lunes, 27 de abril de 2009


CALAMANDA


Aquel 5 de febrero, festividad de santa Calamanda, El Bergante se hallaba anclado en Port Royal. Enero no era un mes propicio para navegar a la aventura y los marineros mataban la nostalgia en las tabernas bebiendo hasta reventar, entonando canciones marineras que los acordeones mecían en la memoria y fornicando sin parar con barraganas a las que pagaban fortunas por oír una promesa de amor eterno. Sin embargo, febrero era un mes para el acecho. Los barcos españoles empezaban a reunirse en La Habana para emprender juntos el retorno a la patria y muy pronto llegaría la hora de cazar a los rezagados.

Al amanecer del día 5, John W. Hawker dio la orden de zarpar hacia el peligroso canal de las Bahamas, de improviso, sin misericordia alguna por los cuerpos de sus hombres reventados de la noche anterior. A muchos tuvieron que embarcarlos dormidos, empapados en orines y tristezas, y arrojarlos a la bodega junto a los fardos de café y tabaco con la esperanza de que despertaran a mediodía. John Hawker había tenido la noche anterior un sueño premonitorio, un sueño percochado de sudor y venganza, de colores y espejos, de sangre y arrepentimientos, que no supo recomponer al abrir los ojos. Tenía prisa por conocerlo al completo.

Antes de mediodía, cuando algunos aún se debatían en la bodega entre la vida y la muerte, el vigía avistó una vela y el capitán Hawker supo que su premonitorio sueño, difuso todavía en las tinieblas de su consciencia, estaba a punto de perfilarse en el mar. Y antes incluso de avistarlo por el catalejo su corazón empezó a desbocarse acelerado, receloso, violento. Más que una mentira parecía un espectro del pasado y más que una casualidad un regalo del Diablo por algún favor merecido. Era el HMS Victory. Ochenta cañones y setecientos hombres, uno de los emblemas de la Armada inglesa, al mando sin duda del capitán Benjamin Bartholomew Powel, el hombre que lo gobernaba con puño de hierro, aquél que muchos años antes quemó los versos de amor de un teniente de navío llamado John W. Hawker sólo por el placer de burlarse de los débiles.

¡Bendita la hora! –gritó- Cuando abordemos a ese barco, caballeros, no quiero prisioneros.

John Hawker se acercó al navío inglés por el lado de babor. Conocedor de la operatividad demoledora de su artillería, se mantuvo a la distancia necesaria para no ser alcanzado. En cambio ordenó colocar calzos en las cureñas de sus cañones, sacrificando la potencia en beneficio del alcance. Las balas de El Bergante llegarían una tras otra a la cubierta del Victory sin que éste, rabioso y dolorido como un jabalí hostigado por una jauría de perros, pudiera hacer otra cosa que disparar con frenesí sobre el barco pirata sin llegar a alcanzarlo, a pesar de las persistentes maniobras de aproximación.

Los proyectiles de El Bergante, calentados en hornillos hasta estar al rojo vivo, caían sin compasión sobre la cubierta, el velamen y la arboladura del Victory, desatando un infierno de fuego y desolación cuyo desenlace fatal sólo era cuestión de tiempo. Desde el castillo de popa, el capitán Benjamin Bartholomew Powel distinguió el rostro de perro herido de John Hawker y lamentó amargamente el día lejano en que quemó los poemas de amor de aquel teniente de navío en la cubierta de su poderoso barco, ahora ardiendo sin remisión alguna como un pergamino gigantesco lleno de versos y de vidas.

Pero era un dolor superable, nada comparado a la lacerante herida producida por la certidumbre de saber que su única hija, por triste coincidencia, por designio del destino o por capricho del Diablo, viajaba en aquel momento a bordo del HMS Victory. Y cuando el fuego se extendió y reventaron los cañones en los pañoles y sus hombres se arrojaron al mar y vio avanzar a toda vela a El Bergante en busca de un abordaje fatal, su mano asió indefectiblemente la pistola y se disparó en la sien. Justo cuando su dedo apretaba el gatillo pensó en su hija, en el error fatal de no haberla matado. Iba a entregarla con vida en manos de aquel hombre enloquecido por la venganza y él ya estaba muerto.

