miércoles, 4 de marzo de 2009



EL FANTASMA



Cuando John W. Hawker lo supo, rió tan escandalosamente que las gaviotas que asoleaban sus plumas en la verga del juanete se aspaventaron y volaron buscando el horizonte, y los tiburones que acechaban la cena en la superficie el mar se zambulleron bajo las aguas, impresionados y temblorosos. Se lo contaron en el castillo de proa dos marineros que hablaban en nombre de toda la tripulación.


- En mi barco sólo hay un fantasma -dijo-, yo, y si alguien quiere discutirlo que venga a mirarme.


Luego volvió a su camarote, puso la estufa, se quitó la pierna de palo y se zambulló hasta el cuello en un barreño con agua de mar. El barco navegaba hacia el Este, y a través de las ventanas de popa, John W. Hawker vio esconderse el sol, redondo y limpio como media naranja recién cortada. Apenas le había dado importancia a la historia de aquel fantasma que sus hombres habían visto por los corredores del barco, a media noche, con una vela en la mano, a pesar de la prohibición expresa de encender fuego dentro del navío, de modo que lo olvidó pronto, y durante un rato combatió la nostalgia evocando islas remotas de grato recuerdo, imágenes que guardaba en la trastienda de la memoria con la misma cautela y delicadeza que sus poemas de amor. Cuando salió del baño se frotó el cuerpo con esencia de violetas, se vistió, se volvió a colocar la pierna de madera y se sentó en la mesa frente a una botella de ron. Fue entonces cuando las olió. Por encima del intenso perfume de violetas que había robado a un teniente de navío natural de Grasse, percibió la fragancia inconfundible de las rosas naturales, y no pudo creerlo, pero sobre el pequeño escritorio de caoba había un ramo de rosas recién cortadas, allí, en El Bergante, a cien millas marinas del puerto más cercano, después de veinte días en alta mar. Sólo un fantasma podía haber realizado aquella proeza.


Guardó celosamente el secreto, temeroso de que la tripulación se amotinara en masa si llegaba a confirmarse la existencia de un espíritu a bordo, pero lo buscó intensamente por el barco. Preguntó a los marineros y al loro Gordon, registró palmo a palmo las bodegas, los pañoles de las provisiones, el callejón de combate, los jardines de oficiales y cualquier rincón donde pudiera esconderse un fantasma, pero sólo halló soledad y silencio, y también a un soldado francés que llevaba nueve meses oculto en un rincón de la popa de la bodega sin que sus hombres lo descubrieran. Lo arrastró por la barba hasta cubierta y en presencia de la tripulación lo ejecutó de un tiro en la cabeza por pasearse de madrugada con una vela encendida. Pero cuando John W. Hawker regresó a su camarote, volvió a encontrar rosas frescas sobre el escritorio de caoba. Y concluyó que uno de los dos sobraba en el barco, o el fantasma o él.


Entonces cambió de estrategia. Reunió a los hombres en la cubierta de El Bergante, los convenció primero de que un espíritu que regalaba rosas a un pirata como él, a la fuerza era maricón o estúpido, pero en ningún caso peligroso, y luego prometió cien doblones de oro a quien lo sorprendiera en pleno paseo; y si lograban traerlo a su presencia vivo, o entero o como quiera que fuese pero que pudiera hablar, cien doblones más. Hasta el más cobarde de los marineros se prometió entonces atrapar al fantasma con sus propias manos. Se dividieron en escuadras, por si el espíritu al final resultaba agresivo, y pusieron patas arriba, uno a uno, todos los barriles de agua y cerveza que dormían sobre la sentina, abrieron los sacos de guisantes y carne salada, desalojaron el pañol de las velas, levantaron las letrinas, esculcaron en los baúles, registraron incluso las pertenencias personales de cada marinero, y al final terminaron removiendo hasta el lastre apestoso de la bodega, pero todo fue en balde. Nadie encontró al fantasma. Desmoralizado, John W. Hawker se encerró en el camarote y repasó durante días toda la literatura que recordaba sobre cosas sobrenaturales, para desentrañar el posible significado que pudieran tener las rosas frescas que seguía encontrando sobre la mesa de su escritorio, pero no halló nada que pudiera ayudarle, salvo la certidumbre de que nadie en el mundo había atrapado jamás a un fantasma. Había insensatos, además, que negaban rotundamente su existencia.


