miércoles, 30 de octubre de 2013

LA MIRADA DEL DIABLO











LA MIRADA DEL DIABLO
 (Premio de Narración Breve "De Buena Fuente") 




La tarde se fue reclinando con humildad en las aguas del río y muy pronto acabó confesando su inten­ción. El cielo se volvió plomizo y nuclear, irrespetuosa­mente anubarrado, impenetrable y triste como los adioses. Poco a poco el puente fue quedando desierto, abandonado a su soledad de piedra por transeúntes temerosos de la lluvia. Durante un buen rato contemplé las aguas del Ebro tratando de hallar en su fondo alguna de las respuestas fugitivas que durante años me habían eludido, pero el agua y mi soledad enturbiaban sus formas y pronto comprendí que aquel día también transcurriría vacío, despoblado, anodino y seco como todos los demás. Pensé entonces en la poética simbología de los puentes, en la incuestionable realidad de dos orillas unidas artificialmente por la piedra o el hierro. “Los puentes son el símbolo de la amistad”, decían las voces de mis maestros en aquel lejano orfana­to de postguerra, “unen lo distanciado” decían, “re­conci­lian lo opuesto”. Entonces lo creí. Después no. El cora­zón del amor no puede ser duro como la piedra, aunque a veces esta se re­blandezca con la lluvia y se estremezca con la tormen­ta. Eso pensaba entonces y lo pensé aquel día, mientras la tarde cerraba filas frente a la ciudad amena­zando con saquearla, pero aquello fue antes de cono­cerla, cuando el mundo aún giraba sobre su eje.


De lejos me pareció al pronto una bandera gris aban­donada en la huída, un pendón deshonrado agitán­dose al viento, pero luego la sensualidad salvaje de su cuerpo moldeado por la tormenta y los plie­gues talares de su vestido, sacudieron la base de mis instintos con la fuerza seductora de lo desconocido, y a medida que me aproximaba a ella sentía derrumbarse el castillo de mis principios, piedra a piedra, momento a momento. Al llegar a su altura giró la cabeza, me regaló una mirada gris como el arrebol de nubes que enturbiaba el río, me sonrió y comprendí entonces el secreto de las canciones de Azna­vour, la ternura infinita que puede producir la lluvia bañando el pasamano de un puente y el irreparable y colo­sal error que había sido mi vida entera. Por un instante eterno pensé volverme, apoyarme a su lado y empaparme junto a ella, pero ese resorte de la ética que tanto he odiado con el tiempo me lo impidió. Entonces seguí pasean­do abati­do, como un general sin historia camino de una ciudad cerrada, dejando atrás el segundo más valioso de mi vida, un tesoro sin precio enredado en los bucles de un pelo bruno injustamente azotado por el viento. Al llegar a la orilla volví el rostro y aún seguía allí, asomada al puente de piedra como un ángel desterrado, soportando impertérrita una lluvia incómoda que quedaría grabada para siempre en mi pensamiento, misteriosa y solitaria, ajena por completo al efecto devastador que su mirada había causado en mi destino.


Durante mucho tiempo no volví a verla salvo en sueños. Por la noche me asaltaba sin piedad en la habi­tación, me susurraba palabras de amor al oído y me llevaba de la mano al balcón, donde los ojos de piedra del puente me observaban desde lejos, inamovibles, fríos, reprochán­dome aquel sentimiento doloroso y extraño que había queda­do defi­nitivamente prendido en mi alma con alfileres de fuego. En cambio durante el día era yo quien la buscaba desesperado en torno al puente, de forma que todos mis caminos convergían en él como todos mis pensamientos lo hacían en ella. A veces pasaba las horas apoyado en la barandilla, dejándome llevar por las aguas del río, ator­mentado por el recuerdo candente de aquellos ojos rasgados de félido sin nombre, temiendo que volvieran a mirarme, rogando a Dios que lo hicieran de nuevo. Después regresaba a casa sumido en la contradicción, odiando al destino por privarme de aquella mirada capaz de despertar en mi alma una indeseada propensión al deseo. De eso se trató siempre en el fondo, por mucho que me resistiera a creerlo, de una apetencia vesánica de aquel cuerpo azotado por el viento, de una hambruna medieval que dormía en mi instinto sin yo saberlo y que sus ojos de panterina en celo, humedecidos por la ventisca en la lejana tarde del puente, se encarga­ban ahora de extender por cada poro de mi piel como un castigo bíblico, como una prueba irrefutable de la exis­tencia del Diablo.

