DON JUAN
(Premio de cuentos Ateneo de Sanlúcar)
Oigo ruidos en la calle y abro los ojos a desgana.
Nunca como ahora he odiado la consciencia, la certidumbre de la vida y la
proximidad de lo tangible. He soñado contigo. Te he visto adornar los
escaparates de la tienda con tres reyes magos de nieve artificial, con inapropiado
y cierto retraso. Los tres subían un cerro blanquecino que apenas se aguantaba
en el cristal, siguiendo una estrella con el rumbo cambiado, dirigida hacia el
estante de los zapatos de señora, allí donde te gusta ponerte, junto al mostrador.
Así te he visto en mi sueño, tal como esta mañana, cuando te saludé desde la
cafetería, a duras penas, mientras servía el desayuno a dos clientes con prisas
de fugitivos, y la gente cruzaba, y yo te buscaba entre las cabezas para ver si
sonreías o seguías tan seria como la semana pasada. Me siento en la cama, y la
humedad penetra por los poros de mi piel y me atenaza los huesos sin piedad.
Pero me vestiré y saldré. Hoy es noche de reyes, y la magia vagabundea por las
calles, subida en el viento, remansada en las palabras y en las miradas.
Ahora creo que debí decírtelo. Dejar en el mostrador a
los dos clientes, cruzar la calle, entrar en la zapatería y acercarme a ti,
aunque tu jefe vea con desagrado las visitas personales. Debí invitarte a
cenar, disfrazar mis intenciones de inocencia, aprovechando que todo es
inocente esta noche; decirte que sale la cabalgata y que daría media vida, o mi
puesto de camarero, que es lo mismo, por llevarte esta noche del brazo, entre
la multitud, para que toda la ciudad pudiera vernos. Debí decirte que fuéramos
a coger caramelos, como dos niños. Pero no te lo dije. También he soñado con
eso, y ahora, al despertarme, pienso en el poder tenebroso y absoluto de la
cobardía. “No hay nada” me repito, “nada que perder”, pero todo es inútil, me
lo he dicho esta mañana, como otras veces, pero sigo agallinándome al verte.
Es como cuando mi jefe me señala la calle, atestada de veladores, y yo estoy
solo para servirlos todos. Tiemblo al pensar en ello, como al pensar en ti. Ya
ves, no es malo que una persona quiera a otra, y nadie puede enfadarse por algo
así, pero yo prefiero servir todos los veladores de la acera, llenos de
alemanes, antes que invitarte a cenar, o a ver los reyes.
Hace frío en este piso, pero es porque está medio
vacío. Me visto a la carrera, me enjuago el rostro y me asomo a la ventana. El
viento azota la calle y las hojas vuelan como golondrinas buscando las azoteas.
En invierno me gusta verlas remontarse, planear como los aviones de los niños,
y luego caer en picado, o simplemente bambalearse despacio, en esa extraña
cortesía que a veces tiene el viento con las cosas que maltrata, como hace con
tu pelo castaño, cuando lo acaricia al salir de la tienda. Estas remontaciones
alocadas de las hojas son como la vida. Todas quieren llegar a las azoteas,
pero pocas lo consiguen, y al fin y a la postre todas terminan en la acera, las
que cayeron al principio y las que caerán mañana, de modo que el esfuerzo y la
suerte están de sobra; la única diferencia es que unas ven el mundo desde lo
alto y otras no. Pienso que yo sería de las segundas, porque además de tosco y
pesado soy cobarde, y nada más sentir al viento me quedaría donde estaba,
acurrucado junto a una piedra, esperando que vinieran los gorriones a
picotearme. Es lo que me pasa contigo.
Por fin salgo a la calle, bien abrigado por eso del
reuma, y la familiaridad del barrio, que parece un pueblo, me invita a
permanecer en los bares de la plaza y a rehuir el bullicio del centro. Es
demasiado temprano para ver la cabalgata, pero echo a andar apresuradamente,
antes de que me puedan las tentaciones, y también este año me sorprenda la
noche sentado en un velador, contándole a un borracho los padecimientos del
miedo, la imposibilidad de los deseos y ese donaire caprichoso y admirable que
tienes al poner los zapatos en el estante, según los colores, las hormas, las
tallas o la simple casualidad. “Tú eres tonto muchacho” me dijo, “yo trabajo
enfrente de una cosa así y no se me escapa por nada del mundo”. Qué listo. Si
ése trabajara en un bar se bebía las ganancias. Eso me pasa por emborracharme
con quien no debo, y además por irme de la lengua. Por eso este año no me
pierdo los reyes, a ver si me distraigo y burlo al coñac, que mientras más lo
bebo más melancólico me pone.
