domingo, 20 de abril de 2014

LA ÚLTIMA BATALLA







Premio de Cuentos Ciudad de Villajoyosa

Cuando dijeron por la radio que el Semíra­mis había zarpado del puerto de Odessa con doscientos cua­renta y ocho supervivientes de la aniquilada División Azul, el sargento Marcial Medina pensó que todo era una manio­bra del régimen para avivar el fuego del espíritu patrio; pero cuando oyó en directo los diálogos de los liberados con sus fami­liares de la península, cayó en la cuenta de que no eran artistas profesiona­les pagados por el ministe­rio, sino muertos que habían resucitado de verdad por obra y gracia de la Cruz Roja francesa. Aque­llos fan­tas­mas del pasado lloraban, reían y fingían como cual­quier actor, pero al hablar del regreso impregnaban las ondas radiofó­nicas del miedo insalvable que todos los resu­citados tienen a encontrar­se con la vida, de modo que durante una larga semana estuvo recordando el pánico acidógeno que horadó su corazón en el viaje que lo devol­vió de Cuba, como un paquete certificado, manco del brazo iz­quierdo y podri­do de dolencias tropicales. Era un miedo febril, distinto a todos los miedos que había padecido, rotundo y solitario, como el que había intuido en las palabras entrecortadas de aquellos liberados que por un milagro de la ciencia contaban desde el mar la blancura alambrada y mortal de Borovichi y Jarkov.

Pensando en los campos de concentración soviéticos se despertó el viernes 2 de abril, con las primeras luces del alba y la duda inquietante de haber estado en realidad dormido. Se levan­tó del suelo, que era donde se acostaba siempre, abrió la puerta del ático y se asomó a la azotea para ver la ciu­dad, todavía somnolienta, acu­rrucada en el amanecer y en la soledad. Después volvió a entrar, conectó la radio, echó de comer al canario holan­dés que vivía en el salón comedor y se sentó en la mecedo­ra a escuchar las noticias del Semíramis. Cuando supo que el barco entraría en la bocana del puerto a las cinco de la tarde, pensó en salir a la calle para coger un buen sitio en el muelle. Se dirigió entonces al cuarto de baño, sin desayunar, porque desde que volvió de Cuba sólo hacía una comida al día, y se dispuso para el aseo. Fue entonces cuando el destino lo traicionó y volvió a quedar­se dormido, brutal e inexplica­blemente.

El despertar fue doloroso, lejano y fami­liar como los colores del pasado. Tuvo conciencia inmedia­ta del accidente y de la pérdida tempo­ral del sentido, pero no pudo saber si recobró la concien­cia de forma natural o a causa de la impertinencia habi­tual del solda­do Valdivia, que había venido corriendo desde la otra punta del mundo y del tiempo para mirarlo desde el lavabo, parapetado tras su bigote canoso de general en la reserva. Al prin­cipio lo vio difuminado entre las gotas de vapor que impregnaban el espejo, y después en­vuelto en una nebulosa de telarañas viscosas que se fue disipando con lentitud irritante hasta mos­trarlo embutido en su uni­for­me de rayadillo, con las esparteñas embarradas y el sombrero de palma y ala ancha cubriéndole las tiñas. En una mano llevaba la cara­bina Re­mington y en la otra soste­nía su machete reglamen­tario.

- ¿Qué hace usted ahí parado como un pasmarote, Valdi­via? -le increpó.

Pero el soldado Valdivia no respondió. Se acercó un poco más a él, con los ojos desorbitados y el rostro desvaído. Entonces el sargento Medina pudo distin­guir la cinta negra de su sombrero y la escarapela con los colores de la bandera. También apreció, espantosa­mente nítido, el agujero de bala americana que atravesaba su guerrera y que le arrancó la vida cincuenta y seis años atrás.

- Déjese de coñas y ayúdeme, hombre -le dijo,- ¿No ve que no me puedo menear?

