miércoles, 25 de marzo de 2009



EL LOCO


John W. Hawker gozaba de una merecida fama de dilapidador de fortunas. Hubiera sido uno de los hombres más ricos del mundo, pues ni la muerte, ni la ruina ni la prisión parecían sentirse atraídas por la estela taciturna de su presencia. Su tripulación lo sabía y él también. Por eso derrochaba los tesoros de sus saqueos, la abundancia desmesurada de sus conquistas, en los caprichos más insustanciales de la vida y en los antojos más baladíes.

En los juegos de azar, la victoria o la derrota eran para él concepciones secundarias. Lo mismo perdía un imperio en una noche que ganaba otro a la mañana siguiente y volvía a perderlo al atardecer, y siempre, detrás de cada lance, bebía una jarra de cerveza con los ojos cerrados. Disfrutaba viendo al prójimo hundido en la desazón de la derrota o sacudido por las emociones de la victoria, y en la mesa de juego sólo exigía un requisito: dignidad.

Más de un hombre murió en sus manos por violentarse ante el fracaso, y alguno hubo también que recuperó lo perdido sólo por sonreír ante la calamidad. Así era John W. Hawker. Ningún infortunio podía degradar su entereza ante las imprevisiones del azar. Por eso era el pirata mejor acogido en las tabernas costeras, en los puertos promotores de corsarios y en todas las islas y bahías donde la lujuria y el desenfreno abanderaban la vida de los marineros.

Cuando el Bergante atracaba en un puerto, había hombres que escapaban despavoridos, huyendo de una muerte segura, y hombres que engalanaban sus casas para dar cobijo a la tripulación del pendenciero más rico y generoso de todos los mares. Eso fue lo que sucedió una tarde de agosto en la próspera ciudad de Saint-Malo, donde el capitán John W. Hawker tenía una cita con el corsario Duguay-Trouin, el único del mundo al que no odiaba.

Saint-Malo, defendida por murallas poderosas y por un castillo con cuatro torreones, le pareció aquel día una ciudad coqueta, escapada furtivamente de los renglones de alguno de sus libros. El viento marino, acunado en la bocana del puerto como en los brazos de una madre, desprendía un olor a salitre que purificó el pensamiento de John W. Hawker. No paladeó la felicidad aquella tarde, porque ese sabor lo tenía reservado el destino para contados momentos de su vida, pero sí intuyó, en las callejuelas de Saint-Malo, La Cité Corsaire, El Nido de las Avispas como le llamaban los ingleses, la fragancia etérea e inconfundible de los hechos insólitos.

No tardó en averiguarlo, durante una francachela infernal con Duguay-Trouin, donde el capitán Hawker gastó el equivalente a tres buques de guerra y el corsario derrochó el importe aproximado de cuatro palacios, conoció por casualidad a Jean Baptiste Desollet, el Loco, inclinado en una mesa mugrienta, frente a un vaso de ron, solitario, perdido otra vez en el laberinto enojoso de sus pensamientos.

Al verlo, John W. Hawker sufrió un escalofrío vertebral, una especie de sacudida interna que le hizo escupir la borrachera en el patio trasero de la taberna. Preguntó por aquel hombre enflaquecido y Duguay-Trouin le contó su historia empezando por los días de la infancia, terminando por su destino de loco solitario en Saint-Malo y pasando por sus días de cautiverio con los bucaneros de la tortuga y por su conocida afición al juego, del que todos los truhanes del puerto lo habían marginado desde el día que perdió la razón y decidió apostar tan sólo al juego de las preguntas. Y Duguay-Trouin había oído tantos detalles de aquella vida maltratada y estrambótica, que al contarla por primera vez su cuento resultó absolutamente verosímil.

Ciertamente Jean Baptiste Desollet sólo apostaba ya a su inconcebible juego de las preguntas: se colocaba dinero sobre una mesa y Desollet hacía tres preguntas; si el jugador las acertaba ganaba la apuesta, si no, la perdía. Pero cada una de las preguntas de aquel viejo escuálido podía tener innumerables respuestas, y sólo él podía decir si eran correctas o no. Un juego aparentemente ideado para ganar siempre. Desde entonces le pusieron El Loco y todo el mundo se negó a beber con él. John W. Hawker soltó una carcajada brutal al escuchar las reglas de aquel juego, pero sólo rió en apariencia, para que Duguay-Trouin no lo tomara por loco a él también cuando fuera a sentarse cara a cara con el viejo: cuatro jarras de vino antes, había decidido apostar sin condiciones. Se acercó a él bromeando, apoyado en la muleta, con el loro Gordon en su hombro izquierdo.

- Quiero jugar al juego de las preguntas -dijo.

El silencio se hizo en la taberna y Jean Baptiste Desollet, el Loco, levantó la cabeza con orgullo. Su mirada era roja, su rostro estaba deformado por las arrugas y esbozaba una sonrisa de águila en la comisura de los labios.

- Yo sólo juego con caballeros -contestó-, tú puedes hacerlo.

Pidieron vino y se sentaron frente a frente. John W. Hawker puso en la mesa una bolsa de doblones de oro, abierta. Desollet puso otra que sonó a chatarra, cerrada. La taberna entera rompió a reír y el loro Gordon susurró palabras de prudencia en el oído del capitán John W. Hawker.

- Los loros no juegan -dijo Desollet-, pero ese puede intentarlo.

Los marineros y las prostitutas volvieron a reír, y entonces Jean Baptiste Desollet hizo la primera pregunta.

- Dime algo más difícil que decir siempre la verdad -interrogó con las cejas arqueadas.
John Hawker reflexionó un momento. Bebió de un trago una jarra de vino y luego respondió:

- Escribir un verso en la orilla del viento.

Desollet pareció dudar un instante, balanceó la cabeza y luego asintió.

- Me viene justo -dijo-, muy justo, pero lo acepto.

Un rumor de incredulidad sacudió la taberna. Era la primera vez que Jean Baptiste Desollet daba por válida una respuesta.

- A ver -dijo después-, algo más fácil y seguro que morir.

Ahora, John W. Hawker ni siquiera lo pensó:

- Odiar -dijo.

Desollet también la admitió, a pesar de que todos los presentes creían tener otras respuestas tan seguras y válidas como aquella. Después, el Loco acercó tanto su rostro a John W. Hawker que su aliento de hielo quedó grabado para siempre en la memoria del capitán.

- Recuerda que eres un caballero -le dijo antes de formular su última pregunta-, dime algo más doloroso para un hombre que oír la verdad.

John W. Hawker palideció de repente. Volvió a beber vino, se quitó el bicornio de paño y pronto el pañuelo de lunares que cubría su cabeza se percochó de un sudor pegajoso. No se mostró alterado, simplemente agachó la cabeza, pero ya el loro Gordon sabía que estaba vencido.

- La mentira -dijo Gordon con un graznido de cuervo nervioso que volvió a levantar carcajadas-, la tortura, la cárcel, el hambre, las jaulas, la soledad...

Pero John W. Hawker lo hizo callar de un manotazo. Se levantó de la silla y dejó caer en la mesa otra bolsa de oro. Luego siguió bebiendo con su amigo el corsario Duguay-Trouin. Se contaron historias de batallas, hazañas que hicieron temblar a los taberneros y a los corsarios más crueles, cuentos y leyendas de hombres despiadados que parecían haberse educado en el infierno, pero ninguno de los dos quiso recordar el juego de las preguntas. Sólo al amanecer, en su habitación del palacio de René Duguay-Trouin, John W. Hawker rompió a llorar en silencio, mientras Gordon le recriminaba sin piedad el vicio estúpido de tirar el dinero y Jean Baptiste Desollet, el Loco, arrojaba una bolsa de oro al mar, en presencia de unos marineros que quisieron coserlo a puñaladas por cometer semejante crueldad.

lunes, 16 de marzo de 2009


PIERRE DEULLIN, EL CORSARIO




Pierre Deullin era un corsario sin patria y sin historia a quien el rey de Francia pagaba en oro por saquear galeones españoles y por dejarse perder al ajedrez. También le ofreció la mitad de su corona si era capaz de traerle la cabeza de John W. Hawker clavada en una pica. Pierre Deullin, quien nunca conoció personalmente al Diablo, era un niño loco esclavizado por la ambición; semejante propuesta del rey, aunque imposible, fue para él un reto. “Vaya su Majestad enfriando una botella de vino y puliendo una bandeja de plata” dijo, “pronto brindaremos frente a su cabeza “.


Deullin era manco de la mano izquierda, donde llevaba un garfio de oro que le servía para sujetar la carne, desgarrar los vestidos de las mujeres y ensartar a sus enemigos por la nuca justo antes de atravesarlos con el sable. Jamás escribió un poema de amor, prefería las cartas a los libros y odiaba a los loros tanto o más que a los españoles. Estaba tan obsesionado con el tiempo que coleccionaba relojes de todas clases: relojes de ampolleta, relojes de repetición, relojes sin agujas, relojes de sortija, relojes de globo. Y cuando navegaba, si estaba sereno, cosa rara, mataba el tiempo alterándoles la hora para confundir a la muerte, a quien se había propuesto burlar contra viento y marea, a pesar de perseguirla como al oro por todos los mares del mundo.


Conocía de sobra al capitán John W. Hawker. Habían compartido una novia en la isla de Ocracoke, una barragana de piratas con los ojos de cristal, antes de que uno fuera corsario y de que el otro enloqueciera de odio al saber que Deullin la había ensartado con el garfio de oro durante una borrachera. John W. Hawker juró en medio de una tempestad que algún día lo colgaría por la garganta de su propia herramienta. Algunos de sus hombres llegaron a dudarlo; tal era el respeto que Pierre Deullin imponía al resto de los mortales. El corsario lo sabía.


Durante meses, Deullin recorrió las tabernas de Port Royal jurando a carcajadas que obligaría a John Hawker a comerse al loro con huevos escalfados, o al natural, según su gusto. Donde quiera que repetía aquello temblaban las paredes, los taberneros se escondían tras el mostrador y hasta los más toscos filibusteros se orinaban encima, bañados en sudor y sacudidos por temblores. Lo mismo que le ocurrió al loro Gordon cuando un cocinero inglés le contó aquello al mismísimo capitán John W. Hawker.