La parada del autobús está imposible. La cola de gente
dobla la esquina, y eso que es temprano, pero los niños desconocen la
paciencia, y debe ser así, ya tendrán tiempo de echarla. La paciencia es buena,
pero bien dosificada; si uno se acostumbra demasiado a ella puede pasarle como
a mí, que aplazo las decisiones según la conveniencia, el miedo o el barrunto
raro que tenga ese día. No tomaré el autobús. La gente se apelmaza, uno pisa a
los chiquillos sin querer y ya tiene la noche hecha. Iré andando.
A veces te escribo poemas, y no son malos. Claro que a
nadie le parece feo lo que hace, y menos hablando de poesía, pero te gustarían
si algún día los leyeras. Hablan de tus ojos, que cuando miran atraviesan como
dagas y cuando no lo hacen hieren como injurias. Son enigmáticos tus ojos. A
veces me observas a través del escaparate, siento tus pupilas en la nuca y me
vuelvo rápidamente; tú agachas la cabeza al instante, y en esa ínfima fracción
de segundo tu mirada me acuchilla. El corazón me da un vuelco, las manos me
tiemblan y ya no atino a poner los desayunos. “Niño, el café”, “niño, el
Tulipán”, “niño con el cuajo...”. Es que algunos son groseros. Pero tiene
gracia que te llamen niño a los cuarenta años. Yo me crié sin madre, y sin
reyes, por eso la palabra no me molesta. Pero te hablaba de las poesías. Si las
leyeras... Las escribo en un cuaderno de cuadros que tengo guardado en la
mesita de noche. No siempre escribo de noche, a veces también lo hago en el
bar, según la inspiración, y entonces anoto los versos en una servilleta de
papel, luego la doblo, la escondo en la camisa, y por la noche la paso a limpio
mientras pienso en ti.
Los pensamientos son fugaces como la felicidad, pero
tienen la ventaja de poder guardarse en papeles para recordarlos cuando uno
está triste. Yo cuando estoy triste o me siento solo en casa, voy al
dormitorio, abro el cuaderno y leo las poesías tumbado en la cama. Escribo de
tu pelo castaño, que a veces sorprende a las mañanas recogido en la nuca; de tu
figura exuberante, que se perfila en la muchedumbre de la calle y destaca como
la luna entre los luceros; de tus andares de reina, tranquilos, derechos,
pausados; de tu ropa, que yo alargaría un poco para fastidiar a mi jefe, y de
todo lo que supone tu presencia tras los cristales. Pareces una sirena
encarcelada en una pecera. Se supone que yo debo ser el príncipe que vaya a
rescatarte de la zapatería, pero de príncipe no tengo nada, y una mirada de tu
jefe, con esas cejas anchas y apretadas, ya me pone en fuga. “Anda que vaya
porvenir que tienes” me dice cuando viene a desayunar, el muy tirano, “toda tu
vida en una barra, y no le coges el punto al café”. Y es que me descompone el
tío. Me dan ganas de echarle veneno en la leche.
Voy camino del centro y la ciudad parece otra cosa
esta tarde. Es así como me gusta verla, bulliciosa, palpitante, envuelta en esa
felicidad general que parece nacer en el río, como una bruma invisible, y
extenderse luego por las calles, atemperando las tristezas y los desengaños. La
gente se mezcla en las aceras y yo las distingo por su ropa. Puedo adivinar los
barrios donde viven solo con ver los andares, la forma de hablar y las prendas
que visten. Se mezclan todos en la misma dirección y por una noche son iguales.
El mundo debía estar unido por la ilusión, porque al fin y al cabo toda la
gente la tiene, y es lo último que se va y lo primero que nos llega. Yo tengo
muchas ilusiones, y la mayor de todas era llevarte hoy a ver los reyes. Otro
año será. Parece mentira que los coches sean capaces de formar un río. Es una
corriente de colores que desembocará en el mar del centro. Se mueve lentamente,
como si no llevara impulso, dejando en la carretera sedimentos de impaciencia y
esperanza.
