jueves, 24 de septiembre de 2009

El cobarde y el silencio




Premio de cuentos Biblioteca de Pilas


"La cobardía es la madre de la crueldad".
Michel de Montaigné (1533‑1592)

Ya le había preguntado la noche anterior el motivo de su silencio, la causa de aquella incomunicación tan grave para la que no hallaba justificación y el obje­ti­vo final de aquel desprecio que se prolongaba hasta confun­dirse con la provocación, que iba y venía por los corredo­res de la casa disfrazado de intransigencia, que se reman­saba en la sopa fría del almuerzo, que se acomodaba en la mesa invitado por ella, descarado, desafiante, a la hora de la cena, y los acompañaba luego hasta una habita­ción encalada y húmeda donde las sábanas, desacostumbradas a las caricias y a los susurros, rendidas ante el tedio como un castillo en sitio, se mostraban lechosas y frías, indiferentes y enemigas, y envolvían su cuerpo desamparado sin el más leve indicio de cariño, con la precisión agoni­zante y flácida de una bolsa de basura que encierra el cuerpo agarrotado de un perro muerto. Así era como se sentía desde hacía meses, como un perro muerto o más bien como un perro agonizante, pues padeciendo la indiferencia había comprobado que la supresión brusca de los hábitos más requeridos es un instrumento de tortura lento, agóni­co, demoniaco y refinado que conduce a la muerte a través de la confusión y la tristeza.

Cuéntame qué te pasa, Trinidad, le repitió de nuevo aquella noche mientras el familiar silencio instalado en la casa como un ejército invasor se hacía presente y se burlaba de la luz amarillenta del comedor, del olor a pescado frito y de las miradas esquivas, cuéntame de una vez qué te pasa, dime si estás enferma o si te hice daño, si estás loca tú o estoy loco yo, pero háblame y dime algo que no pareces mi mujer.

Pero ella le gritó que la dejara en paz de una vez, que no le sucedía absolutamente nada y que se iba a la cama porque no quería comer junto a asesinos de perros; y se marchó dejándolo de nuevo en compañía de aquel silencio escurridizo cuya facultad de sumergirlo en un comedimiento moral rayano con la humillación lo hacía sentirse indigno de sí mismo, sometido al capricho de una mujer a la que amaba a pesar de todo, a la que mucho tiempo atrás, recordó borracho de nostalgia, había perse­guido por las calles del pueblo con el arrebato pueril de un adolescente que intuye algo especial en el olor de los jazmines, en el sol de la tarde remansado en los zócalos y en ese resudor frío que nacía en sus aladares y cuarteaba sus mejillas cuando la descubría de espaldas en el cine de verano, difusamente presente, en medio de una balumba de cabezas que se agitaban como boyas pertenecientes a un mar cinematográfico sombreado de palmerales, rodeado de arenas alisadas donde un agente secreto cualquiera llegaba sober­bio, triunfador, como un César de alfeñique, y veía y vencía, o más bien señalaba y besaba a la rubia que que­ría, a la que le daba la gana, porque para eso era el galán más guapo y chulesco de una pantalla rectangular, ventana de celuloide, dormitorio de mosquitos por donde el pueblo veía el mundo, donde cada cual contrastaba sus miserias con las grandezas ajenas, como hacía él, un Lucas Román cualquiera, los sábados por la noche, maltratado por el sol y la remolacha, soñando con escaparse de la panta­lla, abrirse paso entre las sillas de enea, señalarla con el dedo, besarla y acariciarle los pechos arregazados en medio de la admiración popular, bañado por el perfume de los jazmines y las damas de noche que rodeaban las tapias encaladas del local.




Exactamente igual hubiera hecho aquella noche, veinte años después, acompañado tan sólo por un rumor de aplausos hipócritas que regalaba coches en la televisión, atormentado por el olor a pólvora que aún impregnaba las paredes, añorando los ladridos inoportunos de la perra Canela, que no volvería a pasear por la casa ni a ladrar a los moros que subían la calle vendiendo alfombras y ventila­dores ni a sentarse a su lado cuando ella lo despreciara por las noches... ¡Trinidad! gritó en su pensamiento una voz desesperada que nació en su estóma­go para trepar por su garganta y agarrarse a su cerebro con la fuerza de un cáncer envenenador... Trinidad, repi­tió luego la misma voz, tenuemente, atiplada, como la de ella, que no puedo vivir sin ti, que te lo digo en serio; pero ella no respondió, como hacía últimamente cuando él la interrogaba en la mesa camilla con la insistencia enconada de un comisario suspi­caz, y Lucas Román tuvo que contentarse con oír el raspajeo tenue de su cuerpo desnu­dándose, muy a lo lejos, en la penumbra de un dormitorio que sólo usaban para matar miradas, para adormecer y acunar intenciones y para desper­tar suspicacias que barre­naban los cimientos de una felici­dad que alguna vez exis­tió y que ambos recordaban en el silencio nocturno como un lejano trémolo de risas, de palabras, de quimeras, como la burla de un colegial que asomara la lengua repetidamente tras el cristal de una ventana tan infranqueable como el tiempo.

Y asomado a esa ventana del pasado se dejó llevar por las formas sensuales e imposibles de un cuerpo que incluso ahora hubiera poseído ferozmente, con ansia febril de ácido vertido en madera, con sumisión de leproso acari­ciado, corriendo un tupido velo sobre el pasado inmediato, ignorando las veladas secretas de Trinidad con César Aguayo, ensordeciendo los tímpanos de su orgullo ante el infame comadreo de su propia cuadrilla y de las beatas que se arremolinaban en la plaza al salir de misa como una bandada de buitres hambrientos de noticias, como los altocúmulus de impotencia que ahora se cernían sobre su mente amenazando con empaparlo de reconvenciones inútiles sin que a él le importara otra cosa que poseerla como antes, de verdad, no como la poseyó años atrás en el cine de verano, a la sombra de palmerales y cocoteros de celu­loide hipócrita, sino como tantas veces lo hizo en aquel mismo dormitorio donde ella se desnudaba ahora, inaborda­ble, intolerante, sin otorgar la más leve concesión al diálogo o a la misericordia.

Pero ni siquiera en la intimidad de sus cisuras cerebrales hubiera sido capaz aquella noche de evocar la presencia desnuda de Trinidad Aranda, hacia quien sentía ahora una amalgama de vibraciones indescifra­bles que tendían a sintetizarse en la pasión y el miedo; una pasión achicharrante que lo abrasaba en onanismos brutales y venáticos y un miedo desconocido hasta entonces que lo hizo orinarse en los pantalones, matar sin saber por qué a la perra Canela y pasar las noches en vela por temor a una mujer a quien seguía amando a pesar de haberla sorprendido a orillas del arroyo, oculta entre las cañas, dejándose llevar por el viento, por las mecidas suaves de los carrizos y por las caricias apasionadas, brutales y extrañas de César Aguayo, el Dorado, a quien nunca se imaginó con una mujer y menos con la suya.




Y recordó entonces la frescura tibia de una mañana de abril, la vaharada dulzona de los terruños percochados de rocío, el revuelo de los zorzales en el olivar y la premura intra­muscular, sanguínea, ineludible, de solucionar las cosas al punto o morir en el intento. Fue el día que dio marcha atrás en medio de la vereda, sin decir adiós, sin prestar oído a las voces de la cuadrilla, buscando su casa con devoción fogosa, con desesperación de hijo pródigo ham­briento de palabras, deseando acorralar a Trinidad en la cocina o en el patio y exigirle explicaciones a tantos silencios con una firmeza que no dejara lugar a dudas, que encerrara bajo llave cualquier evasiva, cualquier amago de eludir unas aclaraciones que consideraba ya obligatorias. Pero no encontró en la casa a Trinidad Aranda, ni a su silencio ni a su desprecio, sino a su ausencia impregnada en la cal de las paredes, en la forma de los objetos y en el olor a palmiras que nació en el patio y penetró en su cuerpo como una transmigración demoniaca, como una pose­sión de instintos primarios que terminaron desbocan­do al caballo salvaje y frustrado de su pasión.

