grande. Contó lo sucedido pero nadie lo creyó. Hasta los perros del pueblo sabían que don Bartolomé Abrahim Yerga, duque de Sorrentino, no se entregó a doña Trinidad Pascuala Gómez de Salazar ni el mismo día que contrajo matrimonio con ella. Nunca nadie los vio besarse, ni tomarse del brazo, ni pasear juntos por el pueblo. No engendraron hijos ni nada que pudiera parecerse, siquiera remotamente, a una incipiente amistad. Tampoco se supo nunca que don Bartolomé Abrahim tuviera amores secretos... El duque, estaba claro, no sintió jamás necesidad de mujeres, según todos los indicios porque su mundo eran los caballos, las antigüedades y, de cuando en cuando, las cacerías en el coto. Un abejorreo irónicamente cruel se extendió por la sala, se burló del azar en las mismas narices de los reyes de espada y se alojó descaradamente en la copa de anís del mayoral.


‑ Pues es verdad ‑dijo.


Y salió del casino, seguido de cerca por el murmullo punzante de la incredulidad, hostigado por el nerviosismo ansioso que el alcohol produce en el ánimo cuando se mera con el miedo y la duda. Él mejor que nadie sabía que don Bartolomé Abrahim nunca amó a su esposa, aunque siempre la respetara como si de verdad lo hiciera, y jamás comprendió que una mujer tan bella fuera incapaz de atraer el sentimiento, siquiera el instinto, de un hombre tan sensible como el duque. Diego Escalante, lógi­camente, no estuvo presente en la alcoba del cortijo Alamo Grande la noche que los novios regresaron, sumergidos en alcohol y bromas, del festín que se celebró en la hacien­da, el mayor y más abundante que se dio en la comarca por aquel entonces. Todo el pueblo fue invitado, se sacrifica­ron veintitrés cerdos, cuatro toros y cincuenta carneros; acudió gente relevante de Madrid, de las más importantes ciudades de España y hasta de Francia, de aquel París libertinamente exótico que lindaba con el fin del mundo. Incluso se recibió, en el momento álgido de la celebra­ción, un telegrama personal del mismísimo caudillo felici­tando a los novios por el acierto, deseando una vida en común llena de comprensión, amor y fe... lo mismo que dijo el arzobispo cuando asperjó sus cabezas con el agua bendita de un hisopo de plata, regalo personal del Santo Padre, que sólo había utilizado, según dijo, en dos ocasiones: cuando falleció su madre y cuando tuvo el honor de bendecir la espada del rey san Fernando en la catedral de Sevilla.


Aquella noche, Bartolomé y Trinidad, ansio­sos por romper una virginidad que llegaron a odiar en nueve años de noviazgo, se despidieron de los invitados y entraron impacientes en el salón de la casa. Fuera, jalea­dos por el vino y las constelaciones del verano, los comensales entonaban coplas populares y se disponían a pasar la madrugada al relente. Dentro, a caballo de la euforia, Bartolomé tropezó con el mamperlán del primer escalón; Trinidad se rió a carcajadas y le dijo que el vino se había bajado a sus pies. Él la abrazó, la besó y la subió en brazos a la habitación. Allí hicieron lo que todos pensaron que harían: desnudarse. Bartolomé terminó primero y se tumbó en la cama. El alcohol abotargaba su cabeza y su ánimo, predispuesto a la broma después del traspiés en la escalera. Justo cuando ella se dirigió al ropero a colocar el traje de novia, él apagó la luz. Ella zapateó en el suelo. “Enciende la luz”, le dijo. Barto­lomé la encendió y un segundo después, sobando la perilla con el pulgar, volvió a apagarla. Trinidad adivinó su mirada en la oscuridad. “O enciendes la luz o me voy a dormir al salón”. Y aguardó... Bartolomé Abrahim, espe­rando entre risas cada vez más fuertes que ella cediera, soltara el traje y corriera a su lado, no la encendió. Trinidad Pascuala, creyendo que él se levantaría de la cama y la perseguiría por el corredor, salió de la habita­ción dejando la puerta entreabierta. Dos horas después, cuando hubo llegado a la conclusión de que Bartolomé no bajaría, adivinó que el pensamiento de su esposo se halla­ba embarrancado en el mismo lodazal que el suyo: el del orgullo. Y sumergidos hasta el cuello en ese fango que tantas pestilencias levanta en el alma, ambos llegaron a la irrevocable convicción de que ceder en ese instante supondría ceder siempre. Y aquella noche ninguno de los dos lo hizo. Por la mañana no se mostraron afectados por el incidente; se dieron los buenos días, desayunaron rebanadas con miel y pasearon sus suspicacias por los jardines que rodeaban la casa. Hablaron de la ceremonia y del banquete, del hisopo del arzobispo y del telegrama del caudillo; él le explicó las características fundamentales que diferenciaban a los arrayanes comunes de los brabánti­cos, y ella, inspirada en el colorido de los geranios, le habló de la inclinación que sentía hacia el mantón de Manila, bordado en seda y procedente de la China, en detrimento del manto de soplillo, de tafetán extremadamen­te feble.


Seis meses después, Trinidad Pascuala reci­bió un paquete extraño que parecía venir de muy lejos. Se sentó en el canapé del salón, junto a la chimenea, y lo abrió entre dubitativa y nerviosa: era un mantón de Manila decorado vivamente con motivos chinos. Gritó, se levantó y fue corriendo a abrazar a Bartolomé, que parecía ajeno a todo, inmerso como de costumbre en el cartapacio de las antigüedades. A un palmo del duque, el Diablo disfrazado de orgullo le sugirió que aquello era simplemente una trampa, y le recordó al oído que llevaba seis meses casada y seguía siendo virgen, que debía ser el duque quien diera el primer y definitivo paso... Se contuvo y regresó al canapé. El duque de Sorrentino pareció no inmutarse. Un segundo después, sin molestarse en cambiar de disfraz, el Diablo aconsejó a Bartolomé Abrahim que siguiera aguardan­do, que más a la corta que a la larga Trinidad Pascuala Gómez de Salazar terminaría cediendo ante en empuje de su indiferencia sexual, y le recomendó expresamente que forzara sus jugadas pero que nunca jamás se rindiera, porque estando las cosas como estaban, el primero que lo hiciera perdería la guerra. Y aquella noche volvieron a dormir juntos, cada uno en un extremo del lecho, dándose la espalda como dos entrañables enemigos.