A lo lejos, en la acera, distingo una pequeña columna
de humo y extrañamente vuelvo a sentirme niño. Es un vendedor de castañas. Aligero
el paso, como si fueran a terminarse, y compro un cartuchito. Me gustan las
castañas asadas, llevan la dulzura de la niñez impregnada en la cáscara, una dulzura
que ennegrece los dedos y tiempla el paladar. El hombre que las vende tiene la
piel tostada y el rostro lleno de arrugas. Hay que andar realmente mal para
vender castañas en una tarde tan fría, con la corriente de aire que azota la
avenida y la felicidad que se proyecta en la gente. Las cosas de la vida. “Un
euro” le digo, y el hombre las envuelve en papel de periódico. Ahora es cuando
de verdad te echo de menos, y la añoranza se anuda a mi garganta como un lazo.
Continúo el camino, la tarde se reclina en el parque y tu recuerdo me acompaña
como la sombra. Distingo un bar entre estos árboles gigantes y voy a tomar una
copa de coñac. No puedo evitarlo, hace frío y a uno le entra el cuerpo en caja.
Es imposible que viva tanta gente en esta ciudad; algunos,
o muchos, vendrán de fuera a ver los reyes. Faltan dos horas para el desfile y
el mundo entero parece concentrarse aquí. Me siento en un velador, junto a los
ventanales, para ver otra vez los remolinos de hojas y maldecir a la cobardía.
No es igual beber solo que acompañado. Uno, por su oficio, conoce a los que
beben para matar la soledad o para acompañarla. Se les nota en el rostro, en la
dirección de las miradas y en el tiempo que les dura la copa.
Si estuvieras junto a mí te lo podría contar. Te
describiría el mundo interior de los clientes y te asustaría la precisión con
que puedo hacerlo. Los camareros somos como los curas, y hasta terminamos confesando
a la gente en la barra. En esta ciudad pasa eso por la noche. La gente se
embriaga de nostalgia al pasear por las calles y termina en un bar cualquiera
buscando el consuelo del camarero. Muchos que conoces se beben los vientos por
ti. “Hay que ver la niña de la zapatería…”, “si uno estuviera soltero...”, “qué
martirio, todo el día enfrente...”, y así. Cuando los escucho me arde el
corazón y hasta creo que se me nota. Luego te veo salir a la calle, con alguna
señora que te señala el escaparate, y el mundo entero parece morir en la mudez
de los cristales. Estos que te digo vuelven entonces la cabeza y empiezan a
decir disparates. Todo sería distinto si tú me quisieras, o estuviéramos
casados, o fuéramos novios, o algo por el estilo.
Ya me está haciendo efecto el coñac, no puedo
probarlo. Me levanto, pago la copa y me voy un rato a pasear por el casco
antiguo. La riada humana viene en dirección contraria, a ocupar posiciones para
la hora del desfile. Todavía es temprano. Hace frío, pero me siento en el banco
polvoriento de un parque a mirar los gorriones. El viento me trae tu nombre y,
por más que trato de pensar en otra cosa, te apareces en mi pensamiento como un
fantasma vagabundo y rondas por las esquinas de mi memoria como lo hubiera
hecho don Juan Tenorio. Si te hubiera conocido...
Me lo imagino embozado, con un tahalí tachonado en
plata, la mirada oscura trepanando la penumbra de los reverberos, la cazoleta
de la espada refulgiendo en la madrugada. Viene a rondarte, con toda seguridad,
como hacen los del bar, pero con otro estilo. Me ha visto sentado aquí, sí, con
este pergeño mediocre de universitario fracasado, las manos en los bolsillos,
el cuello de la cazadora cubriéndome los aladares. Sabe que en cuestión de
conquistas estoy perdido, como en muchas otras cosas. Una bruma lo envuelve,
parece salido del infierno. Le sonrío, por demostrarle que aquí hay redaños
para todo, y entonces parece confiarse. Se sienta junto a mí. “Buena noche, la
de reyes, para rondar a una dama” dice. “Para ti es buena cualquier noche” le
contesto. “Pero no es buena cualquier dama”, responde mesándose el bigote, con
un rictus de crueldad en los labios.
