Premios Ciudad de Huelva
Despertó empapado en sudor, con un sedimento dulzón en el paladar y con la dura impresión de haber pasado la noche en una mazmorra del infierno. Se levantó y fue a la cocina; bebió un largo trago de agua, recordó sin saber por qué la conveniencia de aquello para el riñón y sólo cuando el líquido entró en su estómago con el ansia de un ejército en una plaza sitiada, supo que había dormido en su casa y no en la del Diablo. Convencido de ello, no necesitó consultar el reloj para saber que había amanecido, pues cada mañana a la misma hora, desde hacía tres décadas, un extraño resorte ajeno a la influencia de las ánimas benditas lo ponía en marcha como a la sirena de una fábrica. Se dirigió entonces al baño, se afeitó, se vistió y media hora después estaba en el garaje, con su maleta de cuero bajo el brazo y los besos de su mujer y de su hijo menor vivos en la mejilla con la misma entrañable fuerza de años atrás, como si los besos y él mismo fueran ajenos al desencanto, como si absolutamente nada hubiera cambiado en la vida ni en la fábrica de juguetes.
Así era como a Luciano Ruza le gustaba salir de casa por las mañanas, con una esperanza al frente y una ilusión a la espalda, como un general cincuentón seguro de su vanguardia y de su retaguardia. Así fue como lo hizo durante años, influido descaradamente por la rutina, sometido a los hábitos cotidianos con una mansedumbre exasperante y una satisfacción que levantaba envidias en la fábrica y en la vecindad. Se subía al coche, llegaba a la oficina, entraba en su despacho acristalado de jefe influyente, encajaba su cuerpo deprimido de pez globo en las almohadillas del sillón y extendía sus brazos sobre la mesa como si fueran agallas, como si a través de ellos pudiera respirar el ambiente de la sección de diseños, el grado de inspiración de los empleados y los resortes escondidos de los nuevos juguetes que saldrían en la campaña de Navidad. Le gustaba contemplar aquella especie de paisaje marino a través del cristal, fecundar su imaginación con el abono de los trajines ajenos y adivinar en la mirada de los técnicos el tamaño y la forma de unos juguetes articulados tan sólo en la imaginación. Después de ordenar el trabajo, a media mañana, le gustaba correr las cortinas de la pecera y echarse a soñar como un niño en víspera de Reyes buscando la forma más parecida, el color más atrayente o el mecanismo más próximo a la realidad infantil. Así permanecía hasta que el teléfono sonaba con encargos de su jefe o recados urgentes de la delegación central.
Era entonces cuando su espíritu de niño quedaba estacionado momentáneamente en el hangar a oscuras de cualquier estación de tren eléctrico y se ponía en marcha su carácter luchador de jefe de sección casado y con dos hijos; descorría con violencia las cortinas, consultaba rápidamente a los técnicos e inspeccionaba las cinco plantas del edificio llevando a cabo la misión encomendada con la eficacia de un coronel de cuerpos especiales. Después, casi sin darse cuenta, sonaba la sirena de la fábrica, el personal se movilizaba buscando la salida y él quedaba desamparado en un batiburrillo de fronteras intentando diferenciar el país de la fantasía, el de la realidad, el del trabajo y el del hogar. Así fue la vida durante años para Luciano Ruza, como un cuadro abstracto donde los días y las horas se fundían con los sueños y los esfuerzos en el lienzo indefinible de un trabajo que sólo abandonaba para dormir, pues incluso por las tardes imaginaba juguetes en el salón de su casa, aparentando ver un partido de fútbol o simulando estar abstraído en las conversaciones del hogar.
Ahora, dos años después de que el mar cambiara de color dentro de su pecera, aún seguía soñando juguetes con la misma ilusión de antaño y despertándose al amanecer con la misma fuerza, pero aquel viento de traiciones que a media noche lo hacía evocar la fábrica y las mazmorras del infierno, azotaba su corazón con tanta violencia que todas sus cosechas de esperanzas habían terminado maltrechas y perdidas en el horizonte inconcreto de su futuro. Con cincuenta años sólo le preocupaba ahora una cosa: mantener en secreto lo sucedido dos años atrás en su despacho de la fábrica de juguetes; se acostaba y se levantaba con aquella idea, procuraba recordarla a diario como si fuera una oración de niño y a veces sentía la tentación corrosiva de compartirla con su esposa, aunque sólo fuera por liberar una conciencia vencida por el miedo que sólo hallaba alivio en el silencio.