Cinco años después, paseando de nuevo por el jardín, Trinidad vio a los gorriones jugueteando en el estanque, sintió una sed contagiosa, se acercó a beber y descubrió su rostro reflejado en las aguas, entre cadáve­res de avispas y hojas de níspero, y sintió en el espinazo la punzada cruel que da la impaciencia cuando se hace insoportable. Tenía treinta años, los hijos llamaban ya a la puerta del corazón... y a punto estuvo de rendirse. El Diablo, siempre con el mismo disfraz, la agarró del brazo y le dijo que los deseos, como las esperanzas y los mie­dos, son por lo general compartidos; que si ella necesita­ba hijos, don Bartolomé Abrahim Yerga, también. Y se contu­vo. No obstante le recomendó una estrategia infalible: la provocación; por eso aquella noche y muchas más, Trinidad encendió la luz de la alcoba justo en el momento de en­trar, de desnudarse completamente, de rebullirse, siempre sin tocarlo, en el mismo espacio vital, y mortal, del duque de Sorrentino. Pero el duque, prevenido hacía tiempo por el mismo consejero de Trinidad, supo encontrar una puerta falsa en el laberinto intrincado de su guerra, una vía de retirada mediocre pero digna: el onanismo. Y a él se entregaba desenfrenadamente cada tarde, al ponerse el sol, cuando los gorriones buscaban refugio en las acacias, cuando el ocaso dejaba entrever los colmillos afilados de la soledad.


Una madrugada, varios años después, Trini­dad fingió tener una pesadilla, acercó su mano a ese lugar del cuerpo donde estaba segura que Bartolomé Abrahim guardaba aún su virilidad, y lo tocó. Él sintió miedo de flaquear, y fue entonces cuando tomó la costumbre de sentarse a media noche en el sitial, de aguardar al cre­púsculo clasificando antigüedades a la luz del quinqué, siempre más discreta. Ella adoptó el hábito de bordar velos, como Penélope, y nunca más volvió a fingir una pesadilla ni a desnudarse en presencia de aquella fortale­za que se le antojaba indestructible. Y el deseo de ganar una guerra sin final cedió terreno, nueve años más tarde, a la posibilidad de firmar un armisticio condicionado. Por eso, en contra esta vez de los consejos del Diablo, Trini­dad camufló entre las antigüedades del salón un mosquete de mecha con cureña a la holandesa, ricamente decorada con grutescos, faunos y escenas de caza; una obra de arte del s.XVII por la que Bartolomé Abrahim hubiera dado su título nobiliario. Cuando el duque entró en el salón y lo descu­brió colgado entre los tapices, buscó con la mirada a Trinidad, a los encajes de un rostro que seguramente estaría aguardando un impulso afectivo, un error definiti­vo, pero no la encontró. Ella no pretendía conducirlo a una trampa tan simple recogida en los manuales militares de cualquier principiante. Su ausencia demostró el deseo de firmar una tregua indefinida y él lo comprendió, de modo que aquella noche durmieron juntos, de espaldas otra vez... todavía.


Muchos años después, cuando el pájaro nocturno de la vejez comenzó a sobrevolar sus conciencias absolutas y sus cuerpos irremediablemente ajados, el duque de Sorrentino decidió romper el silencio nocturno. Fue cuando empezaron a cuchichear de madrugada, a contarse secretos inventados, a mentirse descaradamente por el único placer de hablar. No obstante, aunque pasaban las noches en vela charlando de cosas intrascendentes, ninguno de los dos se tocó, y sólo el día que un médico de la ciudad escribió a don Bartolomé Abrahim diciéndole que su anciana esposa tenía los días contados porque un cáncer la estaba devorando por dentro, el duque de Sorrentino la sorprendió con un abrazo, porque era lo mismo que ceder ante un cadáver. Una profunda pena consumió sus parcas ilusiones y un espantoso miedo a la soledad, sembrado por el Diablo en persona, creció como la cizaña en el campo, ahora sin lindes, de su incertidumbre. Despojó de antigüe­dades el salón de los tapices, vendió el coto y las esco­petas por cuatro perras, regaló muchos caballos por no tomarse la molestia de entrar en regateos y se convirtió en la sombra perpetua de Trinidad Pascuala, a la que perseguía por la casa con el ansia plomiza de un Judas arrepentido. Al mismo tiempo rehuía el contacto con el mayoral Diego Escalante y con los demás sirvientes de la hacienda, uno de los cuales lo sorprendió un día en el suelo el baño esperando que doña Trinidad terminara de hacer sus necesidades. Fue cuando corrió por el pueblo el rumor de que don Bartolomé Abrahim se estaba volviendo loco.


Sólo el Diablo sabía que no era así, que en realidad el duque de Sorrentino estaba tramando traicio­narse a sí mismo y rendirse al enemigo antes de que fuera demasiado tarde, antes de que un final sorpresivo inte­rrumpiera la contienda fulminantemente y los dos salieran derrotados. Estaba viendo debilitarse a Bartolomé Abrahim y temió perder la batalla en los últimos momentos; así que, curtido desde el principio de los tiempos en el arte de la guerra, el Diablo se ciñó la coraza de la duda, se colocó sus mejores guanteletes de orgullo y atacó a zarpa­zos al duque de Sorrentino, al mismo tiempo que pactaba con la muerte un final acelerado para Trinidad Pascuala. Y justo la tarde de la rendición sin condiciones, la muerte penetró por la ventana de la alcoba mientras una tormenta brutal escandalizaba la hacienda, mientras don Bartolomé Abrahim Yerga, en presencia de Diego Escalante, que había subido las escaleras sobresaltado por el llanto de un viejo que le pareció un niño, hacía el amor a una mujer que no sentía absolutamente nada porque había traspasado ya el umbral de la muerte. Y cuando el mayoral contó en el casino que el duque había hecho el amor al cadáver de su esposa y nadie lo creyó, el Diablo, que rondaba las mesas disfrazado de rey de espadas, sonrió sardónicamente satisfecho porque una vez más su disfraz de orgullo había conseguido engañar a un sentimiento que presumiblemente desconocía: el amor.