Entonces ladró la perra Canela bajo un naranjo cuajado de azahar... Vámonos al campo Canela, le dijo, a ver si matamos algo mientras viene tu dueña, sin imaginar que aquella perra preñada que cruzó el jaral olfateando los terruños como una posesa lo conduciría premeditadamente a las faldas de Trinidad Aranda; unas faldas que se agitaban al viento, arremolinadas en su cintura, y que mostraban torneados, provocadores, los muslos de su mujer tal como él los imaginó muchas veces bajo las estrellas, soñando en una silla de enea con ser espía de los americanos; y los vio tan cerca que imaginó su piel erizada por las caricias y los besos del Dorado, a quien sintió jadear como un salva­je, a quien oyó decir entre risas "menos mal que los perros no hablan", pensando que sólo la perra Canela estaba presenciando aquella escena que él guardaría para siempre en la memoria junto al paisaje de su infancia y la frustración de su adolescencia, como un secreto conservado a voces, encerrado en un baúl de miedo que se abría teme­roso cuando la desespe­ración producida por la indiferencia de Trinidad forzaba la cerradura amagando con poner su contenido sobre la mesa como el resultado final de un buen juego de naipes que obligara al silencio a abandonar la partida; pero el óxido corrosivo que desprende la cobardía había impregnado las bisagras hasta el punto de enmohecer su voluntad de hablar, de manera que incluso cuando la desesperación se hacía insoportable todo quedaba en un amago, en un vacuo intento de ataque amortiguado por el deseo de ver la verdad reflejada volunta­riamente en sus labios, o tal vez por el miedo a padecer el adiós defini­tivo de una mujer a quien seguía amando a pesar de todo, a quien seguía exigiendo tercamente la causa de su despecti­vo silencio. Ahora la oía desnudarse y acurrucarse en las sábanas sin decir buenas noches, soñando quizás con sen­tirse amada por César Aguayo.

Pensó ir al dormitorio pero no lo hizo, permaneció en el salón oyendo los aplausos de un mundo tele­visivo que le resultó tan lejano como la propia infancia, cuando cazaba gorriones con la cruceta de un pino o ban­queaba en la tierra de su padre soñando con soldaditos de plomo. Añoró con más fuerza que nunca a la perra Canela, embargado sin duda por la ternura del pasado irremediable y rotundo, y la recordó vivaracha y descarada, irresponsa­blemente alegre a pesar de la preñez, pero al mismo tiempo celosa, suspicaz, agresiva incluso ante cualquier altera­ción de los hábitos cotidianos, ante cualquier anomalía doméstica que pudiera amenazar la supervivencia de lo que aún vivía tan sólo en su vientre, en la ilusión canina y primaria de un animal dispuesto a matar y a morir por conservar un tesoro... Ay, Canela, pensó una noche en el retrete, aliviado por la paz comanditaria y sañuda del onanismo, envuelto en el perfume dulzón de los jazmines que moteaban el patio tras la ventana, si yo tuviera el mismo coraje ni el Dorado ni nadie me iba a quitar lo mío. Y esa misma noche la oyó arañar la puerta del corral con la furia de un poseso. Se levantó, abrió la cancela y en la escasa penumbra permitida por la luna la vio rastrear los rincones de la casa, olfatear rabiosamente en la cocina, en la bolsa de basura y tras los muebles de aglo­merado donde Trinidad colocaba las cacerolas y los pero­les; pero tuvo que regresar a la cama sin descubrir la causa de tan tozuda alteración. Por la mañana volvió a verla hocicuda y pertinaz, gruñona y preñada, husmeando el dormitorio, importunando con su presencia el despertar de un hombre acobardado por el silencio de un enemigo que dormía en su lecho. Al desayunar descubrió un ratón muerto en la cocina y comprendió que la perra Canela no quería ratones en la casa a la hora del parto por temor a que atacaran a las crías, pero el movi­miento nervioso de la perra impregnó el ambiente y penetró en su médula produ­ciéndole frío en la palma de las manos, desasosiego en el cuerpo y un deseo irresistible de abando­nar la casa por fin y salir al campo, donde el aire fresco borrara de su conciencia la certidumbre de la cobardía, la presencia de aquel abulismo que coartaba cualquier iniciati­va suya de abortar la actuación de Trinidad.




Ya en la vereda recordó la furia de la perra Canela y cayó ante sí mismo en el agravio comparativo... Si yo fuera capaz de defenderme siquiera como un perro, pensó camino del olivar, viendo la figura ondulada de los cerros recortada en el cielo, recordando las formas sensuales de Trinidad Aranda en un pasado que volvía a traerle la mirada tosca de los espías, el heroísmo de matar a un individuo por besar a una rubia, aunque fuera la de otro, la arrogancia inmutable de aque­llos hombres casi mudos que vencían siempre porque daban primero, no como él, que se dejaba pisotear el orgullo y los cuernos sin decir esta boca es mía. "Menos mal que los perros no hablan", recordó pensando que los hombres a veces tampoco lo hacen, y esa frase cruel estuvo galopando durante todo el día, como un alazán apocalíptico, bajo su cuero cabelludo agostado por el sol de incontables canícu­las, desposeído de pelo, indigno, pensó, de aquellos galanes ojizarcos que de un manotazo barrían de comunistas las playas de China y que se hubieran merendado al Dorado sin darle tiempo a mirar a su mujer. En cambio él ni siquiera se atrevía a volver al arroyo por temor a ser descubierto, invirtiendo con ello los papeles de una película cuyo guionista parecía haber enloquecido.

La noche anterior, recordaba ahora sentado en la mecedora, conjeturando hipócritamente con el silen­cio de Trinidad, la pasó en vela observando el trasiego nervioso de la perra Canela, que a punto de parir corre­teaba la casa persiguiendo ratones invisibles, hábiles moradores de rincones anónimos, guerrilleros escurridizos de un lugar vacío de caricias y lleno de un silencio maltratado por los gemidos perrunos de un animal que cada vez lo ponía más nervioso. Y justo cuando se dirigía al dormitorio, casi al amanecer, la perra ladró con una insistencia que le pareció escandalosamente desproporcio­nada, y entonces fue cuando aquel resorte incontrolado y primitivo saltó de su cerebro a su corazón y allí se apoderó de su voluntad llevándolo del brazo hasta el ropero, donde le puso en la mano una escopeta cargada... maldita seas Canela, que te calles, acertó a gritar en medio de un silencio arropado por el alba, justo antes de dispararle dos tiros que retumbaron en la casa como las trompetas de Josué ante las murallas de Jericó.

El propio recuerdo de la noche anterior lo sobresaltó. El comedor todavía olía a pólvora quemada y el perfil dolorido y chillón de la perra aún recortaba su agónica silueta en el salón, como a caballo entre la materia y la esencia, como una frontera entre la locura y la razón. Miró entonces la televisión y se reconoció perdido en aquellos mundos artificiales de apartamentos millonarios y coches inteligentes, se descubrió ajeno a cualquier alegría, extraño a los rincones de aquella casa construida por sus propias manos pero vergonzosamente familiar ante sí mismo, y de nuevo sintió la tentación de penetrar en el dormitorio... Trinidad, abrázame que me muero de tristeza, pensó decirle, mira que no me importa lo de César Aguayo ni lo del arroyo, que tan sólo quiero que las cosas sean como antes, que me hables y me mires y me sonrías y me acaricies, pero volvió a matar las inten­ciones como la noche antes mató a la perra Canela y permaneció sentado en el sillón, dominado por la cobardía y el miedo a perderla rotundamente, hasta que la amargura se transformó en sed y aspereó su garganta.




En la cocina bebió un trago de agua que le supo a potingue ponzoñoso y que tuvo la mala virtud de despertarle el resorte de las decisiones equivocadas, el mismo que la noche anterior puso la escopeta en su mano con la misma frialdad que se la ponía ahora, apuntando a una garganta estrangulada por la amargura y la desespera­ción, enmudecida por la impotencia de un corazón enemigo que habitaba su cuerpo, que le impedía premeditadamente enfren­tarse a la verdad y en el que sólo reconocía ya aquel deseo de Trinidad que nació a lo lejos, bajo la luz azulada de un cine de verano, jaleado por las damas de noche y los palmerales de celuloide y que seguía conser­vando a pesar de los años la mansedumbre borreguil y perruna de ser acaricia­do, el afán indigno de poseer un cuerpo que ya no le pertenecía y el vasallaje amorfo y repugnante de someterse al hechizo de su piel. Así era como se sentía cuando los cañones de la escopeta rozaron su garganta, repugnante, asqueado de sí mismo, acorralado por sus propios sentimien­tos y vencido por la soledad. Observó fijamente el arma pensando que de su boca vendría, quizás en pocos segundos, la solución definitiva para aquel Lucas Román desterrado de los servicios secretos del cine y condenado a los terruños del olivar, pero exacta­mente igual que otras noches el miedo a la muerte volvió a brotar en su corazón. Apartó la escopeta y volvió a recli­narse en el sillón, a sumergirse de nuevo en la espiral interminable de la vida, a intentar otra tirada en aquel juego de la oca que nunca concluía porque la ficha de su destino estaba hecha de impotencia y de miedo.

