jueves, 28 de mayo de 2009

La ínsula







Cuando John W. Hawker abordaba un barco, si era rico, donde primero buscaba era en el camarote del capitán, por si acaso el hombre escondía libros, estampas, pintu­ras, epistolarios de amor o cualquier otra droga que ayudara a matar la nostalgia producida por los atardeceres marinos. Era un vicio que arrastraba desde tiempos inmemoriales, y ya cuando servía en la Armada inglesa cambiaba libros por tabaco, e incluso por comida, algo que en algunos momentos lindaba con el suicidio y provocaba burlas en sus compañeros. La mayoría de los libros que leía, con la velocidad y el desatino de un cometa errante, le dejaban resaca en la memoria, y a veces, si las palabras se meraban con el ron, llegaban incluso a trastocar el orden, ya anárquico, de su realidad. También de su comportamiento.

Una tarde de agosto, El Bergante abordó un barco español. Naturalmente opuso resistencia, como era costumbre en aquellas tripulaciones que venían de Indias perseguidas por la sombra orgullosa de las conquistas. A punto estuvieron de hundir la nave, recién estrena­da por el capitán John W. Hawker, y le produjeron daños que tardaron semanas en curar. Pero al final, la suerte endiablada de John Hawker, o quizás y tan sólo el destino, inclinaron la batalla a favor del barco pirata. Y mientras los hombres de El Bergante lavaban a sus muertos con la sangre de los españoles cautivos, el capitán, como siempre, esculcó en el camarote del almirante enemigo por si guardaba antídotos contra la soledad. En el camastro del español, a quien mató de un sablazo en la garganta, halló un libro entreabierto que extrañamente aún no había leído. Estaba escrito en la lengua originaria de su dueño, que el capitán Hawker dominaba aceptablemente, a pesar de su dificul­tad. Se lo llevó al camarote y a punto estuvo, una vez más, de enloque­cer, a caballo entre la verdad y la mentira, sumido sin remedio en la duda. Al cabo del mes concluyó que todo lo leído en el libro era cierto, desde la primera palabra hasta la última, y casi estrangula al loro Gordon por cuestionar levemente aquella verdad rotunda.

Durante otro mes largo estudió enfebrecido cartas de navegación, astrolabios, compases magnéticos, ballestillas, cartas de vitela, diagra­mas solares y móviles y cualquier artefacto de medición o localización que encontraba en los baúles polvorientos de su cabina. También analizó al detalle las pesadillas que lo asaltaban de madrugada y las páginas sin obelar de su memoria, buscando con insistencia una ínsula llamada Barataria, gobernada por un hombre orondo y simple que poseía el secreto de la cordura.

- Imposible verla ahora -dijo al cabo-, pero existe.

Durante meses la buscó en los rincones más ocultos de todos los mares conocidos. Preguntó en las tabernas de los puertos hasta hacerse mirar como a un loco. Interrogó a los vagabundos que dormían en los muelles, a las barbacaneras que mecían la añoranza de los soldados en sus senos prostituidos, a los sangrientos bucaneros que abastecían de carne a los buques mercantes, a los corsarios de los reinos más podero­sos, a los esclavos africanos que abarrotaban las bodegas de los barcos negreros y a todo ser viviente que hallaba respirando en los mares o en la tierra, pero nadie supo decirle al capitán John W. Hawker dónde se ubicaba aquella ínsula llamada Barataria, ni quién la gobernaba ni a qué reino pertenecía. Sólo algunos pudieron darle pistas falsas, atemoriza­dos por su sable o engolosinados por su oro. Otros la habían oído mencionar y la confundieron de corazón con el delta de algún río o con un simple peñasco tan perdido en los mares como la cordura del capi­tán. Y un desertor español llegó a confesarle en Port Royal que todo era simplemente una bonita mentira contada por un inventor de historias, un hombre manco tan embustero como genial que también fue marinero, pero John W. Hawker armó la pistola y le descerrajó un tiro en el corazón justo antes de permitirle destruir con falacias el envoltorio de su sueño.

Fiel a su costumbre no cayó en el desánimo ni desechó ninguna pista. Recorrió los mares de todos los continentes mirando por el catalejo con su único ojo y sobando hasta el empacho las pínulas de un cuadrante doble que compró en Jamaica por el precio de un buque. Exploró personalmente islas de caníbales, costas plagadas de islotes donde tan sólo la soledad administraba un imperio de tortugas y mos­quitos. Cayó en trampas tendidas por los propios sujetos que lo orienta­ron en la búsqueda. Hundió en el camino cuatro barcos ingleses, uno español y otro holandés. Pasó a cuchillo a las tripulaciones de dos barcos negreros, asaltó un puerto desprotegido y redujo a cenizas un fortín francés que se alzaba orgulloso en una isla a la que fue enviado por alguien con la ilusión de verlo morir. Abortó con éxito dos motines de una tripulación hastiada ya de perseguir un sueño. Exploró palmo a palmo cualquier trozo de tierra que pudiera ser, siquiera por asomo, el que él buscaba, y todos los abandonó luego con una lágrima de resignación.

En la descabellada búsqueda de la ínsula de Barataria, el capitán John W. Hawker encontró por casualidad fortunas incalculables, tesoros escondidos en lugares perdidos y náufragos abandonados en islotes desiertos. Pero también halló el sabor de la decepción, un sabor rancio que lo angustiaba por las noches, cuando leía a la luz de una palmatoria las páginas de aquel libro que nunca debió robar. Y mucho tiempo después, cuando ya el nombre de Barataria resonaba en su memoria como los nombres inventados de las mujeres que nunca amó, El Bergante abordó a un buque mercante desviado de las escoltas que navegaba rumbo a España. Entre los prisioneros, por casualidad, encontró a un hombre corriente, callado y simple como un amanecer, apático, o quizás tan sólo melancólico, un hombre que coincidía cabal­mente con la descripción que daba el libro del gobernador de Barataria. Un hombre tan común que poseía el secreto de la cordura. El capitán John W. Hawker se acercó a él. Su única pierna le temblaba de emo­ción.

- ¿Conoces, por casualidad, la ínsula de Barataria? -le preguntó.

El hombre, humilde como el nacimiento y como la muerte, levantó la cabeza sin temor.

- Llevo cien años buscándola -respondió.


Y durante días enteros permanecieron encerrados en un camaro­te, bebiendo vino sin medida y desentrañando las simplicidades del mundo. Degustaron los mejores manjares, las mejores palabras, los mejores brandis. Se contaron historias de amores imposibles y cuentos de locos y acabaron despidiéndose con la promesa de verse algún día en la ínsula de Barataria. Al menos eso decía una canción que el propio capitán John W. Hawker oyó años después en una taberna de Saint-Malo, mientras el ron corría por las mesas y unos bucaneros que nunca leyeron libros se mataban a navajazos por el plano de un tesoro.

lunes, 18 de mayo de 2009



EL MAGO


Premio Tomás Fermín de Arteta. Grupo Bilaketa.