Y así fue. En medio de las llamas y de un humo espeso y fatal, John W. Hawker se abrió paso a sablazos hasta el camarote de Benjamin Bartholomew Powel. En la puerta, un teniente de navío le hizo frente con un sable, insensato y feroz, y era tan parecido a él cuando servía en el Victory que John Hawker tuvo la impresión de disparar contra un espejo en el momento de matarlo. Al descerrajar la puerta halló en el camarote a una joven de inconcebible belleza con el pelo más rubio, largo y brillante que había visto jamás. Sólo tuvo que mirarla a los ojos para saber que era la única hija de Bartholomew Powel. Junto a ella un hombre con el rostro tan sereno y despejado y la mirada tan inteligente y limpia que Hawker lo pensó dos veces antes de apretar el gatillo.

-¿Quién sois vos? –le preguntó apuntándole al rostro.

El hombre, sin bajar la mirada, le respondió impasible.

-William Hogarth, pintor.

-En mi vida he matado a un artista –contestó John Hawker bajando el arma-, sería como matar a Dios.

Y al salir del camarote sintió ciertamente la desazón de haber matado a Dios al escuchar los lacerantes gritos de la joven junto al cadáver del teniente de navío que guardaba la puerta.

Ni siquiera a bordo de El Bergante pudo desprenderse John Hawker de la atrapante angustia. Alojó a la joven y al pintor en su propio camarote. La cubrió de regalos y de palabras de consuelo, de esperanzas imaginarias, de promesas inconcebibles. Durante dos días le contó a media voz las historias marineras que había oído en los puertos de medio mundo, le recitó libros enteros de poemas y le tocó el acordeón hasta caer rendido de cansancio. Hasta el loro Gordon le recitó en latín los versos de Catulo. Pero la tristeza no desaparecía de su rostro. John Hawker sabía que sin quererlo había quemado los poemas de amor de aquella joven como muchos años antes había hecho Bartholomew Powel con los suyos.

-¿Cómo te llamas, muchacha? –le preguntó un día en el tono en que se preguntan las cosas a los niños indefensos.

-Calamanda –respondió ella asustada.

-Bien, Calamanda –dijo John Hawker satisfecho de haberla oído hablar por primera vez-, tu amigo el pintor William Hogarth va a pintarnos a los dos en este camarote. No quiero olvidarme de tu rostro ni de mis errores cuando te desembarque en Jamaica.

William Hogarth decoró a su gusto el camarote de popa de El Bergante, donde John W. Hawker a veces escribía versos de amor. Disfrutó al hacerlo. El capitán abrió los baúles donde guardaba el fruto de sus saqueos y los puso a su disposición. Las más ricas telas del mundo, los mejores muebles, la ingente cantidad de libros, los incontables objetos de oro, plata y marfil… Todo lo distribuyó Hogarth magistralmente. Luego puso frente a ellos un espejo repujado en plata y los pintó de forma que ambos se vieran reflejados en él. Calamanda sentada en una otomana de piel y John Hawker, de pie junto a ella, apoyado en la muleta, con el loro Gordon en su hombro izquierdo.

Cuando William Hogarth terminó la obra se la mostró orgulloso a John Hawker. Todo distribuido tal como el pintor lo había visto: las telas, los objetos, los muebles, los libros, el espejo… Y al mirar el espejo Hawker sintió un sobresalto. Calamanda se veía reflejada en la superficie pero él no. Alarmado, inquirió a Hogarth. El pintor, con la sorpresa y el pavor perfilados en el rostro, sólo pudo decirle la verdad: “Os juro por lo más sagrado, señor, que yo os he pintado en ese espejo”.

John W. Hawker estaba seguro de que así había sido.

domingo, 19 de abril de 2009


LA MUJER DE PAPEL


Premio de cuentos Ciudad de San Sebastián


Nicolás Casado barruntó el hechizo destruc­tor de Lahara una tarde de invierno en la tasca Las Cru­ces, frente a una copa de aguardiente dulce, en medio de un murmullo nervioso de jornaleros en paro, mientras el viento ahilado de noviembre impregnaba las frustraciones y los miedos de un remoto olor a Navidad que nunca olvida­ría. La vio reclinada en una otomana decorada con rosas de Alejandría, con las piernas abiertas en posición de parto urgente, el torso babilónico y descubierto y la mirada de almendra dulce y húmeda. Junto a ella, una marquesita de princesa, cálida y desamparada, acurrucaba una ropa inte­rior de encaje cuyas randas entretejidas parecían albergar aún la sensualidad diabólica de aquella mujer desnuda. Acababa de conocerla y algo reventó en su corazón limpio y primitivo. Sin darse cuenta se alejó del entorno con la violen­cia amarga de un vagón de deste­rrados y penetró en el mundo de la mujer como un corcel joven sediento de lujuria. Acari­ció su pelo revuel­to por ella misma en un ataque de deseo, su boca entre­abierta, perfecta y generosa y sus robustas caderas de esclava árabe; besó sus mejillas tiernas, sus pies de cenicienta solitaria y sus pechos de melocotón en almíbar. No lo pudo evitar. Sin temor alguno a los comenta­rios del bar, se la pidió al dueño.