En él pensé durante mucho tiempo, y solo a su influencia pude atribuir aquella mística inape­tencia de la vida, aquel desprecio injustificado hacia los actos cotidianos y el afán por aferrarme a todo lo incon­creto, a todo lo que tuviera un carácter insustancial y efímero, a los sueños, a los deseos, a las frustraciones. El mundo entero había empezado a girar en torno a ella, a una mujer desconocida cuyo nombre ignoraba, a un ángel demoníaco de gesto equilibrado y mirada turbadora al que indudablemente amaba, ya no cabía duda después de tantas noches asomado al balcón, observando la figura romántica de aquel puente de piedra recortado en el río, decorado con el neón de una ciudad que se bañaba en sus aguas junto a la luna, una luna resplandeciente y cruel, hueca, inha­bitada, sin ella. Lo que sentía mi corazón era un matiz del amor totalmente distinto al que me habían ense­ñado, algo sobrenatural, contradictorio, diabólicamente cercano a Dios.


De ese modo sobreviví al invierno, cediendo terre­no al deseo y al miedo, perdiendo poco a poco la batalla en­tabla­da contra mi destino. Cuando llegó la primavera el puente de piedra seguía siendo el mismo, pero yo no. Había enflaquecido hasta el punto de preocupar seriamente a mis amigos, había entregado mis labores a la mano arbitraria del capricho injustificado y había vendido mis ojos a las lentes frías de un anteojo de campaña comprado en la calle del Mercado, frente al que pasaba las horas muertas es­piando el paisaje humano del puente, sostenido tan solo por la precaria esperanza de reconocerla en el anonimato de los rostros. Así fue como la primavera irrumpió en el descon­cierto de mi sangre, disimulada por la urgencia cotidiana de mis afanes imposibles, y hubiera conseguido pasar desapercibida si aquel domingo por la mañana, al salir de misa, yo hubiera ido como siempre a visi­tar a mis enfermos en lugar de pasear por el parque espe­rando que el destino me la trajera de la mano, envuelta en aquel vesti­do de encajes que resaltaba su belleza, esplendorosa como el sol de abril, absolutamente inaccesible para un hombre como yo. Recordé la tarde cenicienta del puente, llamé su atención con un gesto nervioso que no pude con­trolar y ella volvió a mirarme como aquel día, a partirme el alma en dos y a descubrirme que la belleza de sus ojos había duplicado aquel efecto dulcemente maléfico que aún me hacía temblar de noche y soñar de día.


La seguí. Anduve tras ella como un perro hambriento de cariño, husmeando su perfume de violetas, lamiendo desesperadamente aquel rastro suyo que me hizo sufrir el dolor de las tentaciones bíbli­cas y envidiar la entereza de Ruiz Díaz de Gaona. La seguí como un embruja­do, como un poseso, igno­rando el paisaje urbano, fija la mirada en el contoneo de sus formas provocadoras y perfec­tas, aturdido por el rugido paquidérmico de los autobu­ses. Solo cuando entró en el puente de piedra, aquella extraña pasión que impul­saba mi cuerpo se transformó en miedo. Si volvía a dete­nerse frente al río como en la lejana tarde de la lluvia, yo no sería capaz de ignorarla y tendría que asumir definitivamente la evi­dencia de una derrota que ya se había producido meses atrás. Pero no lo hizo, siguió caminando hasta entrar en un portal tan cerca­no al mío que las piernas me tembla­ron y el paladar se me secó, como en los domin­gos grises del orfana­to, cuando la esperanza en la liber­tad quedaba frustrada por la realidad, reducida a la miseri­cordia de las cari­cias y al consuelo de las monjas.


Aquella noche me debatí en la cama, ator­mentado por la proximidad de su mirada y de su casa, reprochándome los momentos perdidos, las estrategias erróneas y las torpezas cometidas. Lloré de impotencia por las limitacio­nes que me impedían poseerla y de envidia por el valor que siempre desee tener y que nunca tuve. Al amanecer me aposté en el puente con los gemelos, como un cazador en un acechadero, y allí permanecí hasta verla salir de su casa para volver a seguirla, para respirar de nuevo su incon­fundible perfu­me de violetas y para conti­nuar muriendo poco a poco, marti­rizado por el tormento dulzón del amor imposi­ble.