Antes de que el reuma venciera sus sueños de alquimista y su vocación inquebrantable de vagabundo sin estrella, Florencio Pellicer, su padre, había sido el Gran Mago Custodio de los Misterios Ocultos del Templo de Salomón, el Magno Maestre Secreto de la Sagrada Orden de los Templarios, el único hombre del mundo que había probado el elixir eterno del Santo Grial y el Heredero Legítimo de todos los Enigmas del Inframundo, y a pesar de todo había muerto una noche de in­vierno en el interior de una carreta con olor a leones seniles, rodeado de enanos y de payasos, sin haber logra­do su más ansia­do sueño: levitar en la pista del circo Palace sin ayuda de­ artificios, acompasado por la ópera Lohengrin de Wagner, que muchos años atrás había oído cantar en un teatro del Loira, cuando nuestra carpa trashumante aún tenía coraje para vencer el rigor de las fronteras.


El único legado que Florencio Pellicer cedió al hijo fueron sus títulos opulentos, su destreza en el uso de la grandilocuencia y una colección de trucos taumatúrgicos que Lucio perfeccionó con el tiempo, idean­do combi­naciones nuevas que revestía de exotismo o de vulgaridad, de alegría o de amargura, según su ánimo cambiante o el estado de su espíri­tu peregrino. También le dejó la herencia de su sangre visionaria y con ella el estig­ma del fracaso, pero por la época en que su padre murió, Lucio Pelli­cer aún no lo sabía, o al menos eso mantuvo él durante muchos años. De modo que se entregó confiado al arte de simular prodigios sin padecer otras inclemencias que las propias de su vida errante.


Nosotros lo mirábamos con delectación en los atardeceres rurales, a la sombra de cualquier árbol o desafiando al sol en las llanuras polvorientas donde nos ubicaban los ayuntamientos de turno. Llevaba siempre un sombrero de copa que no perdía el color, hiciera calor o frío, le conviniera o no a su atuendo. Sólo se despojaba de él al entrar en los bares o al saludar a las muje­res, sobre las que ejercía un influjo especial que todos envidiábamos. De él llegó a sacar artilugios insospechados, animales salvajes y domésticos y tiras interminables de pañuelos coloreados cuyo origen fue siempre un misterio. Pero lo que más estupor causó en la pista y entre la gente del circo fueron sus famosas "Papeletas del Destino Fidedigno", que muchos terminaron pagando a precio de oro cuando corrió el rumor de que eran auténticas. Al terminar las funciones, los clientes formaban colas increíbles en la puerta de su carromato, donde entraban por turnos para meter la mano en su sombrero. A unos les trabajaba gratis, e incluso les daba cantidades de dinero que nunca se supieron, y a otros en cambio les cobraba fortunas opulentas tras dejarles sacar la cartuli­na, en función de su situación económica y de las líneas de su porvenir. Había personas a quienes miraba a los ojos y ni siquiera les permitía entrar en el juego, bien porque su destino estuviera cumplido, porque fueran incapaces de soportar los envites de la verdad o porque la intriga formara parte del juego. Las "Papeletas del destino fidedigno" tenían la virtud de descolorarse con el tiempo; a veces duraban días con las letras en su sitio y a veces minutos. Otras, como la mía, más de media vida.


Hubo una época en que Lucio Pellicer también echaba las cartas, leía las runas y pasaba las horas garabateando cuartillas con los ojos cerrados. Llegaron a comentar que las papeletas las escribía del mismo modo, pero nunca pudo demostrarse tal cosa. Por aquellos días llegaron artistas nuevos al circo y los rumores estaban a la orden del día. Había que verlo en la mesa camilla, con el sombrero puesto, hablando del futuro y del pasado como un espíritu veterano, barajando como un tahúr aquellas cartas de dibujos insólitos con las que pudo amasar fortunas; pero los clientes preferían, sin duda alguna, el enigma de las papeletas del destino, cuya naturaleza nunca fue desentrañada por nadie del circo, ni siquiera por las múltiples mujeres que le acunaron los amores y las tristezas en el lecho de su carromato. El rumor de su inusual habilidad recorrió todo el país, y la gente perseguía al circo por los pueblos, pernoctaba en los alrededores del campamento y cruzaba la frontera con el lastre de la incertidumbre agarrado a las pupilas. Trabajaba durante noches interminables, después de las funciones, y antes incluso, y regalaba fortunas a personas que no lo merecían o a mujeres que nunca lo amaron, y que tan sólo buscaban su generosidad o su fama de amante indomable.


En algunos momentos, durante aquellos días del circo Palace, temimos seriamente por su salud, pues igual enflaquecía notablemente en una jornada que se demacraba hasta el extremo en otra, sin que hubiera motivo aparente o padeciera enfermedad visible. Había semanas que perdía el sueño por comple­to y barzoneaba de madrugada por el campamento, con los ojos acristalados, el sombrero en la cabeza y las manos a la espalda. Charlaba con los leones con la misma naturalidad de un párroco y miraba con nostalgia el fondo del som­brero. Yo creo que aquellas bestias salvajes fueron las únicas que lo oyeron hablar, alguna vez, de sus quimeras o sus nostalgias. Nosotros nos limitábamos a preguntarle por la salud, a llevarle alguna taza de caldo caliente y a distraer su soledad comentando cosas terrenales, pero él derivaba al momento en las experiencias de sus clientes, hábitos asombrosos, utopías impracticables que ponían la piel de gallina y arrancaban gestos de incredulidad, y que él tomaba en serio, aunque nosotros sólo viéramos en ellas el producto de su ingenio sobrenatural: un fotógrafo empeñado en retratar el espíritu de una mujer a quien amó de lejos, un alcohólico que hablaba con los muertos y leía el futuro en las manchas de su piel, un notario empeñado en construir un tren que alcan­zara Singapur sin cambiar de vía... historias de locos que llegaban a su carro­mato, o quizás y tan sólo el producto exclusivo de su imaginación, gracias a la cual enriqueció cien veces y empobreció otras tantas.


Nadie se explicaba cómo Lucio Pellicer seguía en el circo, arrastrando un destino peregrino que nadie amaba, cuando en verdad tenía dinero para comprar y vender el circo Palace cuantas veces quisiera. Unos decían que permanecía unido a la carpa por pura añoranza de su padre, y otros que no tenía dónde ir, que su inmadurez manifiesta le impedía echar raíces en alguna parte. La verdad es que Lucio Pellicer pudo ser mucho más de lo que fue, y nosotros con él, pero se resistía a tomar las riendas del circo e incluso a pere­grinar por su cuenta. Hubiera sido el mejor mago del mundo, y en cambio se resignaba a vivir en un carromato mientras el resto del planeta buscaba lo contrario.