- Carmelo -dijo-, dame ese almanaque del año que viene, que todavía no tengo.

Había logrado, por primera vez en cuarenta años, rasgar el traje de ridículo que cubría su corazón desde la niñez, y lo había hecho sin saberlo ni pretender­lo, impulsado por una fuerza interior y ardiente que se quedó a vivir en los pliegues de su piel y en los entresi­jos de su alma. Al pie del calendario, escrito con letras enrojecidas por la pasión, sólo un nombre: Lahara.

Durante muchos días aquel nombre de ultra­tumba dominó el cerebro de Nicolás Casado con despotismo faraónico, acompa­ñándolo al banqueo de los olivares cerca­nos como una sombra impertinen­te y deseada. Al amanecer lo acechaba en la puerta del dormitorio y a veces incluso en la misma cama, y ya permanecía junto a él durante el resto del día, atormentando su voluntad con la fuerza de una pose­sión infernal. Al principio sólo fueron aquellas seis letras las que invadieron su vida, pero el paso del tiempo convirtió su pasión irresistible de homínido salvaje en un gigante de piedra con forma de hembra, de modo que el nombre de Lahara terminó sabiéndole a poco, por eso cada maña­na enrolla­ba el calen­da­rio y lo ocul­taba en el fondo del canas­to, junto a la comida, con la esperanza de verla fugazmen­te a la hora del almuer­zo, sentado en las chuecas del camino, soñando con su piel de ángel mientras el resto de la cuadrilla recon­taba peonadas para solicitar el paro. Fue una costumbre peli­grosa que le acarreó bromas pesadas y lo obligó a intimar con ella en la soledad de su casa, explo­tando el aislamiento cómplice del baño o la penum­bra del patio bajo la luna de diciembre. Nicolás Casado apro­vecha­ba esos momentos para sentarse frente a Lahara y tortu­rarse con su mirada de gata en celo y sus muslos de yegua atlética, soñando con ocultarse en sus pechos como un avestruz asustado y morir entre sus piernas oyendo los latidos de su corazón galopante, perdido en onanismos múltiples que debilitaban sus piernas y lo sumían en complejos de culpa.

En ese estado de ansiedad rayano con la locura lo sorprendió la Navidad, y se horrorizó al pensar que aquella mujer etérea había transformado cuarenta años de vida en cuarenta días desesperados, sólo con mirarlo desde aquel calendario que el taller de coches había repar­tido por el pueblo sin misericordia alguna. Un día se sor­prendió escribien­do su nombre en los troncos de los naran­jos que sombreaban la calle, y decidió ignorarla por temor al delirio irreversible, de modo que aquella misma noche le fue infiel, no acudió a su cita bajo la luna y se ocultó entre las sábanas como un conejo perseguido por la jauría del miedo. Pero ella pareció sentirse abandonada en su eterno parto de almanaque, presionada por la soledad florida de su marquesita, y a media noche tomó la decisión irrevocable de interrumpirle el sueño, penetrando en su dormitorio para mostrarle todos sus secretos de concubina veterana. Al principio fue tan sólo un dulce azote de caricias, pero más tarde se acurrucó con él en las sábanas para estre­charlo en un abrazo mortal, estrujarlo entre sus piernas robus­tas e inmovilizarlo sin piedad bajo su cuerpo de diablesa exóti­ca hasta que el amanecer penetró por la ventana espantando fantasmas y despertándo­lo con un irri­tante dolor de riñones y un temblequeo de bebé en las piernas. Entonces comprendió que la locura era inevi­table porque Lahara había decidido reventar el mundo desde su otomana de flores.