EL DOBLE FILO DE LA ESPADA


Premio Internacional Mislata



Julio de 1570

Mi querido Uluch-Alí:

La semana pasada llegué al puerto de Mesina, tal como acordamos. Con la ayuda del portugués y de mi ingenio conseguí alistarme como cabo de escuadra en una galera cuyo nombre omito, natural­mente. No es un destino privile­giado para mí, pues de sobra conoces el miedo insalvable que siempre he tenido al mar, pero en cambio me otorga cierta libertad de movimien­tos a la hora de ver por tus ojos y de oír por tus oídos. El riesgo que asumo es gran­de, ya lo sabes, y el más mínimo paso en falso puede conducirme a la más atroz de las muertes. Espero que llegado el momento lo tengas en cuen­ta. Si el Todopoderoso te permitiera estar en mi lugar, algo que no deseo ni al peor de mis enemigos, com­prenderías que cier­tas cosas no se hacen sólo por dine­ro, mi querido Uluch-Alí.

Ayer llegaron noticias anunciando los triun­fos de Pialí-Pachá. Se comenta que los cien mil hombres del seras­ker Mustafá han recalado en las costas de Chipre, y que sus naves menores almogavarean y saquean la bahía de Salinas en busca de esclavos. Enhorabuena. Los cristianos de esta mal llamada Serenísima República no pueden reaccio­nar, pues la flota veneciana, diezmada por el tifus, navega hacia Creta; en Ancona, Marco Antonio Colon­na trata de reclutar con malas artes soldados y remeros para armar las galeras del Papa y aquí, en Mesina, Juan Andrea Doria cuenta tan sólo con cincuenta galeras y con el miedo a que aparezcas con tu flota en cualquier momen­to y en cualquier lugar, pues nadie sabe con certeza dónde te encuentras. Es eviden­te que los espías de la Liga no trabajan para ella con el mismo celo con que yo lo hago para ti.

Pon rumbo a levante y enfila tus naves hacia Go­zo, mi querido Uluch-Alí, pues hay allí galeras de Malta, y en tan poco número que tu victoria es segura. Desde tu actual posición puedes asestar un golpe duro a la Liga.

Por otra parte, he de hacerte una observación que espero tengas en cuenta: el cómitre portugués que contactó conmi­go en Mesina es hombre de fiar, maneja el látigo y el cerebro con envidiable habilidad y a mi llega­da al puerto tenía el terreno abonado, pero en cambio el griego que porta este mensaje es un perro atormentado por la avaricia y el miedo, capaz de cualquier cosa por dine­ro y por eludir el tormento. Me ha costado una fortuna con­vencerlo para que suba a la fusta. Elimínalo, puede estar amolando los dos filos de la espada con la misma piedra.

Por aquí todo vale su peso en oro. Todo el que me envíes será poco.

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Septiembre de 1570


Mi querido Uluch-Alí:

Se comenta que el día 3 hubo un consejo de guerra en Suda, y se sabe que tus efectivos en Chipre ascienden a ciento cincuenta galeras. La Liga cuenta ya con ciento ochenta y siete, más once galeazas, un galeón y siete naves, dotadas con mil trescientos cañones, dieci­séis mil soldados y treinta y dos mil marineros y remeros, pero no te preocupes, pues el tifus se ha ensaña­do sin piedad con los venecianos, y aunque se armara a la mitad de la chusma, costaría trabajo encontrar una galera con más de setenta solda­dos. Con tan buen aliado en nuestras filas la guerra está ganada. Por si fuera poco, los vene­cianos se niegan a que los españoles pisen sus barcos, y no pasa día sin que haya reyertas en el puerto y en las naves. En esta labor me estoy empleando a fondo, siempre por servir mejor a tus intereses, mi querido Uluch-Alí.

Te felicito por la victoria de Gozo. Acertaste al seguir mis sugerencias. El Consejo de la Orden de Malta ahorcó al piloto Orlando y al cómitre Scarmuzi por haber abandonado en tus manos a la nave capitana. Sólo ahora empiezan a reponerse del golpe y piensan enviar al gene­ral Giusti­niani, con tres galeras de la Orden, al encuen­tro de Marco Antonio Colonna.

Sabes, por otra parte, lo sensible que soy y lo mal que soporto la convivencia con esta gentuza. En este lugar infecto es fácil morir de tifus, de disentería o de repugnan­cia. Cuando nos hacemos a la mar, los olores que desprende la cámara de boga, con más de doscientos remeros vomitando y defecando, son insufribles. Última­mente, los piojos y las chinches se han cebado en mi cuerpo y han comenzado a salirme tiñas, como a ti. El sustento he de procurár­melo fuera, cuando puedo y a un precio desmedi­do, pues en estas galeras sólo se come sopa de habas y pescado podri­do. Debe­rías poner más de tu parte por reme­diar mi tris­te­za, mi querido Uluch-Alí. Dos tercios del oro que me envías lo gasto en pagar confidentes, y el resto, una miseria comparado con el que se pierde por el camino, me ayuda a sobrevivir y a guardarme las espaldas. Se sabe que la riqueza no trae la feli­cidad, pero en un lugar como éste es indis­pensable para sobrevi­vir.

Me alegra enormemente que degollaras al griego. Nuestra empresa saldrá ganando con ello, no lo dudes.

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Junio de 1571

Mi querido Uluch-Alí:

Me compungen y abruman las quejas que tienes de mí, ingra­to hermano. Como te decía en mi último mensaje, la mar no está hecha para mí. He adelgazado hasta el punto de estar irreco­nocible, me han rapado el pelo como a un vulgar galeote y en diciembre fui herido en una pelea de cuyas heridas me repongo con extraordinario trabajo y lentitud. En marzo, cinco forzados de un banco lograron zafarse de los grille­tes, mataron a un furriel y a dos arcabuceros y escaparon lleván­dose el poco oro que me quedaba. No obs­tante, ni las penurias sufridas, ni el hambre insoportable ni el miedo a ser descubierto, han impedido que siga oyendo y viendo por ti, aunque pienses que malgasto tu oro en vino ataber­nado y en mujerzuelas del puerto.

Tengo noticias frescas: la flota vene­ciana está dividida entre Corfú y Creta. En Corfú está Veniero con cuarenta y ocho galeras, y en Creta, los pro­veedores Quirini y Canale con sesenta. Si Alí-Pachá aban­donara Negroponto y los atacara por sorpresa, no tendrían defensa alguna, y sería un golpe durísimo para la Santa Liga. No pierdas el tiempo.