Sólo una vez sintió la tentación de ser independiente. Intimó con una equilibrista rubia que llegó al circo por una temporada y con ella se encerró durante noches enteras, gimiendo y aullando, escandalizando al resto de las familias y a la gente que guardaba cola para el día siguiente. En la pista seguía siendo el mejor, e incluso había logrado superarse, perfeccionando sus trucos hasta la locura y creando otros nuevos. Su sombrero de copa parecía por aque­lla época el baúl de un dios peregrino, y de él salían cosas imposibles, objetos que sencillamente, por su tamaño, no cabían en un sombrero. Parecía como si el amor hubiera multiplicado su inspiración en la pista, como si hubiera pres­cindido de los trucos, de la imaginación, para crear magia de verdad. Fue cuando adoptó los títulos rimbombantes de su padre, de forma que yo tenía que presentarlo ante el público como El Gran Mago Custodio de los Misterios Ocultos del Templo de Salomón, El Magno Maestre Secreto de la Sagrada Orden de los Templarios o El Heredero Legítimo de todos los Enigmas del Inframundo. Se quitaba el sombrero con una reverencia medieval mientras yo decía aquello, y entonces, de cerca, yo veía el fondo y me parecía imposible que luego sacara de allí las cosas que sacaba.


Aquella equilibrista, seguramente, fue la única persona del mundo que compartió con él las mordeduras fatales de la soledad. Una tarde se presenta­ron en el campamento con un coche flamante que más parecía el transporte de un rey que el capricho de un soñador. Lucio empezó a dar vueltas en torno a la carpa, subió en él al forzudo, a los payasos, al domador, a los enanos y a todos los que quisieron pasearse, y así estuvo hasta que el coche agotó la gaso­lina. Al día siguiente fue al pueblo con una garrafa vacía, volvió, llenó el depósito y se marchó con la equilibrista rubia y una fortuna incalculable en dos maletas de cuero. Así, sin perder el tiempo en despedidas. La gente de las colas marchó sin su papeleta del destino fidedigno, y nosotros, los de siempre, nos quedamos en el circo Palace, especulando durante noches enteras con la suerte de Lucio Pellicer, y le inventábamos la vida según habíamos soñado la nuestra. Unos lo imaginaban peregrinando por América; otros en una granja apartada del mundo, cuidando de una familia, sin otra preocupación que man­tener en orden los hábitos cotidianos; la mayoría lo situaba en los mejores hoteles del mundo, viviendo a manta de Dios; algunos esperaban verlo regresar con un circo de varias pistas, una carpa de lujo donde los amigos pudieran enriquecer con facilidad; y todos, cada noche, poníamos la radio para saber si Lucio Pellicer había tocado ya la cumbre de la gloria. Pero nada. Nadie parecía conocerlo, a pesar de su especial predisposición para el triunfo.


Transcurrieron al menos tres años, y cuando casi habíamos perdido el recuerdo de Lucio Pellicer, lo vimos aparecer una tarde sobre una bicicleta, con su sombrero de copa, sin dinero y sin maletas, sin equilibrista rubia, sin circo de siete pistas, sin triunfo y sin amor, buscando la querencia de los ena­nos y el vago recuerdo de Florencio Pellicer. Seguía presentándose ante el público como El Gran Mago Custodio de los Misterios Ocultos del Templo de Salomón y como El Heredero Legítimo de todos los Secretos del Infra­mundo, y manejando el sombrero con la misma facilidad de antaño, pero había perdido el brillo romántico de su mirada y se negaba a hablar de los años enigmáticos de su ausencia. Pronto empezó de nuevo a trabajar con sus famo­sas “Papeletas del destino Fidedigno”, y la fortuna y las colas regresaron a la puerta de su carromato. Seguía ejerciendo el mismo influjo sobre las mujeres y cobrando y repartiendo fortunas con la misma facilidad, como si los rigores del desamor y los padecimientos del abandono no hubieran vulnerado su ino­cencia. Pero los más cercanos a él sabíamos que su visión del mundo había cambiado, tanto y de tal forma que por primera vez lo vimos llorar, de desam­paro o de nostalgia, y supimos que por alguna extraña razón se producían fallos en las papeletas del destino; o bien la gente no acertaba a sacar la buena del sombrero o los arrebatos del amor le habían robado facultades a la hora de influir a distancia en la decisión de los clientes. Ahí empezó su declive, y cuando la televisión y los tiempos terminaron con los circos, volvió a marchar­se, pero esta vez para siempre. Tomó entonces la costumbre de enviar cartas, y así supimos que compró una casa en una ciudad costera y que acabó convir­tiéndola en pensión para transeúntes y turistas de mochila, que había colgado su famoso sombrero de copa y que había engordado veinte kilos en dos años. Luego, al poco tiempo, el circo Palace cerró las puertas, y cada uno tomó, ciertamente, el rumbo que una vez apareció escrito en su papeleta del destino.


Yo había ahorrado una auténtica fortuna. Regresé a mi pueblo natal y también compré una casa, con un enorme jardín a la entrada donde sembré geranios, paraísos y bouganvillas. Y varios años después, en un viaje de placer que hice a Barcelona, me encontré con Lucio Pellicer en una cafetería del centro, por casualidad. Había sentado cabeza al fin y casado con una mujer que multiplicó sus pocos ahorros rápidamente. Volvió a hablarme de aquel notario empeñado en construir un tren que llegara hasta Singapur y del fotó­grafo que inventó un artilugio para retratar el espíritu de una mujer a la que amó de lejos, y también recordó a su padre, pero no mencionó para nada los días de su fuga ni las fortunas derrochadas. Confesó, quizás formalmente, que una vez fue mago de verdad, que poseyó en serio los misterios ocultos del templo de Salomón y los secretos del inframundo, y que soñó con levitar en directo, sin necesidad de trucos, oyendo la ópera Lohengrin de Wagner. Yo guardé silencio. Si alguna vez fue mago, o cosa parecida, es algo que no puedo confirmar, ni creo que él pueda hacerlo. Antes de despedirnos me llevó a su casa y me regaló el sombrero de copa, que acumulaba polvo en el ropero, olvidado para siempre.


Algunas noches de verano, en la tranquilidad del jardín, tomo el som­brero y lo estudio con cierta inquietud. Aún me parece imposible que pudieran salir de allí tantas y tan extraordinarias cosas, aunque tampoco tengo por qué saberlo; lo mío, en aquellos tiempos del circo Palace, no era la magia, sino colocar las sillas bajo la carpa, presentar a los artistas, mantener limpio el escenario y hacer en secreto las famosas "Papeletas del destino fidedigno", en la penumbra de mi mesa, cuando cerraba los ojos y mi mano, sin saber cómo, escribía sola.