A pesar de todo confió en el poder redentor de la realidad. Tomó un saco de costillas para pájaros y se fue al monte a enterrarlas junto al miedo, pero al pie del camino la encontró sentada en una piedra, con las piernas cruzadas, esgrimiendo una sonrisa cómplice que a punto estuvo de ponerlo en fuga. Entonces aceleró el paso y esquivó su mirada de pantera seductora sometido a temblores incontrolables y a terroríficas supersticiones de abuela, pero ella lo siguió hasta la espesura del bosque, donde logró alcanzarlo en un acarradero arris­cado, cercado de álamos y tentaciones, arropado en una calma­ria densa que presagiaba desenlaces rotundos. Entonces Lahara tuvo el atrevimiento de pronunciar palabras de amor que a Nicolás Casado le desolaron el alma y le abrieron los sentidos a una realidad intangible pero cierta que jamás había percibido. Lo obligó a sentarse en el suelo para poder acuclillarse en sus rodillas y abrazarlo con los muslos. Le acarició el pelo tosco de campesino en paro y consoló sus miserias con mordiscos de gacela tierna y marra­maos de morronga ardorosa; después lo derribó en la hierba y volvió a galopar sobre su cuerpo hasta dejarlo dormido en la derrota. Fue el día que Nicolás Casado llegó a Las Cruces buscando refugio y volvió a verla en la pared, sentada sobre los días del año venidero como una diosa del olimpo, soportando piropos sucios y lascivias innombrables, rogándole con la mirada que la rescatara de aquella zahurda de salvajes aguardientosos.

- Dame ese almanaque, Carmelo -Gritó.

El dueño se volvió hacia él, enrojecido por el silencio de la barra y el zumbido agresivo de las palabras.

- Pero si ya te he dado uno, Nicolás -le dijo.

Nicolás Casado golpeó entonces la barra del bar y pateó el suelo, colérico y nervioso.

- Que me lo des -volvió a gritar-, que aquí no hay más que borrachos y cochinos.

El dueño de Las Cruces descolgó el calenda­rio y Nicolás lo guardó en su casa junto al otro. Así fue como se acostumbró a verla desdoblada como las pasiones y a recorrer los locales del pueblo buscándo­la en cada pared, presintiéndola en cada murmullo. Donde­quiera que la intuía penetraba sin reparo, con aires de caballero andan­te, y exigía el calendario por la fuerza, sin respeto alguno hacia los deseos ajenos, atormentado sin piedad por el frenesí de los celos. Y como los calendarios se multi­plicaban con promiscuidad, terminó en el taller de coches pidiéndolos todos y en el cuartel de la Guardia Civil por haber querido agredir al dueño. Lahara se lo agradecía por las noches con visitas secretas al dormitorio que termina­ban en desenfrenos lujuriosos, en pactos de silencio y en promesas de lealtad que sellaban con besos de amantes y juramentos bíblicos.

Así fue como transcurrieron muchas noches de sueños transformados en materia en los que Nicolás lloraba de gozo cabalgando sobre ella y de pena cuando el alba cuarteaba la oscuridad del dormitorio con rayos de luz que laceraban su corazón. Por la mañana, Nicolás salía a ras­trear alguna peonada misericor­diosa que lo ayudara a cobrar las treinta mil pesetas del paro y a mediodía regre­saba bus­cando la que­rencia de Lahara y el calor de su piel, como el esposo ideal de un calendario de papel. Entonces fue cuando ella se sintió dueña de la situación y empezó a merodear por la casa sin miedo a la luz, sin respeto alguno hacia los retra­tos del comedor, ofen­diendo el rostro ancestral, grisáceo, severo del abue­lo, con su exube­rante presen­cia de odalisca abierta y generosa, y no dudó en asaltar a Nicolás Casado en los rinco­nes más insospechados de la casa, ace­chándolo como una felina calenturienta tras la puerta de la cocina, bajo el hule de la mesa camilla, entre las toscas maderas de las costillas para pájaros, y él se dejaba llevar sin vacilaciones por sus ojos de tigre­sa y sus palabras de meretriz experta.

Al comenzar el año, Nicolás Casado sintió que la presión de aquella mujer de papel podía acarrearle un desenlace fatal, pues había llegado a confundirla con las maestras del colegio y con las esposas de sus amigos, en un signo inequívoco de locura que todo el pueblo empe­zaba a intuir, de modo que decidió cortar radicalmente el hilo de deseo que lo unía a ella antes de que su cordura se hiriera de muerte con los tallos espinosos de aquellas rosas de Alejandría que decoraban la otomana de Lahara. Empezó a buscar los calendarios que tiempo atrás había escondido por todos los rincones de la casa y a destruir­los sin piedad ni descanso, desoyendo los lamentos y los ruegos de su amante, y a medida que lo hacía iba desentra­ñando la magnitud de su locura. Una mañana descu­brió el cuarto de las herramientas decorado con muebles parecidos a los de la estampa, muebles que no supo recordar de dónde vinieron, y las paredes empapeladas con la postura partu­rien­ta de aquella mujer desnuda que gemía de pena en la tras­tienda de su cerebro. Fueron días de angustia en los que no acudió al campo por temor a encontrarla en el camino, noches de rechazo en las que sentía el llanto de Lahara en la puerta del dormitorio suplicando caricias y palabras que él negaba aferrado a la realidad con la fuerza de un náufrago, asustado ante aquel fantasma de manicomio que había visto reflejado en las pupilas de medio pueblo; y en aquella forma brutal de desprecio padeció el dolor descarnado de la separación, la pena infinita de los adioses impuestos, hasta que por fin logró convencerla de la imposibilidad evidente de los amores ficticios. Ella se batió entonces en una retirada sin condiciones, pero en el corazón solitario de Nicolás Casado algo la seguía buscando tras las formas de cada mujer y en los colores de cada cuadro.