Durante toda la primavera estuve sumergido sin piedad en aquella guerra de escaramuzas y espionajes que me fue consumiendo como un vicio destructivo, hasta que una mañana de domingo la vi entrar en la iglesia, con su porte de vestal orgullosa y su cadencia nostálgica de musa sin poeta. El corazón me dio un vuelco. Todo el camino estaba recorrido ya sin yo saberlo, y el final de aquel tormento, fuera el que fuera, se adivinaba en el repique de las campanas heridas por el badajo, en el revuelo de palomas que retozaban a la entrada y en el olor untuoso del incienso que me atacó al entrar, emboscado tras las columnas, tratando de vencer inútilmente al perfume embriagador de su pelo. La sangre hirvió en mis venas alborotadas y mi corazón galopó por la iglesia destrozando el equilibrio del retablo y la paz de las oraciones. Era la festividad de san Bernabé, el tolerante compañero de san Pablo que abrió su corazón a los paganos; si él no amparaba mi sentimiento bajo el manto de su día, nadie en la tierra ni en el cielo podría hacerlo, porque el diablo mismo había hecho un milagro en la casa de Dios, un prodigio indeseado y gran­dioso que proba­blemen­te se daba cada domingo sin yo saberlo, y que ahora me mostraba a la mujer del puente reclinada en el confesiona­rio, aguardando la llegada de alguien que tuvie­ra la mise­ricor­dia de oír la voz de su conciencia.


Entré entonces en la sacristía, me preparé para la misa llevado de un nerviosismo inusual y salvaje, mi sotana de sacerdote me resultó tan onerosa como a Cristo la cruz y urgentemente irrumpí en el confesionario aturdido por el apre­mio del corazón. Fue entonces cuando oí su voz angelical y cadenciosa contando cosas de su esposo y de sus hijos, de su madre enferma y de su escasa propen­sión al sacri­ficio; vivencias tan vulgares y coti­dianas, tan imaginables pero tan íntimas, que al oírlas me sentí traidor. Y lo hizo de una forma tan natural que su perfume de viole­tas se interpuso entre nosotros como un insalvable muro de respe­to, rotundo y definitivo, que marcó en mi corazón la frontera entre la verdad y la mentira, entre la ficción alentada por el deseo y la realidad, invariable y doloro­sa, sustentada en los pilares de la vida. Comprendí enton­ces que el diablo disfrazado de confusión en­cuen­tra el terreno abonado en los corazones solita­rios, que nadie puede corregir los escritos de Dios aunque sean contrarios al corazón y que lo único lícito de algunos sueños es tan solo la belleza que entrañan.


Con el tiempo todo pareció volver a la norma­lidad, pero a veces, cuando el cielo se cierra sobre la ciudad y el agua del Señor se ayunta en el Ebro con la de los hombres, descorro los visillos de mi balcón y mis ojos se encuentran en el río con los del puente de piedra, y sobre él trato de concretar los perfiles de un sueño inalcanzable, de una mirada con la virtud de turbar la conciencia y de una noche lejana y mágica cuyo dueño no sabría decir aún si fue Dios o el Diablo.


miércoles, 23 de octubre de 2013

Del libro de cuentos "El bucanero errante y otras pendencias y tópicos de piratas".

Las leyendas son para oírlas y para recordarlas. También para soñar con ellas, pero enamorarse de una leyenda, cosa que hacen los poetas con frecuencia, es una temeridad que puede conducir a la locura.

LA SIRENA

El día anterior, cerca de Madagascar, habían abordado y saqueado un indiamen cargado de oro y gemas. El barco, según confesó luego su capitán, pensaba cargar porcelana, seda y especias en Surat. John W. Hawker logró la rendición del buque solo con enarbolar su bandera, por eso fue clemente con los prisioneros y únicamente ejecutó a un oficial que, asustado por el ataque, subió a los flechastes colgados de la jarcia y mató de un tiro al cocinero de El Bergante, que miraba las aguas azules del Índico apoyado en la serviola del barco, recordando los prados inalcanzables de Holanda.

Después El Bergante puso rumbo a la isla de Santa María, donde la tripulación pensó repartir el botín, sepultar al cocinero y amar a las mujeres negras de la isla. Al atardecer, un grupo de marineros que recogía leña para pasar la noche vio a una mujer rubia bañándose en la playa. Pensaron que era un fantasma o que había perdido la razón. Sigilosamente entraron en el agua y la rodearon, y comprendieron estupefactos que no era una demente ni un espectro, sino un monstruo hermosísimo con torso de mujer y piernas de pescado.

Llevados por la emoción la arrastraron hasta el centro del campamento, donde el capitán John W. Hawker miraba embelesado una caja de rapé con incrustaciones de brillantes que le había tocado en el reparto. Atraído por las risas se acercó al grupo de hombres, que manoseaba los pechos de la presa sin pudor alguno. Al verla esbozó una sonrisa familiar.