- Dile que pedirá perdón de rodillas -contestó el pirata.


Y de inmediato El Bergante puso rumbo a Port Royal, donde Pierre Deullin mataba las horas ganando a los dados y fornicando gratis con las prostitutas de las tabernas. Caía la tarde cuando el buque atracó en el puerto, con la bandera ondeando en el mástil y una estela de nostalgia pegada a popa. John W. Hawker lavó con bicarbonato sus colmillos de oro para que todo el mundo viera brillar bien su sonrisa. Se colocó un bicornio de paño donde una mujer le había bordado el rostro de la muerte, un zapato de cuero con la hebilla de plata y un fajín rojo como la sangre. Luego afiló el sable durante una hora, armó dos pistolas y buscó por todo el barco al loro Gordon, pero ni él ni sus hombres pudieron hallarlo; parecía que la tierra o el cielo se lo hubieran tragado.


Al pisar el puerto, John W. Hawker volvió a embriagarse con la luz de Jamaica; un crepúsculo enrojecido encendía las crestas de las montañas, una lengua de arena unía el puerto con tierra firme y el aroma del mar impregnaba los recuerdos y enervaba las voluntades. El capitán paseó un buen rato por las calles. Port Royal ejercía sobre él el mismo hechizo que sobre todos los piratas de la época. Era un pequeño paraíso, una ciudad de luces y sombras al amparo de los gobernadores británicos, donde todo estaba permitido menos la tristeza. El vino y los licores corrían con desafuero y las añoranzas morían en los labios antes de ser pronunciadas. Ríos de oro inundaban las callejuelas del puerto y la vida y la muerte eran sólo palabras sin fundamento. John W. Hawker recordó todo lo vivido en aquellas calles. Le gustaba emborracharse de nostalgia cuando presentía la sombra de la muerte.


Sin pretenderlo casi, se encontró frente a una taberna llamada La Pieza de a Ocho. Sabía que Deullin se hallaba dentro aguardándolo. En la misma puerta dos marineros borrachos se volvieron sobrios al ver de cerca el brillo de su único ojo. El capitán John W. Hawker echó de menos al loro Gordon, perpetuo hasta ese día en su hombro izquierdo, pero alzó la muleta y abrió la puerta de un golpe seco. En el interior se hizo el silencio. El corsario Pierre Deullin se hallaba al fondo, tamizado por la luz de los candiles, con una mujer en las rodillas y una baraja de cartas en su mano vengativa y deshermanada.


Apartó a la mujer, se levantó lentamente, fue a abrirse paso entre los clientes pero ya todos se habían ido. John W. Hawker se aproximó a él sin pronunciar palabra, se quitó el bicornio, lució ampliamente su sonrisa de oro, colocó en el mostrador un pequeño reloj de arena, y entonces el afamado corsario Pierre Deullin, el hombre que clavaría en una pica la cabeza de John Hawker, que haría comer su propio loro al pirata más temido de todos los mares, empezó a lloriquear y a gemir como una huérfana desamparada. Sin nadie pedírselo rogó perdón, suplicó clemencia y ofreció un imperio a cambio de su vida. Pero la sonrisa de oro seguía perenne en el rostro cicatrizado de John W. Hawker y la arena del reloj caía impertérrita.


Deullin entendió que no habría clemencia para él. Sorpresivo como un relámpago, en medio de un lamento más, atacó con el garfio de oro, pero Hawker fue más rápido. Se agachó, sacó el sable y le cortó el brazo de un tajo. Un grito desgarrador escapó por los ventanucos de la taberna, recorrió las calles de Port Royal y fue a incrustarse como un disparo en los oídos tiernos del loro Gordon, oculto en la bodega de El Bergante. Luego John W. Hawker cercenó la cabeza del corsario Pierre Deullin, la paseó por las calles colgada del garfio de oro, la embadurnó de brea para que pudiera conservarse durante algún tiempo y le dio veinte piezas de oro al capitán de un mercante para que la hiciera llegar al rey de Francia.


Así fue como murió Pierre Deullin, el corsario, en Port Royal, en junio de 1692, justo la noche antes de que un terremoto infernal sepultara la ciudad bajo las aguas. Cantaron que murió de esa forma porque nunca conoció al Diablo. También cantaron que el Diablo era él mismo y hasta que los diablos eran dos, y que Port Royal se hundió porque el mundo quedó cojo al morir uno de ellos. Pero esas canciones de marineros, como las verdades y las mentiras, siempre tenían más de una versión y tampoco eran dignas de mucho crédito.

jueves, 12 de marzo de 2009


A Lady Lauren South-Mermaid,
Laura Martínez Zulueta,
por las palabras y las horas
.




LA PERLA DE PARÍS




La capitana corsaria Louisse Marie Dorme de Romanet descubrió al balandro del capitán John W. Hawker con la mirada felina de aquellos ojos oceánicos que perturbaban la razón de los poetas donde quiera que los evocaran. Se abrieron codiciosos tras el catalejo de plata y centellearon como esmeraldas talladas por los orfebres del paraíso. Sin el menor signo de temor hacia aquel nombre legendario puso rumbo hacia el balandro como lo hubiera hecho hacia el temible Bergante de haberlo conocido, mientras el timonel blasfemaba en la lengua del Diablo y la tripulación se hería las manos temblorosas afilando las armas ante la posibilidad del abordaje.


Durante años, Louisse Marie Dorme de Romanet había embellecido con su porte y su palabra los salones más refinados de París. A los veinte, había reducido a polvo corazones de granito helado y convertido almas de mantequilla en acero toledano utilizando el desamor como yunque y la indiferencia como martillo. El brillo sobrenatural de sus ojos verdes había iluminado sin misericordia las oquedades más profundas de los espíritus más antagónicos, envalentonando a los cobardes y acobardando a los valientes. La fragancia de su piel morena, inspiración de los más afamados perfumistas franceses, había sumergido en el infierno la razón de príncipes y devuelto la cordura a mendigos que al verla recobraban la fe en el Paraíso. La Romanet, La Perla de París, como la apodaban en el Caribe, fue siempre intocable hasta el día que cayó en las zarpas del pirata danés Hermann Böning, mientras cruzaba el atlántico camino de Cuba, dispuesta a alumbrar el corazón de América con el destello de su mirada.


Böning degolló personalmente a la tripulación y al pasaje del mercante donde viajaba la Romanet, a pesar de haber logrado su rendición prometiendo misericordia. Después llevó a Louisse Marie a su camarote, le desgarró la ropa y la poseyó salvajemente mientras perdía el norte de su existencia y pensaba que el cielo era la tierra y la tierra el infierno y el infierno toda su vida hasta el instante de tropezar con aquel cuerpo perfecto que sufría en silencio sus acometidas y convulsiones de toro en celo. Dicen que después lloró de amargura o de desconsuelo, como un esclavo que se sabe encadenado para siempre al remo de un barco, y que cayó en un sueño profundo durante el cual La Romanet le arrancó los ojos con su propio cuchillo. Después lo decapitó, se colocó su ropa y apareció en cubierta con los pantalones de percal, el fajín rojo y la chaqueta negra de Hermann Böning, cuya cabeza bailaba en su mano con un rictus de desengaño en los labios. Cuentan que la tripulación acogió con vítores la muerte del danés, cuya bajeza era proverbial, y que desde entonces La Perla de París capitaneó el barco, resentida para siempre con aquellos franceses emperifollados que se rindieron sin lucha y sin honor. Y su resentimiento abarcó las lindes más alejadas de su patria y a todos los que un día u otro nacieron en ella. Tal fue su odio, que bajo corso inglés persiguió sin tregua a las naves francesas, y desde hacía un año buscaba incansablemente al balandro del capitán John W. Hawker, pesadilla de los ingleses y de todas las almas desventuradas que tropezaban con su destino.


Al fin La Romanet lo descubrió a sotavento, danzando en la alfombra azulada de las olas, mecido por la brisa del atardecer, y esbozaba una sonrisa de placer justo cuando John Hawker divisaba su pabellón en el horizonte.


- Bien –susurró satisfecho al oído del loro Gordon-, pronto sabremos si esa perla es capaz de arrancarte las plumas con la mirada.


Pero sus hombres, que llevaban treinta días inactivos conviviendo con la imaginación en la soledad expansiva del mar, miraron con terror supersticioso el navío de la Romanet, mayor que el balandro, artillado con treinta cañones y veloz como el viento. Sabían por las canciones marineras que la tripulación del Potei daría la vida por su capitana y que el abordaje sería necesario para rendir al barco. El hálito de la muerte recorrió la cubierta y percudió los pensamientos de los hombres. John Hawker lo percibió, y también el loro Gordon, que disimuladamente echó a volar hasta el juanete de proa con la esperanza de eludir los cañonazos. En la cubierta, apoyado en la muleta, el capitán esbozó la más irónica de sus sonrisas.


-No teman, caballeros –dijo jugando distraídamente con el catalejo-, no habrá lucha. Si algo pesa más que el odio en el corazón de una mujer, es la curiosidad. Por nada del mundo nos echará a pique sin haberme visto la cara.


Y así fue. John Hawker puso el balandro al pairo y aguardó. A lo lejos, el Potei se lanzó como un halcón sobre su presa. Avanzaba entre las olas con el viento a favor, cortándolas a cuchillo, sobrenadando en la espuma a tal velocidad que los hombres de Hawker abrieron los ojos espantados pensando que el bergantín los arrollaría sin misericordia. Entretanto, el capitán reía a carcajadas en medio de un desconcierto silencioso y tenso que recorría la cubierta, se mezclaba con el pánico y llegaba hasta el juanete de proa, donde el loro Gordon cerraba los ojos para no ver de cerca la cara de la muerte, pues había oído en una taberna costera que La Romanet no conocía la piedad ni siquiera con los loros. Y justo cuando parecía que el Potei, ya a tiro de cañón del balandro, maniobraba para mandarlo a pique, el capitán se giró con tranquilidad hacia sus hombres.


