EL DIABLO
A veces, durante alguna de sus borracheras epopéyicas, el capitán John W. Hawker juraba haber hablado con el Diablo e incluso haber brindado con él. Al calor de la hoguera, en alguna de las islas donde fondeaba, cuando se rendía ante los apremios de la nostalgia, levantaba una jarra de peltre llena de cerveza hasta el borde y brindaba por la muerte, por los ojos saltones de todos los ahorcados del mundo y por las cámaras recalentadas del infierno. Sus hombres se acercaban entonces a la hoguera, rehuyendo las sombras indefinidas de la playa, y se cobijaban mutuamente, acuclillados, con las miradas espantadas y el terror bailando en sus pupilas, porque sabían que el capitán John W. Hawker iba a contarles de nuevo el día que conoció al Diablo y brindó con él por el amor y el viento.
Fue al principio de su carrera, cuando el capitán comandaba un balandro de quince cañones arrebatado a piratas bahameños. El barco había fondeado en el río del Viejo Calabar, en la Costa Guineana, un lugar de escaso calado que impedía el acercamiento de los buques de guerra y permitía un calafateo tranquilo, sin visitas inopinadas ni ataques sorpresivos. Tras una semana arrancando del casco algas y moluscos, el balandro del capitán Hawker se hizo a la mar, pero el infortunio quiso que a las pocas horas fuera detectado por dos buques de guerra de la Armada inglesa.
El capitán Hawker estuvo a punto de regresar, pero su incalificable locura lo hizo enarbolar el pabellón pirata y lanzarse contra los ingleses en un ataque suicida. El enemigo, que navegaba con las velas desplegadas, no daba crédito a sus ojos: un simple balandro de piratas se lanzaba al ataque contra dos buques de ochenta cañones y quinientos hombres cada uno. Los trescientos compañeros del capitán John W. Hawker, enfervorizados por el ron y el ansia de botín, se aprestaron para la batalla.
El barco, recién calafateado, había ganado en velocidad y el timonel giraba buscando el lado de babor del primer buque, en una maniobra calculada para anular al segundo, que quedaría tras el lado de estribor. Los compañeros del capitán, apostados en la arboladura, apuntaban sus mosquetones hacia el timonel mientras el balandro se acercaba lentamente al barco enemigo. Los cañones de treinta y dos libras asomaban sus bocas oscuras por los portones aguardando la proximidad del barco pirata, que parecía venir derecho al abordaje. En cubierta, el capitán John W. Hawker, con el sable corto en la mano y el loro Gordon en su hombro izquierdo, calibraba los pensamientos del enemigo para abrir fuego un segundo antes que él. Había cargado los cañones con balas rojas, por ver si prendía el casco contrario, y justo antes de ordenar la primera andanada, sus compañeros lograron derribar a fusilazos al timonel y al comandante del buque enemigo, que ni siquiera estaba a cubierto.
Los cañones ingleses, armados con balas encadenadas, destrozaron la arboladura del balandro, pero para entonces el abordaje era inminente. Desde el alcázar, los ingleses dispararon sacos y granadas de metralla, pero los hombres del capitán Hawker, con la ira perfilada en sus colmillos, treparon al empalletado y ocuparon la cubierta enemiga. La suerte estaba echada en el primer buque de la Armada inglesa. El segundo se aproximaba ahora buscando también el abordaje. Los ingleses se defendieron bien, pero los bisoños infantes de marina poco pudieron hacer ante los sables y las pistolas de aquellos piratas curtidos en los mares de medio mundo. En los pañoles inferiores se multiplicaron los lamentos. Los marineros mutilados o heridos por astillas se arrastraban por las escalas buscando el socorro de cubierta, pero los hombres del capitán Hawker los degollaban y se abrían paso hacia el fondo del buque, sembrando las cubiertas de sangre y muerte. Los sables cortos, ideados para luchar en la angostura de los pañoles, hacían tajadas al contrario, forzaban puertas y teñían de rojo las paredes.
