lunes, 27 de abril de 2009


CALAMANDA


Aquel 5 de febrero, festividad de santa Calamanda, El Bergante se hallaba anclado en Port Royal. Enero no era un mes propicio para navegar a la aventura y los marineros mataban la nostalgia en las tabernas bebiendo hasta reventar, entonando canciones marineras que los acordeones mecían en la memoria y fornicando sin parar con barraganas a las que pagaban fortunas por oír una promesa de amor eterno. Sin embargo, febrero era un mes para el acecho. Los barcos españoles empezaban a reunirse en La Habana para emprender juntos el retorno a la patria y muy pronto llegaría la hora de cazar a los rezagados.

Al amanecer del día 5, John W. Hawker dio la orden de zarpar hacia el peligroso canal de las Bahamas, de improviso, sin misericordia alguna por los cuerpos de sus hombres reventados de la noche anterior. A muchos tuvieron que embarcarlos dormidos, empapados en orines y tristezas, y arrojarlos a la bodega junto a los fardos de café y tabaco con la esperanza de que despertaran a mediodía. John Hawker había tenido la noche anterior un sueño premonitorio, un sueño percochado de sudor y venganza, de colores y espejos, de sangre y arrepentimientos, que no supo recomponer al abrir los ojos. Tenía prisa por conocerlo al completo.

Antes de mediodía, cuando algunos aún se debatían en la bodega entre la vida y la muerte, el vigía avistó una vela y el capitán Hawker supo que su premonitorio sueño, difuso todavía en las tinieblas de su consciencia, estaba a punto de perfilarse en el mar. Y antes incluso de avistarlo por el catalejo su corazón empezó a desbocarse acelerado, receloso, violento. Más que una mentira parecía un espectro del pasado y más que una casualidad un regalo del Diablo por algún favor merecido. Era el HMS Victory. Ochenta cañones y setecientos hombres, uno de los emblemas de la Armada inglesa, al mando sin duda del capitán Benjamin Bartholomew Powel, el hombre que lo gobernaba con puño de hierro, aquél que muchos años antes quemó los versos de amor de un teniente de navío llamado John W. Hawker sólo por el placer de burlarse de los débiles.

¡Bendita la hora! –gritó- Cuando abordemos a ese barco, caballeros, no quiero prisioneros.

John Hawker se acercó al navío inglés por el lado de babor. Conocedor de la operatividad demoledora de su artillería, se mantuvo a la distancia necesaria para no ser alcanzado. En cambio ordenó colocar calzos en las cureñas de sus cañones, sacrificando la potencia en beneficio del alcance. Las balas de El Bergante llegarían una tras otra a la cubierta del Victory sin que éste, rabioso y dolorido como un jabalí hostigado por una jauría de perros, pudiera hacer otra cosa que disparar con frenesí sobre el barco pirata sin llegar a alcanzarlo, a pesar de las persistentes maniobras de aproximación.

Los proyectiles de El Bergante, calentados en hornillos hasta estar al rojo vivo, caían sin compasión sobre la cubierta, el velamen y la arboladura del Victory, desatando un infierno de fuego y desolación cuyo desenlace fatal sólo era cuestión de tiempo. Desde el castillo de popa, el capitán Benjamin Bartholomew Powel distinguió el rostro de perro herido de John Hawker y lamentó amargamente el día lejano en que quemó los poemas de amor de aquel teniente de navío en la cubierta de su poderoso barco, ahora ardiendo sin remisión alguna como un pergamino gigantesco lleno de versos y de vidas.

Pero era un dolor superable, nada comparado a la lacerante herida producida por la certidumbre de saber que su única hija, por triste coincidencia, por designio del destino o por capricho del Diablo, viajaba en aquel momento a bordo del HMS Victory. Y cuando el fuego se extendió y reventaron los cañones en los pañoles y sus hombres se arrojaron al mar y vio avanzar a toda vela a El Bergante en busca de un abordaje fatal, su mano asió indefectiblemente la pistola y se disparó en la sien. Justo cuando su dedo apretaba el gatillo pensó en su hija, en el error fatal de no haberla matado. Iba a entregarla con vida en manos de aquel hombre enloquecido por la venganza y él ya estaba muerto.