- Bien, caballeros –anunció con calma-, díganle a esa perla que la espero en mi camarote. Y háganme el favor de eludir su mirada si en algo aprecian su cordura. Ya vieron lo que hizo con esa rata de Böning.


Luego bajó a sus dependencias, degolló de un sablazo una botella de ron, puso dos jarras de peltre sobre la mesa y abrió su cofre de los poemas. En la borda del Potei, La Perla de París escrutaba los rostros de la tripulación del balandro tratando de hallar uno donde el destino hubiera dejado la huella inconfundible del desamparo. Descubrió muchos, pero supo que ninguno era el que buscaba porque todos lucían la palidez transparente del miedo. Entonces lanzó un cabo a la cubierta contraria, tan próxima que las bordas se tocaban y los hombres podían olerse el aliento y leerse las enfermedades en las pupilas. Agarrada a las jarcias del balandro, la Romanet preguntó por el capitán Hawker. “En el camarote”, gritó el loro Gordon desde el juanete de proa, y tuvo la precaución de hacerlo en un correcto inglés, por si acaso se desataban los resentimientos en el alma de la Romanet.


Louise Marie Dorme descubrió al capitán con una jarra de ron en la mano, brindando al vacío, como si lo hiciera con un fantasma. Al acercarse a la mesa vio el cofre de los poemas, y una voz ciega que acalló su espíritu indomable le dijo al oído que nunca podría matar a aquel hombre de un solo ojo que apoyaba en la mesa la pierna de madera y dibujaba una sonrisa nostálgica en su rostro de perro herido. Juntos se sentaron, bebieron y charlaron como si fueran amigos de la infancia. Intercambiaron versos, citas de Plutarco y mapas de tesoros escondidos; hablaron con desenfado de la vida y de la muerte y con reverencia de la futilidad del mundo. La noche les sorprendió entonando a medias canciones de borrachos bajo la música de un acordeón que la Romanet tocaba con la pericia de un marinero viejo y el amanecer trazando planes para secuestrar al rey de España y colgar de una antena del Potei al de Francia. Se rieron de los huesos putrefactos de los temibles Herman Böning y Pierre Deullin y diseñaron una estrategia conjunta para saquear a los mercantes que venían de las Indias cargados de oro y gemas.


Y así estuvieron charlando y soñando un día y otro día, hasta que las tripulaciones ociosas comenzaron a apuñalarse de puro aburrimiento, a jugarse fortunas a los dados y a quebrantar los reglamentos más sagrados, aquéllos que vinculaban el honor a la vida y la muerte a la deslealtad. Entonces comprendieron que la mesura es una virtud valiosa, incluso en la amistad, y sellaron para siempre un pacto sagrado que desafiara las recompensas de los reyes y provocara la envidia de filibusteros, bucaneros, piratas y corsarios de cualquier bandera y ralea que navegara por los mares conocidos. Al despedirse se prometieron contarse con detalle lo que andaban buscando el día que lo encontraran, por si acaso fuera lo mismo que buscaba el otro. A veces, cuando el destino andaba aburrido y se acordaba de ellos, hacía que sus caminos se cruzaran en el mar, y entonces se divisaban a lo lejos, entre las olas, disparaban salvas para desearse suerte y seguían su camino con la certeza de que habían nacido para perseguir un sueño.


martes, 10 de marzo de 2009



LA MUERTE


La tarde terrible que John W. Hawker perdió el ojo y la pierna, servía como teniente de navío en un buque de la Armada inglesa cuyo nombre olvidó premeditadamente. Algunos de sus hombres conocían el nombre de aquel barco porque lo habían oído muchas veces en las tabernas de los puertos a marineros que tocaban el acordeón borrachos de ron y libertad, pero jamás se atrevieron a preguntarlo en presencia del capitán, y si alguna vez lo hicieron, atolondrados por los vapores del alcohol, el pirata John W. Hawker quedó indiferente, porque el realidad lo había borrado de su memoria, como el nombre de un enemigo muerto o el de un amor traicionero. Esporádicamente, durante las templadas noches de verano, tumbado en un coy sobre la cubierta de El Bergante, recordaba algunos momentos de aquella lejana tarde. Sus hombres miraban las estrellas y asentían, con cierto rencor hacia sus vidas pasadas, porque muchos de ellos también sirvieron como marineros en la Armada y sufrieron los rigores de una vida envidiada por cualquier esclavo.


Aquella lejana tarde, el entonces teniente John W. Hawker creyó sentir los primeros síntomas del escorbuto, a pesar de su corta estancia en el barco, apenas dos meses. Se sintió débil, se desvanecía con facilidad y había perdido por completo el color de la piel. La tripulación llevaba semanas comiendo galletas agusanadas, la carne era apenas un recuerdo y los animales de a bordo murieron de una enfermedad parecida a la tristeza que él mismo había contraído a causa de la nostalgia y de las estrecheces del barco. Incluso el almirante de la flota, decían, estaba aquejado del mismo mal, negándose a salir de sus aposentos, refugiado cobardemente en sus lecturas favoritas.


En las impiedades del escorbuto y en los efectos inconfesables del mal de la tristeza, estaba pensando John W. Hawker cuando fueron avistados cinco barcos de la Armada francesa. Supo entonces que iba a entrar en combate. Sintió miedo y marchó rápidamente a dirigir las veinte dotaciones de cañones que estaban a su mando. Paseó por ellas con las manos a la espalda, aparentando serenidad ante la muerte, pero un barrunto fatal rondaba su cabeza. Al principio achacó el malestar a un rechazo consciente hacia el escorbuto, incluso a una consecuencia lógica de la enfermedad, pero al divisar los barcos con pabellón enemigo, supo certeramente que algo adverso iba a sucederle.


En el entrepuente, la tripulación apuntaba los cañones hacia las jarcias de los barcos enemigos. Los hombres gritaban nerviosos tratando de matar el miedo con las voces, los jefes artilleros calibraban los disparos a través de los visores y la tensión se agarraba a los tablazones como el salitre al mar. John W. Hawker voceaba órdenes de un lado a otro, lentamente, aturdido por la barahúnda de hombres que bajaba, subía y se atropellaba en las escalas de cámara con rellenos de pólvora y armas cortas para afrontar un posible abordaje.


Y entonces Hawker sufrió una visión terrible que terminó de acobardarlo. Fue la única vez en su vida, recordaría años después, que estuvo a punto de abandonar un combate. Se vio envuelto en una niebla lúgubre y fría que le recordó sin piedad los inviernos londinenses, y en la niebla descubrió a una mujer de extraordinaria belleza, envuelta en una túnica blanca, que le sonreía cruelmente con una guadaña en la mano. “La Muerte” pensó, pero al momento las voces de los marineros y de los infantes de marina que subían por las escalas lo devolvieron a la realidad. El barco francés, un buque con ochenta cañones, viraba buscando el lado de estribor. John W. Hawker pudo verlo maniobrar a través de las troneras como un monstruo de madera y fuego, con las fauces abiertas y afilados colmillos de bronce centelleando en la profundidad de su garganta. Los jefes artilleros más próximos lo miraban aguardando la orden de disparar. Por un instante volvió a ver a la mujer. “Ahora” gritó, y los cañones de treinta y dos libras estremecieron el costado del barco y lo zarandearon en las aguas del mar como a un juguete quebradizo. Casi simultaneamente el barco enemigo respondió al fuego, las paredes del pañol estallaron en mil pedazos y John Hawker se vio caminando por un corredor oscuro, de paredes angostas y frías, mientras la mujer de la guadaña lo tomaba de la mano y lo ayudaba a incorporarse cuando la fatiga y las heridas lo derribaron al suelo.


Al fondo del pasadizo descubrió una luz, pero no era la antesala del infierno, sino algo mucho peor: el popel de la cubierta del sollado, donde la macabra sala de operaciones se ocultaba discretamente de las miradas de los marineros. Quiso gritar pero no pudo. Al momento lo tumbaron en una mesa de madera, le dieron a beber un largo trago de grog que le hizo poco efecto y lo ataron a la mesa mientras alguien le ponía en la boca una mordaza de cuero. Arriba, en los pañoles superiores, el fragor de los cañones sofocaba los lamentos de los heridos.


John W. Hawker vio, muy difusamente, acercarse al cirujano, con el delantal manchado de sangre y la mirada crispada por el horror. El hombre estaba habituado a la amputación de miembros, pero al tratarse de un teniente de navío al que conocía personalmente, no pudo evitar una expresión de desencanto. Rápidamente le cortó la piel y los músculos de la pierna con un cuchillo afilado, mientras John Hawker apretaba con fuerza la mano de aquella mujer vestida de blanco a la que distinguía en la redondez de un túnel como si la viera a través de un catalejo. Gritó tan fuerte que pronto no se le oyó, y cuando el cirujano le cortó el hueso con la sierra sólo acertó a abrir la boca, en un gesto de dolor que a punto estuvo de romperle las mandíbulas. Alguien le levantó la cabeza y le dio ron como para tumbar a un caballo, pero ni siquiera perdió el sentido cuando le sumergieron el muñón en un barreño con aceite de trementina hirviendo.


Entretanto, la mujer de blanco lo consolaba con palabras de amor y le secaba el sudor de la frente con los pliegues de la túnica. John W. Hawker miraba con miedo su guadaña afilada y se preguntaba sin descanso por aquella persistencia inofensiva de la muerte junto a la mesa de operaciones. Muchos días después, cuando pudo recuperarse de las terribles heridas, preguntó al cirujano por una mujer vestida de blanco, extraordinariamente hermosa, que estuvo a su lado mientras le cortaban la pierna y le recomponían el rostro, pero el hombre le ofreció una botella de grog para que diluyera en alcohol las reminiscencias de los delirios y olvidara para siempre el popel de la cubierta del sollado.