Se incorporó del sillón, atravesó como un sonámbulo la distancia que separaba el comedor del dormi­torio, se apoyó en la entrada y encendió la luz. Trinidad Aranda seguía durmiendo como la escopeta en la mano de Lucas Román, ajena al mundo interior de un hombre con el que ya no soñaba.

Trinidad, volvió a decirle aquella noche, en voz baja para no despertarla, cuéntame por favor qué te pasa.

Y luego, como si la muda respuesta de ella hubiera supuesto una reconvención, agregó: “Perdóname por lo de la perra”.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Una guerra baladí



Premio de Cuentos Nueva Acrópolis


Una vez atravesados los Alpes, esas demoniacas montañas que los dioses maldigan, y suficientemente superados los malos tragos y las muchas vicisitudes y fatigas que los hombres sufrieron en sus nieves y desfiladeros, ordené abrir las entrañas de varios terneros a fin de averiguar si el avance por aquellas odiadas tierras italianas iba a ser o no favorable a nuestro ejército. Siendo los signos propicios, puse a todas las unidades en marcha hacia el sur; Roma estaba lejos, Hispania y Cartago también, y la victoria o la derrota de la loba eran ahora filos de una misma espada que quizás los dioses se atrevieran a desenvainar muy pronto. Todo dependía de la capacidad militar de las legiones romanas a la hora de detener un avance que no podía demorarse por más tiempo, pues las tropas estaban tan ansiosas de botín como yo de venganza, y los últimos informes enviados por nuestros espías hablaban de grandes contingentes enemigos que intentarían cortarnos el paso. Incluso decían que el cónsul Sempronio Longo, que ultimaba en Sicilia los preparativos para desembarcar en Cartago, había recibido orden de volver atrás.

A la vista de las circunstancias, el avance contra un ejército que luchaba por defender su casa y que se hallaba a tiro de piedra de sus depósitos de intendencia, podía calificarse de temerario. Por si fuera poco, descartando las exageraciones, nuestros informes más fiables apuntaban a que podíamos enfrentarnos a más de doscientos mil romanos, sin contar a los reservistas y a las numerosas tropas de la Liga que, llegado el caso, podrían inclinarse hacia los colmillos afilados de una loba rabiosa que mi padre me enseñó a odiar. No tenía más alternativa que abrirme camino con las menguadas tropas que aún me quedaban o terminar de perecer en las montañas. Pactar mi retirada con los romanos hubiera sido peor que la muerte.

Así, a los pocos días de abrir la marcha, un destacamento de exploradores nos llevó la noticia de que Escipión había cruzado el río Po para cercenar nuestro avance. Fue entonces cuando me retiré hacia el norte con la intención de esperarlo junto al río Ticinus y tratar de infligirle una derrota que Roma no pudiera olvidar en mucho tiempo. Por otra parte, aquél iba a ser nuestro primer enfrentamiento con las invictas y temidas legiones romanas, y era necesaria una victoria que elevara la maltrecha moral del ejército y humillara el orgullo y la fanfarronería de los romanos. A pesar de no haber luchado nunca contra esa máquina de guerra a la que llaman legión, disponía ya de suficiente información para hacerle frente. Había estudiado sobradamente su estructura, su extraordinaria capacidad de ataque y su inigualable movilidad, y había llegado a la conclusión de que era muy superior al esquema de la falange griega adoptado por nuestro ejército, pues su demostrada flexibilidad la hacía invencible en los terrenos incapaces. Si quería ganarle esta primera partida a la loba, debía entorpecer a toda costa la formación de los manípulos de Escipión aprovechando al máximo las dos grandes ventajas de mi ejército: la caballería y los honderos baleares. Muy pronto sabría con qué clase de hierro estaban forjadas las legiones del romano.




La mañana que los pisteros avistaron en el horizonte a la caballería romana, yo distraía mi pensamiento tratando de hallar un significado a las rodelas de fuego que durante mi sueño de la noche anterior sobrevolaron el campamento romano. La única respuesta que hallé fue la de lanzar a la caballería númida sobre la vanguardia enemiga sin darle tiempo a reaccionar. Y lo hice. El suelo tembló, y muy pronto los ágiles caballos númidas se enzarzaron con los romanos en un sangriento combate cuyo clamor podía oírse perfectamente desde mi posición; y cuando creí llegado el momento oportuno, di orden al resto de la caballería, emboscada desde el alba, de atacar a los romanos por la retaguardia. El desorden y el miedo cundieron en los manípulos de Escipión dando lugar a una sangrienta retirada en la que el propio cónsul estuvo a punto de morir. Más tarde supimos que se había unido al ejército de Sempronio y que éste había asumido la responsabilidad del mando total de las tropas.

Ahora nuestro avance se revelaba definitivamente imparable; la moral de los regimientos era excelente, los galos aliados de Roma se me unían por millares, los depósitos de intendencia engrosaban por días y los celtíberos y los númidas asolaban la región trayendo al campamento mujeres, esclavos y armas. Sin embargo, mi pensamiento estaba sembrado de preocupaciones, y la idea de que Sempronio sorprendiera mi avance me torturaba día y noche desvelando mi sueño y desganando mi apetito hasta el punto de que mi carácter se agrió, dando paso a un miedo incontenible que se apoderó de mí el día que los exploradores avisaron de que su ejército había cruzado el Po y se hallaba a escasa distancia del mío. Me detuve entonces en los alrededores del Trebia y estudié la manera de tenderle una trampa. Cuando nos dijeron que los romanos habían establecido su campamento, la confianza en mi plan ya había transformado el miedo de mi corazón en una euforia desconocida, contagiada quizás por el buen ánimo de mis tropas y el excelente resultado de los sacrificios sacerdotales que inclinaban a mi favor el también caprichoso ánimo de los dioses. Además, al atardecer, las rodelas ensangrentadas que rondaron mis sueños la víspera de la batalla en el río Ticinus, sobrevolaron el campamento de Sempronio a la vista de todos mis regimientos, y los galos ínsubros y boios, así como los celtíberos y los honderos baleares, se apresuraron a emboscarse convencidos de que la victoria sería nuestra, pues algunas unidades hicieron correr el rumor de que uno de los discos llevaba escrito en el centro el nombre del cónsul.

Al amanecer ordené a la caballería atacar su campamento. Los romanos montaron en cólera y se abalanzaron sobre ella sin saber que en realidad lo hacían sobre una muerte segura que ya les había sido anunciada en el cielo. La caballería cruzó primero el río, enfurecida y ansiosa por vengar al cónsul Escipión. La infantería empezó a hacerlo después, fría y calculadora, sin quebrantar lo más mínimo la condenadamente eficaz formación de la legión. Pero mientras los númidas alejaban de la infantería a la impetuosa caballería romana, mis honderos baleares, ocultos en la espesura de los bosques, irrumpieron en el llano diezmando con sus proyectiles de plomo no sólo la voluntad sino también la vida de cientos de romanos que aquel día encontraron la muerte en el Trebia. Al mismo tiempo fueron atacados por la retaguardia, y los desnudos galos y los feroces celtíberos ocuparon las orillas del río impidiendo la retirada y saciando la sed de sus temibles falcatas con la sangre de los lobeznos que no se resignaban a morir ahogados. La victoria había sido completa. No obstante, muchos soldados consiguieron escapar y refugiarse en Cremona, donde el veterano Escipión, repuesto de sus heridas, intentaba ahora reorganizar lo que quedaba de sus ejércitos.