Y así fue. En medio de las llamas y de un humo espeso y fatal, John W. Hawker se abrió paso a sablazos hasta el camarote de Benjamin Bartholomew Powel. En la puerta, un teniente de navío le hizo frente con un sable, insensato y feroz, y era tan parecido a él cuando servía en el Victory que John Hawker tuvo la impresión de disparar contra un espejo en el momento de matarlo. Al descerrajar la puerta halló en el camarote a una joven de inconcebible belleza con el pelo más rubio, largo y brillante que había visto jamás. Sólo tuvo que mirarla a los ojos para saber que era la única hija de Bartholomew Powel. Junto a ella un hombre con el rostro tan sereno y despejado y la mirada tan inteligente y limpia que Hawker lo pensó dos veces antes de apretar el gatillo.

-¿Quién sois vos? –le preguntó apuntándole al rostro.

El hombre, sin bajar la mirada, le respondió impasible.

-William Hogarth, pintor.

-En mi vida he matado a un artista –contestó John Hawker bajando el arma-, sería como matar a Dios.

Y al salir del camarote sintió ciertamente la desazón de haber matado a Dios al escuchar los lacerantes gritos de la joven junto al cadáver del teniente de navío que guardaba la puerta.

Ni siquiera a bordo de El Bergante pudo desprenderse John Hawker de la atrapante angustia. Alojó a la joven y al pintor en su propio camarote. La cubrió de regalos y de palabras de consuelo, de esperanzas imaginarias, de promesas inconcebibles. Durante dos días le contó a media voz las historias marineras que había oído en los puertos de medio mundo, le recitó libros enteros de poemas y le tocó el acordeón hasta caer rendido de cansancio. Hasta el loro Gordon le recitó en latín los versos de Catulo. Pero la tristeza no desaparecía de su rostro. John Hawker sabía que sin quererlo había quemado los poemas de amor de aquella joven como muchos años antes había hecho Bartholomew Powel con los suyos.

-¿Cómo te llamas, muchacha? –le preguntó un día en el tono en que se preguntan las cosas a los niños indefensos.

-Calamanda –respondió ella asustada.

-Bien, Calamanda –dijo John Hawker satisfecho de haberla oído hablar por primera vez-, tu amigo el pintor William Hogarth va a pintarnos a los dos en este camarote. No quiero olvidarme de tu rostro ni de mis errores cuando te desembarque en Jamaica.

William Hogarth decoró a su gusto el camarote de popa de El Bergante, donde John W. Hawker a veces escribía versos de amor. Disfrutó al hacerlo. El capitán abrió los baúles donde guardaba el fruto de sus saqueos y los puso a su disposición. Las más ricas telas del mundo, los mejores muebles, la ingente cantidad de libros, los incontables objetos de oro, plata y marfil… Todo lo distribuyó Hogarth magistralmente. Luego puso frente a ellos un espejo repujado en plata y los pintó de forma que ambos se vieran reflejados en él. Calamanda sentada en una otomana de piel y John Hawker, de pie junto a ella, apoyado en la muleta, con el loro Gordon en su hombro izquierdo.

Cuando William Hogarth terminó la obra se la mostró orgulloso a John Hawker. Todo distribuido tal como el pintor lo había visto: las telas, los objetos, los muebles, los libros, el espejo… Y al mirar el espejo Hawker sintió un sobresalto. Calamanda se veía reflejada en la superficie pero él no. Alarmado, inquirió a Hogarth. El pintor, con la sorpresa y el pavor perfilados en el rostro, sólo pudo decirle la verdad: “Os juro por lo más sagrado, señor, que yo os he pintado en ese espejo”.

John W. Hawker estaba seguro de que así había sido.