-Apártense de ella -gritó con el sable en la mano-, maltratar a una leyenda es como escupir en la memoria.

Y se acercó, se quitó el bicornio como si estuviera ante una reina y le besó la mano.

-Quédese tranquila, señorita -le dijo-, si alguno de mis hombres la ofende, yo mismo lo abriré en canal.

Muchos marineros la miraron con horror, pues nunca habían visto ni oído un prodigio semejante. Otros prefirieron emborracharse y la mayoría se mantuvo alejado de ella, a prudente distancia, por si decidía atacar o arrastrar a alguien a las profundidades marinas. Sólo John W. Hawker permaneció a su lado toda la noche, observando el misterio de sus ojos verdes y la belleza de sus senos arregazados. Al amanecer despertó a sus hombres a patadas y los hizo formar frente a ella de cuatro en fondo.

-Esto que ven aquí es una ninfa marina llamada sirena -dijo-, si alguna vez la oyen cantar, tápense los oídos porque nunca podrán regresar a casa.

Después la subieron al barco y durante días trataron de comunicarse con ella, pero la sirena parecía no entender ningún idioma. Incluso el loro Gordon, que presumía de hablar correctamente todas las lenguas del orbe, tuvo que darse por vencido ante la obstinación de la ninfa.

-Es imposible que no me entienda -concluyó-, debe ser sorda.

Pero no lo era. Miraba atentamente a cualquiera que llamara su atención, temblaba con el ruido de los sables y sonreía con las canciones marineras, especialmente cuando John W. Hawker tocaba el acordeón para ella y la adornaba con las joyas de los botines. Era sin duda un ser agradecido, y un día, mientras el capitán Hawker humedecía su cola de pescado con agua del mar, le tendió los brazos y lo besó en los labios, tan tiernamente que el pirata más temido de todos los mares estuvo a punto de enloquecer.

Se encerró en el camarote durante días enteros, componiendo canciones con el acordeón, extasiado en la contemplación del mar, que se agigantaba tras los cristales de su cabina mecido por la melancolía. Allí le llevaban la comida, un barreño de agua para lavarse y las cartas de navegación. Dejó escapar premeditadamente a barcos mercantes y a buques de guerra, a naves cargadas de esclavos negros y a barcazas de bucaneros. Eludió los puertos y las rutas conocidas y sólo se detenía en las islas más apartadas el tiempo justo para repostar. Se dejó crecer la barba, gastó botes de tinta y rollos de papel y se sumió en un mutismo preocupante que asustó a sus hombres y entristeció al loro Gordon.

Un buen día empezó a desvariar. Tan pronto afirmaba ser un lord inglés como un teniente de navío. Lo mismo decía llamarse Lucifer que Hawker y hablaba de la vida y de la muerte con la misma propiedad. Tuvo fiebres espantosas que sus hombres le curaron con algas, sueños placenteros que lo hacían reír como a un demente y pesadillas pavorosas que lo sacudían en la cama como a un poseso. Y una noche abandonó su cabina y se fue a cubierta con la sirena, a contar las estrellas y charlar con ella en un idioma que ni siquiera el loro Gordon conocía.

Al amanecer puso rumbo a la isla de Santa María con tal desazón en el alma que sus hombres lo oyeron llorar desde la cubierta. Cuando llegó a la isla tomó a la sirena de la mano, la subió en una falúa y la acercó personalmente hasta la playa. Allí la vieron besarla de nuevo, antes de que se hundiera en el mar como un mal sueño. Al subir de nuevo al barco el capitán Hawker se dirigió a sus hombres.

-Jamás se les ocurra besar a una sirena -aconsejó-, corren el riesgo de enamorarse de un pescado con los ojos de un dios. Y desde entonces, cada vez que El Bergante atracaba en las costas de Madagascar, al acecho de los barcos mercantes que comerciaban con la India, John W. Hawker subía al alcázar y miraba el horizonte con el catalejo. Nunca más volvió a ver a la sirena. Pero a veces, en la lejanía del viento marino, sus hombres oían una misteriosa canción cuya procedencia nunca pudieron esclarecer. Recordaban a la ninfa y se escondían en los pañoles. Sin embargo, John W. Hawker tomaba el acordeón y ponía música a unas palabras de mujer que sólo él entendía, mientras la nubes se arrebolaban en el horizonte y el océano Índico soñaba con engullir a los hombres.