A pesar de todo, sus hombres lo seguían viendo cada vez con mayor frecuencia, pero no coincidían en las descripciones. Para unos era el espíritu trasnochado del último almirante portugués que habían arrojado a los tiburones, para otros el fantasma resentido de un marinero que abandonaron meses antes en una isla desierta por robar a sus compañeros, y para la mayoría tan sólo un misterio indescifrable que preferían mantener alejado de sus pesadillas. Y una noche, sin saber muy bien por qué, John W. Hawker, agotado por el calor del trópico, arrastró su sombra por los corredores, subió a cubierta y descubrió al fantasma de espaldas, en la toldilla, mirando a través de la lumbrera el camastro abandonado de un pirata sin pierna y sin destino. El capitán armó el mosquete disfrazado de muleta y le apuntó desde lejos. Entonces el fantasma levantó la cabeza y un sudor helado humedeció instantáneamente la pólvora acumulada en la recámara.


A primera vista le pareció una doncella cubierta con un velo de tul. La luna, en el horizonte del trópico, indiscreta, insinuaba una desnudez exuberante, casi virgen. Pero John Hawker, que recelaba del Diablo tanto como de un bucanero, amartilló el mosquete y en ese momento algo pareció morir en su interior. Recordó el apasionamiento lujurioso que una vez sintió por una sirena, sus arrebatos desenfrenados por las prostitutas de los puertos, el dolor por la ausencia de una barragana con los ojos de cristal que murió ensartada por el garfio de un corsario, el rostro dulcísimo de la muerte en la mesa de un cirujano, los amores invisibles plasmados en sus poemas secretos, el dolor de las ausencias y el escozor de las nostalgias. Todo aquello recorrió sus sentidos en una fracción de segundo, mientras apuntaba con el mosquete hacia el corazón del espectro. Y tanto dolor sintió que creyó llegada su hora. Bajó el arma y recuperó el equilibro espiritual. La levantó de nuevo y volvió a perderlo. Y así estuvo hasta comprender que aquella doncella vestida de fantasma o aquel fantasma vestido de doncella, no era otra cosa que la misma encarnación de todos sus sueños, que quizás hubieran muerto para siempre ya, o tal vez andaban resentidos por el desprecio del olvido, o acaso buscaban un nuevo dueño o simplemente querían materializarse por una noche en una mirada o en una desnudez.


John W. Hawker se armó entonces de valor, se arrastró lentamente hacia la doncella, levantó con dulzura su vestido de tul y la amó apasionadamente sobre la lumbrera de cubierta. Abajo, su camastro seguía vacío, percochado de carencias y de sueños inalcanzables. Y la amó salvajemente. La trapatiesta escandalizó el barco, los gemidos de placer asustaron al loro Gordon y la lujuria se apoderó de la cubierta del El Bergante como nunca antes lo había hecho, ni siquiera durante las orgías memorables que los marineros cantaban en las tabernas costeras. Poco después llegaron sus hombres, apelotonados unos contra otros, armados hasta los dientes, provistos de redes, mantas, cadenas, cuerdas y demás herramientas para cazar fantasmas, y el espectáculo que presenciaron superó con creces la imaginación del más lujurioso de aquellos piratas.


Al día siguiente, John Hawker los hizo formar a todos en cubierta. Un viento marino que presagiaba tempestades agitaba sus ropas y El Bergante se bamboleaba en las olas del mar como un barco de papel.


- Caballeros -dijo John W. Hawker levantando la voz-, si alguna vez vuelven a ver al fantasma paseando por los corredores del barco no se les ocurra disparar... y mucho menos hacerle preguntas.


Luego regresó a su camarote y se emborrachó de ron. Soñó con las cosas que soñaba siempre, pero ahora temió que anduvieran sueltas por el mundo, que algún día regalaran rosas a otro hombre o que pudieran, en alguna borrachera desbocada, confesarse con algún mortal.

4 comentarios:

  1. César ¡Que gusto haberte descubierto! Tu relato tiene el sabor de las cosas bien escritas, bien pensadas y bien desarrolladas. Has logrado un gran equilibrio de las imágenes que ofrecés al lector, de tal modo que uno siente la imperiosa necesidad de avanzar en tu lectura con la avidez de un náufrago de las letras.

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  2. Gracias, Liliana, me alegro mucho, al fin y al cabo el fin de escribir es que los disfruten leyendo, y me alegro de que en tu caso haya sido así. Me siento recompensado.
    Un abrazo.

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  3. Pues sí, yo voy a decir lo mismo: un gustazo de los grandes que me hayas comentado para poder yo conocerte porque soy relatista como tú (http://angelesysuscuentos.blogspot.com/) y no hay muchos blogueros, al menos no los conozco yo) con este género.
    Un besote desde madrid

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  4. Es verdad, Mª Ángeles, soy nuevo en esto de los blog, pero no hay muchos donde se escriban historias. He entrado en el que contiene tus cuentos y sigo pensando que es un arte envidiable escribir con esa sensillez, desparpajo y naturalidad con que tú lo haces, en serio.
    Un fuerte abrazo.

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