lunes, 16 de marzo de 2009


PIERRE DEULLIN, EL CORSARIO




Pierre Deullin era un corsario sin patria y sin historia a quien el rey de Francia pagaba en oro por saquear galeones españoles y por dejarse perder al ajedrez. También le ofreció la mitad de su corona si era capaz de traerle la cabeza de John W. Hawker clavada en una pica. Pierre Deullin, quien nunca conoció personalmente al Diablo, era un niño loco esclavizado por la ambición; semejante propuesta del rey, aunque imposible, fue para él un reto. “Vaya su Majestad enfriando una botella de vino y puliendo una bandeja de plata” dijo, “pronto brindaremos frente a su cabeza “.


Deullin era manco de la mano izquierda, donde llevaba un garfio de oro que le servía para sujetar la carne, desgarrar los vestidos de las mujeres y ensartar a sus enemigos por la nuca justo antes de atravesarlos con el sable. Jamás escribió un poema de amor, prefería las cartas a los libros y odiaba a los loros tanto o más que a los españoles. Estaba tan obsesionado con el tiempo que coleccionaba relojes de todas clases: relojes de ampolleta, relojes de repetición, relojes sin agujas, relojes de sortija, relojes de globo. Y cuando navegaba, si estaba sereno, cosa rara, mataba el tiempo alterándoles la hora para confundir a la muerte, a quien se había propuesto burlar contra viento y marea, a pesar de perseguirla como al oro por todos los mares del mundo.


Conocía de sobra al capitán John W. Hawker. Habían compartido una novia en la isla de Ocracoke, una barragana de piratas con los ojos de cristal, antes de que uno fuera corsario y de que el otro enloqueciera de odio al saber que Deullin la había ensartado con el garfio de oro durante una borrachera. John W. Hawker juró en medio de una tempestad que algún día lo colgaría por la garganta de su propia herramienta. Algunos de sus hombres llegaron a dudarlo; tal era el respeto que Pierre Deullin imponía al resto de los mortales. El corsario lo sabía.


Durante meses, Deullin recorrió las tabernas de Port Royal jurando a carcajadas que obligaría a John Hawker a comerse al loro con huevos escalfados, o al natural, según su gusto. Donde quiera que repetía aquello temblaban las paredes, los taberneros se escondían tras el mostrador y hasta los más toscos filibusteros se orinaban encima, bañados en sudor y sacudidos por temblores. Lo mismo que le ocurrió al loro Gordon cuando un cocinero inglés le contó aquello al mismísimo capitán John W. Hawker.


- Dile que pedirá perdón de rodillas -contestó el pirata.


Y de inmediato El Bergante puso rumbo a Port Royal, donde Pierre Deullin mataba las horas ganando a los dados y fornicando gratis con las prostitutas de las tabernas. Caía la tarde cuando el buque atracó en el puerto, con la bandera ondeando en el mástil y una estela de nostalgia pegada a popa. John W. Hawker lavó con bicarbonato sus colmillos de oro para que todo el mundo viera brillar bien su sonrisa. Se colocó un bicornio de paño donde una mujer le había bordado el rostro de la muerte, un zapato de cuero con la hebilla de plata y un fajín rojo como la sangre. Luego afiló el sable durante una hora, armó dos pistolas y buscó por todo el barco al loro Gordon, pero ni él ni sus hombres pudieron hallarlo; parecía que la tierra o el cielo se lo hubieran tragado.


Al pisar el puerto, John W. Hawker volvió a embriagarse con la luz de Jamaica; un crepúsculo enrojecido encendía las crestas de las montañas, una lengua de arena unía el puerto con tierra firme y el aroma del mar impregnaba los recuerdos y enervaba las voluntades. El capitán paseó un buen rato por las calles. Port Royal ejercía sobre él el mismo hechizo que sobre todos los piratas de la época. Era un pequeño paraíso, una ciudad de luces y sombras al amparo de los gobernadores británicos, donde todo estaba permitido menos la tristeza. El vino y los licores corrían con desafuero y las añoranzas morían en los labios antes de ser pronunciadas. Ríos de oro inundaban las callejuelas del puerto y la vida y la muerte eran sólo palabras sin fundamento. John W. Hawker recordó todo lo vivido en aquellas calles. Le gustaba emborracharse de nostalgia cuando presentía la sombra de la muerte.