Una noche de enero que Nicolás nunca olvi­daría, cuando parecían ahuyentados todos los fantasmas de la locura, un poderoso olor a rosas invadió la penum­bra del dormitorio, impregnó las paredes y penetró en la cama con la prepotencia destructora de un ejército inva­sor. Nicolás abrió los ojos sin volver la cabeza, temiendo que la fuerza de la nostalgia hubiera impulsado a Lahara a un contraataque definitivo, y pudo percibir nítidamente el roce de una piel de almíbar y el aliento sísmico de una hembra en celo. Después sintió los dedos de una mujer acariciando su cuerpo, sin ningún atisbo de etereidad, con toda la esencia de la materia impregnada en sus formas, y tuvo la impresión de que la muerte visitaba su lecho en forma de belleza. No pudo sustraerse a la tentación y se volcó sobre aquella mujer de carne y hueso mientras el nombre y las curvas de Lahara martilleaban su cerebro sin piedad. La amó entonces desenfrenadamente, rendido al fin ante la evidencia del cuerpo opulento, consintiendo su locura y pronunciando pala­bras de amor aprendidas en el bosque y en los caminos, en el vapor del baño y en las flores del patio, y después se vio invadido por el sopor inconfundible de la felicidad, que terminó ayuntando su alma con la madrugada y sumiéndo­lo en un letargo profundo del que nunca hubiera querido salir. Tuvo sin embargo un sueño incomprensible: vio a la mujer del calendario, abierta en su marquesita de princesa, llorando como una novia abandonada.

Al amanecer cantaron los gallos y Nicolás Casado abrió los ojos. A su lado dormía la mujer que lo hizo feliz sin él pretender­lo, y comprendió entonces que su mal de amores se había perdido ya en el olvido, que la locura se había marchado sin decir adiós y que la soledad había estado a punto de arruinar su vida. Se volvió hacia aquella esposa ignorada que soportó su demencia durante días interminables y en un gesto voluntarioso y olvidado besó su mejilla, pero fue incapaz de confesar que el espíritu de Lahara había permanecido en las formas de su cuerpo hasta el último instante, en una confusión garrafal producida por el delirio o en un deseo inconteni­ble de sustituir la realidad por los sueños.

miércoles, 15 de abril de 2009



LA BOTELLA


La tripulación de El Bergante solía lavarse más bien poco, pero cuando lo hacía, armaba una vela en uno de los costados del barco a fin de protegerse de los tiburones. En el agua rebalsada se zambullían los hombres el tiempo justo para matar el olor y ahogar a los piojos, que eran tan numerosos como las ratas, aunque más soportables que el escorbuto.

La costumbre de improvisar en el mar una gran bañera con velas de cáñamo la impuso por la fuerza el capitán John W. Hawker, quien la había adquirido en la Armada británica, donde sirvió lo justo para odiar a la Corona y conjurarse contra el mundo. Sus hombres ya no podían esgrimir a los tiburones como defensa contra el aseo, de modo que una vez al mes, si hacía buen tiempo, se zambullían en medio de impronunciables blasfemias que el loro Gordon anotaba apresuradamente en su memoria de pajarraco desvergonzado.

Un día, mientras un grupo de artilleros se despiojaba en el agua, alguien encontró una botella dentro de la vela. Llegó flotando por el mar y entró a través de un agujero que había escapado a las agujas, al rempujo y a los ojos de los parcheadores. Dentro llevaba un pergamino enrollado. Se la llevaron al capitán Hawker, quien la descorchó de un sablazo en el gollete, como si estuviera degollando a un corsario. Sacó el pergamino, lo estudió, miró el horizonte, olió el aroma del mar y su único ojo centelleó como un astro en la madrugada.