John W. Hawker olvidó efectivamente la sala del cirujano, las cicatrices dejadas en la memoria por el dolor de las amputaciones y hasta el nombre de aquel barco donde vio a la muerte por primera vez, pero en ocasiones, bajo las estrellas del verano, recordaba la dulzura de su rostro, memorizaba en secreto algún poema de amor que luego escribía en la penumbra del camarote y se emborrachaba cantándole una canción compuesta por él mismo, una canción que erizaba la piel de sus compañeros, espantaba la mirada del loro Gordon y hablaba de reencuentros y de pasiones. “Volveré a tomarte de la mano” decía, “la frialdad de tu piel helará mi sangre para siempre, tu sonrisa acunará mis pecados y juntos brindaremos por el amor, por la soledad y por los hom­bres...”

miércoles, 4 de marzo de 2009



EL FANTASMA



Cuando John W. Hawker lo supo, rió tan escandalosamente que las gaviotas que asoleaban sus plumas en la verga del juanete se aspaventaron y volaron buscando el horizonte, y los tiburones que acechaban la cena en la superficie el mar se zambulleron bajo las aguas, impresionados y temblorosos. Se lo contaron en el castillo de proa dos marineros que hablaban en nombre de toda la tripulación.


- En mi barco sólo hay un fantasma -dijo-, yo, y si alguien quiere discutirlo que venga a mirarme.


Luego volvió a su camarote, puso la estufa, se quitó la pierna de palo y se zambulló hasta el cuello en un barreño con agua de mar. El barco navegaba hacia el Este, y a través de las ventanas de popa, John W. Hawker vio esconderse el sol, redondo y limpio como media naranja recién cortada. Apenas le había dado importancia a la historia de aquel fantasma que sus hombres habían visto por los corredores del barco, a media noche, con una vela en la mano, a pesar de la prohibición expresa de encender fuego dentro del navío, de modo que lo olvidó pronto, y durante un rato combatió la nostalgia evocando islas remotas de grato recuerdo, imágenes que guardaba en la trastienda de la memoria con la misma cautela y delicadeza que sus poemas de amor. Cuando salió del baño se frotó el cuerpo con esencia de violetas, se vistió, se volvió a colocar la pierna de madera y se sentó en la mesa frente a una botella de ron. Fue entonces cuando las olió. Por encima del intenso perfume de violetas que había robado a un teniente de navío natural de Grasse, percibió la fragancia inconfundible de las rosas naturales, y no pudo creerlo, pero sobre el pequeño escritorio de caoba había un ramo de rosas recién cortadas, allí, en El Bergante, a cien millas marinas del puerto más cercano, después de veinte días en alta mar. Sólo un fantasma podía haber realizado aquella proeza.


Guardó celosamente el secreto, temeroso de que la tripulación se amotinara en masa si llegaba a confirmarse la existencia de un espíritu a bordo, pero lo buscó intensamente por el barco. Preguntó a los marineros y al loro Gordon, registró palmo a palmo las bodegas, los pañoles de las provisiones, el callejón de combate, los jardines de oficiales y cualquier rincón donde pudiera esconderse un fantasma, pero sólo halló soledad y silencio, y también a un soldado francés que llevaba nueve meses oculto en un rincón de la popa de la bodega sin que sus hombres lo descubrieran. Lo arrastró por la barba hasta cubierta y en presencia de la tripulación lo ejecutó de un tiro en la cabeza por pasearse de madrugada con una vela encendida. Pero cuando John W. Hawker regresó a su camarote, volvió a encontrar rosas frescas sobre el escritorio de caoba. Y concluyó que uno de los dos sobraba en el barco, o el fantasma o él.


Entonces cambió de estrategia. Reunió a los hombres en la cubierta de El Bergante, los convenció primero de que un espíritu que regalaba rosas a un pirata como él, a la fuerza era maricón o estúpido, pero en ningún caso peligroso, y luego prometió cien doblones de oro a quien lo sorprendiera en pleno paseo; y si lograban traerlo a su presencia vivo, o entero o como quiera que fuese pero que pudiera hablar, cien doblones más. Hasta el más cobarde de los marineros se prometió entonces atrapar al fantasma con sus propias manos. Se dividieron en escuadras, por si el espíritu al final resultaba agresivo, y pusieron patas arriba, uno a uno, todos los barriles de agua y cerveza que dormían sobre la sentina, abrieron los sacos de guisantes y carne salada, desalojaron el pañol de las velas, levantaron las letrinas, esculcaron en los baúles, registraron incluso las pertenencias personales de cada marinero, y al final terminaron removiendo hasta el lastre apestoso de la bodega, pero todo fue en balde. Nadie encontró al fantasma. Desmoralizado, John W. Hawker se encerró en el camarote y repasó durante días toda la literatura que recordaba sobre cosas sobrenaturales, para desentrañar el posible significado que pudieran tener las rosas frescas que seguía encontrando sobre la mesa de su escritorio, pero no halló nada que pudiera ayudarle, salvo la certidumbre de que nadie en el mundo había atrapado jamás a un fantasma. Había insensatos, además, que negaban rotundamente su existencia.


A pesar de todo, sus hombres lo seguían viendo cada vez con mayor frecuencia, pero no coincidían en las descripciones. Para unos era el espíritu trasnochado del último almirante portugués que habían arrojado a los tiburones, para otros el fantasma resentido de un marinero que abandonaron meses antes en una isla desierta por robar a sus compañeros, y para la mayoría tan sólo un misterio indescifrable que preferían mantener alejado de sus pesadillas. Y una noche, sin saber muy bien por qué, John W. Hawker, agotado por el calor del trópico, arrastró su sombra por los corredores, subió a cubierta y descubrió al fantasma de espaldas, en la toldilla, mirando a través de la lumbrera el camastro abandonado de un pirata sin pierna y sin destino. El capitán armó el mosquete disfrazado de muleta y le apuntó desde lejos. Entonces el fantasma levantó la cabeza y un sudor helado humedeció instantáneamente la pólvora acumulada en la recámara.


A primera vista le pareció una doncella cubierta con un velo de tul. La luna, en el horizonte del trópico, indiscreta, insinuaba una desnudez exuberante, casi virgen. Pero John Hawker, que recelaba del Diablo tanto como de un bucanero, amartilló el mosquete y en ese momento algo pareció morir en su interior. Recordó el apasionamiento lujurioso que una vez sintió por una sirena, sus arrebatos desenfrenados por las prostitutas de los puertos, el dolor por la ausencia de una barragana con los ojos de cristal que murió ensartada por el garfio de un corsario, el rostro dulcísimo de la muerte en la mesa de un cirujano, los amores invisibles plasmados en sus poemas secretos, el dolor de las ausencias y el escozor de las nostalgias. Todo aquello recorrió sus sentidos en una fracción de segundo, mientras apuntaba con el mosquete hacia el corazón del espectro. Y tanto dolor sintió que creyó llegada su hora. Bajó el arma y recuperó el equilibro espiritual. La levantó de nuevo y volvió a perderlo. Y así estuvo hasta comprender que aquella doncella vestida de fantasma o aquel fantasma vestido de doncella, no era otra cosa que la misma encarnación de todos sus sueños, que quizás hubieran muerto para siempre ya, o tal vez andaban resentidos por el desprecio del olvido, o acaso buscaban un nuevo dueño o simplemente querían materializarse por una noche en una mirada o en una desnudez.


John W. Hawker se armó entonces de valor, se arrastró lentamente hacia la doncella, levantó con dulzura su vestido de tul y la amó apasionadamente sobre la lumbrera de cubierta. Abajo, su camastro seguía vacío, percochado de carencias y de sueños inalcanzables. Y la amó salvajemente. La trapatiesta escandalizó el barco, los gemidos de placer asustaron al loro Gordon y la lujuria se apoderó de la cubierta del El Bergante como nunca antes lo había hecho, ni siquiera durante las orgías memorables que los marineros cantaban en las tabernas costeras. Poco después llegaron sus hombres, apelotonados unos contra otros, armados hasta los dientes, provistos de redes, mantas, cadenas, cuerdas y demás herramientas para cazar fantasmas, y el espectáculo que presenciaron superó con creces la imaginación del más lujurioso de aquellos piratas.


Al día siguiente, John Hawker los hizo formar a todos en cubierta. Un viento marino que presagiaba tempestades agitaba sus ropas y El Bergante se bamboleaba en las olas del mar como un barco de papel.


- Caballeros -dijo John W. Hawker levantando la voz-, si alguna vez vuelven a ver al fantasma paseando por los corredores del barco no se les ocurra disparar... y mucho menos hacerle preguntas.


Luego regresó a su camarote y se emborrachó de ron. Soñó con las cosas que soñaba siempre, pero ahora temió que anduvieran sueltas por el mundo, que algún día regalaran rosas a otro hombre o que pudieran, en alguna borrachera desbocada, confesarse con algún mortal.


DON JUAN


Premio de Narrativa Ateneo de Sanlúcar


Oigo ruidos en la calle y abro los ojos a desgana. Nunca como ahora he odiado la consciencia, la certidumbre de la vida y la proximidad de lo tangible. He soñado contigo. Te he visto adornar los escaparates de la tienda con tres reyes magos de nieve artificial, con inapro­piado y cierto retraso. Los tres subían un cerro blanque­cino que apenas se aguantaba en el cristal, siguiendo una estrella con el rumbo cambiado, dirigida hacia el estante de los zapatos de señora, allí donde te gusta ponerte, junto al mostrador. Así te he visto en mi sueño, tal como esta mañana, cuando te saludé desde la cafetería, a duras penas, mientras servía el desayuno a dos clientes con prisas de fugitivos, y la gente cruzaba, y yo te buscaba entre las cabezas para ver si sonreías o seguías tan seria como la semana pasada. Me siento en la cama, y la humedad penetra por los poros de mi piel y me atenaza los huesos sin piedad. Pero me vestiré y saldré. Hoy es noche de reyes, y la magia vagabun­dea por las calles, subida en el viento, remansada en las palabras y en las miradas.