Aquella era la causa principal de la angustia galopante que por las noches lo atenazaba entre las sábanas bañándolo en sudor y durante el día lo sumergía sin piedad en una lucha numantina, cada vez más irremediablemente perdida, contra el resto del mundo. Por eso se acostumbró, a caballo del miedo y en cierta forma habituado a su máscara de zozobra, a ponderar las precauciones en sus frecuentes trajines secretos, de forma que pulió las mentiras y las coartadas hasta el punto de convertirlas en arte. De ese modo convenció a su esposa para que rompiera en treinta días las reglas familiares de treinta años, haciéndole ver la conveniencia de domiciliar en el banco aquella nómina puntual, ensobrada y exacta que ella acostumbraba a recoger en mano los primeros de mes y cuyos nuevos datos lo hubieran clavado sin piedad en esa encrucijada que tan rotundamente se había propuesto eludir. Lógicamente, como su nueva situación lo había traicionado aliándose con la angustia, los prolongados silencios que ya no asombraban a nadie en la casa se multiplicaron hasta el punto de levantar sospechas, de tal manera que Luciano Ruza se vio obligado a calmarlas con el relato de nuevos inventos que nunca existirían, juguetes de alfeñique y viento que su imaginación improvisaba y su oratoria fantástica convertía en trenes inteligentes que conocían las estaciones por su nombre, en bebés de carne sintética que distinguían a la primera el tacto de su dueña o en maquetas de aeroplanos capaces de realizar aterrizajes forzosos si agotaban las pilas en pleno vuelo. Incluso su hijo, el futuro ingeniero más sagaz de su promoción, abandonaba a veces los caminos y los puentes que entretejían el mapa de su cerebro y se enzarzaba con su padre en discusiones interminables sobre la evidente imposibilidad de construir cosas impensables; y nadie pudo descubrir en la naturaleza de sus abstracciones otra cosa que no fuera pura fantasía y dedicación al trabajo.
Por aquel tiempo, a un año del suceso acaecido en su despacho de la fábrica, afectado por el rotundo fracaso de sus negociaciones con la competencia, se sumergió sin piedad en una crisis depresiva que durante meses lo llevó por las calles de la ciudad como un perro sin rumbo obligándolo a recluirse en el salón familiar durante horas laborables. Las puntillosas y continuas preguntas de su esposa, así como el miedo insalvable a ser descubierto, lo obligaron a improvisar otra descabellada mentira que empeoró aún más el nefasto estado de su conciencia. “Me han ascendido” dijo, “por eso dispongo de más tiempo para estar en casa”. Y aquella extraordinaria noticia no asombró a nadie, ni siquiera a él mismo, porque durante años había luchado por ella como un revolucionario por una utopía, a pesar de haber sentido un extraño calor sanguíneo a la hora de inventarla; el mismo ardor pesado y denso que de madrugada lo hacía sudar fuego, miedo y desilusión. Así, a caballo de su nuevo ascenso, pudo permitirse el lujo de regresar temprano si el día estaba lluvioso o incluso de no salir, fingiendo dar instrucciones por teléfono a subordinados cuyo nombre improvisaba.
Sólo al final de aquel año tuvo conciencia plena de estar perdiendo la carrera contrarreloj que con tanta fuerza había emprendido y que ahora lo encerraba sin piedad en una ratonera cuya única salida era confesar la verdad, pues las continuas visitas a los polígonos industriales habían supuesto un rotundo fracaso, y ya resultaban tan lejanas, tan absurdamente extrañas a la finalidad que las motivaron, que el tiempo y las circunstancias las habían relegado a un discreto y misericordioso olvido. Ahora todo lo que poseía Luciano Ruza era un ascenso fingido, dos años consecutivos de mentiras premeditadas y un insalvable miedo al futuro inmediato; por ese motivo se sumergió en la tristeza y en el abandono, se dejó crecer la barba hasta el pecho y en pleno sueño emprendía una jerga diabólica de monosílabos perturbados que ni siquiera el demonio hubiera llegado a entender jamás. Y en ese estado de cosas comprendió una mañana cualquiera la necesidad urgente de rendirse ante la evidencia, de modo que durante varios meses continuó fingiendo, pero ya no visitaba empresas ni escribía cartas secretas a gerentes anónimos que nunca conoció, sino que perdía las mañanas enteras en las cafeterías del centro leyendo en el periódico declaraciones de ministros ajenos al mundo y buscando la manera más honrosa de capitular ante sí mismo y ante su familia, pero sólo lograba discurrir mentiras nuevas que de ningún modo retrasarían el vencimiento de unos plazos marcados por la inflexible ley de los bancos y de los políticos.
Por eso aquella mañana, desayunando como siempre frente a la fábrica de juguetes, el familiar calor acomodado en sus entrañas tiempo atrás cobró dimensiones apocalípticas abrasándole la garganta con un nudo de amargura que ya no pudo soportar. Arrojó el periódico a la papelera y abandonó la cafetería sin despedirse de nadie, se subió al automóvil y emprendió el camino de regreso de una forma mecánica y amarga, intuyendo lo que iba a hacer, calibrando las consecuencias de su rendición, padeciendo el dolor de la derrota y la vergüenza de su confesión, pero rotundamente convencido de hacerla, si era necesario por escrito, porque los plazos vencían y la esclavitud de las fechas caía sobre él sin conocer la misericordia.
