miércoles, 6 de noviembre de 2013



EL BUCANERO ERRANTE


El capitán John W. Hawker era tuerto del ojo izquierdo, una ganancia sin precio a la hora de tirar con el pistolete y mirar por el catalejo; tenía un loro políglota y perpetuo en su hombro derecho que lo animaba en francés en los momentos de angustia y lo prevenía de los ataques por la espalda, y un tesoro escondido en una isla de caníbales que no figuraba en las cartas de navegación.

Se cubría la cabeza con un pañuelo de lunares blancos, llevaba tatuados en los brazos los nombres inventados de las mujeres que nunca lo amaron, y en el pecho el plano invertido de su tesoro que sólo podía leerse ante un espejo por si algún día perdía la razón a causa de la soledad. Su barco pirata era temido en los mares más renombrados, y sus gestas cantadas en siete idiomas por las tabernas de los puertos y las calles empedradas de los pueblos costeros. El pabellón de su bajel sembraba el terror en los barcos mercantes y en los buques de la armada, que apenas lo avistaban cambiaban el rumbo, buscando la seguridad de las baterías costeras.

El capitán John W. Hawker jamás hizo prisioneros ni tuvo piedad con los venci­dos, a quienes hacía caminar por un trampolín con los ojos vendados a la hora de almorzar los tiburones, que ya conocían de lejos la cubierta de El Bergante y se alineaban junto a él en el momento de los abordajes. A los traidores los colgaba por los pulgares de la Botavara y allí los dejaba secarse al sol hasta que empezaban a oler.

Así era el capitán Hawker, pero a veces lo asaltaba la nostalgia en la litera incómoda de su camarote, y entonces sacaba del arca una botella de ron, subía las escaleras torpemente, arrastrando su pierna de palo, y se tumbaba en la cubierta del Bergante a ver las estrellas. Las llamaba por nombres inventados, como a las prostitutas de los puertos, y les contaba batallas marineras, abordajes memorables que hicieron historia en mares remotos y lances de amor que sólo existieron en su imaginación. Luego bebía hasta emborracharse y cantaba hasta ver el sol perfilado en el horizonte, desoyendo los consejos del loro, al que insultaba en nueve lenguas y amenazaba con el sable.

Una noche el capitán Hawker bajó en exceso la guardia y se dejó vencer por la nostalgia. Recordó los ojos verdes de una bailarina en la taberna de un puerto lejano, su pelo de azabache y sus labios de princesa, las notas de un violín, la lumbre de una chimenea y el tacto de una caricia gratuita en su mejilla de perro herido. Y al amanecer escandalizó el puente a gritos y puso rumbo hacia aquel puerto que las acechanzas de la memoria clavaron en su corazón.

Por el camino hundió dos galeones y un buque de guerra, saqueó dos fortines ingleses pasando a cuchillo a las guarniciones y secó él sólo dos cajas de ron irlandés y un barril de vino español que halló escondido en la bodega de un fuerte. Y un amanecer, mientras Gordon, el loro, lo prevenía en francés de los trances del amor, atisbó al fin el puerto que buscaba y lanzó al viento una carcajada inmoderada y profunda que espantó a las gaviotas y levantó vítores en la tripulación.

Trató entonces de recordar la configuración de las callejuelas, reconoció en la memoria el camino de la taberna, y al anochecer barnizó su pierna de madera, se embadurnó con perfumes orientales, se colocó un bicornio de paño con una calavera en el centro y una pluma de faisán en el extremo, se armó con dos pistolas, dos puñales y el sable, y salió a buscar la taberna El Bucanero Errante, apoyado en un escopetón camuflado de muleta.

A media noche los reverberos proyectaban su sombra distorsionada en las lanchas de piedra, y Gordon entonaba en su hombro una canción de filibusteros que hablaba de amor y de olvido. En la puerta de El Bucanero Errante el viento hacía chirriar un cartel de madera con una sirena desnuda y una jarra de cerveza. Del interior llegaban los versos de una canción entonada por una mujer, donde las hazañas del pirata Hawker eran coreadas por las voces de los marineros, en medio de violines y risas.

Pero cuando lo vieron en el umbral, con las manos en los cuadriles y el loro en el hombro, haciendo centellear sus dientes de oro con una sonrisa nostálgica, el mundo se paró de repente en el interior de la taberna y sólo el loro Gordon, desde el hombro del capitán John W. Hawker, se atrevió a decir en holandés: "Sigan bebiendo". Después el capitán caminó lentamente hasta la mesa donde la bailarina detuvo su danza, mientras dos soldados huían disimuladamente por la puerta trasera y un marinero con el rostro marcado se ocultaba tras el mostrador evitando las miradas del loro.

El capitán Hawker se acercó entonces a la mujer, se quitó el bicornio y la besó en la mano con un respeto reverencial. Quiso describirle el brillo de las estrellas en el firmamento, la grandeza de un ocaso en el mar y la redondez opalescente de la luna marina; quiso contarle sus sueños y sus proezas, sus soledades y sus nostalgias, sus ambiciones y sus secretos, y quiso proponerle un pacto de amores justo cuando la mujer bajaba de la mesa, pero sólo se atrevió a arrodillarse a sus pies, tomarle la mano y besarla de nuevo. Ella tuvo la misericordia de volver a acariciarlo un segundo antes de verlo marchar, dejando tras de sí un rastro de silencio. Al cerrar la puerta lloraba por su único ojo, mientras Gordon le reprochaba su sensiblería de poeta y los marineros holandeses retomaban los cánticos, pensando ya en componer estrofas sobre el día increíble en que el capitán John W. Hawker se arrodilló cautivado ante una prostituta de la taberna El Bucanero Errante.







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