lunes, 11 de mayo de 2009


RENDICIÓN BAJO LA LLUVIA


Premio de cuentos Jara Carrillo


El viento helado que todos los inviernos nacía en ese horizonte inconcreto que nunca se vio desde el pueblo volvió a fermentar aquella mañana de diciembre en las cumbres nevadas de la montaña, en las copas cónicas de los pinsapos, en las artritis de los ancianos y en el recuerdo vivo como el sol de Hilario Arganza, que la noche anterior había decidido recibir al amanecer en la puerta de su casa, acunado en el paño de aquella mecedora indes­tructible que durante años lo vio liar tabaco con la quietud exasperante de un derrotado, inventar sueños imposibles con la maña de un político de oficio y agarrar­se a los muertos con esa fuerza que Dios o el Diablo inyecta en los viejos para que poco a poco se hagan a la muerte, para que vayan reconociendo en la historia de los otros y en la suya propia la sombra incierta del futuro inme­diato, un futuro que extrañamente Hilario no identifi­có con la cesación de la vida, sino con un pasado que el ululato del viento en las esquinas transformó en un pre­sente doloroso y lejano, o quizás próximo y alegre, pero en cualquier caso tan inconcreto como la presencia de la luna en una tormenta vera­niega o como los cabellos azaba­chados de Catalina Ausejo, a quien rescató del ayer para sentarla de nuevo frente a él y preguntarle por enésima vez por qué motivo rechazó aquel amor tan verdadero, tan cargado de pasión como de buenas intencio­nes que él le ofreció en los mejores años de la juventud, cuando un minuto de tiempo vale lo mismo que un imperio y una prome­sa formal tanto como una vida; pero Catalina Ausejo, exactamente igual que treinta años atrás, guardó silencio y conservó aquella quietud característica que con el tiempo buscó acomodo en los pliegues cerebrales de Hila­rio, y ni siquiera le tembló el pulso cuando él volvió a exigirle, violento, despechado, ofendido por el silencio, la justifica­ción de unos besos y unas caricias pasadas que aún cuarteaban la piel de sus labios y enrojecían la palma de sus manos, y que durmieron para siempre en la antesala de un matrimo­nio que nunca se consumó por culpa de una colocación insufrible en aquella centralita telefónica que él llegó a odiar con toda su alma, con toda la fuerza de sus treinta años, porque no sopor­taba el trajín del públi­co, el entrar y salir de hombres en una casa de clavijas y de voces lejanas que nunca supo de dónde venían ni en qué gargantas nacían, ni qué sentían aque­llos corazones de rostros anónimos que de vez en cuando avisa­ban con un timbre y la hacían sonreír y bajar la voz, secre­tear palabras que él nunca llegó a oír, e incluso mandarlo callar como a un chiquillo desobediente cuando alguna vez pasaba a verla con el corazón en la mano, a sorprenderla cuchicheando, o mirando fugazmente, o coqueteando quizás con alguno de los muchos hombres del pueblo que iban a la centra­lita a charlar con familiares de la capital o sim­plemente a cultivar su inocencia con un juego que invitaba a soñar con el misterio, con un invento fascinante que llamaban teléfono y que tenía la virtud de aproximar las presencias a través de un cable cuyo secreto él nunca llegó a comprender, ni siquiera lo intentó, porque ese puñal del orgullo que impide hacer pregun­tas transformó su noviazgo en un espionaje incesante, en un cerco mortal a los representantes que aprovechaban el artilu­gio, o quizás la figura exuberante de Catalina, para hacer estú­pidos pedidos de galletas, de latas de caballa o de ropa interior de señora, y que con toda la desvergüenza del mundo hablaban de bragas y sostenes delante de una delica­da señori­ta, su novia, que apenas había visto el mundo por el ojo de una aguja cuando ya se veía forzada a trabajar con un público, a bregar con granujas, a oír, seguramente, proposicio­nes impronunciables, cobardes, deshonestas... Catalina, cásate conmigo, le dijo una tarde primaveral a la sombra de los paraísos que flanqueaban la iglesia como gigantes guardianes de lo sagrado, abandona ese trabajo del demonio, que mira que tantos adelantos no traen nada bueno, que vamos a ser muy felices, que yo cuidaré de la huerta y tú de los niños, que criaremos gallinas y conejos y vacas y no nos faltará de nada, déjalo Catalina porque me estoy muriendo de celos y cualquier día pongo un mingo y hago un dispa­rate; pero Catalina Ausejo no supo hacer otra cosa que mirarlo con la expresión lejana y vidriosa de los muertos y decirle que eso era lo que había, que una colocación era una colocación y un novio era un novio, que mientras lo primero permanecía lo segundo podía volar o simplemente ser arrastrado por el viento de otra ilusión y, no quiso decirlo pero lo dijo, de otro amor.


Ahora, sentado en aquella mecedora amiga que tantas preguntas le oyó formular, de nuevo la tenía frente a él, con la misma mirada vidriosa y el mismo desparpajo inmutable, pero ni era primavera, ni la tarde echaba su manto sobre los cerros ni las flores liliáceas de los paraísos alfombraban el suelo mecidas por la brisa, sino que el viento helado del invierno atornillaba sus huesos y le aproximaba el murmullo de unos operarios de telefónica, el brillo acha­rolado de los tricornios de la Guardia Civil y el regusto amargo de una derrota que traía al enemigo de la mano, calle arriba, cabizbajo, paciente, pero con la firme determinación de hacer pasar los cables telefónicos por la fachada de aquella casa donde pensó vivir con Catalina Ausejo, donde se atrincheró el resto de su vida aguardando un momento propicio para vengarse del progreso.


-No hace mucho le dije a ustedes que por mi casa no pasa ningún cable ‑pronunció impertérrito, sin decir buenos días, sin moverse de la mecedora, con la firmeza y la indiferencia de los que poseen la verdad‑, y me da igual que de aquí para arriba tengan que hablar a voces con la capital, porque ésta es mi casa y es mi fachada y es mía y aquí toca quien a mí me da la gana.


Fue entonces cuando el comandante en fun­ciones del puesto, Ernesto Berloso, aspiró profundamente el aire de la mañana, se rizó el bigote con la misma parsimonia con que archiva­ba los expedientes, adelantó el paso y le dijo mirándo­lo al entrecejo que si la casa era suya el pueblo era de todos y el teléfono también, y que tenía en el bolsillo un papel, introdujo la mano en la guerrera, lo sacó y lo agitó violenta­mente, donde decía que el cable pasaría por aquella casa, fuera suya o no, quisiera él o no quisiera, por las buenas o por las malas, y agarró la mecedora por uno de los brazos y la arrastró tranquila­mente hasta despejar la fachada, hasta que los hombres pusieron la escalera, tendieron el cable y reco­gieron las herramientas y un revuelo de papeles se enredó en las patas de la mecedora mientras Ernesto Berloso la colocaba otra vez ante la puerta. Sólo entonces rompió el silencio Hilario Arganza, y lo hizo con esa inquietante tranquilidad que utilizan los débiles para desconcertar a los poderosos.


-Vergüenza debía darte, Ernestillo ‑le dijo‑, que si viviera tu abuelo te partiría el bastón en las costi­llas... gamberro.


Pero Ernesto Berloso no se dio por entera­do, sacudió la mano espantando moscas invisibles y tomó calle abajo con la cuadrilla, como si el único sonido del mundo fuera el ulular del viento, como si responder equi­valiera a degradarse. Al llegar a la esquina el alma se le vino a los pies.


‑ Ernestiillooo... antes de que llegues al cuartel lo habré arrancaadooo.