Esta carta te la escribo con urgencia, mi queri­do Uluch-Alí, en presencia de este pescador jorobado que me envías como contacto, al que pago los últimos cincuenta escudos que me quedan. Espero que sepas agradecer mi es­fuerzo, pues necesitaba ese dinero para el cuidado de mi delicada salud.

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Agosto de 1571

Mi querido Uluch-Alí:

Lamento mucho el fracaso de Alí-Pachá en la bahía de Suda. Es evidente que las sesenta galeras de Quirini y Canale aguardaban su ataque. ¿Quién pudo avi­sarlos? No lo sé. Los espías de la Serenísima República parecen ser cada vez más efecti­vos, por eso empleo mis mayores esfuer­zos en localizarlos y neutralizarlos. Si estaban informa­dos del ataque de Alí, es probable que estén al corriente de mi presencia, aunque también cabe la posibilidad de que Quiri­ni intuyera una represalia de Alí por la derrota de Fama­gusta.

La intención de la Santa Liga es, como bien sospechabas, concentrarse en Mesina para darnos la batalla en Lepanto, donde saben que recala nuestra flota, pero esta concentra­ción es tan lenta que los infieles pueden perder el verano entero en la empresa. Ahora puedo mante­nerte informado con mayor frecuencia y menor riesgo, pues el trasiego de barcos en el puerto de Mesina es incontro­lable en estos momentos. Por otra parte, el pescador jorobado que me envías es eficaz y escurridizo, pero cobra caro por sus servicios. Todo el oro que puedas enviarme será poco.

Anoche me jugué la vida por ti, mi querido Uluch-Alí. Desde hace días venía siguiendo los pasos de un pesca­dor ragusino que había despertado las sospechas del joro­bado. Lo localicé en una taberna del puerto y me hice pasar por un enviado de Marco Antonio Colonna. El perro mordió el hueso y lo degollé en un callejón, pero antes de morir consiguió herirme en una pierna. Después arrojé su cadáver al mar.

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Septiembre de 1571

Mi querido Uluch-Alí:

La concentración de las naves cristianas en el puerto de Mesina ha concluido con la llegada el día 5 de las treinta galeras de Alvaro de Bazán. El día 8, el cachorro del perro, Juan de Austria, pasó revista a la flota. Yo también.

España: 14 galeras, 24 naves y 50 buques ligeros.
Nápoles: 30 galeras y 24 naves.
Sicilia: 10 galeras.
Malta: 3 galeras.
Génova: 3 galeras.
Saboya: 6 galeras.
Juan Andrea Doria: 11 galeras.
Particulares: 13 galeras.
Fuerza Pontificia: 12 galeras y 6 buques ligeros.
Fuerza Veneciana: 106 galeras, 2 naves, 6 galeazas y 20 buques ligeros.

Parece que los inconvenientes para dotar las naves han sido graves. La chusma está compuesta en su mayoría por forzados y esclavos; los jueces han conmuta­do penas capi­tales, corporales y hasta multas, a cambio de la presta­ción del servicio; han expedido órdenes especia­les para reclutar a todos los que no puedan justi­ficar sus medios de vida, a los vagos, a los jugado­res de azar, a los blasfemos y a los camorristas; han instalado garitos en los puertos, y a cambio de prestamos falsos han enrola­do como buenabo­gas a todos los desheredados de la fortuna.

El estado de la fuerza veneciana es patético, mi querido Uluch-Alí; los escasos hombres de las dotaciones llegan en un estado lamentable y el desorden que reina en la flota llega al punto de permitir que cada galera haga lo que mejor le parezca. La flota se ha trasladado al fondeadero de Los Molinos, y se oye decir que los perros partirán pron­to. Te manten­dré, como de costumbre, puntual­mente informa­do.

El estado de mi pierna, recordarás que fui herido por tu causa, mejora lentamente, pero he padecido dolores insufribles, y el escaso oro que me enviaste con el joroba­do se me ha ido en potingues y en cirujanos. Es triste mi estado, Uluch-Alí, tan triste como ver que tus heridas caen en el olvido de los amigos.

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Septiembre de 1571

Mi querido Uluch-Alí:

De madrugada, y jugándome la vida por ti, entrego al jorobado este mensaje por el que he pagado mi precio en oro: han sido vistas sesenta de tus galeras remolcando tres naves que se dirigían al sur. Saben que estás fondeado en Lepanto, y piensan que al desprenderte de tales fuerzas renun­cias a la ofensiva. El cachorro del perro se impacienta por lanzarse sobre ti, pero las galea­zas no han llegado aún de Corfú. Se precisa leña y agua, y para ello tendrán que fondear en Gomeriza antes de partir para Lepanto.

Me alarman las informaciones que me envías, y no alcanzo a explicarme de qué forma extraen los espías de la Liga tanta información. Si tú lo dices, mi querido Uluch-Alí, así será. Puede que hayan apren­dido rápido el noble arte del sigilo, o que tengan en sus arcas más oro que tú. Estaré más en guardia que nunca por si soy locali­zado. Guárdate de este jorobado calabrés; he seguido sus pasos y no son buenos. Se emborracha en las taber­nas con marineros vene­cianos y arcabuceros del Tercio. Sobradamen­te sabes que los venecianos y los españoles son como perros y gatos, y también lo que de sí dan los borrachos. Es muy hábil; capaz de convivir y divertirse con unos y otros. Las habilidades son buenas en los espías, pero los dobleces son perjudiciales. Mi bolsa está vacía de nuevo. La generosidad hace grandes a los hombres y multiplica su eficacia, no lo olvides.

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Septiembre de 1571

Mi querido Uluch-Alí:

No aguardo el retorno del jorobado cala­brés, al que espero hayas despellejado por su traición, y te envío este mensaje con un marinero griego al que he dado cuanto tenía de valor. Espero sepas agradecer mi gesto.

La flota se traslada mañana al fondeadero de Gomeriza, a unas 30 millas al SSE de Corfú, a fin de com­pletar su aguada y conseguir leña. La partida, por tanto, es inminente. El maldito jorobado nos ha engañado a los dos. Se había encompadrado con un tal Francisco Dando­lo, capitán de una galera de Candia llamada La Doncella, al que pasaba información sobre tu flota, seguramente a un precio lujurio­so. Lo he sabido por un intermedia­rio suyo al que anoche, borracho como un pirata, tuve que degollar y arrojar al mar. Nadie sabe si las 60 galeras que se vieron hacia el sur con las 3 naves han regre­sado a Lepan­to, pero se conoce que la flota de Alí-Pachá no supera las 200 galeras medianamente armadas.

