domingo, 9 de agosto de 2009

Un monstruo en el techo


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I Encuentro Literario Internacional Letras de la Posada

A mi hijo José Antonio

El segundo día del jubileo amaneció agazapado entre las vigas del techo. Parecido a una telaraña gris, su cuerpo rechoncho espiaba los movimientos de la casa y acechaba mis idas y venidas con escrupulosidad irritante, con un porte y una expresión de esfinge milenaria que crispaba los nervios y sacudía en lo hondo del corazón los pilares de la intimidad. Allí arriba, entre las vigas, sin inmutarse. Las orejas descomunales, como alas abiertas de murciélago, rastreando los sonidos de la casa desde las alturas. Los ojos negros, pasmados, inocentes y circulares, afanosos, mirando con curiosidad el trajín del salón. Sus patas torneadas y recias, inmóviles, matemáticamente equidistantes. Sus colmillos ebúrneos y curvos apuntando a mi corazón desde lo alto del techo parecían apuntillarme el alma y envenenarla de nostalgia.

Durante un buen rato, casi incómodo por la mudez de su presencia, le di la espalda y observé tras los cristales la sombra de los naranjos que se replegaba tras la siesta y los pocos puestos de turrón que flanqueaban la calle con reclamos de colores en el exterior y grandes ventanales todavía abiertos. En mi infancia, cuando abundaban, se me antojaban cajas de sorpresa, pero los tiempos cambian y la venta de turrón ya no es negocio en una feria de pueblo. La capacidad de sorpresa tampoco prospera en el alma de un adulto, de modo que ahora son para mí lo que fueron siempre: simples quioscos de golosinas. Y en eso estuve pensando mientras el niño despertaba de la siesta, en el desgaste despiadado que los días ejercen sobre la inocencia, porque los días tienen dientes enormes que a bocados nos arrancan del alma el idealismo y la candidez. Y cuando se juntan en años, como soldados en batallones, y atacan por sorpresa en una tarde cualquiera de verano, mientras uno mira por los ventanales de su casa observado desde el techo por un monstruo volador con colmillos puntiagudos, entonces uno está perdido.

Allí estuvimos los dos hasta que el niño despertó. Yo en los ventanales y él entre las vigas de roble, como un dios diminuto, con sus orejones desplegados, mirando con los ojos desorbitados los rayos de sol que atravesaban los cristales cortando el contraluz de la estancia como archas cristalinas. Supongo que él con la esperanza de salir al exterior, pues albergaba en secreto la idea de fugarse aquella tarde, durante el paseo. Lo intentó al salir de la casa, aliado con los despistes que todos los niños tienen cuando el nerviosismo y la ilusión les embarga el ánimo. Pero los adultos hemos aprendido a ser desconfiados; el recelo sustituye en el corazón a la inocencia, de modo que até a la mano del niño la cuerda que lo sujetaba por el cuello. Desde su esclavitud nos miró a los dos con cierta suplicante tristeza, pero ésa era la condición: si quería venir al paseo, debía hacerlo atado.



Durante toda la tarde nos siguió sumiso por la feria. Sus llamativas orejas grises se mecían a merced de la brisa veraniega y sus ojos negros miraban admirados los puestos de juguetes, las baratijas de los árabes, las tabletas de turrón de chocolate, las luces de colores que empezaban a alumbrar al ponerse el sol: rojas, amarillas, azules, verdes, transformando la calle en un mágico arcoíris que pronto rivalizaría en el cielo con las estrellas titilantes de agosto. Y nos seguía mansamente, atado a la muñeca del crío, acechando el momento idóneo para evadirse. Lo sabía. Al verlo por primera vez encaramado al techo del salón supe que ése era su propósito.