Te viene buscando, ahora estoy seguro. Me habla de sus
lances con don Luis Mejía, de las partidas de cartas, de las apuestas vergonzantes,
del precio de la valentía, que es incalculable, por lo que trae de bueno a los
hombres. “Yo soy un cobarde” le digo, por ver si se marcha, “ni siquiera me
atrevía a copiar en los exámenes”. Entonces él se levanta, se lleva las manos a
los cuadriles, se exhibe ante mí como los pavos reales del parque y luego se
detiene para describirme las estrategias básicas de una conquista: la buena
presencia, la osadía, el don de palabra, la dosificación del afecto, la
confianza... “la mentira, si es preciso” dice, “todo menos la rendición o la
deshonra”.
Me hace agachar la cabeza. No volveré a probar el
coñac. “Se hace lo que se puede” murmuro, y entonces él, sorpresivo y veloz
como las traiciones, desenvaina la espada y acerca el filo a mi garganta. Los
ojos dilatados, las cejas arqueadas. “Falso, tabernero” grita, “la noche de
reyes es para vivirla, para soñarla, para engrandecer los engaños con la magia
de la ilusión, para dejarse morder por el dulce acero de la esperanza, no para
morir de soledad en un banco cualquiera, lamentando las cobardías cometidas”.
Entonces me levanto, le vuelvo la espalda y huyo. En el parque, en medio de los
zapotes, vuelvo la cabeza y lo distingo entre la gente, todavía envuelto en la
bruma, embozado, siguiéndome como una sospecha.
Los Reyes de Oriente deberían ser magos de verdad,
poseer el don de transformar la materia de los hombres, concederle a uno el
privilegio de ser don Juan por una noche. ¿Pero de qué valdría? Al día siguiente
volvería a verte perfilada en los cristales de la zapatería, mirándome de
soslayo, y las venas temblarían en mi cuerpo y mi lengua quedaría paralizada
por el miedo. Voy a entrar en otro bar. La compañía de la gente me gratifica y
leo en sus rostros mensajes de ilusión. Pido otro coñac, sabiendo que será
peor, y miro a los niños. Llevan globos de colores, comen avellanas, juegan y
ríen, y seguramente esta noche no dormirán, los nervios los atenazarán en la
cama, y mañana, al alba, se levantarán con el estruendo de los cohetes. No hay
nada más envidiable que ser niño, nada tan grandioso como creerlo todo. Si los
hombres creyeran en las hadas, en las brujas, en los duendes o en sí mismos, el
mundo luciría otro color. En el extremo de la barra una pareja de novios se
mira fijamente, cogidos de la mano, sin decir nada. Irán a ver a los reyes, y a
lo mejor les han pedido un piso, o un trabajo, o simplemente más amor. Me
alegro por ellos. A su lado, con una sonrisa suspicaz, vuelvo a ver a don Juan,
que me observa atento, estudiando mis movimientos. Pago y me marcho. Ahora sí
me dirijo al mismísimo centro de la ciudad; pronto pasarán por allí los reyes,
arrojando caramelos de colores, y quizás alguno de ellos endulce mi paladar y
me haga olvidarte por un instante.
Voy deprisa. Si te hubiera invitado a salir iríamos
despacio, charlando del pasado, de lo que desconocemos, de esos secretos que
primero asombran a las parejas y luego las unen. Daría media vida mía por conocer
media tuya. El nombre de tus padres, el de tus hermanos, el número de la casa
donde vives, los libros que has leído o los poemas que has escrito. Y en medio
de la cabalgata, cuando la algarabía de los niños amortiguara el eco de las
palabras y las miradas se volvieran hacia los magos, a lo mejor me atrevía a
apretarte la mano o dejaba caer mi brazo sobre tu hombro. Quizás un beso. Pero
nada, toda la culpa la tiene el coñac, que me ha entrecogido en los callejones,
estrechando las paredes, atosigándome con las prisas de la gente, instándome a
la locura. En el próximo banco me siento, despejo la mente y sigo caminando.