El soldado Valdivia tampoco contestó, y la misma nube de telarañas inoportunas que lo trajo a su presencia apare­ció de nuevo en el espejo, lo envol­vió fría­mente como una mortaja de desaliento y se lo llevó sin decir adiós, probable­mente por la misma puerta invisi­ble que lo había traído. Muy a lo lejos, el canario holan­dés había empezado a canturrear en la soledad del salón y la voz de un locu­tor frenético comenzó a caminar por el pasillo, como el bisbiseo nocturno de un enemigo, hasta detenerse junto a su oído. Aguantó entonces la respira­ción, como hacía en las trincheras de Santiago durante la guerra, intentando iden­tificar el ruido, y comprendió aterrado que el Semíramis había entra­do ya en el puerto, que los resu­citados de Rusia habían dado el pésame a sus dolientes y que llevaba más de ocho horas sin poderse mover del lugar donde había caído.

Hasta que llegó la noche estuvo batallando en la trampa enemiga que lo tenía apresado, intentando zafarse del cepo mortal que paralizaba su cadera, pero el dolor insufrible y la parálisis del brazo izquierdo lo devolvían una y otra vez a la posición original. La cabeza le ardía como un nido de tábanos y un regimiento de caba­llería enemigo parecía cargar al machete en los recovecos más antiguos de su cerebro.

Intentó muchas veces alcanzar el bastón que había dejado a la entrada del baño, pero su único brazo útil lo necesitaba para mantener el equili­brio, de modo que al poco tiempo abandonó la idea y volvió a ocuparse del dolor de la cadera. De madru­gada lo rindie­ron el suplicio y el cansancio y procu­ró acomodar­se en la trampa lo mejor que pudo, pero antes de cerrar los ojos pudo ver, apoyada en el quicio como en el decorado de un daguerrotipo, la figura azul grisácea de un oficial de caballería, con el cuello bajo vuelto, el pantalón recto y siete botones dorados abrochándole la guerrera.

Hizo un esfuerzo por reconocerlo, pero el golpe recibido en la cabeza entorpecía su visión, de modo que agitó el brazo llamando la atención del visitante. El oficial se acercó pausadamente, se quitó el sombrero y tomó asiento en la tapa del retrete.

- Hay que ver lo viejos que estamos, Medina -le dijo-, parece que fue ayer lo de Ojo de Aguja y míralo, a ti no hay quien te conozca y a mí no hay quien me vea.

Marcial Medina reconoció en el acto al capitán Cárdenas, no sólo por las espuelas de plata que su mujer le regaló el día de San José y que todavía lucía en sus botas cortas, sino también por el machetazo que le dieron en la frente los mambises de Maceo durante el combate de Ojo de Aguja, cuando él acababa de llegar a la isla y aún le impresionaba la sangre y le afligía la muerte.

- Estoy herido, mi capitán -le dijo patéticamente-, haga el favor de ayudarme porque no puedo moverme.

El capitán Cárdenas volvió a colocarse el sombrero de paja, se ajustó el cordón de pelo del revólver y se llevó las manos a la espalda.

- Lo siento -dijo-, yo tampoco.

Y durante toda la noche permaneció de pie junto a él, unas veces con los brazos en cruz y otras jugueteando con las divisas doradas de su bocamanga. Cuando le pareció se volvió a colocar el sombrero y desa­pareció tan misteriosamente como había llegado. Estaba amaneciendo, la radio empezaba a emitir un boletín infor­mativo y el cana­rio de plumas rizadas se aclaraba la garganta con agua fresca para alegrar el ático con su concierto diario. Miró a su alrededor y volvió a ver el bastón, justo donde la noche antes estuvo apoyado el capi­tán Cárde­nas, pero ni siquiera intentó cogerlo porque ahora se encontraba más agotado que el día anterior, más vencido, más resignado.