De modo que lo desaté de la mano del niño y lo sujeté a mi muñeca antes de llegar a la explanada de las atracciones. Allí sin duda, aprovechando la emoción infantil, el nerviosismo cándido de la infancia, la inocencia seducida fatalmente por los artilugios de feria, intentaría zafarse de sus ataduras. Conmigo estaba más seguro. Al hacerlo tuve la impresión de que sus ojos desprendían un destello de resentimiento. Sus posibilidades de fuga se reducían notablemente.

Allí esperamos los dos mientras el niño conducía imprudentemente coches de bomberos con campanas de bronce y galopaba en caballos de madera por praderas vírgenes pintadas en el lienzo de su imaginación. Y nos quedamos mirándonos un rato, unidos por la cuerda que lo esclavizaba. Quise decirle que en mi infancia hubiera dado cualquier cosa por despertar una tarde de la siesta con un monstruo como él prendido del techo del salón, con sus mismos colmillos puntiagudos y sus mismas destartaladas orejas, pero estaba seguro de que no me entendería. Quise confesarle que tal vez por eso me negaba a dejarlo marchar. No lo hice, pero estoy seguro de que él lo leyó en el brillo nostálgico de mi mirada.

Yo seguía pensando en lo mismo cuando nos sentamos los tres en los veladores de la plaza a comer churros con chocolate. Las estrellas habían salido a curiosear el destino de los hombres y la luna, redonda y plateada como una moneda de los dioses, empezaba a asomar, soberbia, tras los cerros. Entonces lo solté de mi muñeca y lo até a la silla, no demasiado fuerte, y quise advertir en sus pupilas un destello de complicidad. Y antes de pensar en mi gesto él ya se había ido. Suavemente emprendió un discreto vuelo de monstruo infantil hacia las estrellas, un vuelo sin retorno y sin destino, un vuelo dócil, tan grandioso y mágico como la libertad. Se elevó con la lentitud aristocrática de un monarca estelar, con sus orejas mastodónticas bailoteando en la brisa y sus ojos circulares contemplando al pueblo mientras abrazaba el firmamento. Viéndolo huir, con su cuerda atada al cuello como una rémora del pasado y su trompa proboscídea partiendo en dos la luna llena, comprendí que cuando uno es adulto cualquier motivo es válido para añorar la niñez, incluso un simple globo de gas con forma de elefante agitando su trompa burlonamente entre las estrellas.

10 comentarios:

  1. Es lo más dulce y fantásticamente real que he leído en mucho tiempo.
    ¡Felicitaciones!

    Un beso gigante. (Estuve con ustedes)

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  2. ¿A QUIEN SE LE PUEDE OCURRIR DEDICAR TAN BONITO RELATO A UN SIMPLE GLOBO ?

    ATÍ, CESAR LAMARA, SOLO ATÍ.

    GRACIAS!!!!

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  3. Qué bonito, César. Tiempo que no leía una historia tan tierna

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  4. Fue un placer escuchar en el Encuentro este mismo relato, pero ahora, leído despacio y reflexionándolo, me emociona y maravilla tanta belleza literaria.
    Saludos.

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  5. Maravilloso escrito amigo mío, allá lo pensé y eso que la neurona ajjajaj andaba de viaje...pero ahora me gustó más si cabe.
    Mil besitos de agua
    merchy

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  6. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  7. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  8. Mi amado escritor, en un principio me hiciste recordar a La Metamorfosis de Kafka, es lo que tiene el realismo magico que te atrapa, a mi me apasiona.
    Me apasionan tus escritos, bien lo sabes.
    Me apasiona toda esa literatura neofantastica.
    me gustaria tener toda una colecciòn de tus escritos.
    A ver si haces un libro con todos tus relatos, para comenzar a coleccionarte.
    Un fuerte abrazo màgico

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  9. Me parece precioso " Un monstruo en el techo"
    y es una bonita sorpresa.

    Un abrazo.

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  10. Muchas gracias por tu visita y adhesión. Admirado quedo por tu estilo narrativo. Es un placer leer tus escritos.
    Un saludo.

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