De pronto reventó un cañón de veinticuatro libras en el lado de babor. El buque zozobró y una vía de agua empezó a entrar por el costado. El capitán Hawker, sobre una falúa de cubierta, ordenó el abordaje del segundo barco. En la popa, apoyado en uno de los faroles, contrastando con el ocaso, John Hawker pudo ver el rostro del comandante enemigo. Sus ojos centelleaban como candilejas ardiendo, y en la casaca azul, abotonada al cuello, resaltaban las medallas y los entorchados dorados. El capitán pirata sintió un escalofrío vertebral, un barrunto satánico que se transformó en horror al verlo sonreír bajo su bicornio de comandante con la indiferencia de un loco. “El Diablo”, pensó, y se lanzó al abordaje con su pierna de palo.
La batalla en el segundo buque fue aún más sangrienta que la primera. Presa del terror, muchos infantes y marineros se arrojaron al agua mientras la cubierta se alfombraba de cadáveres y el comandante del barco seguía sonriendo, apoyado en el farol. El olor a sangre y a pólvora se confundía con el de la brea y el salitre provocando vómitos; en el primer buque se sucedían las explosiones y el balandro del capitán John W. Hawker se hundía ya sin remedio. Los piratas, enfurecidos, transformados en máquinas de matar, arrojaban a los marineros por la borda, ejecutaban a los oficiales y sembraban el terror en cubierta y en los pañoles inferiores. El loro Gordon, en el hombro de John W. Hawker, dio la voz de alarma. “Se ha ido” dijo, “se ha ido”.
Efectivamente, el oficial ya no estaba en popa. El pirata Hawker, atenazado por el miedo, con su única pierna temblando de horror, se abrió paso a sablazos buscando la cámara del comandante por si se hubiera refugiado en ella. En el corredor mató a un soldado de un pistoletazo, degolló a otro con un cuchillo y reventó al tercero con su mosquete disfrazado de muleta. Al abrir la puerta volvió a padecer en los huesos el frío compacto de la muerte y vio al comandante sentado frente a una mesa de madera, con la misma sonrisa, los mismos ojos encendidos, dos copas vacías y una botella de ron.
El camarote, forrado de libros, adornado con recuerdos de los cinco continentes, lujosamente alfombrado, parecía el reducto de un noble. Tras las vidrieras de popa, el viejo balandro se hundía sin misericordia en las aguas. Bebieron lentamente. El capitán John W. Hawker enmudeció y el comandante del barco sacó del cajón una pequeña edición en latín de los versos de Catulo. Leyó: “Los juramentos de amor son el aliento húmedo de los vientos” dijo, y luego levantó su copa para brindar. Hawker bebió de nuevo, pero al dejar la copa sobre la mesa el hombre ya no estaba. “Era el Diablo” graznó en español el loro Gordon, “el Diablo”. Y al capitán John Hawker, curtido en la vida y en la muerte, en el amor y el desamor, en la lealtad y la traición, se le erizó la piel de pavor justo cuando sus hombres izaban en el trinquete el pabellón pirata.
Ése fue su barco desde aquel día, lo llamó El Bergante, y en el palo de mesana colgó una bandera negra donde aparecía un pirata cojo brindando con el Diablo. El capitán aseguraba con frecuencia, al calor de la hoguera, que el comandante de aquel barco, el Diablo, era idéntico a él en su juventud, antes de perder el ojo y la pierna, y que todos los libros de su camarote los había leído muchos años antes de aquel encuentro, y entonces los hombres tiritaban, de miedo o de frío, al amparo de la lumbre, cuando el capitán John W. Hawker contaba aquello, borracho de ron irlandés, en la arena de cualquier playa tan perdida como su conciencia.
A veces, durante alguna de sus borracheras epopéyicas, el capitán John W. Hawker juraba haber hablado con el Diablo e incluso haber brindado con él. Al calor de la hoguera, en alguna de las islas donde fondeaba, cuando se rendía ante los apremios de la nostalgia, levantaba una jarra de peltre llena de cerveza hasta el borde y brindaba por la muerte, por los ojos saltones de todos los ahorcados del mundo y por las cámaras recalentadas del infierno. Sus hombres se acercaban entonces a la hoguera, rehuyendo las sombras indefinidas de la playa, y se cobijaban mutuamente, acuclillados, con las miradas espantadas y el terror bailando en sus pupilas, porque sabían que el capitán John W. Hawker iba a contarles de nuevo el día que conoció al Diablo y brindó con él por el amor y el viento.
