miércoles, 15 de abril de 2009



LA BOTELLA


La tripulación de El Bergante solía lavarse más bien poco, pero cuando lo hacía, armaba una vela en uno de los costados del barco a fin de protegerse de los tiburones. En el agua rebalsada se zambullían los hombres el tiempo justo para matar el olor y ahogar a los piojos, que eran tan numerosos como las ratas, aunque más soportables que el escorbuto.

La costumbre de improvisar en el mar una gran bañera con velas de cáñamo la impuso por la fuerza el capitán John W. Hawker, quien la había adquirido en la Armada británica, donde sirvió lo justo para odiar a la Corona y conjurarse contra el mundo. Sus hombres ya no podían esgrimir a los tiburones como defensa contra el aseo, de modo que una vez al mes, si hacía buen tiempo, se zambullían en medio de impronunciables blasfemias que el loro Gordon anotaba apresuradamente en su memoria de pajarraco desvergonzado.

Un día, mientras un grupo de artilleros se despiojaba en el agua, alguien encontró una botella dentro de la vela. Llegó flotando por el mar y entró a través de un agujero que había escapado a las agujas, al rempujo y a los ojos de los parcheadores. Dentro llevaba un pergamino enrollado. Se la llevaron al capitán Hawker, quien la descorchó de un sablazo en el gollete, como si estuviera degollando a un corsario. Sacó el pergamino, lo estudió, miró el horizonte, olió el aroma del mar y su único ojo centelleó como un astro en la madrugada.

- ¡A barlovento! -gritó-, ¡Una vez más seremos ricos!

Durante días enteros navegaron de bolina, con ocho cuartas respecto al viento, buscando una isla de caníbales perdida en las aguas del trópico. Alguien la dibujó en el pergamino pero había olvidado ponerle el nombre. El capitán John W. Hawker creyó reconocerla, pues la había visto algunas veces en sus sueños premonitorios, redondeada, mordida en las aristas por las olas, como una galleta marinera por los ratones. En el centro, justo en medio de siete cerros idénticos, aparecía pintarrajeado un cofre. Era fácil suponer, según la costumbre de todos los piratas de aquellos mares, que dentro había un tesoro. En latín y con letras torcidas, una leyenda: “Urna del infortunio, pórtico de las desdichas, estrella de los perdidos, hacienda de los dementes”. Nada más. Suficiente para que la tripulación soñara con riquezas incontables y entonara canciones marineras mientras el viento hería las velas tan magníficamente que hasta el más pesimista auguraba un viaje breve. Sobre cubierta, apoyado en la muleta, el capitán John W. Hawker oía las notas del acordeón, bebía cerveza en una jarra de cuero con el borde de oro y miraba el horizonte, reservado, con un destello enigmático en la pupila de su único ojo. Al amanecer del séptimo día el capitán Hawker se asomó a estribor, tomó el catalejo y escrutó el infinito.

- Ahí está, caballeros -dijo con el orgullo incrustado en las palabras-, cuando lleguen a la orilla no pierdan el tiempo en lloriqueos ni en letanías.

Durante el viaje, John W. Hawker lo había previsto: los indígenas de la isla, nada más desembarcar los hombres de los primeros botes, pensaron que los piratas de El Bergante venían a comérselos y al momento presentaron una feroz batalla. Gritaron como endemoniados, arrojaron lanzas y venablos y conjuraron a sus dioses en una jerga diabólica que erizaba la piel de los marineros y remolinaba las plumas del loro Gordon en contracciones terroríficas.

Los hombres de Hawker dejaron tres muertos en la playa, regresaron a los botes con los heridos y al momento sonaron los estampidos de los cañones, que llenaron la orilla de hoyos y sembraron la arena de cadáveres. Después, el capitán John W. Hawker, de pie en la primera falúa, ordenó un desembarco en regla. Los mosquetones barrieron el bosque cercano mientras los hombres de El Bergante, con puñales en los colmillos y sables en la mano, cortaban a tajadas a los caníbales en retirada. El cuerpo a cuerpo era la especialidad del capitán John W. Hawker, quien desechaba la artillería incluso con los barcos españoles, cuyas tripulaciones, temibles en los abordajes, eran rehuidas por los piratas más aguerridos. Pero el miedo a ser comidos infundió valor a los caníbales, y tan pronto se retiraban como volvían al ataque, amparados en el follaje, con los rostros pintados con ceniza y sangre. Los venablos y las lanzas hostigaron a la columna durante dos leguas, hasta el mismo centro de los siete cerros. Desde el barco, los cañones barrían la playa impidiendo que los indígenas se adueñaran de los botes.