Sin pretenderlo casi, se encontró frente a una taberna llamada La Pieza de a Ocho. Sabía que Deullin se hallaba dentro aguardándolo. En la misma puerta dos marineros borrachos se volvieron sobrios al ver de cerca el brillo de su único ojo. El capitán John W. Hawker echó de menos al loro Gordon, perpetuo hasta ese día en su hombro izquierdo, pero alzó la muleta y abrió la puerta de un golpe seco. En el interior se hizo el silencio. El corsario Pierre Deullin se hallaba al fondo, tamizado por la luz de los candiles, con una mujer en las rodillas y una baraja de cartas en su mano vengativa y deshermanada.


Apartó a la mujer, se levantó lentamente, fue a abrirse paso entre los clientes pero ya todos se habían ido. John W. Hawker se aproximó a él sin pronunciar palabra, se quitó el bicornio, lució ampliamente su sonrisa de oro, colocó en el mostrador un pequeño reloj de arena, y entonces el afamado corsario Pierre Deullin, el hombre que clavaría en una pica la cabeza de John Hawker, que haría comer su propio loro al pirata más temido de todos los mares, empezó a lloriquear y a gemir como una huérfana desamparada. Sin nadie pedírselo rogó perdón, suplicó clemencia y ofreció un imperio a cambio de su vida. Pero la sonrisa de oro seguía perenne en el rostro cicatrizado de John W. Hawker y la arena del reloj caía impertérrita.


Deullin entendió que no habría clemencia para él. Sorpresivo como un relámpago, en medio de un lamento más, atacó con el garfio de oro, pero Hawker fue más rápido. Se agachó, sacó el sable y le cortó el brazo de un tajo. Un grito desgarrador escapó por los ventanucos de la taberna, recorrió las calles de Port Royal y fue a incrustarse como un disparo en los oídos tiernos del loro Gordon, oculto en la bodega de El Bergante. Luego John W. Hawker cercenó la cabeza del corsario Pierre Deullin, la paseó por las calles colgada del garfio de oro, la embadurnó de brea para que pudiera conservarse durante algún tiempo y le dio veinte piezas de oro al capitán de un mercante para que la hiciera llegar al rey de Francia.


Así fue como murió Pierre Deullin, el corsario, en Port Royal, en junio de 1692, justo la noche antes de que un terremoto infernal sepultara la ciudad bajo las aguas. Cantaron que murió de esa forma porque nunca conoció al Diablo. También cantaron que el Diablo era él mismo y hasta que los diablos eran dos, y que Port Royal se hundió porque el mundo quedó cojo al morir uno de ellos. Pero esas canciones de marineros, como las verdades y las mentiras, siempre tenían más de una versión y tampoco eran dignas de mucho crédito.

7 comentarios:

  1. Bueno,las historias de piratas no son mi fuerte,pero las sigo en tu blog y algunas mas que otras me gustan.

    Para que ni C.Lamara,ni W.Hawker sientan la soledad.

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  2. Cesar,cuando entro en tu segundo blog,no hay nada publicado,¿es problema informatico?

    Un saludo.

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  3. No, Mari, no es problema informático, es que ando preparando un segundo blog de características distintas a éste. La idea es que cualquiera de los asiduos que quiera publicar entradas pueda hacerlo, no sólo comentarios, de forma que se puedan construir historias entre varios, cada uno aportando lo que quiera o publicar cada cual las entradas que crea conveniente. Una especie de blog compartido al que ya iré invitando a la gente cuando lo tenga medio esbozado.
    Vamos, como si fuera aquella famosa taberna de Cristófano Buttarelli donde don Juan y don Luís Mejía se juntaban a beber y a contar historias entre amigotes, juergas y francachelas, aunque lo nuestro será menos pendenciero, al menos eso espero. Es lo que podrá hacer ahí todo el que quiera, y cuento contigo cuando esté medio pergeñada.
    De momento está en construcción, y como quiera que tengo poquísimo tiempo para esto, aparte de ninguna experiencia, por eso todavía está a medio hacer, pero poquito a poco se llega lejos. Gracias, un abrazo.

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  4. OK!!!!! Estare atenta,me parece buena idea.
    Gracias...

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  5. ¡Buenísimo! Me encantan las películas y los libros de piratas desde niña, así que puedo opinar con autoridad, sólo para decirte que tu narración es espléndida y que las imágenes son tan vívidas que uno las puede ver.
    Lo he disfrutado, César.

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  6. Buenos días Cesar... me has hecho volver a mi juventud, jajaja, una narración excelente y me lo he pasado pipa. Gracias
    buen finde

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  7. Me ha encantado. César, me has tenido en vilo hasta el final.
    Y he disfrutado.
    Gracias y un abrazo.

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