- ¡A barlovento! -gritó-, ¡Una vez más seremos ricos!

Durante días enteros navegaron de bolina, con ocho cuartas respecto al viento, buscando una isla de caníbales perdida en las aguas del trópico. Alguien la dibujó en el pergamino pero había olvidado ponerle el nombre. El capitán John W. Hawker creyó reconocerla, pues la había visto algunas veces en sus sueños premonitorios, redondeada, mordida en las aristas por las olas, como una galleta marinera por los ratones. En el centro, justo en medio de siete cerros idénticos, aparecía pintarrajeado un cofre. Era fácil suponer, según la costumbre de todos los piratas de aquellos mares, que dentro había un tesoro. En latín y con letras torcidas, una leyenda: “Urna del infortunio, pórtico de las desdichas, estrella de los perdidos, hacienda de los dementes”. Nada más. Suficiente para que la tripulación soñara con riquezas incontables y entonara canciones marineras mientras el viento hería las velas tan magníficamente que hasta el más pesimista auguraba un viaje breve. Sobre cubierta, apoyado en la muleta, el capitán John W. Hawker oía las notas del acordeón, bebía cerveza en una jarra de cuero con el borde de oro y miraba el horizonte, reservado, con un destello enigmático en la pupila de su único ojo. Al amanecer del séptimo día el capitán Hawker se asomó a estribor, tomó el catalejo y escrutó el infinito.

- Ahí está, caballeros -dijo con el orgullo incrustado en las palabras-, cuando lleguen a la orilla no pierdan el tiempo en lloriqueos ni en letanías.

Durante el viaje, John W. Hawker lo había previsto: los indígenas de la isla, nada más desembarcar los hombres de los primeros botes, pensaron que los piratas de El Bergante venían a comérselos y al momento presentaron una feroz batalla. Gritaron como endemoniados, arrojaron lanzas y venablos y conjuraron a sus dioses en una jerga diabólica que erizaba la piel de los marineros y remolinaba las plumas del loro Gordon en contracciones terroríficas.

Los hombres de Hawker dejaron tres muertos en la playa, regresaron a los botes con los heridos y al momento sonaron los estampidos de los cañones, que llenaron la orilla de hoyos y sembraron la arena de cadáveres. Después, el capitán John W. Hawker, de pie en la primera falúa, ordenó un desembarco en regla. Los mosquetones barrieron el bosque cercano mientras los hombres de El Bergante, con puñales en los colmillos y sables en la mano, cortaban a tajadas a los caníbales en retirada. El cuerpo a cuerpo era la especialidad del capitán John W. Hawker, quien desechaba la artillería incluso con los barcos españoles, cuyas tripulaciones, temibles en los abordajes, eran rehuidas por los piratas más aguerridos. Pero el miedo a ser comidos infundió valor a los caníbales, y tan pronto se retiraban como volvían al ataque, amparados en el follaje, con los rostros pintados con ceniza y sangre. Los venablos y las lanzas hostigaron a la columna durante dos leguas, hasta el mismo centro de los siete cerros. Desde el barco, los cañones barrían la playa impidiendo que los indígenas se adueñaran de los botes.

Justo donde el cofre aparecía dibujado en el pergamino, los cien hombres de Hawker hicieron un círculo de fuego y llenaron la selva de balas y gritos. En el centro, John W. Hawker, con una pala y una sola mano, desenterró el cofre personalmente. Lo pusieron en unas parihuelas y regresaron a la orilla, en una retirada sangrienta que costó veinte muertos y treinta y dos heridos más y que hizo reflexionar al loro Gordon sobre la obstinación de los caníbales.

- Piensa el ladrón que todos son de su condición-, sentenció en un español tembloroso que nadie comprendió.

Ya de regreso al barco, oyendo los lamentos de los heridos y el batir de las olas, el capitán Hawker volvió el rostro y pensó que nadie, salvo el mismo Diablo, pudo enterrar un cofre en semejante isla. Los caníbales seguían en la orilla, gritando y gesticulando, y se afanaban en hacer llegar a la orilla un puñado de canoas.

- Atentos, caballeros -dijo el capitán John W. Hawker-, ahora son ellos los que quieren comernos a nosotros.