Justo donde el cofre aparecía dibujado en el pergamino, los cien hombres de Hawker hicieron un círculo de fuego y llenaron la selva de balas y gritos. En el centro, John W. Hawker, con una pala y una sola mano, desenterró el cofre personalmente. Lo pusieron en unas parihuelas y regresaron a la orilla, en una retirada sangrienta que costó veinte muertos y treinta y dos heridos más y que hizo reflexionar al loro Gordon sobre la obstinación de los caníbales.

- Piensa el ladrón que todos son de su condición-, sentenció en un español tembloroso que nadie comprendió.

Ya de regreso al barco, oyendo los lamentos de los heridos y el batir de las olas, el capitán Hawker volvió el rostro y pensó que nadie, salvo el mismo Diablo, pudo enterrar un cofre en semejante isla. Los caníbales seguían en la orilla, gritando y gesticulando, y se afanaban en hacer llegar a la orilla un puñado de canoas.

- Atentos, caballeros -dijo el capitán John W. Hawker-, ahora son ellos los que quieren comernos a nosotros.

Y con el sable en la mano ordenó al barco otra andanada de cañonazos que persistió hasta que El Bergante estuvo en alta mar. Eso fue todo. Luego, al caer la tarde, el capitán reunió a los hombres en cubierta, descerrajó el cofre de un tiro y lo abrió. En su interior no había nada, tan sólo un libro escrito en latín clásico, en un estilo un tanto ciceroniano, que John W. Hawker tardó una semana en traducir, interrumpido constantemente por las demandas de sus hombres, quienes querían volver a la isla y hundirla en el mar.

Cuando hubo terminado de traducirlo, el capitán salió del camarote envejecido y grave como una sentencia. Puso el libro sobre cubierta y contó que allí, extrañamente, por alguna razón diabólica, estaban escritos al detalle los destinos de cada hombre del barco, con nombres y apellidos (algunos los desconocían), fechas y lugares concretos de cada suceso. Junto a él puso una traducción en inglés, muy simple.

- Por si alguno de ustedes quiere volverse loco -dijo.

Y eso sucedió. La mayoría de los hombres rehusaron leer los textos, y quienes lo hicieron acabaron enloqueciendo o arrojándose al mar. John W. Hawker guardó el original latino en el mismo cofre donde guardaba sus poemas de amor, por si algún día tenía la suerte de ver escrito allí su destino. De momento, no estaba.

7 comentarios:

  1. Lo siento, Mari, ha tocado otro de piratas.

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  2. Te has dado cuenta que yo no desisto facilmente?
    aqui me quedare y seguire con tus relatos de piratas,con la esperanza de que John W.Hawker encuentre otra botella con un mensaje de AMOR que le reuna con su sirena.

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  3. Bueno, César, Hawker es como de la familia.

    Engancha, de veras, y mucho.

    Un abrazo

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  4. Seguro que no te conoce Reverte? Se lo pasaría bomba contigo. Yo no soy reverte y me voy a montar en uno de tus bergantes como grumete.
    besotes y buen día Cesar

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  5. Me encantan los relatos de piratas desde niña. Volver a leerlos de la mano de tu fértil imaginación me produce un placer exquisito.
    John W. Hawker no tiene nada que envidiarle a Sandokán, todo lo contrario...
    Besos.

    (Y vos no tenés nada que envidiarle a Emilio Salgari)

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  6. Cesar, tu relato es fascinante, no es mi genero las aventuras, pero en tu escritura olvido las aventuras y me sumerjo en tu estilo. Es él el que me apasiona.
    Un abrazo

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  7. Y sigue la fantástica aventura...zambullidas
    en agua rebalsada,que me recuerda el agua
    embalsada del Mar Menor,mi tierra.La bolina,el
    cabo tensado a la proa en este caso y no el castigo que se daba a los marineros...,dardos
    arrojados,toda una aventura...y finalmente el
    cofre.¿Encerrará todo un misterio el desenlace?.
    Lo veremos.

    Tengo un trabajo nuevo de William Hogarth y si
    lo ves, espero que te guste.Te habrás dado cuenta
    que mi blog no se actualiza,está estancado desde
    hace cuatro meses ya y para colmo he quitado ese
    trabajo y sigue igual.Soy incapaz ya de saber
    dónde está el problema.

    Un abrazo.

    CALAMANDA

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