En los días sucesivos me asaltó de nuevo el recuerdo de los extraños escudos voladores; de modo que anduve haciendo indagaciones entre la variopinta amalgama de augures, fulgoratiores, curanderos y adivinadores de toda suerte que acompañaban a los ilergetes, masesilios, maccios, carpetanos y demás facciones de mi ejército, sin que ninguno supiera darme la racional respuesta que secretamente buscaba. Sin embargo todos veían en aquellos signos celestes un mensaje favorable de los dioses; y por alguna razón que aún no puedo explicarme, identifiqué aquellas rodelas voladoras con los proyectiles como nueces que usaban los baleares, muchos de los cuales llevan escrito, como si de un conjuro maléfico se tratara, el nombre de su víctima. Llevaran o no llevaran nombre los escudos voladores, lo más prudente era identificar aquellos símbolos como un mensaje de los dioses... por si acaso verdaderamente lo fueran.

Pronto supe que los romanos habían retirado todas sus guarniciones de la línea del Po para concentrarlas durante el invierno en Placentia y Cremona. El juego podía prolongarse más de lo previsto y yo, Aníbal Barca, tenía prisa por llegar a Roma y vengar la muerte de Amilcar, mi padre. Era necesario pues alterar el rumbo normal de la partida y atraer a los romanos al lago Trasimeno antes de la primavera; de modo que inmediatamente mandé saquear la zona de Cortona, exactamente igual que si el invierno no existiera, para provocarlos. Sabía que los romanos tenían nuevos cónsules: Cayo Servilio Gémino y Flaminio Nepote; el primero estaba acantonado en Ariminum, en las costas del Adriático, y el segundo había partido hacia Arretium al frente de otro ejército. Después de alterar la partida a mi antojo, resultaba que Flaminio estaba en mi retaguardia a menos jornadas de lo que podía imaginar. Pronto comprendí que había sido un error garrafal no haber invernado en Liguria, pero la suerte estaba echada y se hacía imprescindible dar la batalla a Flaminio antes de que pudiera unirse a Servilio Gémino.

Ese mismo día planeé la emboscada contra Flaminio en el Trasimeno. Calculé la dirección del viento a fin de que mis jabalinas llegaran más lejos, la posición del sol para que los romanos lo tuvieran de frente, y embosqué a mis regimientos estratégicamente buscando sorprender al cónsul cuando entrara en el campo de batalla. Aquella noche Flaminio Nepote acampó frente a mí, y muchos hombres de mis unidades observaron el cielo con ansiedad esperando ver de nuevo los escudos de fuego sobre la empalizada romana, pero no aparecieron. Tampoco los augurios eran favorables. Evidentemente, el giro brusco que mi impaciencia dio al juego, alteró todas las predicciones y puso bajo mínimos la sustanciosa ventaja que llevaba hasta el momento.

Al amanecer pude oír las tubas romanas congregando al ejército, y desde una loma distinguí con claridad todos los detalles que la oscuridad egoísta de la noche había guardado en secreto. Vi a los romanos formando sus legiones al amparo de la caballería para evitar sorpresas. La mañana era tan clara que fácilmente podía divisar las insignias de los hastati, los penachos rojos de los príncipes, y las largas lanzas y pesados escudos de los triarios. Muy débilmente distinguía las faleras de plata de los oficiales, los umbos metálicos de sus corazas y los signíferos de las unidades a su mando. En el centro, haciendo cabriolas sobre su caballo, descubrí la orgullosa figura de Flaminio Nepote, y junto a él, rodeado de oficiales, al último hombre al que hubiera querido ver aquel día: Cayo Servilio Gémino que, gracias a mi error, había tenido tiempo suficiente para unirse al ejército de su colega. Todo estaba perdido pues. La superioridad numérica otorgaba la victoria a la condenada loba y yo, Aníbal Barca, tendría que renunciar a la venganza de mi padre, al saqueo de Roma, al dominio del Mediterráneo e incluso a la victoria de Trasimeno, a pesar de que la justa Historia me hubiera dado como incuestionable ganador. Ya no podría vencer a Varrón en Cannas ni dar la batalla a Escipión en Zama, porque incluso yo mismo, el general en jefe del ejército púnico, había muerto aquella mañana en las orillas enlodadas del Trasimeno a manos de un ejército muy superior que en quince minutos nos aniquiló impidiéndonos cualquier retirada. Aníbal había sido derrotado, una vez más, en los legendarios lugares de Italia donde siempre venció.

Exactamente igual que otras tardes, desconecté el ordenador, preparé una taza de café y me relajé en aquel despacho que la informática convertía, de vez en cuando, en el pequeño Olimpo de un dios de la guerra que nunca sería tan hábil como Aníbal. Pero poco a poco, como el cartaginés en su tiempo, iba asimilando ventajosamente el enrevesado programa de batallas antiguas. En aquella partida aprendí, como quizás lo hiciera Aníbal, que la legión romana tiene un punto débil: los flancos, y que el secreto del juego podía estar, como seguramente lo está el destino de los hombres, en la adecuada interpretación que hiciera en su momento de los augurios y de las señales celestes. Sólo cuando aprendiera a dominar aquella faceta del juego, podría derrotar a los Escipiones y manipular así la injusta destrucción de una Cartago que únicamente conocía a través de los manuales de Historia.


martes, 1 de septiembre de 2009

Tiempos de guerra y soledad




Premio Ignacio Aldecoa

Aquel domingo ceniciento, acuclillado junto a los pinos que flanqueaban el cellajo del camino, Froilán Zapata, El Perdido, ignoró deliberadamente la lluvia, las hojas muertas de las acacias y el polvo agostado que percudía los renglones mal escritos del libro de su pasado. Subido a lomos del viento que ululaba en la cañada, se concentró en los cinco coches como hormigas que cruzaban afanosos el sendero carretil que separaba las casas de la carretera general, línea divisoria de un mundo inconcreto y maldito que incubaba su destino en los ciclópeos edificios de la capital. Primero vio a la ambulancia, que apareció en el verdor de las zarzas como una mota de cal viva y se detuvo indecisa ante la torrentera que partía en dos el camino; después, zozobrando en el barro, a los otros coches, donde supuso que irían los hijos de Calixto Flores. Volvió entonces a desafiar al asma, encendió un cigarro bajo la lluvia y se apostó cualquier cosa a que el Pastor regresaba vivo del hospital. Cinco minutos más tarde, viendo que la ambulancia dejaba atrás el cementerio, concluyó por enésima vez que Calixto Flores era inmortal, que tenía siete vidas como los gatos y que al final, como había jurado muchos años atrás, terminaría enterrando personalmente a su mayor y más viejo enemigo. Y esa zozobra que lleva al hombre a la perdición cuando la curiosidad se hace irrefrenable, se apoderó de su voluntad, de sus juramentos inquebrantables y de su orgullo, y como un zorro perseguido por una jauría de incertidumbre se deslizó entre los pinos, la jara y el romero, y graneando el atajo de golpes de tos se instaló en las primeras esquinas del pueblo para ver llegar la comitiva.

La ambulancia se equivocó. En vez de entrar por cualquiera de los callejones que confluían en la plaza, lo hizo por la calle principal, y justo en la puerta del edificio que veinte años atrás albergaba el casino, tuvo que detenerse porque uno de los paredones, percochado por la lluvia, se había derrumbado sembrando la calle de cascotes. Froilán Zapata, oculto tras los ventanucos del antiguo bar de Lorenzo, vio a los hijos de Calixto bajar de los coches y despejar la calle de escombros. El viento sopló con fuerza, las estanterías de roble chirriaron funestamente y la intuición le dijo en ese lugar del cerebro donde se oculta la perspicacia que Calixto Flores, el Pastor, regresaba del hospital más muerto que vivo, pues de lo contrario hubiera ido sentado junto al chófer indicando el camino correcto. Después vio a la comitiva poner rumbo hacia la parte alta del pueblo, y teniendo buen cuidado de no ser descubierto por los espejos retrovisores, la persiguió como un cazador indomable, como un espía desangrado por la perseverancia, hasta que se detuvo en la casa de Calixto. Vio a sus hijos abrir la puerta, al chófer manipular la camilla y a la ambulancia volver, torpe y absurda, por el mismo trabajoso camino que había llegado, y pensó que los hombres de la ciudad, por alguna extraña razón del destino, de Dios o de la atmósfera, daba igual, también estaban condenados a repetir sus errores.