Ernesto Berloso se detuvo entonces parali­zado por el freno de una soberbia que a punto estuvo de hacerlo volverse y prender al hombre que de pequeño le traía brevas y zorzales en un zurrón de esparto, que lo llevaba al campo subido en una burra mientras su abuelo entonaba aquella can­ción inolvidable que incitaba a contar mentiras y que hablaba de mares y de liebres, de sardinas y de montes; pero agachó la cabeza y apretó el paso porque una bala de congoja, disparada personalmente por el pasa­do, vino a darle en la garganta y a recordarle en aquella cenicienta mañana de invierno que una vez fue niño, que se hubiera dejado matar por un juguete y que efectivamente su abuelo Andrés lo hubiera molido a palos por arrastrar la mecedora de un viejo indefenso. “Está hecho un hijo de puta”, pensó mientras los primeros rayos de un sol tímido y maltratado por el invierno acariciaban su rostro y traían a su memoria las mañanas primavera­les del abuelo An­drés, la emoción de enterrar costillas junto al arroyo y el olor inconfundible de la tierra percochada de rocío, y un lejano olor a panes tostados en las ascuas del cisco se alió con el olfato de su cerebro, recorrió las venas de su alma y se le acomodó en ese lugar misterioso del cuerpo donde reside el espíri­tu, allí donde los recuerdos copulan con la concien­cia, donde nace y muere la infancia, donde la felicidad pasada se funde con la nostalgia hasta el punto de convertirse en lágrimas de tristeza.


Por eso al llegar al cuartel buscó refugio en el puesto de guar­dia, encendió un cigarro y recono­ció el rostro del abuelo Andrés en las formas azulencas del humo y en los rayos de sol que rasga­ban la persiana y cuartea­ban la habitación; y vio sus pupilas negras y tristes regis­trando las paredes y sus labios agrietados esbozando una sonrisa, diciéndole que aligerara con la tostada que Hilario y la burra esta­ban al llegar y había que desvaretar el olivar, un olivar que aquella mañana desfiló por el puesto de guardia recor­dándole las novedades producidas en un pasado que su melancolía hizo aún más lejano para poder evocarle, por prime­ra vez en muchos años, los chupones del olivo olvida­do que sombreaba la puerta de la cuadra, los desconchones amarillen­tos de una pared enjalbegada y el bregar asustado de un lagar­to que huía tronco arriba, que se retorcía oprimido por la prisa y el miedo mientras abría la boca mordiendo el aire, espantado, estrujado por la mano peluda y fuerte de Hilario Arganza, el mismo viejo que tiritaba en la mecedora de paño, el mismo hombre que lo enseñó a cazar lagar­tos y a dejarlos sin dientes, a conocer la crueldad y la miseri­cordia, la incunable libertad de la naturaleza y la esclavitud de una burra que acarreaba hierba para los conejos y a la que él montaba buscando la prepotencia de la altura mientras soñaba con entorchados de general y blandía una vara de higuera convertida en una espada justiciera, despiadada, protagonista de mil cargas feroces contra los infinitos enemigos que sitia­ban el olivar disfrazados de espigas; y repasando su infancia como en un álbum de fotografías viejas reconoció con esfuerzo la figura gigante de Hilario enterrando costi­llas, el rostro esforzado de Hilario sacando agua del pozo, el andar cansino de Hilario caminando cabizbajo hacia el pueblo y la sonrisa bonachona de Hilario subién­dolo en sus hombros cuando la burra iba cargada, y una extraña pena que identificó con el escrúpu­lo por no hacer­lo con el miedo se agarró a su garganta recor­dándole a los lagartos ahorca­dos. “No será capaz de arrancar el cable. Ha sido una fanfarrone­ría del viejo”, pensó. Pero en lo más profundo de su corazón sabía que Hilario Arganza arrancaría el cable y cincuenta que pusieran simplemente porque a su edad lo tenía todo perdido en la vida, todo menos esa dignidad incomprendida que cultivan los viejos y que los jóvenes confunden a menudo con la cabezonería.


Y eso mismo estaba pensando Hilario Arganza cuando el sol de mediodía empezó a derretir las nieves y a calentar sus huesos en el patio de la casa, que arrancaría aquel cable aunque le costase la vida porque más le había dolido arrancar de su corazón el amor de Catalina Ausejo, al que terminó encerrando en un ataúd hermético que sólo en las cálidas noches veraniegas, cuando los grillos interrumpían el sueño y los jazmines atafagaban el ambien­te, se abría provoca­dor, sigiloso, insultante casi, y desparramaba por la casa aquel perfume de maderas orienta­les que Catalina acostumbraba a ponerse en el cabello para hacer su presencia dulcemente martirizante mientras traji­naba por la casa barrisqueando las alcobas, haciendo potaje en el fogón o regañando a unos niños morenos, incorregibles, que durante años invadieron su imagi­nación de hombre solitario como un ejército de frustracio­nes perpetuas. “Lo haré”, pensó, y se dirigió al corral, cogió el deshollinador, salió a la calle y arrancó aquel cable tele­fónico con la furia de un quijote ante un molino de viento, con el odio enconado de una vida vencida por un adelanto científico capaz de aproximar palabras de amor pero también de alejarlas.


Después se derrumbó en la mecedora, jadeante, satisfecho como los lagartos del olivar, y de nuevo evocó la presencia lejana de la centra­lita telefónica; recordó la tarde que la desmantelaron, se dejó acari­ciar por la misma brisa que arracimaba en el suelo las hojas muertas de los paraísos, y cómo aquel día trató de distinguir entre la muchedumbre de curiosos la figura gallarda de Catalina Ausejo y la del hombre que la desposó, aquel representante de chacinas que anduvo de boca en boca y que terminó instalando en la plaza del pueblo un estudio de fotografía pequeño, coqueto, donde él iba a retratarse de vez en cuando, a torturar con su presencia al hombre que cada noche poseía su sueño, a olfatear quizás un resto de perfume que hubiera quedado prendido en el pasamano de la escalera, en el picaporte del recibidor o simplemente en esa nebulosa de ansiedad que percude los ambientes cuando las presen­cias son desea­das hasta la muerte; y oyó con toda claridad el murmullo asombrado y nostálgico de la gente, el trino de los pája­ros en los árboles y el ruido de un camión donde varios hombres cargaban las piezas del artefacto telefó­nico que ahora le parecía sospechosamente antediluviano y casi irreconocible, el mostrador de pino donde tantas veces se reclinó junto a los representantes que tomaban notas fugaces e indescifrables y las banquetas de iglesia donde los curiosos aguardaban su turno y las mujeres de los emigrantes charlaban de guisos que abrían el apetito y de rumores sobre adulterios que recorrían el pueblo según la época mientras muy lejos, en Alemania o en Francia, sus maridos espera­ban junto al teléfono de la pensión una llamada que les devolviera la ilusión y les recordara que en el pueblo había mujeres que los deseaban, amigos que los recordaban y niños que pronunciaban sus nombres todos los días a la hora del almuerzo, con añoranza y alegría, no como él pronunció aquella tarde el de Catalina Ausejo, a quien achacó todas las infelicidades de una vida fraca­sada y solitaria que sólo encontraba consuelo ya en el orgullo, en el despecho y en esa vieja artimaña humana de imputar al prójimo las derrotas propias; y justo cuando su mirada reconoció en la muche­dumbre el cabello negro de Catalina, un aldabonazo en la puerta de la calle lo resca­tó violentamente del pasado rom­piendo su conexión con el murmullo de los curiosos y el trino de los gorriones. En la acera, sobre el tricornio negro de un guardia civil, el sol bailaba una danza de reflejos y deste­llos acompasado por un silencio que desplazó al viento y a la cortesía.