Y con el sable en la mano ordenó al barco otra andanada de cañonazos que persistió hasta que El Bergante estuvo en alta mar. Eso fue todo. Luego, al caer la tarde, el capitán reunió a los hombres en cubierta, descerrajó el cofre de un tiro y lo abrió. En su interior no había nada, tan sólo un libro escrito en latín clásico, en un estilo un tanto ciceroniano, que John W. Hawker tardó una semana en traducir, interrumpido constantemente por las demandas de sus hombres, quienes querían volver a la isla y hundirla en el mar.

Cuando hubo terminado de traducirlo, el capitán salió del camarote envejecido y grave como una sentencia. Puso el libro sobre cubierta y contó que allí, extrañamente, por alguna razón diabólica, estaban escritos al detalle los destinos de cada hombre del barco, con nombres y apellidos (algunos los desconocían), fechas y lugares concretos de cada suceso. Junto a él puso una traducción en inglés, muy simple.

- Por si alguno de ustedes quiere volverse loco -dijo.

Y eso sucedió. La mayoría de los hombres rehusaron leer los textos, y quienes lo hicieron acabaron enloqueciendo o arrojándose al mar. John W. Hawker guardó el original latino en el mismo cofre donde guardaba sus poemas de amor, por si algún día tenía la suerte de ver escrito allí su destino. De momento, no estaba.

lunes, 6 de abril de 2009


EL DIABLO

A veces, durante alguna de sus borracheras epopé­yicas, el capitán John W. Hawker juraba haber hablado con el Diablo e incluso haber brindado con él. Al calor de la hoguera, en alguna de las islas donde fondeaba, cuando se rendía ante los apremios de la nostalgia, levantaba una jarra de peltre llena de cerveza hasta el borde y brindaba por la muerte, por los ojos saltones de todos los ahorcados del mundo y por las cámaras recalentadas del infierno. Sus hombres se acercaban entonces a la hoguera, rehuyendo las sombras indefi­nidas de la playa, y se cobijaban mutuamente, acuclillados, con las miradas espantadas y el terror bailando en sus pupi­las, porque sabían que el capitán John W. Hawker iba a contar­les de nuevo el día que conoció al Diablo y brindó con él por el amor y el viento.

Fue al principio de su carrera, cuando el capitán comandaba un balandro de quince cañones arrebatado a piratas bahameños. El barco había fondeado en el río del Viejo Calabar, en la Costa Guineana, un lugar de escaso calado que impedía el acerca­miento de los buques de guerra y permitía un calafateo tranquilo, sin visitas inopinadas ni ataques sorpre­sivos. Tras una semana arrancando del casco algas y moluscos, el balandro del capitán Hawker se hizo a la mar, pero el infortunio quiso que a las pocas horas fuera detectado por dos buques de guerra de la Armada inglesa.

El capitán Hawker estuvo a punto de regresar, pero su incalificable locura lo hizo enarbolar el pabellón pirata y lanzarse contra los ingleses en un ataque suicida. El enemigo, que navegaba con las velas desplegadas, no daba crédito a sus ojos: un simple balandro de piratas se lanzaba al ataque contra dos buques de ochenta cañones y quinientos hombres cada uno. Los trescientos compañeros del capitán John W. Hawker, enfervori­zados por el ron y el ansia de botín, se aprestaron para la batalla.

El barco, recién calafateado, había ganado en velocidad y el timonel giraba buscando el lado de babor del primer buque, en una maniobra calculada para anular al segundo, que quedaría tras el lado de estri­bor. Los compañeros del capitán, apostados en la arbola­dura, apuntaban sus mosquetones hacia el timonel mientras el balandro se acercaba lentamente al barco enemigo. Los cañones de treinta y dos libras asomaban sus bocas oscuras por los portones aguardando la proximidad del barco pirata, que parecía venir derecho al abordaje. En cubierta, el capitán John W. Hawker, con el sable corto en la mano y el loro Gordon en su hombro izquierdo, calibraba los pensamientos del enemigo para abrir fuego un segundo antes que él. Había cargado los cañones con balas rojas, por ver si prendía el casco contra­rio, y justo antes de ordenar la primera andana­da, sus compa­ñeros lograron derribar a fusilazos al timonel y al comandante del buque enemigo, que ni siquiera estaba a cubierto.