Ahora creo que debí decírtelo. Dejar en el mostrador a los dos clientes, cruzar la calle, entrar en la zapatería y acercarme a ti, aunque tu jefe vea con desagra­do las visitas personales. Debí invitarte a cenar, disfrazar mis intenciones de inocencia, aprovechando que todo es inocente esta noche; decirte que sale la cabalgata y que daría media vida, o mi puesto de camarero, que es lo mismo, por llevarte esta noche del brazo, entre la multitud, para que toda la ciudad pudiera vernos. Debí decirte que fuéramos a coger caramelos, como dos niños. Pero no te lo dije. También he soñado con eso, y ahora, al despertarme, pienso en el poder tenebroso y absoluto de la cobardía. “No hay nada” me repito, “nada que perder”, pero todo es inútil, me lo he dicho esta mañana, como otras veces, pero sigo agallinán­dome al verte. Es como cuando mi jefe me señala la calle, atestada de veladores, y yo estoy solo para servirlos todos. Tiemblo al pensar en ello, como al pensar en ti. Ya ves, no es malo que una persona quiera a otra, y nadie puede enfadarse por algo así, pero yo prefiero servir todos los veladores de la acera, llenos de alemanes, antes que invitarte a cenar, o a ver los reyes.


Hace frío en este piso, pero es porque está medio vacío. Me visto a la carrera, me enjuago el rostro y me asomo a la ventana. El viento azota la calle y las hojas vuelan como golondrinas buscando las azoteas. En invierno me gusta verlas remontarse, planear como los aviones de los niños, y luego caer en picado, o simplemente bambalearse despacio, en esa extraña cortesía que a veces tiene el viento con las cosas que maltrata, como hace con tu pelo castaño, cuando lo acaricia al salir de la tienda. Estas remontaciones alocadas de las hojas son como la vida. Todas quieren llegar a las azoteas, pero pocas lo consiguen, y al fin y a la postre todas terminan en la acera, las que cayeron al principio y las que caerán mañana, de modo que el esfuerzo y la suerte están de sobra; la única diferencia es que unas ven el mundo desde lo alto y otras no. Pienso que yo sería de las segundas, porque además de tosco y pesado soy cobarde, y nada más sentir al viento me quedaría donde estaba, acurrucado junto a una piedra, esperando que vinieran los gorriones a picotearme. Es lo que me pasa contigo.


Por fin salgo a la calle, bien abrigado por eso del reuma, y la familiaridad del barrio, que parece un pueblo, me invita a permanecer en los bares de la plaza y a rehuir el bullicio del centro. Es demasiado temprano para ver la cabalgata, pero echo a andar apresuradamente, antes de que me puedan las tentaciones, y también este año me sorprenda la noche sentado en un velador, contándole a un borracho los padecimientos del miedo, la imposibili­dad de los deseos y ese donaire caprichoso y admirable que tienes al poner los zapatos en el estante, según los colores, las hormas, las tallas o la simple casualidad. “Tú eres tonto muchacho” me dijo, “yo trabajo enfrente de una cosa así y no se me escapa por nada del mundo”. Qué listo. Si ése trabajara en un bar se bebía las ganancias. Eso me pasa por emborracharme con quien no debo, y además por irme de la lengua. Por eso este año no me pierdo los reyes, a ver si me distraigo y burlo al coñac, que mientras más lo bebo más melancólico me pone.


La parada del autobús está imposible. La cola de gente dobla la esquina, y eso que es temprano, pero los niños desconocen la paciencia, y debe ser así, ya tendrán tiempo de echarla. La paciencia es buena, pero bien dosifica­da; si uno se acostumbra demasiado a ella puede pasarle como a mí, que aplazo las decisiones según la conveniencia, el miedo o el barrunto raro que tenga ese día. No tomaré el autobús. La gente se apelmaza, uno pisa a los chiquillos sin querer y ya tiene la noche hecha. Iré andando.


A veces te escribo poemas, y no son malos. Claro que a nadie le parece feo lo que hace, y menos hablando de poesía, pero te gustarían si algún día los leyeras. Hablan de tus ojos, que cuando miran atraviesan como dagas y cuando no lo hacen hieren como injurias. Son enigmáticos tus ojos. A veces me observas a través del escaparate, siento tus pupilas en la nuca y me vuelvo rápida­mente; tú agachas la cabeza al instante, y en esa ínfima fracción de segundo tu mirada me acuchilla. El corazón me da un vuelco, las manos me tiemblan y ya no atino a poner los desayunos. “Niño, el café”, “niño, el Tulipán”, “niño con el cua­jo...”. Es que algunos son groseros. Pero tiene gracia que te llamen niño a los cuarenta años. Yo me crié sin madre, y sin reyes, por eso la palabra no me molesta. Pero te hablaba de las poesías. Si las leyeras... Las escribo en un cuaderno de cuadros que tengo guardado en la mesita de noche. No siempre escribo de noche, a veces también lo hago en el bar, según la inspira­ción, y entonces anoto los versos en una servilleta de papel, luego la doblo, la escondo en la camisa, y por la noche la paso a limpio mientras pienso en ti.


Los pensamientos son fugaces como la felicidad, pero tienen la ventaja de poder guardarse en papeles para recordarlos cuando uno está triste. Yo cuando estoy triste o me siento solo en casa, voy al dormitorio, abro el cuaderno y leo las poesías tumbado en la cama. Escribo de tu pelo castaño, que a veces sorprende a las mañanas recogido en la nuca; de tu figura exube­rante, que se perfila en la muchedumbre de la calle y destaca como la luna entre los luceros; de tus andares de reina, tranquilos, derechos, pausados; de tu ropa, que yo alargaría un poco para fastidiar a mi jefe, y de todo lo que supone tu presencia tras los cristales. Pareces una sirena encarcelada en una pecera. Se supone que yo debo ser el príncipe que vaya a rescatarte de la zapatería, pero de príncipe no tengo nada, y una mirada de tu jefe, con esas cejas anchas y apretadas, ya me pone en fuga. “Anda que vaya porvenir que tienes” me dice cuando viene a desayunar, el muy tirano, “toda tu vida en una barra, y no le coges el punto al café”. Y es que me descom­pone el tío. Me dan ganas de echarle veneno en la leche.


Voy camino del centro y la ciudad parece otra cosa esta tarde. Es así como me gusta verla, bulliciosa, palpitante, envuelta en esa felicidad general que parece nacer en el río, como una bruma invisible, y extenderse luego por las calles, atemperando las tristezas y los desengaños. La gente se mezcla en las aceras y yo las distingo por su ropa. Puedo adivinar los barrios donde viven sólo con ver los andares, la forma de hablar y las prendas que visten. Se mezclan todos en la misma dirección y por una noche son iguales. El mundo debía estar unido por la ilusión, porque al fin y al cabo toda la gente la tiene, y es lo último que se va y lo primero que nos llega. Yo tengo muchas ilusiones, y la mayor de todas era llevarte hoy a ver los reyes. Otro año será. Parece mentira que los coches sean capaces de formar un río. Es una corriente de colores que desembocará en el mar del centro. Se mueve lentamente, como si no llevara impulso, dejando en la carretera sedimentos de impaciencia y esperanza.


A lo lejos, en la acera, distingo una pequeña columna de humo y extrañamente vuelvo a sentirme niño. Es un vendedor de castañas. Aligero el paso, como si fueran a terminarse, y compro un cartuchito. Me gustan las castañas asadas, llevan la dulzura de la niñez impregnada en la cáscara, una dulzura que ennegrece los dedos y tiempla el paladar. El hombre que las vende tiene la piel tostada y el rostro lleno de arrugas. Hay que andar realmente mal para vender castañas en una tarde tan fría, con la corriente de aire que azota la avenida y la felicidad que se proyecta en la gente. Las cosas de la vida. “Un euro” le digo, y el hombre las envuelve en papel de periódico. Ahora es cuando de verdad te echo de menos, y la añoranza se anuda a mi garganta como un lazo. Continúo el camino, la tarde se reclina en el parque y tu recuerdo me acompaña como la sombra. Distingo un bar entre estos árboles gigantes y voy a tomar una copa de coñac. No puedo evitarlo, hace frío y a uno le entra el cuerpo en caja.


Es imposible que viva tanta gente en esta ciudad; algunos, o muchos, vendrán de fuera a ver los reyes. Faltan dos horas para el desfile y el mundo entero parece estar concentrado aquí. Me siento en un velador, junto a los ventanales, para ver otra vez los remolinos de hojas y maldecir a la cobardía. No es igual beber solo que acompañado. Uno, por su oficio, conoce a los que beben para matar la soledad o para acompañarla. Se les nota en el rostro, en la dirección de las miradas y en el tiempo que les dura la copa. Si estuvieras junto a mí te lo podría contar. Te describiría el mundo interior de los clientes y te asustaría la precisión con que puedo hacerlo. Los camareros somos como los curas, y hasta terminamos confesando a la gente en la barra. En esta ciudad pasa eso por la noche. La gente se embriaga de nostalgia al pasear por las calles y termina en un bar cualquiera buscando el consuelo del camarero. Muchos que conoces se beben los vientos por ti. “Hay que ver la niña de la zapatería…”, “si uno estuviera soltero...”, “qué martirio, todo el día enfrente...”, y así. Cuando los escucho me arde el corazón y hasta creo que se me nota. Luego te veo salir a la calle, con alguna señora que te señala el escaparate, y el mundo entero parece morir en la mudez de los cristales. Éstos que te digo vuelven entonces la cabeza y empiezan a decir disparates. Todo sería distinto si tú me quisieras, o estuviéramos casados, o fuéramos novios, o algo por el estilo.