9 comentarios:

  1. No te lo creerás pero echaba de menos a John W.Hawker, Calamanda, puede sentirse elogiada por este relato tan bonito que le has dedicado, yo si fuera ella te dedicaría un cuadro donde se reflejara lo buen escritor que eres.
    Un beso…

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  2. Hogarth está tan sorprendido, boquiabierto, paralizado, sumamente bloqueado…que no podía agradecerle lo abrumado que se sentía por el trato recibido en El Bergante…

    Más que nunca, en este momento, la joven envuelta en un hado, que gobernaba su destino; absorta y ensimismada, quizás se estaría preguntando sí ya no quedaría indefensa… mientras tanto leía en el espejo un poema de amor y locura:

    “Sin embargo puedo cesar, mientras temblorosa me agito,
    De suspirar y murmurar tu nombre melancólico.
    Oigo tu espíritu en cada gemido de la tormenta.
    En las sombras nocturnas veo pasar tu figura,
    Pálida como los condenados en su triste locura.
    Veo en lo profundo de tu corazón perjuro, el sangriento acero.

    ¡Demonios de la venganza! Bajo vuestro mando
    Empuñe la espada con algo más que delicadas manos,
    Decid: ¿es la vacilante voz de la piedad,
    O es aquel húmedo horror el propósito del alma?
    ¡No! Mi corazón salvaje se sentó triste sobre la llanura,
    Hasta que el odio complete lo que el amor comenzó…

    …Sí, dejad que el seno frío que nunca supo
    De la ternura súbita y generosa de la naturaleza,
    Mezclando la piedad con la hiel de la burla,
    Condene este corazón que sangró con amor abandonado”

    (Love and Madness -Thomas Campbell, 1717-1844)

    Hogarth, recuperado de la sorpresa y pasado el sobresalto, sereno y despejado, sabiendo ya como se iba a titular el cuadro, pensaba como sería el segundo de esta historia que formaría parte de su nueva serie…

    Hawker si figuraba en el cuadro…pero quizás él también estaría leyendo el poema.

    ***

    Me siento abrumada…muchísimas gracias, es un detalle que agradeceré siempre y que no podré olvidar… cuando me dijiste “ya te contaré” nunca me hubiera imaginado esto. Y si faltaba poco… el día 5 de Febrero es mi cumpleaños.
    El relato, como no podría ser de otra manera, es ¡Magnífico!
    He visto que no tienes dirección de correo en tu perfil.

    Un fuerte abrazo.

    CALAMANDA

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  3. ...oiiiga...que delicatessen a la jamaicana,wow!! Envidio a Calamanda :)

    Saludos, Cesar. Precioso relato...un lujo.

    CLsT

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  4. Fantástico relato, espléndido…Muy original, a la vez que acertado, embarcar a Hogarth en un ambiente por el que quizás le hubiera gustado navegar. Eso sí, plasmando con su paleta el compromiso de compartir y mostrarnos la belleza de todo lo que encerraba aquel camarote. ¡Qué afortunado! Estar a merced de la Rosa de los vientos…

    Un saludo.

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  5. Me alegro de que os haya gustado el relato. Y llevas razón, Calamanda, con lo del correo. Ya se puede ver. A tu disposición queda y a la de todos los visitantes de este blog.
    Un abrazo.

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  6. ¿Y ahora qué te digo César? ¿Qué te digo que no te haya dicho? No me queda más remedio que repetirlo: ¡Sencillamente genial!
    Tus relatos son tan vívidos que me siento embarcada en El Bergante... ¡Mágico!
    Muchos besos.

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  7. Me ha encantado el relato descrito con gran sensibilidad .

    Calamanda,bergante, camarote y el color... qué sabia combinación.

    Me viene a la memoria este poema de Toni García Arias. Disfrutarlo.
    Un saludo.

    Barcos como olas, como alas.
    Barcos que buscan barcos
    como labios, como besos.
    Barcos que regresan
    como infancias, como ayeres
    como pinceles de nuevo color
    sobre el pasado.
    Barcos que zarpan y que se alejan,
    que derriten en los ojos
    su distancia.
    Barcos que naufragan y se hunden,
    que doblan sus huesos
    sobre una roca.
    Barcos, siempre barcos
    que zarpan, que atracan,
    que se van y que regresan.
    Como olas, como alas.

    Toni García Arias

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  8. Qué bonito, Lady. Cuánto ritmo, cuánta velocidad, combinación, música y sencillez en palabras tan simples. Sencillamente extraordinario. Te lo agradezco sinceramente. Lo he leído varias veces y cada vez me inspira más cosas.
    Muchas gracias.

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  9. Jó que preciosidad de relato, y qué detallazo, niño... chapeau por ti

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