Fue al principio de su carrera, cuando el capitán comandaba un balandro de quince cañones arrebatado a piratas bahameños. El barco había fondeado en el río del Viejo Calabar, en la Costa Guineana, un lugar de escaso calado que impedía el acercamiento de los buques de guerra y permitía un calafateo tranquilo, sin visitas inopinadas ni ataques sorpresivos. Tras una semana arrancando del casco algas y moluscos, el balandro del capitán Hawker se hizo a la mar, pero el infortunio quiso que a las pocas horas fuera detectado por dos buques de guerra de la Armada inglesa.
El capitán Hawker estuvo a punto de regresar, pero su incalificable locura lo hizo enarbolar el pabellón pirata y lanzarse contra los ingleses en un ataque suicida. El enemigo, que navegaba con las velas desplegadas, no daba crédito a sus ojos: un simple balandro de piratas se lanzaba al ataque contra dos buques de ochenta cañones y quinientos hombres cada uno. Los trescientos compañeros del capitán John W. Hawker, enfervorizados por el ron y el ansia de botín, se aprestaron para la batalla.
El barco, recién calafateado, había ganado en velocidad y el timonel giraba buscando el lado de babor del primer buque, en una maniobra calculada para anular al segundo, que quedaría tras el lado de estribor. Los compañeros del capitán, apostados en la arboladura, apuntaban sus mosquetones hacia el timonel mientras el balandro se acercaba lentamente al barco enemigo. Los cañones de treinta y dos libras asomaban sus bocas oscuras por los portones aguardando la proximidad del barco pirata, que parecía venir derecho al abordaje. En cubierta, el capitán John W. Hawker, con el sable corto en la mano y el loro Gordon en su hombro izquierdo, calibraba los pensamientos del enemigo para abrir fuego un segundo antes que él. Había cargado los cañones con balas rojas, por ver si prendía el casco contrario, y justo antes de ordenar la primera andanada, sus compañeros lograron derribar a fusilazos al timonel y al comandante del buque enemigo, que ni siquiera estaba a cubierto.
Los cañones ingleses, armados con balas encadenadas, destrozaron la arboladura del balandro, pero para entonces el abordaje era inminente. Desde el alcázar, los ingleses dispararon sacos y granadas de metralla, pero los hombres del capitán Hawker, con la ira perfilada en sus colmillos, treparon al empalletado y ocuparon la cubierta enemiga. La suerte estaba echada en el primer buque de la Armada inglesa. El segundo se aproximaba ahora buscando también el abordaje. Los ingleses se defendieron bien, pero los bisoños infantes de marina poco pudieron hacer ante los sables y las pistolas de aquellos piratas curtidos en los mares de medio mundo. En los pañoles inferiores se multiplicaron los lamentos. Los marineros mutilados o heridos por astillas se arrastraban por las escalas buscando el socorro de cubierta, pero los hombres del capitán Hawker los degollaban y se abrían paso hacia el fondo del buque, sembrando las cubiertas de sangre y muerte. Los sables cortos, ideados para luchar en la angostura de los pañoles, hacían tajadas al contrario, forzaban puertas y teñían de rojo las paredes.
De pronto reventó un cañón de veinticuatro libras en el lado de babor. El buque zozobró y una vía de agua empezó a entrar por el costado. El capitán Hawker, sobre una falúa de cubierta, ordenó el abordaje del segundo barco. En la popa, apoyado en uno de los faroles, contrastando con el ocaso, John Hawker pudo ver el rostro del comandante enemigo. Sus ojos centelleaban como candilejas ardiendo, y en la casaca azul, abotonada al cuello, resaltaban las medallas y los entorchados dorados. El capitán pirata sintió un escalofrío vertebral, un barrunto satánico que se transformó en horror al verlo sonreír bajo su bicornio de comandante con la indiferencia de un loco. “El Diablo”, pensó, y se lanzó al abordaje con su pierna de palo.