Fue entonces cuando se vio reflejado en el espejo burlón de la conciencia, recordó lo de la paja y la viga en el ojo ajeno y cayó horrorizado en la cuenta de que sólo una calle más arriba estaba su casa, al pie mismo de los eucaliptos, con la chimenea encendida; y era lógico que los hijos de Calixto fueran a visitar la única casa habitada de aquel pueblo. Maldijo entonces al invierno, al asma, a la leña y a aquella cabeza suya que a pesar de los años no terminaba de acostumbrarse a las imprevisiones, y echó a andar apresuradamente, dando un rodeo para entrar por la puerta del corral y sofocar, si todavía estaba a tiempo, aquel maldito humo delator. Con las prisas se enredó en las zarzas que invadían el aprisco y tropezó hasta tres veces. Al entrar en la casa, la mirada cálida y sorprendida, como de nostalgia incontenible de un hombre joven lo clavó en la cruz del pasado y le colocó una corona de espinas ponzoñosas como al rey del mundo, como al único y último vasallo de una aldea deshabitada de esperanzas y vecinos. Era el hijo menor de Calixto Flores que se calentaba las manos en la chimenea como un centurión en el Gólgota.




-Buenos días, Perdido -le dijo-, y se fue hacia él con los brazos abiertos en una insufrible postura de crucificado, hace más de nueve años que no nos vemos... ¿Qué tal? ¿Sigues queriendo enterrar a este pueblo donde ya no quedan ni culebras?

Froilán Zapata lo escrutó silencioso, entre estupefacto y resignado, y se dirigió al palanganero descascarillado que fue de su abuelo y después de su madre. Allí, como un Pilatos inocente, se lavó el barro de las manos.

-Como tu padre -respondió.

Ernesto Flores, como si estuviera en su propia casa, se dejó caer en la mecedora de lona donde el Perdido acostumbraba a rebalsar sus pensamientos como se rebalsa el agua en las cuencas de las peñas, encendió un cigarro sin ofrecer y dijo que lo había sentido llegar por la tos, que era una barbaridad sin nombre seguir viviendo en aquel pueblo de dos habitantes y mucho peor aún llevarse tan mal entre vecinos. Dijo también que parecía mentira que dos personas llevaran sin hablarse más de cuarenta años, que no había justificación alguna y que muchos viejos eran peor que chiquillos.

-Es increíble -continuó diciendo indignado, manoteando incansable en el soflamado escenario de la habitación-, que llevéis tanto tiempo sin hablaros en un pueblo que está solo como la una.

Y luego, en un tono más relajado, siguió charlando de la convivencia, de la tolerancia y de otras palabras que el Perdido no entendió porque nunca sirvió para calificar conceptos sino para vivirlos. Se quitó la gorra, por fin, se acarició la calva como acostumbraba a hacer en las situaciones imprevistas y se recostó en la jamba de la chimenea justo cuando Ernesto Flores se levantaba de la butaca de lona repitiendo en voz baja, otra vez, que aquello parecía mentira. Cuando el joven llegó a la puerta, Froilán Zapata atrajo su atención con un golpe de tos que fue una llamada.

-¿Cómo está tu padre? -preguntó.

Ernesto Flores, sin parar de cabecear, se volvió hacia él con aquella mirada triste que lo acompañó toda la vida.

-Acabado -respondió-, lo hemos traído al pueblo porque quería morirse aquí.

El Perdido bajó la vista y frunció la boca en una mueca que al hijo del Pastor le pareció una sonrisa contenida o un lloriqueo espontáneo, cuando en realidad no era más que una consecuencia física de las confirmaciones absolutas, una muestra evidente de que muchas veces el rostro es, en efecto, el espejo del alma.

-Desde luego no hay nada como morirse en casa de uno -murmuró.


Y a caballo de aquella tos que atormentaba su presente, se sentó en la mecedora y regresó al pasado, donde recordó el día lejano, ceniciento como aquel domingo, que los peritos trajeron al ayuntamiento la orden irreversible de evacuar el pueblo para construir un pantano. Todo el mundo se fue en el plazo de un año, pero el Perdido y el Pastor aguantaron hasta el último día, y por eso fueron los primeros en conocer la contraorden del ministerio que aplazaba la construcción hasta una nueva contraorden que tardó diez años en firmarse y diez días en perderse por los cajones infinitos de un ministerio al que otra orden cambió de titular.

Froilán Zapata, a pesar de los años, recordaba el rostro triste y cetrino del perito que apareció por allí, cuando ya no quedaban concejales ni alcalde, ni cabras ni pastores, ni cura ni sepulturero, sino tan solo el bosquejo de dos sombras encontradas y un cementerio lleno de muertos y de cipreses tristes, orgullosos pero inmóviles. “Le digo lo que le dije a su vecino”, comentó el funcionario limpiando el sudor de las gafas, creyendo quizá estar charlando con un expediente, “que dos personas solas no tienen nada que hacer en esta sierra, que les conviene irse a la capital porque cualquier día se mueren en estas ruinas y no se enteran ni los pajarracos”. Froilán Zapata comprendió entonces que el pueblo estaba definitivamente muerto, y llegó a la conclusión de que una firma es tan válida para matar como un ataque de asma, así que decidió persistir en aquel lugar donde nació, donde se enamoró de la novia de Calixto Flores y donde lo sorprendió la guerra civil al pie de un roble, haciendo números para casarse, recontando esperanzas y quimeras movido por esa necesidad de soñar que aprisiona el alma cuando el amor se cruza en el camino de los hombres.

Aquel domingo ceniciento y húmedo, viendo llover tras los cristales, Froilán Zapata trajo a la memoria el cabello negro y asedado de Rosario Arroyo, la configuración nostálgica de sus ojos y el pergeño cansino y derrotado de Calixto Flores la mañana dominical que supo el motivo de tanta apatía en su novia, de tantos y prolongados silencios en el amor, de tanta y tan grande ausencia de caricias y perdones. Y de nuevo lo vio entrar en el bar de Lorenzo, a solas con su abatimiento, casado para siempre ya con el ridículo y el rencor; y durante un breve instante que se le antojó un siglo desterró al orgullo y sintió, quizá por primera vez en su vida, un asomo de compasión hacia Calixto, un sinuoso ir y venir de buenas voluntades más próximo a una flaqueza senil producida por el miedo que a un franco impulso de comprensión; pero aquella sensación molesta se transformó instantáneamente en un arrebato rabioso cuando recordó la tarde que Calixto Flores le dio jaque mate en el bar diciendo a gritos que había dormido con Rosario Arroyo desde el primer día que le habló.



Un muro de terror insalvable se alzó entonces en su corazón, y por miedo a esa opinión ajena que a veces parece la de uno mismo, se fue apartando sistemáticamente de Rosario hasta que la vio caer en el olvido, hasta que el tiempo borró toda huella de esperanza y toda posibilidad de vencer al fantasma de la hipocresía. Pero Rosario Arroyo nunca abandonó por completo el corazón del Perdido; incluso ahora, después de tantos años, la veía pasear por las calles desamparadas del pueblo, vestida de negro y con un candil encendido en las manos, y a veces, durante el verano, cuando ella se entretenía recogiendo jazmines en la puerta de la antigua ermita, se atrevía a sisearle de lejos, pero antes de que volviera el rostro, menos sorprendida de lo que él hubiese imaginado, retornaba a esconderse en las esquinas, tras las ramas de algún sauce o en lo más profundo de su indigna voluntad, según anduviera de valor y de ánimo. Y entonces volvía a su casa y la recordaba con veinte años, con el pelo negro lleno de jazmines, y de nuevo sentía un rencor insalvable hacia Calixto Flores, que el mismo día que enterraron a Rosario, muchos años atrás, se atrevió a fanfarronear de lo mismo por las calles del pueblo, echando en saco roto la opinión de su esposa, la de sus hijos e incluso la sagrada dignidad de los muertos. Fue el día que comprendió los resortes más secretos del odio y concluyó que si algo había en el mundo más fuerte que el amor era el aborrecimiento, y como ya no tenía a nadie a quien amar, se entregó a él con la mansedumbre propia de un vasallo sin orgullo.