Ya me está haciendo efecto el coñac. Es que no puedo probarlo. Me levanto, pago la copa y me voy un rato a pasear por el casco antiguo. La riada humana viene en dirección contraria, a ocupar posiciones para la hora del desfile. Todavía es temprano. Hace frío, pero me siento en el banco polvoriento de un parque a mirar los gorrio­nes. El viento me trae tu nombre y, por más que trato de pensar en otra cosa, te apareces en mi pensamiento como un fantasma vagabundo y rondas por las esquinas de mi memoria como lo hubiera hecho don Juan Tenorio. Si te hubiera conocido... Me lo imagino embozado, con un tahalí tachonado en plata, la mirada oscura trepanando la penumbra de los reverberos, la cazoleta de la espada refulgiendo en la madrugada. Viene a rondarte, con toda seguridad, como hacen los del bar, pero con otro estilo. Me ha visto sentado, con este pergeño mediocre de universitario fracasado, las manos en los bolsillos, el cuello de la cazadora cubriéndome los aladares. Sabe que en cuestión de conquistas estoy perdido, como en muchas otras cosas. Una bruma lo envuelve, parece salido del infierno. Le sonrío, por demostrarle que aquí hay redaños para todo, y entonces parece confiarse. Se sienta junto a mí. “Buena noche, la de reyes, para rondar a una dama” dice. “Para ti es buena cualquier noche” le contes­to. “Pero no es buena cualquier dama” responde mesándose el bigote, con un rictus de crueldad en los labios.


Te viene buscando, ahora estoy seguro. Me habla de sus lances con don Luis Mejía, de las partidas de cartas, de las apuestas vergonzan­tes, del precio de la valentía, que es incalculable, por lo que trae de bueno a los hombres. “Yo soy un cobarde” le digo, por ver si se marcha, “ni siquiera me atrevía a copiar en los exámenes”. Entonces él se levanta, se lleva las manos a los cuadriles, se exhibe ante mí como los pavos reales del parque y luego se detiene para describirme las estrategias básicas de una conquista: la buena presencia, la osadía, el don de palabra, la dosificación del afecto, la confianza... “la mentira, si es preciso” dice, “todo menos la rendición o la deshonra”. Me hace agachar la cabeza. No volveré a probar el coñac. “Se hace lo que se puede” murmuro, y entonces él, sorpresivo y veloz como las traicio­nes, desen­vaina la espada y acerca el filo a mi garganta. Los ojos dilatados, las cejas arqueadas. “Falso, tabernero” grita, “la noche de reyes es para vivirla, para soñarla, para engrande­cer los engaños con la magia de la ilusión, para dejarse morder por el dulce acero de la esperanza, no para morir de soledad en un banco cualquiera, lamentando las cobardías cometidas”. Entonces me levanto, le vuelvo la espalda y huyo. En el parque, en medio de los zapotes, vuelvo la cabeza y lo distingo entre la gente, todavía envuelto en la bruma, embozado, siguiéndome como una sospe­cha.


Los Reyes de Oriente deberían ser magos de verdad, poseer el don de transformar la materia de los hombres, concederle a uno el privilegio de ser don Juan por una noche. ¿Pero de qué valdría? Al día siguiente volvería a verte perfilada en los cristales de la zapatería, mirándo­me de soslayo, y las venas temblarían en mi cuerpo y mi lengua quedaría paralizada por el miedo. Voy a entrar en otro bar. La compañía de la gente me gratifica y leo en sus rostros mensajes de ilusión. Pido otro coñac, sabiendo que será peor, y miro a los niños. Llevan globos de colores, comen avella­nas, juegan y ríen, y seguramente esta noche no dormirán, los nervios los atenazarán en la cama, y mañana, al alba, se levantarán con el estruendo de los cohetes. No hay nada más envidiable que ser niño, nada tan grandioso como creerlo todo. Si los hombres creyeran en las hadas, en las brujas, en los duendes o en sí mismos, el mundo luciría otro color. En el extremo de la barra una pareja de novios se mira fijamente, cogidos de la mano, sin decir nada. Irán a ver a los reyes, y a lo mejor les han pedido un piso, o un trabajo, o simplemente más amor. Me alegro por ellos. A su lado, con una sonrisa suspicaz, vuelvo a ver a don Juan, que me observa atento, estudiando mis movimientos. Pago y me marcho. Ahora sí me dirijo al mismísimo centro de la ciudad; pronto pasarán por allí los reyes, arrojando caramelos de colores, y quizás alguno de ellos endulce mi paladar y me haga olvidarte por un instante.


Voy deprisa. Si te hubiera invitado a salir iríamos despacio, charlando del pasado, de lo que desconoce­mos, de esos secretos que primero asombran a las parejas y luego las unen. Daría media vida mía por conocer media tuya. El nombre de tus padres, el de tus hermanos, el número de la casa donde vives, los libros que has leído o los poemas que has escrito. Y en medio de la cabalgata, cuando la algarabía de los niños amortiguara el eco de las palabras y las miradas se volvieran hacia los magos, a lo mejor me atrevía a apretarte la mano o dejaba caer mi brazo sobre tu hombro. Quizás un beso. Pero nada, toda la culpa la tiene el coñac, que me ha entrecogido en los callejones, estrechando las paredes, atosigándo­me con las prisas de la gente, instándome a la locura. En el próximo banco me siento, despejo la mente y sigo caminando.


Los jardines están bulliciosos esta noche. Mal día para las parejas fugitivas. El gentío parece llevar prisa. Me levanto y avanzo a grandes pasos; la cabalgata parece entrar en la glorieta, y quisiera ser niño por una noche, aunque haya perdido el don de la credulidad y renuncie a las cartas y a los deseos. Creo que será imposible acercarse hoy a los magos. Una muchedumbre me corta el acceso, pero lo intentaré. Disimuladamente me abro camino. “Por favor” digo, “gracias”, “un segundo”, “si es tan amable...”, “así, gracias”. Me miran, me dejan pasar a duras penas y al final el camino se cierra definitivamente. Los veré de lejos, qué remedio. Entre la multitud el frío parece atemperarse, como si las risas y los aplausos despren­dieran calor. Tu sonrisa desprende calor en mis poemas. A diario lo escribo en el cuaderno. Si tuviera valor para dártelo. Don Juan lo haría, sin duda. Tiene un olfato especial para esto de los amores. Ahí está, a dos metros de mí, con las manos en los cuadriles, luciendo una sonrisa esplendorosa. Se acerca el primer rey en su carroza­ y el gentío lo vitorea y los niños abren los ojos, incrédulos, asombrados, temerosos. Es la leyenda hecha realidad. Vienen de Oriente y en sus sacos llevan el oro que simboliza al Sol, el incienso que evoca el camino de la oración y la mirra, emblema de la resurrección. Arrojan caramelos, los niños se paralizan y los mayores los recogen; abren manos, abrigos, paraguas. Es el afán secreto por conseguir los deseos, por volver a casa con la prueba de las esperanzas tangibles. La alegría me nace en las yemas de los dedos, sube por mis brazos con un hormi­gueo afable y se agarra a mi corazón, que trota ahora como un potro salvaje por las praderas del deseo.


Es imposible pero es cierto, ahí estás tú, junto a don Juan Tenorio, a dos metros de mí, sola, como yo, en esta ciudad inmensa donde hallar a alguien conocido, un día como hoy, es un milagro. Debí invitarte a salir. No me has visto. Tienes los ojos puestos en la carroza del segundo rey, que ya entra en la glorieta, saludando. Vuelvo a sentir miedo. Me tiemblan las manos y las piernas. Don Juan vuelve el rostro y sonríe. “Se hace lo que se puede” dice, y suelta una carcajada tabernera, provoca­dora, desafiante. El burlador parece retarme con su ironía. El orgullo me abrasa el pecho y ahí sigues tú, de espaldas, con el pelo recogido en la nuca, como una princesa olvidada del mundo, resplande­ciente. Entonces me acerco y don Juan me abre paso con una reverencia inmoderada, como si entendiera los resortes de mi cobardía. El mago se detiene en el centro de la glorieta y el clamor del gentío se hace insufrible. Ahora o nunca. Miro al rey por un segundo, buscando una fuga que no puedo permi­tirme, y lanzo un deseo al viento que ni siquiera llego a pronunciar.


Entonces te pongo la mano en el hombro, te vuelves. La sorpresa se dibuja en la transpa­rencia de tu rostro y pronuncias palabras que no puedo oír. La gente grita, la ciudad resplandece y yo intuyo el milagro en el horizonte estrellado de esta noche mágica. Hablamos. Aplaudimos. Cuando llega el tercer rey el corazón se me agiganta y me agrieta el pecho. Aún no puedo creer que seas tú, que me haya atrevido a hablarte, a tocarte, a invitarte a cenar cuando acabe la cabalgata. Es la primera vez que el coñac hace algo bueno por mí. Me siento a la altura de don Juan, que ahora me mira con los brazos cruzados y una infinita expresión de tristeza en sus pupilas. Nada tiene que hacer, él pertenece a la leyenda y nosotros al mundo. Todo ha terminado en la glorieta, o quizás todo haya comenzado. Te aprieto la mano para no perderte, instintiva­mente, y tú consientes con el gesto. Ya no la soltaré. Iremos a cenar, te hablaré de mis poemas, de las miradas a través de los cristales, de los años de espera y cobardía, y te miraré a los ojos fijamente. Y mañana, que libro, te llevaré a desayunar al bar, frente a la zapatería, para creerme del todo este regalo de los magos. Ahora caminamos despacio, de la mano, en un silencio que preconiza tertulias intermina­bles. Entretanto los reyes llevarán juguetes a los niños desterra­dos del afecto, y nosotros, ciudadanos comunes, empezaremos a ser príncipes, porque ni en esta ciudad ni en esta noche somos nadie, pero también lo somos todo.

lunes, 2 de marzo de 2009



QUID PRO QUO




Premio Nacional de Cuentos Azuqueca de Henares


Don Esteban de Sotomayor y Gracia había sido siempre un hombre extemporáneo y decidido, laberíntico y capri­choso, eficazmente educado por su padre en los entresi­jos del poder, cuyos hilos manejó como los de una marioneta indefen­sa incluso cuando la edad oxidó sus nervios y mermó sus cualidades naturales para la diplomacia y el liderazgo, pero a pesar de su carácter excéntrico nadie pudo imaginar nunca que después del martirio sufrido por su única hija fuera capaz de insertar una esque­la en La Gaceta reclaman­do la presencia de los ladrones y torturado­res de la niña para recompensarlos por su buena acción. Lo más extraño de todo fue que Margarita Aranda, que desde tiempos remotos había mantenido una guerra sin cuartel contra los caprichos de su esposo, alabó la idea y deseó fervientemente que los malhe­chores aparecieran para solucio­narles el porvenir con una renta vita­licia y un cortijo desocupado que la indigencia había converti­do en un inmenso aulagar amarillo donde el ganado de los veci­nos comis­queaba gratuitamente, pero que podía enriquecer de por vida a cualquiera que se atreviera a cultivarlo.