Que el Todopoderoso te acompañe en la bata­lla.





2 de octubre de 1571

Del pescador calabrés a Uluch-Alí, el corsario.

Querido Uluch-Alí:

La flota de los perros ha recibido hoy la orden de prepararse para salir a la mar. Desde mi posición observo con preocupación pero sin miedo las faenas, que se realizan con mucha dificultad, sobre todo en las gale­ras de San Marcos, donde la tensión aumenta entre los marine­ros y los soldados del tercio de España que embarca­ron en Messi­na. Los primeros llevan todo el traba­jo, el pesado y el ligero, y los últimos insisten en que sólo están a bordo para combatir. Sin embar­go, bajo el látigo de los cómitres, se estiban con rapidez los barri­les, se embarcan los esqui­fes, se pliegan las tiendas y se envergan las velas.

Personalmente no puedo entregarte este mensaje, pues aún inves­tigo las conexiones del cabo de escuadra que durante tanto tiempo nos ha trai­cionado. Ya ves que la amistad y los años pueden rendirse ante un puñado de oro. De todas formas, no puedo asegurar que la información enviada a través del griego que dego­llaste y la que yo mismo te he llevado, fuera falsa. Este cabo de escuadra, antiguo hermano tuyo en la fe cristiana, te lo recuerdo, no ha sido leal a nadie, salvo a su propia ambi­ción. Pienso que vendía información a los perros de la Santa Liga con la misma frecuencia que a ti. El tal Fran­cisco Dandolo, al que aludía en su último mensaje, es ciertamen­te capitán de una galera de Candia, lo he sabido y, no te equivocaste, era su principal contacto en la flota cristia­na. Ayer me acerqué a él, según tu conse­jo, fingien­do ser envia­do de tu amigo, a quien el sujeto conocía bien y con quien llevaba negocios extraños en el puerto de Messina. A estas alturas me pareció inoportuno y arriesgado quitarle la vida, de forma que le ofrecí falsa información, bien pagada, por cierto, y lo convencí de que Alí-Pachá preten­día permanecer frente a Lepan­to, a fin de exponer a la flota cristiana a los cañones de los fuertes. Después partí para cobrar venganza.

Localicé al traidor en la santabárbara de su galera. Al principio se sorprendió al verme, pues pensaba segura­mente que habías seguido su consejo de arrancarme la piel, y con engaños logré llevarlo al pañol del contramaes­tre, donde entre cordajes y aparejos lo apuñalé y lo arrojé al mar. Hallé documen­tación entre sus cosas: alhajas, cartas de amor de una mujer de Messina y un pequeño libro de cuentas. Tiene dos casas en Messina y una en Corfú; y dos mujeres, una en cada puerto. Su rique­za es mucha, parece ser, y por su correspondencia entiendo que pensaba huir con una de las mujeres antes de que la flota par­tiera para Lepanto. Hubiera querido llevarlo vivo a tu presencia, pero hay deseos que son imposibles.

Mañana, cuando el cachorro del perro parta en tu búsqueda, yo saldré hacia el puerto de Messina, por si pudie­ra obte­ner alguna información de la mujer. Si el Todopoderoso ilumina el color de tus banderas, pronto podremos vernos, entonces sabrás todo cuanto haya averi­guado del traidor.

martes, 17 de febrero de 2009



GOULASH PARA EL PRESIDENTE

Premio Restaurante El Chiscón. Madrid.




Sobre las nueve de la mañana el presidente me mandó llamar. Me dijo que cenaría a solas con el minis­tro del interior, que deseaba un plato exquisito pero sencillo, a ser posible con arraigada tradición casera, y que lo tuviera todo dispuesto para las ocho y media. Sin pensarlo dos veces le sugerí el goulash, ese delicioso estofado procedente de Hungría que tan popular se hizo en Europa central y que aumenta el optimismo del presidente. La extraordinaria combinación de hierbas olorosas y de otros ingredientes de la huerta, así como su preparación con manteca de cerdo, podría muy bien disimu­lar el color del veneno, ese color mortalmente azafranado que había sido mi mayor preocupación durante más de un año. Con la excusa de comprar personalmente la culata de buey, abando­né el palacio y desde un teléfono público contacté con la Orga­nización. Las llamadas telefó­nicas estaban absolu­ta­mente prohibidas, y lo correcto hubiera sido insertar un anuncio en la prensa, con el teléfono de Henri, solicitan­do "un maestro cocinero para una noche inolvida­ble", pero la urgencia del caso justifi­caba la medida. “Me han invitado a cenar. Saldré del restau­rante a las nueve de la noche. Venid a recogerme”, dije. El compañero Henry sonrió con cierta ironía. Me había reconoci­do. Los dados empezaban a echarse sobre el tapete.


En este mundo sólo hay dos cosas capaces de hacer saltar los mecanismos más sofisticados y ocultos de mi conciencia, dos poderosas pasiones que desatan mi imaginación y justifican mi vida: la venganza y la cocina. La venganza, como decía Calderón, no borra la ofensa, naturalmente, pero es indudable que la dignifica, y en ese parámetro es donde se reviste de nobleza; y la cocina, el arte más entrañable y preciso que pueda concebir el hom­bre, me ha convertido en maestro, en creador de sabores, en un nombre para el recuerdo de quien prueba mis obras, por eso colma sobradamente el vaso, a veces empaña­do, de mi felicidad. El secreto y el placer de la cocina, como todo arte, está en el resultado, y ni siquiera los largos años de experien­cia han conseguido amortiguar esa pletóri­ca impresión de felicidad que me embarga cuando un comen­sal se me acerca a los postres con palabras de elogio. Naturalmente he servido a paladares buenos y malos. El del presidente, hay que decirlo, es excepcional, y sólo la certeza de ignorar su expresión placentera tras la cena con el ministro del interior empañaba la satisfacción de mi venganza, que ya era mucha, después de tantos meses de seguimiento, de tantas oportunidades idas y de tanto miedo a ser descubierto. La recompensa por mi espera sería doble, puesto que acabaría con el presidente y el ministro sin dañar a sus familias.