‑ Mañana vendremos otra vez a poner el cable ‑dijo Ernesto Berlo­so, seguro, confiado, autoritario‑, y si lo vuelves a arrancar te vienes conmigo al cuartel... o al manicomio, como prefieras.


Y durante un minuto que pareció un siglo, Ernesto Berloso aguardó apoyado en el dintel una respuesta que se perdió en el brillo de las pupilas, en ese espejo de los ojos que el pasado acostumbra a visitar, como un poeta nostál­gico, para escribir en él todo lo que pudo ser y no fue, todo lo que fue y no será, la sustancia entera de una vida conden­sada en milímetros ansiosos convertidos en millas por un silencio que lo llevó al olivar y lo trajo al pueblo, que lo zarandeó a lomos de una burra, que le recordó el tabaco negro del abuelo Andrés y por fin lo clavó en la acera con un porta­zo sin respuesta, sordo y desfigura­do como la vereda de ida y vuelta que une el presente con el pasado.


En el interior de la casa Hilario Arganza se arrimó a la chimenea y recordó el día que fue a retratarse al estudio y a través de una puerta entreabier­ta percibió un leve olor a maderas orientales y la vio sentada en la mesa camilla, al calor de la lumbre, tejien­do un gorro de lana para un niño que germinaba en su vien­tre... Catalina ¿por qué demonios te casaste con ese peti­metre de fotógrafo? ¿Por qué me cambiaste por un trabajo en el telé­fono? Y así estuvo pensando en ella el resto de la tarde hasta que la noche ennegreció la sierra y el pueblo, hasta que la oscuridad se consumió en su pensamiento tan rápidamente como la leña en el fuego, con la intensidad del frío mañanero que de nuevo trajo de la mano al viento nevado de la montaña, al tamborileo de los martillazos en la fachada y a las voces de unos obreros del teléfono empeñados en hacerle la guerra a un viejo que no estaba dispuesto a perder la última batalla, y menos ante un invento que con los años llegó a odiar tanto como a la vejez.


Pero aquel ruido exterior que preconizaba un en­cuentro fatal no consiguió recupe­rarlo del pozo del pasa­do, sino que más bien lo sumergió definiti­vamente en los paraísos de la plaza y en la voz cadenciosa de Catalina Ausejo, a quien de nuevo sentó frente a él para mirarle las rodillas a la luz de la luna, rozar tímidamente la piel de sus manos y emborra­charse con el perfume de los jazmines y el simbo­lismo de unas palabras capaces de convertir el alma de un campesi­no en la de un poeta... Catalina, qué bonita está la luna, qué envidia deben tenerte las estrellas, cómo deben ponerse los luceros cuando te ven salir a la calle con ese peinado y esa sonrisa, con esos andares que me vuelven loco, Catalina, volvió a suplicarle aquella noche, que te cases conmigo y dejes la Telefó­nica que me voy a morir de berrenchín como los gorrio­nes, que mira que un día voy a matar a uno de esos cursis de la capital; pero Catalina guardó un silen­cio definitivo, y fue un silencio tan desgarrador que incluso muchos años después, cuando la felicidad se posaba esporádica y caprichosa en el corazón de Hilario, regresa­ba del pasado inesperadamente, como esa niebla que sor­prende a veces a las mañanas veraniegas, y envolvía sus sentidos aprisionando su voluntad y obligándolo a padecer el sufrimiento inevitable que produce la nostalgia al desprenderse de la piedad. Era un silencio mezclado con miedo que Hilario presentía media hora antes de su llega­da, que producía en su espinazo el mismo efecto que el amanecer en los condenados a muerte y que exactamen­te igual que aquella mañana lo conducía inevitablemente al monólo­go con Catalina, que muy a lo lejos, tan lejos como puedan estar treinta años, presen­ció a través de la venta­na la retirada de los obreros y de la Guardia Civil.


Así, amparado en la mudez solitaria de una fachada mancillada por la fuerza, Hilario Arganza abandonó la casa y el pasado y volvió a arrancar con indignación el cable tele­fónico que debía unir la parte alta del pueblo con el rumor lejano de una capital llena de fotógrafos y de represen­tantes de chacinas. Después, barruntando la repre­salia como en los tiempos de la guerra, sacó del ropero la escopeta de caza, arrimó el aparador contra la puerta y se atrincheró tras la ventana aguar­dando la llegada inevita­ble de Ernesto Berloso, a quien más pronto que tarde tendría que enfrentarse; y se lo imaginó dando órdenes a una cuadrilla de guardias, garabatean­do la tierra tras la esquina como un general de academia diseñando una estrate­gia; y vio en las azoteas vecinas los uniformes azules de la Policía municipal, todos juntos, tor­pes, apiñados, ofreciendo un blanco perfecto, y al fondo de la calle un vehículo con megáfono instándolo a una rendición cuyas condiciones inaceptables incluían la imposición humi­llante de un cable telefónico que atravesaría su fachada como un prepotente símbolo del progreso; pero justo cuando se dispuso a abrir fuego contra la masa de municipales, un automó­vil de la Guardia Civil lo devolvió a la realidad aparcando tranquilamente en la puerta de su casa, llevando en el motor el recuerdo ronco del camión despiadado que desmanteló la centralita, muchos años atrás, una tarde que el viento arraci­mó las hojas al pie de los árboles, cuando el amor perdió su blancura, cuando Ernesto Berloso aún tenía dos años; y le pareció mentira que el tiempo fuera tan falso y que su engaño trocara los segundos en años y pusiera frente a él a un niño que ahora era guardia, que abría la ventani­lla y lo llamaba a voces diciéndole que saliera a la calle que quería hablar con él, que soltara la escopeta, que sabía que estaba escondido detrás de la ventana y que si se ponía por las malas habría que sacarlo a tiros.


‑ Mira que como mates a alguien te la buscas, Hilario ‑ conti­nuó diciendo‑, suelta la escopeta y ven con nosotros que vamos a aclarar en el cuartel lo del cable.


Hilario Arganza descorrió los visillos tan fácil­mente como abría las cortinas del tiempo, asomó el arma y disparó dos tiros como truenos que sobresaltaron la calle, espantaron a los gorriones que tiritaban en los paraísos de la plaza y aguje­rearon el coche de los guar­dias, aparcado defini­tivamente mientras los números co­rrían a ocultarse tras la misma esquina que había prestado auxilio a Ernesto Berloso. Un segundo después la voz de Hilario recorrió la calle siguiendo la trayectoria de los tiros, poniendo al pueblo en pormenores de lo que estaba ocurriendo.


