lunes, 6 de abril de 2009


EL DIABLO

A veces, durante alguna de sus borracheras epopé­yicas, el capitán John W. Hawker juraba haber hablado con el Diablo e incluso haber brindado con él. Al calor de la hoguera, en alguna de las islas donde fondeaba, cuando se rendía ante los apremios de la nostalgia, levantaba una jarra de peltre llena de cerveza hasta el borde y brindaba por la muerte, por los ojos saltones de todos los ahorcados del mundo y por las cámaras recalentadas del infierno. Sus hombres se acercaban entonces a la hoguera, rehuyendo las sombras indefi­nidas de la playa, y se cobijaban mutuamente, acuclillados, con las miradas espantadas y el terror bailando en sus pupi­las, porque sabían que el capitán John W. Hawker iba a contar­les de nuevo el día que conoció al Diablo y brindó con él por el amor y el viento.

Fue al principio de su carrera, cuando el capitán comandaba un balandro de quince cañones arrebatado a piratas bahameños. El barco había fondeado en el río del Viejo Calabar, en la Costa Guineana, un lugar de escaso calado que impedía el acerca­miento de los buques de guerra y permitía un calafateo tranquilo, sin visitas inopinadas ni ataques sorpre­sivos. Tras una semana arrancando del casco algas y moluscos, el balandro del capitán Hawker se hizo a la mar, pero el infortunio quiso que a las pocas horas fuera detectado por dos buques de guerra de la Armada inglesa.

El capitán Hawker estuvo a punto de regresar, pero su incalificable locura lo hizo enarbolar el pabellón pirata y lanzarse contra los ingleses en un ataque suicida. El enemigo, que navegaba con las velas desplegadas, no daba crédito a sus ojos: un simple balandro de piratas se lanzaba al ataque contra dos buques de ochenta cañones y quinientos hombres cada uno. Los trescientos compañeros del capitán John W. Hawker, enfervori­zados por el ron y el ansia de botín, se aprestaron para la batalla.

El barco, recién calafateado, había ganado en velocidad y el timonel giraba buscando el lado de babor del primer buque, en una maniobra calculada para anular al segundo, que quedaría tras el lado de estri­bor. Los compañeros del capitán, apostados en la arbola­dura, apuntaban sus mosquetones hacia el timonel mientras el balandro se acercaba lentamente al barco enemigo. Los cañones de treinta y dos libras asomaban sus bocas oscuras por los portones aguardando la proximidad del barco pirata, que parecía venir derecho al abordaje. En cubierta, el capitán John W. Hawker, con el sable corto en la mano y el loro Gordon en su hombro izquierdo, calibraba los pensamientos del enemigo para abrir fuego un segundo antes que él. Había cargado los cañones con balas rojas, por ver si prendía el casco contra­rio, y justo antes de ordenar la primera andana­da, sus compa­ñeros lograron derribar a fusilazos al timonel y al comandante del buque enemigo, que ni siquiera estaba a cubierto.

Los cañones ingleses, armados con balas encadena­das, destro­zaron la arbo­ladura del balandro, pero para enton­ces el abordaje era inmi­nente. Desde el alcázar, los ingleses dispararon sacos y granadas de metra­lla, pero los hombres del capitán Hawker, con la ira perfilada en sus colmi­llos, treparon al empalletado y ocuparon la cubierta enemiga. La suerte estaba echada en el primer buque de la Armada inglesa. El segundo se aproximaba ahora buscando también el abordaje. Los ingleses se defendieron bien, pero los bisoños infantes de marina poco pudieron hacer ante los sables y las pistolas de aquellos piratas curtidos en los mares de medio mundo. En los pañoles inferiores se multi­plica­ron los lamentos. Los mari­neros mutilados o heridos por astillas se arrastraban por las esca­las buscando el socorro de cubierta, pero los hombres del capitán Hawker los degollaban y se abrían paso hacia el fondo del buque, sembrando las cubiertas de sangre y muerte. Los sables cortos, ideados para luchar en la angostura de los pañoles, hacían tajadas al contra­rio, forzaban puertas y teñían de rojo las paredes.

De pronto reventó un cañón de veinticuatro libras en el lado de babor. El buque zozobró y una vía de agua empezó a entrar por el costado. El capitán Hawker, sobre una falúa de cubierta, ordenó el abor­daje del segundo barco. En la popa, apoyado en uno de los faroles, contrastando con el ocaso, John Hawker pudo ver el rostro del comandante enemigo. Sus ojos centellea­ban como candilejas ardiendo, y en la casaca azul, abotonada al cuello, resaltaban las medallas y los entorcha­dos dorados. El capitán pirata sintió un escalofrío verte­bral, un barrunto satánico que se transformó en horror al verlo sonreír bajo su bicornio de comandante con la indife­rencia de un loco. “El Diablo”, pensó, y se lanzó al abordaje con su pierna de palo.