A mediodía subí a mis habitaciones, abrí un ejemplar de los “Escritos de la filosofía política”, de Mijail Bakunin, que previa­mente había ahuecado con una cuchilla, y tomé el frasco de veneno que dos años antes me entregó el compañero Henri en aquella inolvidable velada junto al río donde ambos sellamos el compromiso mortal que nos unía. Lo guardé en el bolsillo dispuesto a no despren­derme de él hasta el momento definitivo. Sobre las cinco de la tarde empecé a trocear la culata del buey, a dados grandes para darle vistosidad al plato, y en una cazuela derretí la manteca y doré las cebollas. Mientras hacía esto pensé en el ministro, quien nunca había probado uno de mis goulash, y sinceramente lo sentí por él. También por mí, porque a él se le iría la vida y a mí la recom­pensa de saber su opinión.


Después de dorar las cebollas añadí los dados procuran­do con sumo cuidado que se hicieran por los cuatro lados, y cuando estuvieron en su punto tapé la cazuela para que la carne sacara su jugo y se cociera en él durante quince minutos. Sin quererlo volví a pensar en el rostro destartalado del ministro, en su expre­sión enjuta y cetrina y en su conocida fama de comen­sal exigente. De haber probado mi plato en otras circunstan­cias habría quedado desarmado. Volví a palpar el frasco de veneno en mi bolsillo y en ese momento el presi­dente irrumpió en la cocina. El corazón me dio un vuel­co. Nunca antes había sentido interés por aquellas dependen­cias. Me habló entonces del selecto paladar del ministro y de la importancia de aquella cena, y me exigió que no fallara. Después se marchó con una expresión de curiosi­dad en el rostro.


Temblando aún por la impresión de aquella inopinada visita, añadí los tomates, la sal, un manojo de hierbas, un vaso de agua y una cucharada pequeña de pa­prika, que es la masa pulverulenta de una especie de pimientos muy utilizados en Europa central y el verdadero secreto del goulash; después tapé la cazuela para dejar cocer la carne muy lentamente duran­te dos horas y media. Cuando el plato estuviera a punto, pondría en la salsa el veneno del frasco y la suerte del presidente y del minis­tro estaría echada. Encendí un cigarrillo, tomé asiento y comencé a drogarme con el aroma extraordi­nario del gou­lash. Entonces recor­dé mis largos años de coci­nero, las firmes ideas que me habían llevado a ese momento y la promesa de venganza que formulé al entrar en la Organi­zación, pero a medida que la carne se cocía su perfu­me embriagaba mis sentidos y el embrujo de la curio­sidad aplastaba mis principios bajo la bota tiránica de su inocencia. La impresión del ministro al degustar mi gou­lash, los comentarios que haría de él al presidente quedarían silenciados para siempre por un frasco de vene­no; desconocer la opinión de aquel paladar selecto sería el alto precio a pagar por la causa. Algo parecido a la duda estremeció mis nervios hasta el punto de darme miedo, y durante mucho tiempo estuve pensando en ello.


Poco después comprendí, por el crepitar del guiso y el olor de la carne, que el goulash estaba listo. Al destaparlo supe que aquella comida era una obra de arte. Sin pensarlo tomé el frasco. Lo destapé. En el extraño clima de mi imaginación vi el rostro placen­tero del presiden­te y el del odiado ministro del interior, inexpresi­vo, vacío, ausente. No lo pude evitar. Tapé el frasco y volví a guardarlo. Probablemente hubiera otra oportunidad, otro momento más adecuado, otra circunstancia que disminuyera el precio de mi venganza. Naturalmente, yo mismo me encargué de servir los postres. El exigen­te ministro del interior me felicitó con un apretón de manos. “Extra­or­dinario” dijo, “tenga la seguridad de que repetiré otro día”. Afortunadamente, no todo estaba perdi­do.


CLAUDIA LA TRISTE,
PRINCESA DEL VIENTO


Mención especial en el Premio Ciudad de Huelva


La tenue luz del laboratorio volvió a transfor­marse de repente en aquella claridad de anochecer, a caballo entre la puesta del Sol y el velo de soledades que cierra la noche, que a veces anulaba los sentidos de Marcelo Cerpa y lo sumía de improviso en la nostalgia, desposeído de recursos, humillado como un esclavo ante la tiranía de un tiempo estáti­co, remansado sin piedad en las paredes, en el interior de la cámara oscura y en la forma abocarda­da de aquel gramófono que ahora emitía El Crepúsculo de los Dioses de Wagner con una sinceridad impropia en un artefacto. Marcelo había barruntado segundos antes la mutación de la luz y la terrible acometida del tiempo, pero se había dejado llevar porque sabía que no era una cuestión de fantasmas sino de su propio corazón. Se acercó entonces a la fotografía, pensando ver tan sólo las bouganvi­llas violáceas de la plaza escoltando como guardianes trepado­res la portada barroca de la iglesia, pero al tomarla en la mano sintió la mordedura del pasado en la yema de los dedos, y una especie de veneno ardiente ascendió por sus arterias y le inflamó el corazón. Perdió el sentido. Poco después se incor­poró a tientas, abrió la puerta del laboratorio y llamó a gritos a los gemelos Varela, que desde tiempos inmemoriales atendían su negocio de fotos. Recostado en el quicio de la puerta, extendió la fotografía y calló. Santiago y Tadeo Varela creyeron estar más cerca de la muerte que nunca, no porque la impresión los demoliera como a Marcelo Cerpa, sino porque siempre supieron que aquello sucedería. Santiago Varela se aproximó a él.


- Te lo dije -le susurró al oído-, no hay que atormentarse buscando la suerte, si ella te quiere hallar te hallará.


Treinta años atrás Marcelo Cerpa percibió por primera vez la extraña mutación de la luz ambiental en cre­púsculo agoni­zante. Fue el día que vio a Claudia Olías apoyada en el mostra­dor del estudio, con un vestido de encaje color cielo y un ramo de gardenias en la mano. Venía a fotografiarse. Muy lejanamen­te, con cadencia melancólica de ángeles prisione­ros en un cajón, el gramófono entonaba la ópera Carmen de Bizet y los gorriones de la plaza rompían la tarde con un inopinado guirigay de renci­llas revolu­cionarias. Marcelo Cerpa se perdió de inmediato en la profundidad marina de sus ojos y creyó hallarse frente a un ángel desterrado, pero ella despejó sus dudas de inmediato. ”Vengo a retratarme en medio de un jar­dín”, dijo lacónica­mente. Marcelo Cerpa la hizo pasar al estudio, la sentó en una otomana tapizada de querubines y descorrió un decorado de jacarandas y pacíficos con arbustos de romero en flor y boj recién podado. “Hay un grave inconvenien­te, señorita” dijo, “Que en la foto será usted quien resalte la belleza de las flores, y no al contrario”. Claudia Olías sonrió. “Hágala de todos modos”, respondió.