-Ernestiillooo ‑gritó‑, te juro que al que asome la cabeza se la vuelo.


Durante un enorme segundo Ernesto Berloso rememoró las rancias historias de guerra que Hilario Arganza contaba a la sombra de los olivos, cuando el verano achicha­rraba la tierra y el tedio introducía aque­llas largas tertu­lias remojadas en agua fresca, perfumadas con tabaco negro y salpicadas de fantasía y realidad; y asustado quizás por el poderío ancestral de aquel hombre que se le antojó un gigante escapado del pasado, no supo hacer otra cosa que guardar silencio y esperar la llegada de refuerzos, unos refuerzos que subieron por la calle titubeantes, asustados, vestidos de azul marino como niños de comunión y que huyeron despavoridos cuando Hilario volvió a disparar, a sembrar la calle de perdi­gones y de sustos, a reafirmar su postura infle­xible en una trinchera donde estaba dispuesto a morir por un simple cable que sin él saberlo era el nexo de unión entre la juventud y la vejez, entre la fuerza y debilidad, entre el presen­te y el pasado de un hombre que por perder perdió hasta la guerra.


Y justo cuando trataba de justificar aquella postura tras la ventana, instigado por las voces de la autoridad, oyó tras él, en el patio, un ruido inoportuno, extraño, veloz, que en cuestión de segundos penetró en la cocina derrum­bando las escarpias y los plateros y lo sorprendió por la espalda en forma de mil manos que lo desarmaron, lo tumba­ron y le pusie­ron dos garras metálicas en las muñecas mucho menos dañinas que aquella marabunta de voces, de miedos más bien, que se difuminaron en el ambiente de la casa como el viento en los riscos de la sierra, y que decían algo así como no tiréis que ya lo tenemos, que somos nosotros que ya salimos. Y efectiva­mente salieron a la calle mientras una lluvia impertinente aplacaba el frío y calaba los huesos, mientras la mañana acorrala­ba al sol con nubes cenicientas, con formas capricho­samente plomizas que configuraron un cielo triste donde Hila­rio Arganza se reflejó al salir, recibiendo la lluvia en el rostro, pensan­do en Catalina y en la casa, en el olivar y en la guerra, en los paraí­sos de la plaza y en mil cosas peregrinas y rápidas que invadieron su pensamiento mientras subía al coche de los guardias y se veía reflejado en el cristal, viejo y deformado como un pinsapo de quinientos años.

domingo, 3 de mayo de 2009


LA MIRADA DEL DIABLO

Premio de Narrativa "De Buena Fuente"


La tarde se fue reclinando con humildad en las aguas del río y muy pronto acabó confesando su inten­ción. El cielo se volvió plomizo y nuclear, irrespetuosa­mente anubarrado, impenetrable y triste como los adioses. Poco a poco el puente fue quedando desierto, abandonado a su soledad de piedra por transeúntes temerosos de la lluvia. Durante un buen rato contemplé las aguas del Ebro tratando de hallar en su fondo alguna de las respuestas fugitivas que durante años me habían eludido, pero el agua y mi soledad enturbiaban sus formas y pronto comprendí que aquel día también transcurriría vacío, despoblado, anodino y seco como todos los demás. Pensé entonces en la poética simbología de los puentes, en la incuestionable realidad de dos orillas unidas artificialmente por la piedra o el hierro. “Los puentes son el símbolo de la amistad”, decían las voces de mis maestros en aquel lejano orfana­to de postguerra, “unen lo distanciado” decían, “re­conci­lian lo opuesto”. Entonces lo creí. Después no. El cora­zón del amor no puede ser duro como la piedra, aunque a veces ésta se re­blandezca con la lluvia y se estremezca con la tormen­ta. Eso pensaba entonces y lo pensé aquel día, mientras la tarde cerraba filas frente a la ciudad amena­zando con saquearla, pero aquello fue antes de cono­cerla, cuando el mundo aún giraba sobre su eje.


De lejos me pareció al pronto una bandera gris aban­donada en la huída, un pendón deshonrado agitán­dose al viento, pero luego la sensualidad salvaje de su cuerpo moldeado por la tormenta y los plie­gues talares de su vestido, sacudieron la base de mis instintos con la fuerza seductora de lo desconocido, y a medida que me aproximaba a ella sentía derrumbarse el castillo de mis principios, piedra a piedra, momento a momento. Al llegar a su altura giró la cabeza, me regaló una mirada gris como el arrebol de nubes que enturbiaba el río, me sonrió y comprendí entonces el secreto de las canciones de Azna­vour, la ternura infinita que puede producir la lluvia bañando el pasamano de un puente y el irreparable y colo­sal error que había sido mi vida entera. Por un instante eterno pensé volverme, apoyarme a su lado y empaparme junto a ella, pero ese resorte de la ética que tanto he odiado con el tiempo me lo impidió. Entonces seguí pasean­do abati­do, como un general sin historia camino de una ciudad cerrada, dejando atrás el segundo más valioso de mi vida, un tesoro sin precio enredado en los bucles de un pelo bruno injustamente azotado por el viento. Al llegar a la orilla volví el rostro y aún seguía allí, asomada al puente de piedra como un ángel desterrado, soportando impertérrita una lluvia incómoda que quedaría grabada para siempre en mi pensamiento, misteriosa y solitaria, ajena por completo al efecto devastador que su mirada había causado en mi destino.


Durante mucho tiempo no volví a verla salvo en sueños. Por la noche me asaltaba sin piedad en la habi­tación, me susurraba palabras de amor al oído y me llevaba de la mano al balcón, donde los ojos de piedra del puente me observaban desde lejos, inamovibles, fríos, reprochán­dome aquel sentimiento doloroso y extraño que había queda­do defi­nitivamente prendido en mi alma con alfileres de fuego. En cambio durante el día era yo quien la buscaba desesperado en torno al puente, de forma que todos mis caminos convergían en él como todos mis pensamientos lo hacían en ella. A veces pasaba las horas apoyado en la barandilla, dejándome llevar por las aguas del río, ator­mentado por el recuerdo candente de aquellos ojos rasgados de félido sin nombre, temiendo que volvieran a mirarme, rogando a Dios que lo hicieran de nuevo. Después regresaba a casa sumido en la contradicción, odiando al destino por privarme de aquella mirada capaz de despertar en mi alma una indeseada propensión al deseo. De eso se trató siempre en el fondo, por mucho que me resistiera a creerlo, de una apetencia vesánica de aquel cuerpo azotado por el viento, de una hambruna medieval que dormía en mi instinto sin yo saberlo y que sus ojos de panterina en celo, humedecidos por la ventisca en la lejana tarde del puente, se encarga­ban ahora de extender por cada poro de mi piel como un castigo bíblico, como una prueba irrefutable de la exis­tencia del Diablo. En él pensé durante mucho tiempo, y sólo a su influencia pude atribuir aquella mística inape­tencia de la vida, aquel desprecio injustificado hacia los actos cotidianos y el afán por aferrarme a todo lo incon­creto, a todo lo que tuviera un carácter insustancial y efímero, a los sueños, a los deseos, a las frustraciones. El mundo entero había empezado a girar en torno a ella, a una mujer desconocida cuyo nombre ignoraba, a un ángel demoníaco de gesto equilibrado y mirada turbadora al que indudablemente amaba, ya no cabía duda después de tantas noches asomado al balcón, observando la figura romántica de aquel puente de piedra recortado en el río, decorado con el neón de una ciudad que se bañaba en sus aguas junto a la luna, una luna resplandeciente y cruel, hueca, inha­bitada, sin ella. Lo que sentía mi corazón era un matiz del amor totalmente distinto al que me habían ense­ñado, algo sobrenatural, contradictorio, diabólicamente cercano a Dios.