Aquellos fueron los años inolvidables y terribles en los que Froilán Zapata, aún relativamente joven, se convirtió en la sombra del Pastor por el puro placer de martirizarlo con la incertidumbre de una venganza que había burlado la barrera de la razón y que parecía tomar cuerpo a medida que transcurrían las semanas y los meses, de manera que Calixto Flores lo mismo se la tropezaba al amanecer en la vereda de los pinos, que a la hora del almuerzo escondida en los carrizos del arroyo, y algunos atardeceres, cuando el cejo del cielo tomaba el tinte de la sangre, sentada a su espalda, prudentemente apartada, recogiendo palmas para hacer empleitas o moldeando con la navaja un trozo de madera rancia como aquel sospechoso silencio de Froilán Zapata. Y uno de esos atardeceres toscos que la incertidumbre aprovechaba para hacerse presente, mientras la navaja del Perdido transformaba un trozo de pino en una cruz de Caravaca, Calixto Flores no pudo ni quiso resistir más el frío asesino de las grandes dudas. Se acercó a él con un destral en la mano y una mentira en los labios y le dirigió la palabra por primera vez en veinte años. “No te tengo miedo, Perdido”, le dijo, “si piensas matarme, hazlo pronto, porque tengo una úlcera en la barriga y lo mismo te quedas con las ganas”.

A Froilán Zapata le costó trabajo reconocer aquella voz después de tanto tiempo, pero cuando vio al Pastor frente a él, en medio de la sierra, con la gorra sobre los ojos y el destral dispuesto, no le cupo la menor duda. “Claro que te voy a matar, Calixto”, le contestó, “pero cuando a mí me dé la gana. Calixto Flores sonrió, volvió la espalda y se retiró con su ejército de cabras. Al pie del camino giró la cabeza hacia el enemigo. “Lo sabía, Perdido” le gritó, “eres un cagón”, y continuó su camino hasta el pueblo, todavía lleno de vida en aquellos años.


Ahora, acurrucando sus miserias en la mecedora, a Froilán Zapata le parecía todo tan lejano, tan difuso y perdido en la distancia, tan inconcreto, que llegó a dudar de la honestidad del tiempo, pues los momentos se le antojaron siglos y los siglos milenios, y no terminaba de creerse que sólo hiciera treinta años que Calixto Flores lo llamara cagón en la sierra. Se reclinó y atizó los rescoldos de la chimenea, que chisporrotearon embravecidos y resueltos, como con ganas de morirse. Fue entonces cuando el fuego le recordó los días aciagos de la guerra, unos días que aún llevaban escrito con cierta esperanza el nombre de Rosario Arroyo, a quien abandonó sin besos ni disculpas, hostigado por un miedo insalvable cuando el verano se cerraba en las trincheras del frente, cuando el mundo se volvió loco dando tiros y él empezaba a comprender el verdadero significado del desprecio. Y aunque no quiso recordar los años de la guerra, donde tantas cosas se le murieron, su mente fue asaltada por la noche que ardió el cuartel de la Guardia Civil y por aquellos hombres que vinieron a buscarlo porque alguien sobradamente conocido dijo en el bar que había visto al Perdido prender fuego a las cuadras. A esa hora Froilán Zapata estaba jugando a las cartas en el casino, cosa que raramente hacía, y treinta testigos hablaron a su favor, de modo que nadie supo nunca el nombre del incendiario, pero sí el del delator, que tuvo que pagar una multa de quince pesetas por confundir a la justicia.

Aquel día Froilán Zapata comprendió que con Rosario o sin Rosario, con guerra o sin guerra, uno de los dos sobraba en el pueblo. Y durante años ambos alimentaron esa idea con un fanatismo venático y obsesivo que los condujo a la infelicidad irreversible, y nunca se dieron por vencidos aunque cada uno supiera de antemano que combatía en una guerra perdida porque el otro nunca se marcharía. Incluso con el paso del tiempo, cuando la firma ministerial mató al pueblo entero y sólo quedaron ellos dos aferrados a la lucha como el musgo a los riscos, se dispusieron a morir sepultados por el pantano antes que tocar retirada, y se afanaron en avivar un rencor que con los días terminó amortiguado por la incomunicación y yermo en el espacio, pero salvajemente vivo en el tiempo y en las almas. Y la insufrible monotonía de los hábitos transformó aquel aborrecimiento en una vibración particular que cada uno identificó con el odio pero que, como un mismo dios en pueblos distintos, conservó una idiosincrasia y unos ritos que cada cual matizó según la conveniencia de sus circunstancias y el albedrío de su fantasía; de modo que si una cabra de Calixto Flores amanecía muerta, resultaba que Froilán Zapata la había envenenado durante la noche; si al Perdido le daba un cólico, llegaba inmediatamente a la conclusión de que el Pastor había contaminado el agua del pozo en represalia por la muerte de la cabra, y si algún zorro mataba gallinas, se hacía evidente que los perros del Perdido habían atacado el corral a media noche para vengar la colitis de su dueño.


Incluso las coincidencias afortunadas encerraban necesariamente algún extraño resorte que sólo el enemigo sabía. Así, si las cabras de Calixto hallaban por casualidad alguna nueva vereda entre los breñales que les abriera camino hacia la espesura del monte, su dueño despojaba de poder a la naturaleza y colegía que Froilán Zapata se había entretenido en abrirla para conducir a su rebaño a una trampa donde seguramente se perdería y saldría mermado, si salía; y si el Perdido encontraba, más cerca de lo normal, algún árbol caído, de buena madera seca que pudiera servirle de leña en el invierno, primero observaba las huellas del terreno detenida y sopesadamente y luego daba un rodeo definitivo, convencido de que Calixto había escondido en las cercanías algún nido de alacranes ponzoñosos. De esa manera estuvieron sometidos durante años a la infelicidad irritante de los pesares voluntarios, que ejercían a su antojo la propiedad de multiplicar el daño a medida que la incomunicación ganaba terreno al diálogo.

Por eso aquel domingo ceniciento, los avatares vividos aparecieron ante los ojos de Froilán Zapata como fantasmas de una vida olvidada hacía milenios, y se disfrazaron de aquella forma por la sencilla razón de que nunca existieron realmente tal como debieron hacerlo, sino como él quiso que lo hicieran, tristes y tamizados por la luz oscura del rencor; y aunque aquel día no llegó, ni llegaría nunca, a comprender la verdadera magnitud de su error, sí intuyó, sin embargo, que la palabra tiempo, como la verdad y la mentira, estaban guardadas en el mismo cajón, y en algún lugar tan cercano a los hombres que fueran éstos donde fueran, nunca se separaba de ellos para que siempre tuvieran la posibilidad de ver el mundo como quisieran verlo. En aquel momento se apagó el fuego de la chimenea, y alguien llamó insistentemente a la puerta. Al incorporarse de la mecedora, un leve mareo que pareció una fugaz aletada de vencejos, le recordó que seguía vivo en aquella casa y en aquel pueblo. En el umbral pudo distinguir de nuevo la figura orgullosa de Ernesto Flores acompañado de una mujer que sonreía irrespetuosamente, como si nadie se estuviera muriendo justo al lado.

En la misma puerta el hijo del Pastor encendió un cigarro y miró al Perdido con un brillo en los ojos que a Froilán le recordó las inagotables novelas del oeste que leía en la sierra y que canjeaba en la capital una vez al mes, cuando iba al banco a cobrar su pensión de jubilado solitario.

-He venido a charlar contigo, Froilán, y a ver si arreglamos de una vez por todas tantas cabezonerías -dijo.

Entonces el tiempo volvió a defraudar al Perdido presentándole a las dos figuras recortadas en el fondo azulenco y melancólico de la noche. En tan solo unas horas había revivido media vida, y el tiempo había vuelto a burlarse de él haciéndolo viejo y joven, joven y viejo de la noche a la mañana. Entonces se apartó de la puerta con la veloz cortesía de los vencidos de improviso.

-Pasen -dijo-, pero me parece difícil arreglar tantas cosas raras que tiene la atmósfera.

Ya en el comedor, Froilán encendió un quinqué con el ceremonial melancólico del que reverencia al pasado en el polvo de los objetos. Una luz amarillenta enjalbegó los paredones mientras la lluvia cantaba en el exterior, amenazando con desbordar un pantano que nunca existió. Ernesto Flores, sin tomar asiento, recordó en voz alta los días pletóricos del pueblo, cuando aún vivía su madre, cuando él era un chiquillo y a escondidas de su padre lo ayudaba a recoger palmas en la sierra; le recordó cómo se hacían los canastos, con cuánta fe y paciencia se enlazaban las varillas y las horas que echó en aprender el arte de la cestería, siempre a hurtadillas, temiendo ser sor-prendido en plena traición. Su mujer sonreía junto a él y el Perdido trataba de encender de nuevo la chimenea, totalmente ajeno a la visita.