La batalla en el segundo buque fue aún más sangrienta que la primera. Presa del terror, muchos infantes y marineros se arrojaron al agua mientras la cubierta se alfombraba de cadáveres y el comandante del barco seguía sonriendo, apoyado en el farol. El olor a sangre y a pólvora se confundía con el de la brea y el salitre provocando vómitos; en el primer buque se sucedían las explosiones y el balandro del capitán John W. Hawker se hundía ya sin remedio. Los piratas, enfurecidos, transformados en máquinas de matar, arrojaban a los marineros por la borda, ejecutaban a los oficiales y sembraban el terror en cubierta y en los pañoles inferiores. El loro Gordon, en el hombro de John W. Hawker, dio la voz de alarma. “Se ha ido” dijo, “se ha ido”.
Efectivamente, el oficial ya no estaba en popa. El pirata Hawker, atenazado por el miedo, con su única pierna temblando de horror, se abrió paso a sablazos buscando la cámara del comandante por si se hubiera refugiado en ella. En el corredor mató a un soldado de un pistoletazo, degolló a otro con un cuchillo y reventó al tercero con su mosquete disfrazado de muleta. Al abrir la puerta volvió a padecer en los huesos el frío compacto de la muerte y vio al comandante sentado frente a una mesa de madera, con la misma sonrisa, los mismos ojos encendidos, dos copas vacías y una botella de ron.
El camarote, forrado de libros, adornado con recuerdos de los cinco continentes, lujosamente alfombrado, parecía el reducto de un noble. Tras las vidrieras de popa, el viejo balandro se hundía sin misericordia en las aguas. Bebieron lentamente. El capitán John W. Hawker enmudeció y el comandante del barco sacó del cajón una pequeña edición en latín de los versos de Catulo. Leyó: “Los juramentos de amor son el aliento húmedo de los vientos” dijo, y luego levantó su copa para brindar. Hawker bebió de nuevo, pero al dejar la copa sobre la mesa el hombre ya no estaba. “Era el Diablo” graznó en español el loro Gordon, “el Diablo”. Y al capitán John Hawker, curtido en la vida y en la muerte, en el amor y el desamor, en la lealtad y la traición, se le erizó la piel de pavor justo cuando sus hombres izaban en el trinquete el pabellón pirata.
Ése fue su barco desde aquel día, lo llamó El Bergante, y en el palo de mesana colgó una bandera negra donde aparecía un pirata cojo brindando con el Diablo. El capitán aseguraba con frecuencia, al calor de la hoguera, que el comandante de aquel barco, el Diablo, era idéntico a él en su juventud, antes de perder el ojo y la pierna, y que todos los libros de su camarote los había leído muchos años antes de aquel encuentro, y entonces los hombres tiritaban, de miedo o de frío, al amparo de la lumbre, cuando el capitán John W. Hawker contaba aquello, borracho de ron irlandés, en la arena de cualquier playa tan perdida como su conciencia.
Te tengo que confesar,que tus historias de J.W.Hawker cada vez me gustan mas,pero me gustaria que publicaras algo de lo que tu sabes ,esas historias tuyas llenas de amor y desamor.
ResponderEliminarUn beso.
...No sé por qué según te ñeía me he acordado del hermano pequeño de mi madre que cuando le mandaban que hiciera de mi canguro le daba por leerme historias del coyote. Le voy a mandar tu dire, estoy convencida que le encantará lo que escribes.
ResponderEliminarTengo un pie casi puesto en el AVE mañana estoy en Sevilla, espero que haga bueno y pueda disfrutar de vuestra madrugá.
besotes
Amigo César, tu facilidad descriptiva es enorme.
ResponderEliminarUn placer.
Un fuerte abrazo.
¡Genial César! Leer tus relatos es "ver" lo que está pasando en ellos. Se siente, se huele, se está allí...
ResponderEliminarSencillamente estupendo.
Un gran cariño.
Es un placer leerte y recuperar estas viejas historias de piratas que leía cuando era pequeña y ahora recupero gracias a tus textos.
ResponderEliminarUn saludo.
Bueno, ya sabes como son estos piratas, en cuanto se emborrachan con cualquier ron barato juran que han visto al mismisimo Satanás. Pero que me ahorquen en cualquier sucia plaza jamicana si no me ha impresionado esta historia.
ResponderEliminarUn saludo.