- La vejez y los milagros te han hecho justo -dijo Margari­ta la mañana que leyó el reclamo en La Gaceta-, ahora sólo hace falta que los bandi­dos se atrevan a aparecer.


Esteban de Sotomayor y Gracia había conocido a Margarita Aranda muchos años antes, en medio de una proce­sión que atasajaba la madrugada con el humo de los cirios y el aroma vehemente del incienso, mientras el Cristo de la Sed paseaba sus llagas por los angostos callejones del pueblo, rozando los faroles mortecinos con las virolas de la cruz. La vio como a un lucero en la madrugada, cami­nando pausadamente tras la imagen agostada del cristo, investida de dignidad por el tul de una mantilla de Almagro que dila­taba su porte de reina. Desde el balcón de la casa la siguió con la vista, dejándose llevar por los acor­des de la banda y por el perfu­me de los naranjos, y ya nada pudo salvarlo de los rigores delicio­sos del amor.

Durante meses se desveló con la idea de aque­lla mujer a la que nunca antes había visto, y el secreto de su nombre lo persiguió como un fantasma inclemente por los corre­dores de la hacienda y por los laberintos inescrutables de su soledad, pero a nadie preguntó por ella, temeroso de la suspi­cacia de aquel pueblo capaz de transformar las preguntas en rumores y los rumores en evidencias, de forma que trató de aproximarse a ella siguiendo los senderos escru­pulosos del disimulo, y todo el mundo supo entonces que don Esteban de Soto­mayor y Gracia, el hombre más rico de la provincia, andaba enamoriscado de Margarita Aranda, la viuda joven y sin fortuna que impartía clases de costura en el colegio de las monjas. Hasta ella misma supo el senti­miento de Esteban mucho antes de que él asociara el amor a la pesa­dumbre arraigada y arbitraria que le robaba el apetito y lo remitía incansable a los atardece­res cerri­les de sus fincas, donde el vuelo silencio­so de los tordos parecía devolverle las esquirlas de la paz perdida. Y allí lo hubiera sorpren­dido la vejez y la locura si las religio­sas no desbaratan con un certero golpe de autoridad el castillo de confusión donde se había recluido. “Sólo hay un antídoto eficaz contra el mal de amores” le dije­ron, “po­nerse en manos de Dios y someterse al sacramento del matri­monio. Ella también te quiere”. Y esa misma tarde se desve­laron para él muchas incógnitas sobre Margarita Aranda, cuestiones que ella misma había resuelto y olvidado hacía tiempo, y que de pronto surgieron ante Esteban como espec­tros de obligado conoci­miento.

Treinta días después contrajeron matrimonio a pesar de que ella insistió en su incapacidad para engendrar hijos. “Lo que no puede la naturaleza lo puede la fe” respondió él. Y desde ese momento olvidó las lindes de las fincas y el vuelo de los pájaros y se entregó a la vida conyugal con el desafuero de un lunático. Tenía cuarenta y dos años y le escribía versos de amor como si tuviera die­ciocho, versos que anotaba en pape­les de colores y que ocultaba en los lugares más inopinados de la casa con la intención de sorprenderla en sus cortas ausencias. La sobre­cogía a menudo con regalos de proce­dencia insospe­chada para los que ella no encontraba utilidad y la amaba a dia­rio, con apeten­cia o sin ella, obcecado con la idea peregri­na de engendrar un hijo que la hiciera más feliz aún. Margarita Aranda, que a causa de la viudez se había encompadrado ya con la soledad, se vio desbordada por aquel molesto y capri­choso río de atenciones y pronto volvió a la intimidad del costurero confiada en que la estéril realidad de su cuerpo venciera por agotamiento a Esteban y este le concediera alguna paz esporádica en el lecho matrimonial, pero diez años más tarde Este­ban de Sotoma­yor seguía sin pensar en la rendición, y había encon­trado en los muebles antiguos una fórmula eficaz para dis­traer el pensa­miento y eludir la presencia de la duda. También la fe en las imáge­nes consoli­dó su firmeza de espí­ritu y mantu­vo viva su esperanza, de modo que alterna­ba los muebles clavadizos con las coronas espino­sas de los cristos y sus rega­teos de buhonero húngaro con las plegarias bisbi­sean­tes a la luz de los tenebrarios.

Y así estuvo diez años más, gastando fortunas colosales en cachivaches apolilla­dos cuya restauración le robaba meses de trabajo, rezando leta­nías kilométricas a los cristos de la comarca, que habían agotado su paciencia etérea de tanto oírle la misma súplica, y amando diariamente a Margarita Aranda, cuyo cuerpo vencido por la edad resistía a duras penas los empe­llo­nes del amor. Pero a medida que pasaba el tiempo, la insistencia obcecada se revelaba inefi­caz en aquella guerra entablada contra la codicia de la naturaleza. Margarita rozaba ya la senilidad y los cristos seguían indiferentes a las oraciones y a las promesas, ansiedades de reclinatorios que Esteban de Sotoma­yor empezaba a contemplar como burlas grotescas, horadada la fe, hundida la esperanza en la evidencia irrebatible del tiempo. Pronto cayó en la depresión, y el abandono cubrió de polvo su ilusión y sus muebles, y por primera vez en la vida Margarita deseó de verdad ser madre.

Puede que tan sólo fuera eso lo que aguardaba el destino. Una tarde de invierno, Esteban de Sotomayor entró como un penitente en el salón de la casa. Margarita estaba sentada en un confidente inmemorial que Esteban había tapizado un año antes. Miraba la lluvia a través del balcón, sin labores de costura en las manos, con los pies apoyados en un escabel y las piernas arropadas en el folgo de conejo argentado que mandó traer de la ciudad cuando se vieron las primeras heladas. Él se acomodó a su lado, silencioso, calculando el tiempo que tardaría en llegar la noche. Enton­ces ella giró la cabeza y desbarató su desazón sin miramien­to alguno. “Estoy embarazada” dijo, “se conoce que Dios está muy lejos porque ha tardado mucho en oírte”.

Nueve meses después, puntual como la llegada de un cometa anunciado, vino al mundo Marta de Sotomayor, con los ojos abiertos y espantados, en medio de un verrón indecente cuya magnitud desbordaba los límites de la razón y vaticinaba el carácter de centurión que la niña ostentaría el resto de su vida. Margarita Aranda tenía enton­ces cin­cuenta y dos años, y como había supuesto Esteban, aquel alumbra­miento dulcificó su carácter y anuló la frus­tra­ción que durante toda la vida había empañado de triste­za su mirada, pero también se despertó en ella un sentido crítico y una visión fantas­magórica del mundo, y desde entonces empezó a ver la realidad como un universo de espantajos capaces de asombrar­la en los momentos más imprevisibles. Pronto se perturbó con la idea de la muerte, a la que imagi­naba ace­chando en el sueño y en las comidas, y se volvió hipocon­dríaca, medicinándose con dosis de caballo al menor resfria­do. Tampoco desdeñó la posibilidad de un nuevo emba­razo, por eso instaló en la otra punta de la casa un dormi­torio indi­vidual que el propio Esteban de Sotomayor le decoró con muebles centenarios, sin la menor perturbación, inmerso en un desafecto crónico hacia las cosas del amor, volcado en las atenciones de la niña a la que veía como un milagro viviente.

Mucho antes de empezar a hablar, Marta de Sotomayor comprendió que el epicentro de la casa era ella y que todo estaba permitido en aquel lugar menos sus lágrimas, de modo que lo tuvo fácil a la hora de conseguir sus propó­si­tos. Apenas contaba seis meses cuando en una de sus crisis de llanto quedó traspuesta, mirando hacia el techo con la boca abierta, en una terrible posición de muerta viviente que no sacudió los cimientos del mundo como ella pensaba, pero sí los de su padre, quien la vio en las garras de la muerte y pensó que llegaba el fin para los dos. “Que la niña no vuelva a llorar bajo ningún pretexto” dijo, y despidió a las sirvientas que no supieron darle con el anto­jo. Desde entonces se volcó con Marta hasta el extremo de abandonar sus propios quehaceres. Puso los corti­jos en manos de administradores que le robaban lo que podían, sabedores de que Esteban andaba enredado en una briega de niñeras de la que nunca saldría; dejó que la alcaldía del pueblo, encomendada a su custodia por el gobernador en perso­na, cayera en la indigencia y en manos de funcio­narios expertos en el arte de la especulación, y apenas se enteró de las revueltas campesinas que asolaron la comarca y pusie­ron en jaque a la Guardia Civil. Su mundo era el de la niña, y su mayor preocupación evitarle el llanto. Al pie de la cuna recibía a los invitados, a los apoderados de sus fincas y a los criados de la casa, sin ninguna distinción, y si la niña lloraba estando presente alguno de ellos, lo obligaba a salir inme­diatamente sin el menor asomo de cortesía.