A pesar de todo aparcó el coche y entró en su casa con la cabeza alta, con la gabardina sobre los hombros y la maleta bajo el brazo, derecho a la cocina donde el trajín delataba la presencia de la esposa. En la puerta se detuvo con la dignidad de un general romano, se atusó el cabello y esbozó una mueca de recelo que ella no advirtió, enredada como estaba en las tripas de los jureles que pensaba freír en el almuerzo. Tuvo que acercarse infinitamente, tomarla del brazo y buscarle la mirada para que pudiera presentir en el ambiente la aureola densa del miedo. Entonces sintió un hormigueo despiadado que le carcomió las sienes, le recordó al oído la posición social de los derrotados y lo hizo tambalearse como a un hombre de cartón; pero dijo lo que tenía que decir, y lo hizo con tanta contundencia que el mundo pareció reventar en su boca.
- Hace dos años que estoy parado -dijo-, me echaron de la empresa como al perro del almacén y muy pronto se acaba el desempleo...
Su esposa bajó entonces la mirada con aquella serenidad ancestral que había despertado la pasión juvenil de Luciano Ruza, y continuó con el pescado como si en ello le fuera la vida, pero el diseñador de juguetes se derrumbó en una silla como un niño apaleado y sólo tuvo fuerzas para seguir pensando en los políticos, en sus cincuenta años de vida anónima y en la maqueta de un aeroplano que realizara aterrizajes de emergencia si por casualidad agotaba las pilas en pleno vuelo.
Cesar, final poco feliz, se puedee llegar a intuir el desenlace, hay algunos signos que adelantan un retroceso en la vida laboral de Luciano Ruza.
ResponderEliminarOtros relatos me han provocado mas emocion.
Un placer leerte
Un fuerte abrazo, seguimos esperandote en la hosteria
El perfecto relato para los tiempos que corren...Luciano tiene a una buena mujer a su lado,si existiera una segunda parte seguro que conseguiria su propia fabrica de juguetes,"LUCIANO & HIJO".
ResponderEliminarCesar,¿tu te despiertas con las ánimas benditas?
yo sí...
Un besazo,gracias por tu tiempo!!!!
Tu narrativa engancha, y la historia es delicada con esos toques de nostalgia que llegan.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho. Un placer leerte.
Un besitoooo.
Exquisito. Debería estar acostumbrada a la inmaculada prestancia de tus palabras, pero me es imposible. Y me es imposible porque justamente un buen escritor es aquél que jamás se encasilla ni en un tema, ni en un estilo.
ResponderEliminarPude "ver" cada escena, pude sentir todo el desasosiego, la angustia, la impotencia y la derrota del personaje. Y si, yo lectora, puedo sentir tus letras es porque tu magia me llega y me rebasa.
Tu sensibilidad a flor de piel se transmite. ¿Hay algo más prometedor para un escritor? No creo, lo que sí creo es que merecés saberlo. Esto es lo que creo y lo que siento, y esto es lo que te dedico.
Un beso grande y mi cariño incondicional.
(Si el cuento fue estupendo, el remate es sensacional)
... no he podido esperar a llegar el lunes al autobus y amaneciendo me he bebido tu relato; no sé, éste tiene un ángel especial, además de actual por su tema... PRECIOSO UNA VEZ MÁS y qué gozada responder a quién es uno de tus escritores favoritos y yo diré sin pestañear Cesar lamara
ResponderEliminarQuería leer más...
ResponderEliminar"...cobró dimensiones apocalípticas abrasándole
la garganta..."
Aunque tenía dudas, no imaginaba así el final.
"Si como pez en el agua me muevo
sorteando los obstáculos
que más incómodos me resultan...
Y desconsolado me contesto
qué sentido tiene la lucha
si hasta el terremoto menos violento
se afana en arrasar con su estruendo
la paz silenciosa de las piedras
que tan invulnerables parecen."
(Luis Pérez)
Dices que "...las historias más arrebatadoras
han tenido como protagonista, o de trasfondo,
al amor.Son las historias que más me gusta
escribir."
Creo que cualquier día ,tendrás que pensar en
contarnos un cuento de amor...que aún más
todavía...nos haga emocionar,vibrar...
conmover...
Un beso.
Atrapante el relato, aunque creo que el personaje principal necesitaba algo más de su mujer, que bien pudo, verlo a los ojos y decirle ¡ya lo sabia pero te apoyaré siempre en lo que decidas (no se que piensan los hombres que esperan sus mujeres de ellos)!
ResponderEliminarCreo que este señor puede hacer su propia empresa comenzando desde abajo con el apoyo de los suyos, pero al parecer cree que él es quien tiene que hacer todo sin ellos para ellos.
Sea lo que sea, es buen relato, ojalá lo continuaras.
Gracias por seguir uno de mis blogs.
Un gusto leerte
Esto es una tremenda realidad como la copa de un pino,un descalabro que sucede de tanto en tanto en la vida de alguna persona.Por eso es tan importante saber que un trabajo sólo es eso,un trabajo y ubicar lo como tal,pasé por casualidad a través de otro blog.
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