Aquella misma noche Marcelo Cerpa reveló por primera vez la imagen de Claudia Olías, y tuvo la impresión de que las flores del paraíso se habían tintado de euforia, mos­trando tonalidades extremadamente rojas. Cuando ella fue a recoger la fotografía, él volvió a hablarle de los contrastes. “Ya se lo advertí, señorita” dijo, “hasta las flores tienen amor propio”. Cinco días después Marcelo Cerpa volvió a verla por las calles de aquel pueblo donde su padre había instalado el estudio como último recurso ante la miseria, irremediablemente convencido de que el mundo de la fotografía es mejor aliado de los negocios que del arte, y la siguió por un paisaje enrevesa­do de esquinas y plazue­las, por callejuelas empe­dradas de historia, entre balcones que devoraban el acerado pizarroso y casas enjalbegadas donde la sombra de Claudia Olías iba dejando un perfume de jazmines y un reguero de amor que Marcelo nunca olvidaría. Casualmente llevaba una cámara fotográ­fica al cue­llo, y antes de que alguna pregunta abortara su intención, volvió a fotografiarla.


Así fue como Marcelo empezó a soñar con el amor de Claudia Olías. Sin valorar la magnitud del acto, hizo un duplicado de la primera imagen de ella en el jardín sintético, buscó un marco propio de una reina que le costó una fortuna y colocó su retrato en el escaparate, pensando que su belleza bíbli­ca servi­ría de reclamo para los clientes. Después tomó la cámara, y con la excusa de conseguir una colección de fotos locales que atrajera la aten­ción del público empezó a recorrer el pueblo buscándola en cada rincón, orientado siempre por un remoto aroma de jazmines que su instinto de sabueso enamorado mantenía vivo en el recuerdo. Fue cuando el azar empezó a ignorar sus afanes y a tratarlo como a cualquier ser humano, despreciando las teorías de su padre sobre la búsqueda de la suerte y la consecución del triunfo, de modo que no logró fotografiarla hasta el día que involuntariamente abandonó el propósito. El estaba junto a Santiago Varela haciendo el repor­taje de una boda por encargo cuando la descubrió en la estre­chez del templo junto a una talla en madera de borne de la Virgen de Guadalupe. Entonces olvidó a los novios y se entregó al dulce embrujo de fotografiar a Claudia Olías. Después la enfocó mil veces en el banquete de bodas, desenfrenado y luju­rioso, absolutamente hechizado por la fragancia y los ojos de aquella mujer cuyos movimientos evocaban en su alma la presen­cia indiscutible de Dios, de forma que perpetuó a Claudia Olías riendo a carcajadas, charlando con sus amigas y mordiendo un trozo de tarta descomunal, pero cuando quiso fotografiarla bailando con un hombre comprendió que a veces el amor se dis­fraza de ira.


Cinco días más tarde, mientras empapelaba la pared del laboratorio con las imágenes de Claudia Olías, al­guien entró en el estudio y Marcelo Cerpa comprendió que el azar había vuelto a ser caprichoso. Era el hombre que bailó con Claudia Olías en el banquete de bodas. Hercúleo, serio, amable­mente irritado, el hombre exigió que el retrato del escaparate se retirara inme­diatamente; dijo que era su prometida y que nadie tenía derecho a exponer su rostro públicamente. Marcelo Cerpa, que había heredado de su padre el arte de la diplomacia, rogó disculpas, retiró la foto y redujo el lamentable inciden­te a un fuerte apretón de manos. Un año después, el mismo hombre vendría a encargarle el reportaje de su boda con Claudia Olías, pero para entonces Marcelo había desentra­ñado los secre­tos del pueblo y conocía el desamor de la pareja, de modo que aún la fotografió con la ilusión esperanzada del enamorado perpetuo, pero percibió en su semblante la traza sombría de la tristeza, un leve matiz apreciado tan sólo por su corazón de artista, un pretexto más para seguir captando la belleza embrujada de aquel rostro.


Marcelo Cerpa la siguió durante años intermina­bles en una guerra a muerte contra el azar, de modo que con el tiempo consiguió tantas imágenes de Claudia Olías que los gemelos tuvieron que amontonarlas en cajas y guardarlas en el desván del estudio sin que ninguna de ellas lograra confirmar el secreto de su tris­teza, pero Marcelo seguía husmeando su perfu­me de jazmi­nes, inven­tando colecciones de calles, fotogra­fián­dola siempre en el segundo plano de los bautizos, de las comu­niones, de las bodas y hasta de los entierros, desoyendo el consejo de los hermanos Varela, caminando sin prudencia alguna por el pantanal de la locura. Así desembocó un día en el esca­broso bosque de las extravagancias, y empezó a fabricar un ingenio capaz de fotografiar el cuerpo astral de la gente. Obse­sionado con el equipo diseñado por los Kirlian, analizó los pormenores de la fotografía de alta frecuencia y estudió al dedillo un informe publicado por la universi­dad Kirov de Alma-Ata, en la impronunciable región de Ka­zakhstán, titulado "Esen­cia biológica del efecto Kirlian" y firmado por cinco doctores con nombres diabólicos.