Los cañones ingleses, armados con balas encadena­das, destro­zaron la arbo­ladura del balandro, pero para enton­ces el abordaje era inmi­nente. Desde el alcázar, los ingleses dispararon sacos y granadas de metra­lla, pero los hombres del capitán Hawker, con la ira perfilada en sus colmi­llos, treparon al empalletado y ocuparon la cubierta enemiga. La suerte estaba echada en el primer buque de la Armada inglesa. El segundo se aproximaba ahora buscando también el abordaje. Los ingleses se defendieron bien, pero los bisoños infantes de marina poco pudieron hacer ante los sables y las pistolas de aquellos piratas curtidos en los mares de medio mundo. En los pañoles inferiores se multi­plica­ron los lamentos. Los mari­neros mutilados o heridos por astillas se arrastraban por las esca­las buscando el socorro de cubierta, pero los hombres del capitán Hawker los degollaban y se abrían paso hacia el fondo del buque, sembrando las cubiertas de sangre y muerte. Los sables cortos, ideados para luchar en la angostura de los pañoles, hacían tajadas al contra­rio, forzaban puertas y teñían de rojo las paredes.

De pronto reventó un cañón de veinticuatro libras en el lado de babor. El buque zozobró y una vía de agua empezó a entrar por el costado. El capitán Hawker, sobre una falúa de cubierta, ordenó el abor­daje del segundo barco. En la popa, apoyado en uno de los faroles, contrastando con el ocaso, John Hawker pudo ver el rostro del comandante enemigo. Sus ojos centellea­ban como candilejas ardiendo, y en la casaca azul, abotonada al cuello, resaltaban las medallas y los entorcha­dos dorados. El capitán pirata sintió un escalofrío verte­bral, un barrunto satánico que se transformó en horror al verlo sonreír bajo su bicornio de comandante con la indife­rencia de un loco. “El Diablo”, pensó, y se lanzó al abordaje con su pierna de palo.

La batalla en el segundo buque fue aún más san­grienta que la primera. Presa del terror, muchos infantes y marineros se arrojaron al agua mientras la cubierta se alfom­bra­ba de cadáveres y el comandante del barco seguía sonriendo, apoyado en el farol. El olor a sangre y a pólvora se confundía con el de la brea y el salitre provocando vómitos; en el primer buque se sucedían las explosiones y el balandro del capitán John W. Hawker se hundía ya sin remedio. Los piratas, enfurecidos, transformados en máquinas de matar, arrojaban a los marineros por la borda, ejecutaban a los oficiales y sembraban el terror en cubierta y en los pañoles inferiores. El loro Gordon, en el hombro de John W. Hawker, dio la voz de alarma. “Se ha ido” dijo, “se ha ido”.

Efectivamente, el oficial ya no estaba en popa. El pirata Hawker, atenazado por el miedo, con su única pierna temblando de horror, se abrió paso a sablazos buscando la cámara del comandan­te por si se hubiera refugiado en ella. En el corredor mató a un soldado de un pistoletazo, degolló a otro con un cuchillo y reventó al tercero con su mosquete disfra­zado de muleta. Al abrir la puerta volvió a padecer en los huesos el frío compacto de la muerte y vio al coman­dante sentado frente a una mesa de madera, con la misma sonrisa, los mismos ojos encen­didos, dos copas vacías y una botella de ron.

El camarote, forrado de libros, adorna­do con recuerdos de los cinco continen­tes, lujosa­mente alfombrado, parecía el reducto de un noble. Tras las vidrieras de popa, el viejo balandro se hundía sin misericordia en las aguas. Bebieron lentamente. El capitán John W. Hawker enmudeció y el comandante del barco sacó del cajón una pequeña edición en latín de los versos de Catulo. Leyó: “Los juramentos de amor son el aliento húmedo de los vientos” dijo, y luego levantó su copa para brindar. Hawker bebió de nuevo, pero al dejar la copa sobre la mesa el hombre ya no estaba. “Era el Diablo” graznó en español el loro Gordon, “el Diablo”. Y al capitán John Hawker, curtido en la vida y en la muerte, en el amor y el desamor, en la lealtad y la traición, se le erizó la piel de pavor justo cuando sus hombres izaban en el trinquete el pabellón pirata.

Ése fue su barco desde aquel día, lo llamó El Bergante, y en el palo de mesana colgó una bandera negra donde apare­cía un pirata cojo brindando con el Diablo. El capitán aseguraba con frecuencia, al calor de la hoguera, que el coman­dante de aquel barco, el Diablo, era idéntico a él en su juven­tud, antes de perder el ojo y la pierna, y que todos los libros de su camarote los había leído muchos años antes de aquel encuen­tro, y entonces los hombres tiritaban, de miedo o de frío, al amparo de la lumbre, cuando el capitán John W. Hawker contaba aquello, borracho de ron irlandés, en la arena de cualquier playa tan perdida como su conciencia.