A los dos años de su llegada al mundo, Marta de Sotomayor empezó a hablar, tan claramente que asombró a las religiosas y terminó de cautivar a su padre, a quien perseguía por toda la casa lanzándole requiebros con su vocecita particular de sirena encantada. Sin apenas propo­nérselo, con una facilidad impro­pia incluso de un adulto, emprendía conversaciones que duraban horas y atosigaba a todos con preguntas de imposible respuesta en las que per­sistía durante días sin admitir soluciones de compromiso. Al final terminaba llorando. “El llanto será la perdición de esta niña”, vaticinó su madre un día, sin imaginar entonces que ponía el dedo en la llaga más dolorosa de su destino; pero Esteban de Sotomayor, que por aquella época empezaba a dejarse herir seriamente por la vejez, desoía los consejos de todo el mundo, arrastrado por la corriente de un tiempo que veía fluir con demasiada rapidez, y se afanaba en cu­brir­la de antojos que le costaban fortunas, juguetes exóti­cos que mandaba traer de la ciudad, o bien encargaba a los artesanos del pueblo si­guiendo las directrices que la niña señalaba personalmente.

Al cumplir los cuatro años le regaló un chines­co con cascabeles de plata que Marta tocaba sin descan­so y sin compasión hacia los moradores de la casa. Un día los criados, con los nervios al borde de la quiebra, lo hicieron desaparecer mientras ella montaba a caballo con su padre. Cuando lo echó en falta estuvo veinticuatro horas llorando sin parar, y cuando parecía que el corazón le reventaba por falta de aire Esteban de Sotoma­yor, con el alma lacerada, se presentó ante ella con otro chinesco, pero con cascabeles de oro. “Quid pro Quo”, dijo ante todo el mundo, restableciendo su autoridad mientras el corazón se le vaciaba de aflicciones. Marta desechó de inmediato el nuevo chinesco, pero su padre le regaló un praxinoscopio que simulaba hábilmente los pasos comedidos de una bailarina, un juguete diabólico para la época y el lugar, que levantó expectación en el pueblo y con el que incluso Margarita Aranda jugaba por las noches sin explicarse que los ojos fueran tan mentirosos como el Diablo.

Jugando con aquel artefacto estuvo hasta los cinco años, sin prestar atención a las joyas que su padre le regalaba y que ella acumulaba sin interés en un vargueño de caobilla junto con botones de colores y maripo­sas disecadas. Pero el mismo día de su quinto cumpleaños, alguno de los invitados o algún criado de la casa descerrajó el mueble, forzó las gavetas y se hizo rico en una sola tarde. Marta no se dejó afectar por el revuelo formado, ni por la presencia de los guardias, ni tan siquiera por la pérdida de las joyas, pero comprendió que aquellos abalorios dorados des­pertaban la ambición ajena, y desde entonces empezó a recla­mar a su padre sortijas y collares, garganti­llas y pulseras de incalculable valor que exhibía a su antojo por la casa y por las calles, cuando acompañaba a su madre a la misa del domingo o cuando acudía al colegio de las monjas a aprender canciones religiosas para seguir cautivan­do a su padre.

Ya por aquellos tiempos las monjas empezaban a prepararla para la primera comunión, pero la niña mostraba un desinterés casi pagano por los misterios de la religión, y terminó rechazando las visitas al colegio, sobrecogida por la luz insuficiente de la capilla y por las heridas mons­truosas de los mártires que ocupaban las hornacinas desde hacía décadas. Las religiosas tomaron entonces la decisión de educarla en su casa, pero Marta de Sotomayor eludía las clases con ataques de llanto o con fugas a través de los corredores que su padre celebraba con aplausos ante el gesto incrédulo de las monjas. Un día cometieron el error de reprenderlo seve­ramente ante la niña. “La niña tiene que hacer su primera comunión cuando llegue la hora, don Este­ban” le dijo la religiosa mirándolo fría­mente tras los impertinentes dora­dos, “tanto si usted quiere educarla como si no, por las buenas o por las ma­las”. Esteban de Sotoma­yor no supo qué decir y guardó silencio; la niña también, pero en aquel preciso instante decidió no hacerla.

Un año después de aquello la relación de Esteban con las monjas casi se había convertido en una guerra abierta que los rumores se encargaban de alentar, una guerra en la que Esteban perdía posiciones a medida que se aproximaba la fecha de la ceremonia, acorrala­do entre la negativa de la niña y su miedo ingénito a verla llorar. Margarita Aranda, alineada en la posición de las monjas, se convirtió en un enemigo despiadado que atacaba eficazmente a todas horas y por todos los flancos. Entonces Esteban de Sotomayor decidió utilizar su brazo político para convencer a Marta. Mandó traer de la capital una colección de vestidos de princesa para que ella eligiera el más adecuado, esperan­do ilusionarla con la prepotencia delicada de los encajes, pero ella los estrenó todos sin que nadie fuera capaz de oponérsele; le compró un libro de oraciones con las letras de oro y las pastas de nácar que hubiera envidiado el propio Papa, pero ella lo guardó en el bargueño sin ni siquiera abrirlo; le trajo un rosario de perlas naturales que la niña se colgó del cuello como si fuera un amuleto antes de des­cuar­tizarlo sin misericordia, y por último, viendo que todos los esfuerzos eran baldíos, le prometió un caballo de raza si hacía la comunión. Ella le exigió el animal de inmedia­to, y a la semana siguiente lo tuvo en la puerta enjaezado como el de una reina. Su madre la vio montarlo desde el cober­tizo. “A pesar de todo no hará la comunión” le dijo a Esteban, “todo lo que le sobra de soberbia le falta de disciplina”.

Así fue. Dos días antes de la ceremonia, a media mañana, su padre se presentó en su habi­tación con una nueva colección de vestidos, esta vez traídos expresamente de París para que el asombro amortiguara cual­quier intento de negativa. “No”, dijo Marta. Simplemente. Entonces Esteban de Sotomayor, a quien la felicidad le había borrado del alma el rostro de la cólera, gruñó de rabia por primera vez en muchos años y abofeteó a la niña. Después salió gritando de la habitación, desparramó los vestidos por el pasi­llo, empujó a dos criados que se tropezaron con él y al final se derrumbó en un sillón del comedor, abrumado por la ira y la impotencia, justo cuando Marta de Sotomayor empeza­ba a llorar.

Ni su madre, ni los criados, ni las monjas, ni su propio padre por último consiguieron hacerla callar aquel día. La niña lloraba sin consuelo ni descanso, sin atender a razones ni a súplicas, poseída por una llantina incontrolable que al amanecer le provocó vómitos y espas­mos que sobresaltaron a los presentes y sacaron de sus casas a los vecinos, impresionados por el griterío de la madre y la alarma de los sirvientes. A media mañana llamaron al médico, quien le aplicó cataplasmas en la cabeza y en otras partes del cuerpo con la intención de calmarla, pero sólo consiguió reponerla de su debilidad y hacerla llorar con más fuerza. “Si sigue así mucho tiempo es capaz de morirse” dijo, pero fue incapaz de consolarla. De madrugada empezó a padecer torozones de caballo que le soltaron el vientre y el produ­jeron arcadas, y al amanecer, al fin, dejó de llorar. El médico se acercó a la cabecera de la cama, le tomó el pulso y se volvió hacia Esteban. “Está muerta” dijo, y salió de la habitación.

La vistieron con su traje de comunión y le pusieron entre las manos el libro de oraciones. Después de acunarla en el ataúd, Esteban de Soto­mayor la cubrió por entero con las joyas del bargueño, le puso a los pies los cascabeles del chinesco y cerró la tapa para no verla más, estremecido ante la arbitrariedad de un tiempo que aumentaba su velocidad a medida que miraba el cadá­ver. Se había senti­do milena­rio en pocas horas, y aunque ya no le asustaba la llegada de la muerte, quería estar vivo para el momento del entierro. A la mañana si­guiente llevaron a Marta a la igle­sia y la ubicaron en un cata­falco rodeado de cirios que Esteban sepultó en oraciones incone­xas, asustado y nervioso ante la inminencia del sepelio, y cuando llegó la hora, a mediodía, sólo atinó a desmayarse.

Se despertó al anochecer, soñando que el Cristo de la Sed le devolvía a su hija bañada en sangre, y se echó a llorar como un anciano desvalido, deseando morir del mismo mal que la niña. Si hubiera estado en el cemente­rio para ver a los ladrones, probablemente no hubiera vuelto a conciliar el sueño el resto de su vida. Entraron por la puerta principal, forzando la cerradura con una palanca, y se dirigieron al panteón de la familia Sotomayor, parcamente iluminado por los fogariles de la entrada, que a esa hora de la madrugada empezaban a morir por falta de combus­tible. Descerrajaron el candado sin dificultad y abrieron el fére­tro a piquetazos. Marta de Sotomayor seguía abismada en su silencio con las pestañas aún humedecidas por las lágrimas. Robaron el devocionario, las joyas que cubrían el vestido de comunión y la gargantilla de esmeraldas que le acordonaba el cuello de encaje, y por último revolvieron el cuerpo sin piedad buscando los cascabeles de oro del chinesco. Pero antes de marcharse, uno de ellos reparó en el anillo de diamantes que adornaba el dedo anular de la niña. Quiso sacarlo y no pudo. Apremiado por sus colegas abrió una navaja y cortó el dedo, y en ese momento Marta de Sotomayor abrió los ojos, lanzó un grito de terror que taladró las paredes del panteón y descompuso los intestinos de los ladrones y se incorporó del ataúd gimiendo de dolor.

Marchó a su casa sola, en un estado de letar­go doloroso producido por la muerte ficticia y la amputación del dedo y cruzó las calles del pueblo pegada a las pare­des, silenciando a los grillos y espantando a la pareja de guardias que hacía la ronda aquella noche. Llegó a su casa al amanecer y el propio Esteban de Sotomayor le abrió la puerta. La vio haciendo pucheros y con el vestido ensangren­tado, y se arrodilló ante ella bañado en lágrimas. Nadie pudo convencerlo jamás de que aquel milagro fue un caso palpable de catalepsia. Tampoco Marta de Soto­mayor volvió a llorar, ni si­quiera cuando su padre murió de viejo lamentan­do no haber hallado a los ladrones que resucitaron a su hija y encomendándo­se para toda la eternidad a los clavos del Cristo de la Sed.