A partir de ahí su vocabulario de caballero andante se transformó en una especie de jerga para­científica imposible de seguir; hablaba continua­mente de envol­turas bioplasmá­ticas, de fenómenos de biolumi­niscencia, de cuerpos fluídicos, del estado plasmático de los seres animados y de una constelación elemental compuesta por electrones, protones excitados y partículas ionizadas, y una noche de frenesí esotérico confesó a Santiago Varela que había querido construir un microscopio electrónico para conectarlo a la cámara Kirlian y fotografiar y analizar pormenori­zadamente el cuerpo etérico de Claudia Olías, a fin de averiguar la causa de su belleza y confirmar el motivo de su amargura, pero había calculado que el aparato costaba lo mismo que el pueblo entero, de modo que se había conformado con el artilugio de retratar almas. San­tiago Varela le ofre­ció un ciga­rro. “Pregúntale mejor a ella” dijo, “es más rápido y más seguro”. Fue cuando Marcelo Cerpa inter­ceptó a Claudia Olías y sin aclaración previa le solicitó una imagen de su cuerpo etéri­co; era la primera vez que le hablaba en veinte años de amor platónico y su mirada de sirena seguía siendo tan triste como el día de la boda. “Lo siento” respon­dió ella, “no creo que mi marido lo permitiese”. Marcelo Cerpa añoró en ella la sonrisa acaricia­dora de diosa del viento que interfería sus sueños y jaleaba sus proyectos de alqui­mista fotográfico, pero lo comprendió fácilmente. Después de aquello ya no volvió a mencionarla en público, aunque persistió en sus colecciones de paisajes loca­les y en el perfeccionamiento de su cámara Kirlian.


Diez años después, aprovechando una conversación intrascendente, Tadeo Varela comentó en su presencia que Clau­dia Olías había muerto de tristeza. “Lo sabía” dijo, “los colores de su cuerpo beta presentaban ya tonali­dades mortecinas y síntomas irreversibles”. Fue el día que los gemelos Varela descu­brieron la indescifrable y secreta colec­ción de fotos que Marcelo guardaba de aquella mujer a la que amó por encima del tiempo y de la razón. Eran en su mayoría paisajes multicolores donde las formas se mostraban difuminadas y desleales, irreco­nocibles y calidoscópicas. Marcelo las tenía clasificadas por fechas, de modo que se viera con facili­dad la evolución de los colores, la mutación cromática de su cuerpo furtivo y el apaga­miento persistente, el camino inexora­ble hacia un fin marcado por la tristeza. Durante diez años había estado siguiendo a Claudia con su cámara de retratar sutilidades en un intento vano de confir­mar la causa de su amargura, que todo el pueblo atri­buía al desamor, pero sólo había logrado aproximarse a la consecuencia y fijar la fecha de su muerte con un margen de error impercep­tible. “Nunca es tarde” dijo aquella noche, “La muerte arrebata la vida, pero no sus secre­tos”.


Se empeñó entonces en seguir retratando a Clau­dia Olías, cuyo aroma de jazmines aún impregnaba su recuer­do y desataba en su corazón tempestades de nostalgia que sólo logra­ba aplacar con el diseño de nuevos planes secretos que le permitieran acceder a ella. Atormentado por sus afanes de alqui­mista irredento, consiguió una cámara de rayos infrarrojos y fotografió durante mucho tiempo cada uno de los lugares frecuentados por ella, esperando encontrar su ectoplasma de princesa caminando por la calle, comprando en el mercado o curioseando en los escaparates. Se enfrascó en el estudio de las teorías espiritistas tratando de hallar un nexo de unión con Claudia Olías y terminó coleccionando fotografías de fan­tasmas, falsas y auténticas, que colocaba cuidadosamente en álbumes de cartón fabricados por él mismo. Como último recurso se empecinó en la idea de retratar el cementerio al atardecer, buscando entre los cipreses y las tuyas la sombra neblinosa de Claudia, el perfume de jazmines de Claudia, la mirada verde mar de Claudia. Volvió a invertir dinero en colecciones de libros esotéricos y en material fotográfico para sus cámaras de retra­tar fantasmas; multiplicó las horas de trabajo, desquició intencionadamente su fantasía y lanzó una última ofensiva contra el azar, basada en el hostigamiento continuo, en el agota­miento de todas las posibilidades y en la transformación de sus hábitos cotidianos en una lucha perseve­rante por conse­guir su fin, pero sólo logró retratar al fantas­ma de un poeta local, muerto cien años antes, recitando versos de amor al pie de una tumba con nombre de mujer. Nada de Clau­dia Olías, que parecía haber caído con su tristeza maldita en el olvido de los ángeles y de los hombres. Así fue como el fracaso pudo con el ánimo de Marcelo Cerpa, no con su amor ni con su recuerdo.


Fue por aquella época cuando empezó a percibir en el laborato­rio cam­bios extraños de la luz ambiental, descen­so repentino de la temperatura y alteraciones incomprensibles en la posición de los objetos. Al principio pensó que el fan­tas­ma enloquecido del poeta andaba exigiéndole su fotografía de la única forma que sabía hacerlo, de modo que consultó sus revistas y terminó quemando el retrato en una bandeja de plata llena de incienso; pero el laboratorio seguía siendo una choza de brujos y al final atribuyó los cambios de luz a una miopía producida por la edad, el descenso de la temperatura a un reuma irreversible causado por los años y la alteración de los obje­tos a la desmemoria propia de la vejez. Entonces pensó seria­mente en la locura, influido por los consejos de los gemelos Varela, y se planteó en firme la posibilidad del olvido, rele­gando a un segundo plano su obsesión enfermiza por Claudia Olías. Abandonada la lucha, envejeció diez años en diez días y se dedicó por entero a su negocio de fotos.


Mucho tiempo después Marcelo Cerpa fotografió por encargo la fachada de la iglesia donde años atrás solicitó a Claudia Olías el retrato de su cuerpo etérico; volvió a su laboratorio, rejuvenecido por la alegría de las bouganvillas, y se aplicó al revelado con una sensación de nostalgia infinita en la boca del estómago. Percibió un ligero cambio en la posi­ción del gramófono, un descenso de la tempera­tura, un apaga­miento de la luz, y lo atribuyó todo a la perpe­tua amargura de los enamorados sin amor. Pero ahora, con la foto de Claudia Olías frente a él, sostenido por las manos cálidas de los gemelos Varela, comprendió que el amor y el azar caminan juntos por senderos intemporales, y que aquella sonrisa nítida de Claudia Olías, reclinada en los setos de boj como en la otomana del laboratorio, era una victoria sobre la suerte, que a veces se deja sorprender cuando nadie la busca. Volvió entonces a interrumpir el sueño de los objetos polvorientos del desván, y halló libros antiguos, litografías olvidadas de su padre, cajas de zapatos repletas de fotos, placas fonográficas con música de Schubert y de Mendelssohn y un marco de plata digno de un palacio babilonio. Y en él colocó para siempre la imagen de Claudia Olías, sonriente, liviana, intemporal, on­deando en el vacío como una bandera de flores, sentada en la nada con la solemni­dad de una princesa del viento.