-¿Ya no haces cestos, Perdido? -preguntó.

Sólo entonces Froilán Zapata pareció vencer a la sordera.

-Todavía hago algunos -respondió-, sobre todo tabaques, que me los encargan en la capital alguna gente que conozco.

Y Ernesto Flores se dispuso a disfrazar sus intenciones con otros asuntos que siguieran introduciendo al Perdido en aquel ambiente de distendida placidez tan apropiado para los propósitos de su visita. Por eso le preguntó por la pensión y criticó la roñería del Gobierno con los viejos, la miseria de paga que cobraban y los esfuerzos que hacía su suegro para llegar a fin de mes; pero el silencio perseverante de Froilán Zapata colocó en sus labios una mordaza de ridículo que anunció el fin del monólogo. Y la voz ronca del Perdido quebró la atmósfera de la estancia.

-Al grano, Ernestillo -dijo-, que charlando tonterías no se arreglan las rarezas del mundo.


Ernesto Flores pensó entonces en la vida y en la muerte, hizo balance general de los argumentos que lo llevaron a la casa del Perdido, se dejó caer contra la pared y contó que su padre en encontraba fatal, que el pueblo estaba demasiado lejos de la capital, que ninguno podía dejar su trabajo para venirse allí hasta que le llegara la hora y que necesariamente se imponía la necesidad de llevárselo a la ciudad; no sólo por las cuestiones expuestas, sino también porque en el pueblo no había ni médico, ni cura ni sepulturero, y si la muerte lo sorprendía parapetado en aquellas piedras iba a suponer un grave problema llevárselo a la otra punta del mundo para darle sepultura.

No le queda otra alternativa que venirse a morir a casa -continuó-, pero está emperrado en hacerlo aquí porque para él sería una derrota hacerlo en otro sitio. De modo que hemos pensado que si tú haces las paces con él, a lo mejor consiente en venirse, pero tiene que ser pronto porque le está llegando la hora.

El Perdido se volvió de nuevo hacia la chimenea. Intuyó, inmerso en la melancolía, la débil frontera que separa las contradicciones, y observó los granizos que tamborileaban en los cristales, el crepitar de las brasas en la hoguera, y pensó que aquello no tenía nada que ver con él, pero en vez de decirlo agachó la cabeza, sacó de la faldriquera un trozo de madera y una navaja y comenzó a tallar aparentemente ajeno a todo, camuflado otra vez en aquella falsa sordera que tenía la virtud de dilatar el tiempo. Al cabo de un minuto que pareció una hora se sentó en la mecedora y cruzó las piernas.

-Lo pensaré -respondió.

Ernesto Flores, que ya se disponía a salir de la habitación, le puso la mano en el hombro.

-No tardes demasiado, Perdido -dijo.

En la cercana cumbre de la montaña los truenos parecían desafiar incluso el valor de los dioses, y los lobos, injustamente proscritos de su misericordia, pregonaban el infortunio de sus estómagos con aullidos que a Froilán Zapata le recordaron el extraño mundo que se oculta tras la barrera de la muerte. Y antes de que pudiera huir, el fuego envolvió su sentido de la realidad y Rosario Arroyo, que aún permanecía oculta en los pliegues de su fantasía, se deslizó por la lengüeta de la chimenea, se confundió con las llamas, se mesó el pelo entre los troncos ardientes y fue a sentarse a su lado, volviendo a poner en tela de juicio la consistencia de los límites. El Perdido la observó con aquella mirada quebradiza que enamoró a Rosario muchos años atrás y la vio tan bella como antes de la guerra, tan triste como el día del abandono y tan indiferente como después de muerta. Durante un largo rato se miraron como dos desconocidos, y justo cuando Froilán se amparó en la cobardía y fue a decirle que nunca quiso hacer de verdad aquello que hizo, ella se quitó la toquilla de la cabeza, mostró su pelo negro sembrado de jazmines y abrió con el engolamiento propio de los fantasmas la última conversación que al Perdido le hubiera gustado emprender.

-No seas cabezón, Froilán -dijo-, que sólo un burro se deja matar antes de cruzar un arroyo.

Durante unos segundos el Perdido no quiso comprender el significado de aquella frase misteriosa, y en lo más profundo de su corazón maldijo el enrevesado lenguaje de los fantasmas y la debilidad que tienen los muertos por las adivinanzas, y no se dejó embaucar ni siquiera cuando comprendió el velado significado del mensaje. Por toda respuesta guardó silencio mientras Rosario Arroyo, ahora con veinte años, mataba la humedad de su infracuerpo acercándose al fuego.

-Que digo yo, Froilán -continuó-, que una guerra la gana el que tiene la última palabra, y que los muertos después de muertos no escuchan.


El Perdido se arrellanó en la mecedora y creyó oír algo así como que el tiempo es una mentira, y que los minutos lo mismo pueden durar siglos que no existir, y cuando quiso solicitar una confirmación de Rosario, ya no pudo hacerlo porque el fantasma de su novia había vuelto a escaparse por la chimenea, quizás a recoger jazmines en el otro mundo o a sembrarlos en éste para adornarse el cabello en las noches de primavera. Así que volvió a repasar su respuesta a las misteriosas adivinanzas y obligatoriamente se sumergió en el recuerdo de Calixto Flores, en el más reciente pasado de aquella inadecuada convivencia y en la amarga resaca que dejan las malas soluciones cuando se beben desmedidamente. De manera que rescató del pasado los comienzos de cada mes, cuando los dos iban a la ciudad a cobrar la pensión, a la misma hora, por el mismo camino, en el mismo autobús de línea y al mismo banco. Salían al amanecer, como los cazadores, tardaban dos horas en llegar a la carretera general, y allí esperaban el autobús, uno junto al otro, en el mismo mojón de la carretera, ignorándose como a sombras y guardando un silencio de ultratumba. A veces, si el autobús se retrasaba, mataban la incomodidad de la situación silbando canciones que oían por la radio, releyendo novelas del oeste o simplemente fumando cigarrillos y mirando el celaje del cielo, pues la lluvia, muy común en la sierra, forzaba a menudo la situación obligándolos a compartir, codo con codo, la protección del único árbol que florecía en quinientos metros a la redonda: una encina centenaria que de haber hablado no hubiera contado absolutamente nada de ninguno porque nunca los oyó hablar. Simplemente llegaban allí, por lo general corriendo porque aguantaban la lluvia hasta el último momento, arrimaban la espalda contra la corteza, y en esa posición se quedaban sintiendo la proximidad de los cuerpos hasta el momento de la partida.

Con el tiempo desarrollaron y perfeccionaron el arte del disimulo, y llevaron la guerra, a fin de ostentar una indiferencia sublime, al campo de los hábitos más íntimos y de las necesidades fisiológicas, de forma que incluso bajo la encina, donde la proximidad del enemigo se hacía insufrible y su presencia innegable, ventoseaban aparatosamente, eructaban como lo harían en el comedor de su casa, orinaban contra el tronco e incluso, alguna vez, defecaban con la tranquilidad del que lo hace ante nadie. Luego, en el autobús, con frecuencia se veían obligados a sentarse juntos, y al entrar en el banco soportaban estoicamente la confianza de los empleados y el atrevimiento de emparentarlos simplemente porque eran de la misma edad y del mismo abandonado pueblo. Y con tanta habilidad se ignoraban y manejaban las apariencias, que nadie supo discernir, a pesar de que nunca cruzaron palabras, la gran diferencia que hay entre una amistad hermanada y un aborrecimiento irreversible. Después llegaban por turno al quiosco de las novelas, y mientras uno las cambiaba, el otro tomaba café y viceversa. En la estación volvían a subirse en aquella especie de autobús militar, descendían junto a la encina del camino y recorrían otra vez las dos horas de silencio que los devolvía al pueblo, siempre sin hablarse, condenándose sin piedad a un cruel ostracismo que se integró en sus costumbres hasta el punto de hacerse indispensable y de tomar una entidad tan particular y poderosa que llegó a ser uno más en el pueblo, como un socorrido aliado de incuestionable fidelidad.