Los jardines están bulliciosos esta noche. Mal día
para las parejas fugitivas. El gentío parece llevar prisa. Me levanto y avanzo
a grandes pasos; la cabalgata parece entrar en la glorieta, y quisiera ser niño
por una noche, aunque haya perdido el don de la credulidad y renuncie a las
cartas y a los deseos. Creo que será imposible acercarse hoy a los magos. Una
muchedumbre me corta el acceso, pero lo intentaré. Disimuladamente me abro
camino. “Por favor” digo, “gracias”, “un segundo”, “si es tan amable...”, “así,
gracias”. Me miran, me dejan pasar a duras penas y al final el camino se cierra
definitivamente. Los veré de lejos, qué remedio. Entre la multitud el frío
parece atemperarse, como si las risas y los aplausos desprendieran calor. Tu
sonrisa desprende calor en mis poemas. A diario lo escribo en el cuaderno. Si
tuviera valor para dártelo. Don Juan lo haría, sin duda. Tiene un olfato
especial para esto de los amores. Ahí está, a dos metros de mí, con las manos
en los cuadriles, luciendo una sonrisa esplendorosa. Se acerca el primer rey en
su carroza y el gentío lo vitorea y los niños abren los ojos, incrédulos,
asombrados, temerosos. Es la leyenda hecha realidad. Vienen de Oriente y en sus
sacos llevan el oro que simboliza al Sol, el incienso que evoca el camino de la
oración y la mirra, emblema de la resurrección. Arrojan caramelos, los niños se
paralizan y los mayores los recogen; abren manos, abrigos, paraguas. Es el afán
secreto por conseguir los deseos, por volver a casa con la prueba de las
esperanzas tangibles. La alegría me nace en las yemas de los dedos, sube por
mis brazos con un hormigueo afable y se agarra a mi corazón, que trota ahora
como un potro salvaje por las praderas del deseo.
Es imposible pero es cierto, ahí estás tú, junto a don
Juan Tenorio, a dos metros de mí, sola, como yo, en esta ciudad inmensa donde
hallar a alguien conocido, un día como hoy, es un milagro. Debí invitarte a
salir. No me has visto. Tienes los ojos puestos en la carroza del segundo rey,
que ya entra en la glorieta, saludando. Vuelvo a sentir miedo. Me tiemblan las
manos y las piernas. Don Juan vuelve el rostro y sonríe. “Se hace lo que se
puede” dice, y suelta una carcajada tabernera, provocadora, desafiante. El
burlador parece retarme con su ironía. El orgullo me abrasa el pecho y ahí
sigues tú, de espaldas, con el pelo recogido en la nuca, como una princesa
olvidada del mundo, resplandeciente. Entonces me acerco y don Juan me abre
paso con una reverencia inmoderada, como si entendiera los resortes de mi
cobardía. El mago se detiene en el centro de la glorieta y el clamor del gentío
se hace insufrible. Ahora o nunca. Miro al rey por un segundo, buscando una
fuga que no puedo permitirme, y lanzo un deseo al viento que ni siquiera llego
a pronunciar.
Entonces te pongo la mano en el hombro, te vuelves. La
sorpresa se dibuja en la transparencia de tu rostro y pronuncias palabras que
no puedo oír. La gente grita, la ciudad resplandece y yo intuyo el milagro en
el horizonte estrellado de esta noche mágica. Hablamos. Aplaudimos. Cuando
llega el tercer rey el corazón se me agiganta y me agrieta el pecho. Aún no
puedo creer que seas tú, que me haya atrevido a hablarte, a tocarte, a
invitarte a cenar cuando acabe la cabalgata. Es la primera vez que el coñac
hace algo bueno por mí. Me siento a la altura de don Juan, que ahora me mira
con los brazos cruzados y una infinita expresión de tristeza en sus pupilas.
Nada tiene que hacer, él pertenece a la leyenda y nosotros al mundo. Todo ha
terminado en la glorieta, o quizás todo haya comenzado. Te aprieto la mano para
no perderte, instintivamente, y tú consientes con el gesto. Ya no la soltaré.
Iremos a cenar, te hablaré de mis poemas, de las miradas a través de los
cristales, de los años de espera y cobardía, y te miraré a los ojos fijamente.
Y mañana, que libro, te llevaré a desayunar al bar, frente a la zapatería, para
creerme del todo este regalo de los magos. Ahora caminamos despacio, de la
mano, en un silencio que preconiza tertulias interminables. Entretanto los
reyes llevarán juguetes a los niños desterrados del afecto, y nosotros, ciudadanos
comunes, empezaremos a ser príncipes, porque ni en esta ciudad ni en esta noche
somos nadie, pero también lo somos todo.
Son las seis de la mañana y aquí me encuentro emocionado al finalizar la lectura de tu maravilloso cuento. Merecido premio, es sin duda alguna el mejor de todos, no creo que otro me hubiese llegado tanto. Gracias por compartirlo. Feliz año, Juan. Un abrazo
ResponderEliminar¿Qué decirte? Tu pluma una vez más me ha encandilado. Da gloria leerte...
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