Durante todo el día estuvo pensando en la forma de salir de aquella trampa, poniendo en marcha los mecanismos más sofisticados de su ingenio. Analizó su desesperada situación como lo hubiera hecho un estratega veterano, con frialdad y aplomo, estudiando a fondo los inconvenientes y buscando la manera de salvarlos, pero al final llegó a la misma conclusión de la que había partido: que no podía moverse. Comenzó entonces a gritar, albergan­do la esperanza de que alguna vecina subiera a la azotea por casualidad y oyera los gritos, pero a mediodía, con las cuerdas vocales ardiendo, cayó en la cuenta de que las mujeres de todo el barrio tendían la ropa en las terrazas y de que no había visto a nadie por allí en toda la prima­vera. A pesar del convencimiento siguió gritando, cada vez con menos vigor y más desánimo, y por la noche, cuando el canario holandés dejó de cantar, ya ni siquiera tenía fuerzas para quejarse. Entonces rompió a llorar, no tanto por la situación en que se hallaba, sino por el gravísimo error táctico que había cometido, pues pensó que hubiera sido mejor gritar de madrugada, cuando la ciudad duerme y el silencio se deja romper con facilidad; de modo que cuando el sargento Palacios vino a verlo todavía lloraba como un niño desconsolado.

- Parece mentira, Marcial -le dijo-, tú llorando como un recluta.

Marcial Medina volvió la cabeza y lo encon­tró recostado contra la pared, fumando con aire de­senten­dido, como lo hacía en las trincheras de Santiago de Cuba, y por primera vez en dos días fue capaz de sonreír.

- ¿Te acuerdas, Palacios, la que le dimos a los volunta­rios de Roosevelt? -preguntó en voz tan baja que el otro tuvo que acercar la cabeza para oírlo- Todavía andarán corrien­do como cagados.

El sargento Palacios sacudió la ceniza del cigarro y las tobas parecieron de verdad al caer al suelo.

- Ya lo creo -respondió-, pero el doble nos dieron luego. Los hombres y la vida siempre pasan factura.

Entonces Marcial Medina reparó en su cha­queta gris marengo y en su camisa blanca ensangrentada. Le extrañó ver de paisano a su antiguo compañero de armas y fue a preguntarle, pero el otro leyó su pensamiento y se anticipó.

- Ya lo ves -dijo-, me escapé de los mambises y de los yanquis y vinieron a mi casa a darme un tiro. Y no fueron los rojos ni los nacionales, fue la envidia. Pero aquello pasó en otra guerra.

Marcial Medina le habló entonces del barco que venía de Rusia cargado de muertos vivientes y de lo malo que es quedarse solo en la vida. Le contó que llevaba dos días en la misma postura, sin comer ni beber, y que estaba perdiendo las esperanzas de salir vivo, pero Pala­cios ya no pudo oírlo porque la luz del día había difumi­nado en la pared del baño su triste figura de muerto civil. De modo que el sargento Medina se entre­gó de nuevo a la tarea infructuosa de escapar de la tram­pa, pero cada vez le costaba más trabajo pensar, interrumpido constante­mente por los fuertes dolores de cabeza y el escozor insoporta­ble de la cadera, por eso empezó a llorar de nuevo, pero ahora con desconsuelo y resignación.

Durante todo el día estuvo recordando la tarde que regresó de cuba, el calor sanguíneo que se apode­ró de su cuerpo al divisar el puerto, el rumor del gentío y aquel revuelo de sombreros que parecían palomas, y de nuevo se sintió desamparado, sin nadie que lo espera­ra en los muelles para regalarle un beso o una palabra de bien­venida; solos él, su maleta y su brazo inútil. También el miedo a la vida, a saber que el mundo era el mismo aunque ya no lo fuera. A lo lejos, en la radio que seguía conec­tada a pesar de las horas y de los llantos, alguien habla­ba todavía del Semíramis y de los liberados y pronun­ciaba extrañas palabras de encuentros y de emociones, pero él ya no tenía fuerzas para recordar ni para maldecir a la soledad. El canario había dejado de cantar en el comedor, atemorizado por la presencia de la noche, y él, en un momento de fatal lucidez, había tocado la rotura de su cadera y la bañera blanca donde cayó, como un pecado en el infierno, el día que un barco cargado de muertos llegó a un puerto. Entonces dejó de llorar y se echó a dormir. Había perdido también la última batalla y casi no le importaba.

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