De ese modo, hubo temporadas que llegaron a ignorarse tanto y tan sinceramente, que sólo una vez al mes reparaban el uno en el otro, pues hasta el nexo de las novelas, que obligatoriamente debía unir las presencias, siquiera en el recuerdo, quedó anulado cuando decidieron garabatear las contraportadas con el único fin de no tocar lo que el otro tocó, y si alguna vez cometían el error de mezclar entre los títulos alguno que hubiera leído el contrario, lo desterraban como a un mensajero del Diablo y lo devolvían intacto sin abrirlo siquiera. Y era en esos momentos de indiferencia sincera y absoluta cuando el miedo al ataque sorpresivo los asaltaba con mayor fuerza, pues eran conscientes de que una guardia baja podía suponer una derrota, y entonces se entregaban como lunáticos a observar los movimientos del contrario, unas veces porque uno ponía en guardia al otro y otras simplemente porque la fantasía los llevaba a la sospecha, de modo que cambiaban bruscamente los hábitos con el fin de confundirse, y así empezaron a beber agua de otros pozos, a traer leña desde la otra punta de la sierra, a adiestrar a los perros contra los intrusos e incluso a dormir de día para montar guardia durante la noche. Y aquel fue el comienzo de una infelicidad absoluta fabricada por ellos mismos que a punto estuvo de llevarlos a la locura, pues con los hábitos alterados en función de una fantasía negativa, todos los pasos dados estaban escritos con la tinta del miedo.


Así que aquel domingo Froilán Zapata se quedó dormido en la mecedora, por primera vez después de muchos años, con la certidumbre de que nadie iba a venir a quemarle la casa porque el tiempo había derrotado al enemigo y porque el pueblo estaba lleno de forasteros. Y justo en esa línea inconcreta que separa lo cierto de lo incierto, descubrió de nuevo al fantasma juvenil de Rosario Arroyo caminando por las calles de un pueblo lleno de vida que no se parecía en nada al que recordaba. La vio caminar bajo la lluvia con un capote de fieltro sobre los hombros, recorrer a grandes pasos la calle principal y detenerse frente a la ermita, donde las campanas doblaban a duelo y las cigüeñas se acurrucaban buscando la protección del nido. En la puerta pudo ver a todo el pueblo, incluso a los que parecían no haber estado jamás porque el tiempo los borró del recuerdo. Vio a su padre, a su madre, a sus abuelos y a los guardias que vinieron a buscarlo la noche que ardió el cuartel, y todos tenían la misma edad y el mismo color grisáceo en la piel; todos hablaban entre sí y todos guardaron silencio cuando él entró en la plaza, siguiendo a Rosario como un penitente fiel. Y justo cuando fue a preguntarles qué hacían allí todos juntos, la puerta de la ermita se abrió y aparecieron los hijos de Calixto Flores con un ataúd sobre los hombros. Entonces comprendió que estaba soñando con el entierro del Pastor y que todo era tal como él había imaginado, salvo los largos silencios y los colores de la piel. Después vio a Rosario Arroyo dar el pésame a la familia y en lo más profundo de su corazón se sintió traicionado por aquel fantasma al que tanto amó en el más miserable hueco de su engranaje moral. “Rosario”, gritó. Y otra vez: “Rosario”. Pero Rosario Arroyo no pareció comprender bien el idioma de los sueños, y arropada en aquel capote que jamás vistió, volvió la cabeza hacia el Perdido. “Date prisa en cruzar el arroyo, Froilán”, le gritó con una voz atiplada, lejana y fantasmal, que pareció nacer en las cumbres de la sierra, en el fondo del pantano que nunca se hizo o en el túnel oscuro que separa la vida de la muerte. Pero el inconsciente atarantado de Froilán Zapata prefirió quedarse a contemplar el entierro del Pastor antes de regresar al mundo de la razón, donde el frío y el hambre hacen aullar a los lobos del recuerdo, insaciablemente voraces cuando la presa soporta la pesadumbre de sus errores.

De esa manera entró el Perdido en la mañana del domingo, con el disimulo de los dormidos y el desamparo de los viejos, y poco antes de despertar en la mecedora pudo ver la forma huidiza de Rosario Arroyo salir del cementerio con la cabeza gacha y el capote sobre los hombros. Él, apoyado en las acacias que guardaban la puerta, fue a tomarla del brazo cuando un ruido de automóvil zarandeó sus sentidos y un frío ultraterreno penetró por los poros de su piel atornillándole los huesos sin piedad. Un golpe de tos lo tuvo enredado durante unos minutos en la agonía de la muerte y por fin le permitió dirigirse a la ventana, donde comprobó que los granizos y los truenos seguían empeñados en acabar con el pueblo. Se esforzó por distinguir en la otra calle la casa de Calixto Flores, pero la lluvia era tan fuerte que todo lo teñía de gris desdibujando las formas cotidianas, de manera que sólo pudo intuir las esquinas, parte del empedrado de la calle y el nido de cigüeñas que coronaba impertérrito y anegado la espadaña de la ermita.

Entonces se resignó a contemplar los caminos que dibujaba el agua en los cristales, las fugaces grietas abiertas en aquel rostro de vidrio, y algo desde el otro mundo vino a decirle que los hombres no hacen las cosas cuando quieren, sino cuando pueden, y su potestad es tan limitada que muchas veces ni siquiera ven la vida cuando desean hacerlo, de manera que un simple chaparrón puede ocultar un pueblo entero, una voluntad humana y hasta una porción de tiempo. Y se hallaba embarbascado en aquel razonamiento cuando otro ruido de motores lo devolvió a la realidad. Entonces se envolvió en un capote a cuadros que a pesar de ser suyo le resultó extrañamente familiar, abandonó la casa por la puerta del corral y se dirigió a la calle de Calixto Flores con la velada esperanza de tropezarse en el camino a Rosario Arroyo.

Una vez bajo la lluvia, la tos reapareció con insistente virulencia, y el Perdido, acostumbrado sin orden ni concierto a tantos años de escaramuzas, temió ser descubierto por el enemigo, y de nuevo buscó el amparo de las esquinas y el camuflaje de los árboles, pero sólo cuando divisó la casa del Pastor descubrió la naturaleza infundada de unas precauciones que a partir de entonces pertenecerían al pasado. Apostado tras los sauces vio el inusitado trajín de los coches, el ir y venir de unos hijos alterados por el momento, y llegó a la conclusión de que Calixto Flores había empeorado. Entonces fue cuando vio a Rosario Arroyo entrar en la casa y apretó el paso tras ella. La lluvia seguía cayendo con insistencia, la tos delataba al enemigo su presencia, y la soledad, hospedada para siempre en las grietas de los muros, percudía el ambiente de tosquedad absoluta y remembranzas irremediables. Así que cuando entró en la casa de Calixto Flores, la soledad lo devolvió a los nueve años, y de improviso se vio jugando en aquel sardinel con Calixto, contando estrellas de madrugada y cazando grillos enlutados; pero los llantos de la casa lo devolvieron a una realidad implacable, y no vio a los niños alborotar el portal ni a Rosario Arroyo dentro de la estancia, sino a Ernesto Flores frente a él, con los ojos cristalinos y el rostro desencajado.

-Se murió esta madrugada -dijo.

Froilán Zapata se acercó a la habitación del Pastor y por primera vez en muchos años se atrevió a mirarlo. Descubrió entonces que era viejo, que sus facciones desprendían una insospechada ternura que nunca imaginó y que no se parecía en nada al Calixto Flores de antes de la guerra. Tosió insistentemente ante él, le dio la espalda y al salir del dormitorio se detuvo en la puerta.

-Qué bestias hemos sido, Calixto -murmuró.

Al salir a la calle pudo distinguir al fantasma de Rosario Arroyo corriendo veloz entre las acacias y los sauces, y aunque lo llamó a gritos como un niño a su madre, el espectro no quiso oírlo, porque hasta los fantasmas huyen de los hombres voluntariamente desamparados, porque así como la lluvia torrencial desdibuja las formas de la materia, la soledad puede maltratar los corazones hasta el punto de hacerlos temibles, incluso ante los fantasmas.