De ese modo sobreviví al invierno, cediendo terre­no al deseo y al miedo, perdiendo poco la batalla en­tabla­da contra mi destino. Cuando llegó la primavera el puente de piedra seguía siendo el mismo, pero yo no. Había enflaquecido hasta el punto de preocupar seriamente a mis amigos, había entregado mis labores a la mano arbitraria del capricho injustificado y había vendido mis ojos a las lentes frías de un anteojo de campaña comprado en la calle del Mercado, frente al que pasaba las horas muertas es­piando el paisaje humano del puente, sostenido tan sólo por la precaria esperanza de reconocerla en el anonimato de los rostros. Así fue como la primavera irrumpió en el descon­cierto de mi sangre, disimulada por la urgencia cotidiana de mis afanes imposibles, y hubiera conseguido pasar desapercibida si aquel domingo por la mañana, al salir de misa, yo hubiera ido como siempre a visi­tar a mis enfermos en lugar de pasear por el parque espe­rando que el destino me la trajera de la mano, envuelta en aquel vesti­do de encajes que resaltaba su belleza, esplendorosa como el sol de abril, absolutamente inaccesible para un hombre como yo. Recordé la tarde cenicienta del puente, llamé su atención con un gesto nervioso que no pude con­trolar y ella volvió a mirarme como aquel día, a partirme el alma en dos y a descubrirme que la belleza de sus ojos había duplicado aquel efecto dulcemente maléfico que aún me hacía temblar de noche y soñar de día.


La seguí. Anduve tras ella como un perro hambriento de cariño, husmeando su perfume de violetas, lamiendo desesperadamente aquel rastro suyo que me hizo sufrir el dolor de las tentaciones bíbli­cas y envidiar la entereza de Ruiz Díaz de Gaona. La seguí como un embruja­do, como un poseso, igno­rando el paisaje urbano, fija la mirada en el contoneo de sus formas provocadoras y perfec­tas, aturdido por el rugido paquidérmico de los autobu­ses. Sólo cuando entró en el puente de piedra, aquella extraña pasión que impul­saba mi cuerpo se transformó en miedo. Si volvía a dete­nerse frente al río como en la lejana tarde de la lluvia, yo no sería capaz de ignorarla y tendría que asumir definitivamente la evi­dencia de una derrota que ya se había producido meses atrás. Pero no lo hizo, siguió caminando hasta entrar en un portal tan cerca­no al mío que las piernas me tembla­ron y el paladar se me secó, como en los domin­gos grises del orfana­to, cuando la esperanza en la liber­tad quedaba frustrada por la realidad, reducida a la miseri­cordia de las cari­cias y al consuelo de las monjas.


Aquella noche me debatí en la cama, ator­mentado por la proximidad de su mirada y de su casa, reprochándome los momentos perdidos, las estrategias erróneas y las torpezas cometidas. Lloré de impotencia por las limitacio­nes que me impedían poseerla y de envidia por el valor que siempre desee tener y que nunca tuve. Al amanecer me aposté en el puente con los gemelos, como un cazador en un acechadero, y allí permanecí hasta verla salir de su casa para volver a seguirla, para respirar de nuevo su incon­fundible perfu­me de violetas y para conti­nuar muriendo poco a poco, marti­rizado por el tormento dulzón del amor imposi­ble.


Durante toda la primavera estuve sumergido sin piedad en aquella guerra de escaramuzas y espionajes que me fue consumiendo como un vicio destructivo, hasta que una mañana de domingo la vi entrar en la iglesia, con su porte de vestal orgullosa y su cadencia nostálgica de musa sin poeta. El corazón me dio un vuelco. Todo el camino estaba recorrido ya sin yo saberlo, y el final de aquel tormento, fuera el que fuera, se adivinaba en el repique de las campanas heridas por el badajo, en el revuelo de palomas que retozaban a la entrada y en el olor untuoso del incienso que me atacó al entrar, emboscado tras las columnas, tratando de vencer inútilmente al perfume embriagador de su pelo. La sangre hirvió en mis venas alborotadas y mi corazón galopó por la iglesia destrozando el equilibrio del retablo y la paz de las oraciones. Era la festividad de san Bernabé, el tolerante compañero de san Pablo que abrió su corazón a los paganos; si él no amparaba mi sentimiento bajo el manto de su día, nadie en la tierra ni en el cielo podría hacerlo, porque el diablo mismo había hecho un milagro en la casa de Dios, un prodigio indeseado y gran­dioso que proba­blemen­te se daba cada domingo sin yo saberlo, y que ahora me mostraba a la mujer del puente reclinada en el confesiona­rio, aguardando la llegada de alguien que tuvie­ra la mise­ricor­dia de oír la voz de su conciencia.


Entré entonces en la sacristía, me preparé para la misa llevado de un nerviosismo inusual y salvaje, mi sotana de sacerdote me resultó tan onerosa como a Cristo la cruz y urgentemente irrumpí en el confesionario aturdido por el apre­mio del corazón. Fue entonces cuando oí su voz angelical y cadenciosa contando cosas de su esposo y de sus hijos, de su madre enferma y de su escasa propen­sión al sacri­ficio; vivencias tan vulgares y coti­dianas, tan imaginables pero tan íntimas, que al oírlas me sentí traidor. Y lo hizo de una forma tan natural que su perfume de viole­tas se interpuso entre nosotros como un insalvable muro de respe­to, rotundo y definitivo, que marcó en mi corazón la frontera entre la verdad y la mentira, entre la ficción alentada por el deseo y la realidad, invariable y doloro­sa, sustentada en los pilares de la vida. Comprendí enton­ces que el diablo disfrazado de confusión en­cuen­tra el terreno abonado en los corazones solita­rios, que nadie puede corregir los escritos de Dios aunque sean contrarios al corazón y que lo único lícito de algunos sueños es tan sólo la belleza que entrañan.


Con el tiempo todo pareció volver a la norma­lidad, pero a veces, cuando el cielo se cierra sobre la ciudad y el agua del Señor se ayunta en el Ebro con la de los hombres, descorro los visillos de mi balcón y mis ojos se encuentran en el río con los del puente de piedra, y sobre él trato de concretar los perfiles de un sueño inalcanzable, de una mirada con la virtud de turbar la conciencia y de una noche lejana y mágica cuyo dueño no sabría decir aún si fue Dios o el Diablo.