La batalla en el segundo buque fue aún más san­grienta que la primera. Presa del terror, muchos infantes y marineros se arrojaron al agua mientras la cubierta se alfom­bra­ba de cadáveres y el comandante del barco seguía sonriendo, apoyado en el farol. El olor a sangre y a pólvora se confundía con el de la brea y el salitre provocando vómitos; en el primer buque se sucedían las explosiones y el balandro del capitán John W. Hawker se hundía ya sin remedio. Los piratas, enfurecidos, transformados en máquinas de matar, arrojaban a los marineros por la borda, ejecutaban a los oficiales y sembraban el terror en cubierta y en los pañoles inferiores. El loro Gordon, en el hombro de John W. Hawker, dio la voz de alarma. “Se ha ido” dijo, “se ha ido”.

Efectivamente, el oficial ya no estaba en popa. El pirata Hawker, atenazado por el miedo, con su única pierna temblando de horror, se abrió paso a sablazos buscando la cámara del comandan­te por si se hubiera refugiado en ella. En el corredor mató a un soldado de un pistoletazo, degolló a otro con un cuchillo y reventó al tercero con su mosquete disfra­zado de muleta. Al abrir la puerta volvió a padecer en los huesos el frío compacto de la muerte y vio al coman­dante sentado frente a una mesa de madera, con la misma sonrisa, los mismos ojos encen­didos, dos copas vacías y una botella de ron.

El camarote, forrado de libros, adorna­do con recuerdos de los cinco continen­tes, lujosa­mente alfombrado, parecía el reducto de un noble. Tras las vidrieras de popa, el viejo balandro se hundía sin misericordia en las aguas. Bebieron lentamente. El capitán John W. Hawker enmudeció y el comandante del barco sacó del cajón una pequeña edición en latín de los versos de Catulo. Leyó: “Los juramentos de amor son el aliento húmedo de los vientos” dijo, y luego levantó su copa para brindar. Hawker bebió de nuevo, pero al dejar la copa sobre la mesa el hombre ya no estaba. “Era el Diablo” graznó en español el loro Gordon, “el Diablo”. Y al capitán John Hawker, curtido en la vida y en la muerte, en el amor y el desamor, en la lealtad y la traición, se le erizó la piel de pavor justo cuando sus hombres izaban en el trinquete el pabellón pirata.

Ése fue su barco desde aquel día, lo llamó El Bergante, y en el palo de mesana colgó una bandera negra donde apare­cía un pirata cojo brindando con el Diablo. El capitán aseguraba con frecuencia, al calor de la hoguera, que el coman­dante de aquel barco, el Diablo, era idéntico a él en su juven­tud, antes de perder el ojo y la pierna, y que todos los libros de su camarote los había leído muchos años antes de aquel encuen­tro, y entonces los hombres tiritaban, de miedo o de frío, al amparo de la lumbre, cuando el capitán John W. Hawker contaba aquello, borracho de ron irlandés, en la arena de cualquier playa tan perdida como su conciencia.

6 comentarios:

  1. Te tengo que confesar,que tus historias de J.W.Hawker cada vez me gustan mas,pero me gustaria que publicaras algo de lo que tu sabes ,esas historias tuyas llenas de amor y desamor.

    Un beso.

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  2. ...No sé por qué según te ñeía me he acordado del hermano pequeño de mi madre que cuando le mandaban que hiciera de mi canguro le daba por leerme historias del coyote. Le voy a mandar tu dire, estoy convencida que le encantará lo que escribes.
    Tengo un pie casi puesto en el AVE mañana estoy en Sevilla, espero que haga bueno y pueda disfrutar de vuestra madrugá.
    besotes

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  3. Amigo César, tu facilidad descriptiva es enorme.

    Un placer.

    Un fuerte abrazo.

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  4. ¡Genial César! Leer tus relatos es "ver" lo que está pasando en ellos. Se siente, se huele, se está allí...
    Sencillamente estupendo.
    Un gran cariño.

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  5. Es un placer leerte y recuperar estas viejas historias de piratas que leía cuando era pequeña y ahora recupero gracias a tus textos.
    Un saludo.

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  6. Bueno, ya sabes como son estos piratas, en cuanto se emborrachan con cualquier ron barato juran que han visto al mismisimo Satanás. Pero que me ahorquen en cualquier sucia plaza jamicana si no me ha impresionado esta historia.
    Un saludo.

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